Текст книги "Narrativa breve"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
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La compasión de Mary se vio sacudida hasta lo más hondo, y sus lágrimas cayeron como lluvia. Trató de pronunciar unas palabras de consuelo. Él contestó con vehementes súplicas. Así prosiguió aquella conmovedora pugna, hasta que John Gray irrumpió en el salón y exclamó:
—¡David ha sido asesinado! ¡Hugh Gregory está en la cárcel acusado del crimen!
Mary se desvaneció.
El caos se adueñó del pueblo durante todo el día. Se suspendieron todas las actividades. Una muchedumbre permaneció horas y horas frente a la oficina de David Gray, comentando el asesinato y aguardando pacientemente una oportunidad para entrar y echar una ojeada al siniestro espectáculo. El muerto yacía en un mar de sangre. Los muebles patas arriba indicaban que se había producido una violenta pelea. En el escritorio había una hoja de papel pautado en la que David Gray había iniciado una frase, pero no vivió para concluirla, a saber: «Yo, David Gray, en pleno uso de mis facultades mentales y…»
Cerca del cadáver se halló un jirón de tela que coincidía exactamente con el fragmento arrancado del faldón del abrigo de Hugh Gregory; en el pantalón de Hugh se descubrieron minúsculas gotas de sangre; allí estaba la frase inicial de un testamento que había de barrer la potencial fortuna de la muchacha con quien Hugh Gregory aspiraba a contraer matrimonio algún día; corrían rumores de que en los últimos tiempos el padre de Hugh andaba metido en peligrosos apuros económicos; el altercado de la tarde anterior era ya de dominio público; alguien sacó a relucir que Hugh en una ocasión había dicho que si David Gray seguía injuriándolo e insultándolo «el día menos pensado acabaría mal».
Caía por su peso que Hugh Gregory era el asesino. Eso todos lo reconocieron, mal que les pesara. No obstante, la mayoría de la gente opinaba que no había actuado movido por sórdidos impulsos, sino por un incontenible deseo de venganza tras soportar continuadas ofensas durante mucho tiempo. Hugh se declaró inocente sin el menor titubeo, pese al fatídico cúmulo de pruebas circunstanciales que lo señalaban como culpable. Su declaración de inocencia pareció tan sincera que algunos vecinos del pueblo dudaron momentáneamente de sus conclusiones previas; pero sólo momentáneamente, porque alrededor de media tarde se encontró un cuchillo ensangrentado —propiedad de Hugh, como muchos sabían– oculto en el colchón de plumas de su cama. Una insignificante mancha roja en la funda del colchón reveló la diminuta incisión practicada en la tela a fin de introducir el cuchillo.
Después de eso ni un solo ser humano creía ya que Hugh Gregory estuviera libre de culpa, excepto Mary Gray, y también su confianza empezaba a flaquear. Hugh le envió una carta implorándole que conservara la fe en su inocencia, porque con toda seguridad Dios la pondría de manifiesto cuanto tuviera a bien y fuera el momento oportuno, pero esta carta llegó a manos de John Gray y no fue más allá. Durante varios días, Mary Gray, sumida en la mayor congoja, esperó la respuesta a una nota que ella había escrito a Hugh para rogarle que le mandara unas palabras de consuelo; pero la respuesta no llegó… a ella. Tommy Gray había prometido llevarse furtivamente la carta de Mary y entregarla en propia mano a Hugh, y cumplió su misión. Pero Gray padre tenía vigilado al muchacho; interceptó la respuesta y, sin grandes esfuerzos, intimidó a su hijo hasta el punto en que éste informó con mucho gusto a Mary de que Hugh había arrugado la carta de ella entre sus manos y declarado que si de verdad lo amara, estaría removiendo cielo y tierra para salvarlo en lugar de malgastar un tiempo precioso en interrogatorios acerca de su culpabilidad o inocencia. Siguieron días y noches de angustia, sin más consuelo para Mary que aquel que pudiera extraer de las delicadas atenciones y amables palabras del conde.
A la postre, abandonó toda esperanza y se resignó a la amarga convicción de que Hugh Gregory era culpable. Su madre compartía con ella esa misma convicción. Por tanto, el nombre de Hugh Gregory no volvió a mencionarse en aquella casa. Aun así, Mary descubrió que el asesinato no podía matar el amor. Continuaba enamorada de Hugh Gregory; era un amor que no decaería. Pero nunca podría casarse con él, se decía Mary. Tomaría las cosas tal como vinieran, se decía. Ya no le importaba qué pudiera depararle el destino.
Con el paso de las semanas, aprendió a sentirse a gusto con el conde, porque encontraba mayor alivio a las tribulaciones en su compañía que en la de cualquier otra persona.
Nos llevaría mucho tiempo contar en detalle los ruegos, súplicas y cavilaciones que al final minaron la resistencia de Mary Gray y la impulsaron a consentir en casarse con el conde de Fontainebleau. La fortuna que había pasado a manos de Mary —y por tanto de toda la familia– tras la muerte de su tío no hizo más que avivar el deseo de su padre de mejorar su posición y codearse con la aristocracia extranjera. Un día se planteó la necesidad de fijar una fecha para la boda. Con hastío, Mary dijo:
—Decididla vosotros. A mí me trae sin cuidado. Me basta con que me dejéis un poco de tiempo para descansar.
Se acordó celebrar la boda el 29 de junio en casa de John Gray, en la más estricta intimidad. A partir de entonces Mary Gray no volvió a salir de la casa ni vio a nadie excepto a su familia y al conde. Las noticias diarias y las habladurías del pueblo nunca se mencionaban en su presencia. En cuanto al futuro, sólo una cosa tenía interés para ella. Le habían asegurado que el juicio de Hugh se atrasaría uno o dos años gracias a las estratagemas de los abogados, y que probablemente no sobreviviría tanto tiempo, ya que su salud, por alguna razón, comenzaba a quebrantarse.
Pero en realidad el juicio tuvo lugar muy pronto, hecho que le ocultaron a Mary. El veredicto de culpabilidad se emitió el 22 de junio. El día designado para la ejecución en la horca fue el 29 de junio…, ¡la fecha de la boda!
¡Desconcierto! ¿Qué debía hacerse? ¿Aplazar la boda? No. No sería necesario. El pueblo había recibido la noticia con consternación. David Gray había sido un hombre detestado por la mayoría; Hugh Gregory gozaba del general aprecio. La gente confiaba en que todo quedara en un veredicto de homicidio sin premeditación y un tiempo en la cárcel. Los mensajeros corrían ya campo a través hacia la capital. Sin duda le conmutarían la pena o quizás incluso le dieran la absolución. ¿Por qué, pues, aplazar la boda? Mary nada sabía del veredicto, ni siquiera del juicio.
VII
Nadie se sentía a gusto entre el grupo reunido en casa de John Gray a última hora de la mañana del 29 de junio, porque todos menos Mary sabían que no había llegado el indulto. Incluso John Gray se estremecía al pensar en entregar a una incauta muchacha en matrimonio al hombre al que no amaba, mientras el hombre al que amaba caminaba hacia una muerte vergonzosa. La señora Gray guardaba cama desde hacía una semana, postrada por el temor a que se extraviara la carta con la notificación del indulto. El anciano clérigo se había negado a oficiar, y para sustituirlo se había recurrido a un forastero de paso. John Gray había salido a recibirlo a la puerta, para advertirle que no estropeara el júbilo de la ocasión con alusiones al triste suceso que estaba desarrollándose en el pueblo. Con tono cauto, el forastero dijo:
—No tiene necesidad de advertírmelo. Nadie podría mencionar una cosa así en un momento como éste. He pasado por delante del patíbulo. Se había congregado allí el pueblo entero. Nadie estaba indiferente; lloraban todas las mujeres y algunos hombres. El joven estaba de pie en lo alto del patíbulo, entre los alguaciles, y la soga se mecía en el aire sobre su cabeza. Aunque pálido y demacrado, permanecía erguido como un hombre honrado. Y además ha hablado. Ha proclamado su inocencia. Ha dicho que las suyas eran las palabras de un hombre a las puertas de la muerte y que a ojos de Dios no era culpable de nada. Alrededor todos han empezado a gritar: «Te creemos, te creemos». Dos veces ha dicho que estaba preparado, y los alguaciles han cogido la soga y el capuchón negro, pero en ambas ocasiones se ha desatado un gran vocerío: «¡Esperad, esperad, por amor de Dios! ¡Aún llegará el indulto, llegará la absolución!» Por todas partes he visto a gente encaramada a las carretas y las ramas de los árboles, protegiéndose los ojos del sol con la mano para otear la llanura y anunciando a cada rato: «¡Allí! ¿No es eso un hombre a caballo?… No… Sí… Allí a lo lejos se ve desde luego un punto negro… Tiene que ser un caballo». Pero siempre acababa en decepción. Al final, los alguaciles han cubierto la cara del pobre muchacho con el capuchón negro, y la multitud ha prorrumpido en tales lamentos que no he podido resistirlo más. Me he escapado. ¡Cuánto aprecian a ese pobre desdichado! ¡Cuánta compasión ha arrancado de los corazones de las madres!
El pastor y John Gray entraron en el salón. Tras impartirse una bendición, Mary se puso en pie, pálida y apática, entre el conde de Fontainebleau y su padre. La ceremonia de boda prosiguió:
—Hubert, conde de Fontainebleau, ¿tomas a esta mujer por legítima esposa y prometes amarla, honrarla y respetarla hasta que la muerte os separe?
El conde inclinó la cabeza.
—Mary Gray, ¿tomas a este hombre por legítimo esposo y prometes serle fiel…?
Desde hacía unos segundos llegaba a oídos de los presentes un rumor lejano, y aumentaba rápidamente de volumen, como si su origen se aproximase. De pronto dio paso a una serie de clamorosos vítores, ya muy cercanos, y al cabo de un instante irrumpió en la casa una tumultuosa muchedumbre, con Hugh Gregory y los alguaciles en cabeza.
A Mary Gray le bastó una sola mirada para leer la gozosa verdad en los ojos de Hugh, y un momento después estaba entre sus brazos. Simultáneamente los alguaciles prendieron al conde de Fontainebleau y lo esposaron. John Gray, mudo de estupefacción, tuvo que expresar sus dudas con el semblante. Un alguacil dijo:
—Tranquilos. Todo en orden. Este mal bicho cometió el asesinato. Tenía un compinche, y el compinche se ha ablandado y ha cantado al ver a Hugh a punto de ser colgado. Lo ha contado todo, y justo cuando terminaba ha llegado el indulto del gobernador. Me he permitido venir a molestarles, porque naturalmente este individuo es el hombre a quien primero me interesaba ver.
—Por mi parte —dijo Hugh—, no hay necesidad de explicar por qué era aquí donde primero quería venir y mostrar el rostro de un hombre inocente.
El pastor se retiraba discretamente.
—¡Alto! —exclamó John Gray—. ¡Sigamos adelante con la boda! ¡Poneos en pie, Mary Gray y Hugh Gregory, y que me caiga muerto si por mi cabeza vuelve a pasar un solo pensamiento mezquino mientras me llame John Gray! Ahí llega la madre. Ya no falta nada, pastor, así que ahora ponga el yugo y póngalo bien sujeto.
VIII
Confesión del conde
Condenado a muerte por el asesinato de David Gray, que cometí hace un año, escribo esta verídica crónica de mi vida. Me llamo Jean Mercier. Nací en un pueblo del sur de Francia. Mi padre era barbero. Yo aprendí el oficio y lo ejercí por un tiempo. Pero poseía talento y ambición. Sin ayuda de nadie, me instruí yo mismo en una especie de educación universal. Aprendí muchos idiomas, llegué a un alto nivel en el campo de las ciencias y desarrollé una aptitud más que considerable como inventor y mecánico. Me adiestré en la navegación por mar. Más adelante probé suerte como guía, como cicerone. Llevé turistas por todo el mundo. Finalmente, en mala hora, caí en manos de un tal monsieur Jules Verne, escritor. Ahí empezaron mis tribulaciones. Me pagó un buen salario y me mandó de aquí para allá a bordo de toda clase de odiosos vehículos. Después escuchaba mis aventuras y hacía un libro a partir de cada uno de mis viajes. Eso no habría sido censurable si se hubiera ceñido a la realidad; pero no, a él no le bastaba y tenía que agrandarla. Transformó mis simples experiencias en insólitos y tergiversados portentos. No puedo expresar con palabras la humillación que eso representó para mí, ya que yo era muy puntilloso en cuestiones de veracidad y honradez… por aquel entonces. Todos mis amigos conocían mi empleo; pensaron que aquellas atroces narraciones habían sido transcritas tal cual yo las había contado, y uno por uno me retiraron primero el crédito y luego la palabra. Me quejé a monsieur Verne en repetidas ocasiones, pero de nada me sirvió. Aquel monstruo me envió río Sena abajo en una barcaza vieja y agujereada; cuando regresé, escuchó mi relato, se puso manos a la obra y lo agrandó hasta producir ese lamentable libro titulado Veinte mil leguas de viaje submarino. Después compró un globo de segunda mano y me hizo subir en él. Aquella vieja bolsa se elevó en el aire, recorrió unas doscientas yardas y se vino abajo, yendo a caer en un ladrillar, y yo me rompí una pierna. El resultado literario de ese viaje fue el libro que lleva por título Cinco semanas en globo... ¡Cruel engaño! Me obligó a realizar un par de cortos y absurdos vuelos más en aquel maltrecho artefacto y escribió descabellados libros al respecto. Más adelante me envió desde París hasta un mísero pueblo en la otra punta de España, y en una carreta tirada por bueyes. Pasé casi un año por esos caminos, y estuve a punto de morir de desánimo e inanición antes de volver. ¿Y cuál fue el resultado? ¡Pues La vuelta al mundo en ochenta y cinco días! Remendó su patético globo y volvió a mandarme de viaje una vez más. Me quedé suspendido entre las nubes sobre París durante tres días, esperando a que soplara el viento, y luego caí de pronto en el río, pillé unas fiebres y tuve que guardar cama más de tres meses. Mientras yacía enfermo, me atormenté pensando en mis desgracias y poco a poco ciertas especulaciones criminales comenzaron a resultarme familiares… o gratas, debería decir. Cuando me recuperé, me anunció que había equipado a la perfección el globo, y tenía el propósito de acompañarme en la siguiente expedición. Me alegré. Acariciaba la esperanza de que nos rompiéramos los dos el cuello. Monsieur Verne cargó en el globo su bolsa de viaje, su abrigo de piel y el resto de su elegante vestuario, junto con abundantes provisiones, bebida e instrumentos científicos. En el momento en que partíamos, puso en mis manos su tergiversación de mi último viaje, un libro titulado La isla misteriosa. Lo hojeé, y aquello fue la gota que colmó el vaso. El aguante de la naturaleza humana tiene un límite. Tiré a monsieur Verne del globo. Debió de caer desde una altura de cien pies. Confío en que encontrase la muerte, pero no tengo constancia de ello. Como es lógico, no deseaba ir a la horca, así que arrojé al vacío los instrumentos científicos para aligerar el peso de la nave. A continuación me vestí con las exquisitas ropas de monsieur Verne y comencé a deleitarme con sus manjares y vinos. Pero había aligerado más de la cuenta el peso de la nave. Ascendí a tal altitud que el sueño se apoderó cierra; y finalmente perdí el conocimiento. A partir de ese instante no me s enteré de nada hasta que desperté en el prado de John Gray, tendido en la nieve. Ignoro qué fue del globo. Pero sí sé, por las fechas, que viajé de Francia a Missouri en dos días y veintiuna horas. Y ahora comprenderá John Gray cómo me las arreglé para atravesar el prado sin dejar huellas. Tenía curiosidad por saberlo, el pobre; pero consideré que si se lo contaba, la noticia se difundiría y acabaría en los periódicos, llegaría a Francia y entonces algún entrometido querría saber si aquel aeronauta extranjero podía acaso arrojar un poco de luz sobre los últimos momentos de monsieur Verne.
Decidí que me convenía más adoptar un nombre falso y echar raíces en Deer Lick por el resto de mis días; pero me horrorizaba la idea de ganarme la vida dando clases en la escuela indefinidamente. Así pues, cuando averigüé por casualidad que David Gray, en su testamento, había nombrado a Mary Gray heredera de todos sus bienes, engatusé a su padre con mis imaginarios esplendores y riquezas en el extranjero e inicié mi cortejo. Un día David Gray me dejó solo en su despacho un momento y yo, husmeando por allí, encontré un testamento en cual legaba sus bienes íntegramente a un pariente lejano en lugar de a Mary. Mi amor se enfrió, y de inmediato fui a anunciar a Mary que, por su bien, intentaría arrancar ese amor de mi corazón. Pero cuando Gregory y David Gray discutieron en mi presencia, deduje que en el despacho había visto un testamento antiguo y que existía otro más reciente en el que Mary aparecía aún como única heredera. Por tanto, una vez más tomé la determinación de casarme con Mary, y me constaba que podía conseguirlo.
Aquel viejo intratable, el señor Gray, seguiría con vida y yo estaría aguardando pacientemente a que cayera muerto por causas naturales si él no hubiera cometido la estupidez de jurar que iría a casa y redactaría un nuevo testamento para desheredar a Mary. Consideré oportuno que fuera a reunirse con sus padres en el acto. El asesinato es un recurso fácil para un hombre cuya mente se ha visto perturbada por torturas tales como las que monsieur Verne me infligió a mí. Sin pérdida de tiempo, contraté a un cómplice para que montara guardia ante la puerta de David Gray mientras yo me deshacía de él. Dicho colaborador recibiría en pago una granja. Sólo él tiene la culpa de no ser hoy un hacendado en esa encantadora e ilustrada comunidad de devotos criadores de cerdos. En fin, a medianoche cogí prestado un cuchillo del señor Gregory —ese pueblerino duerme como un lirón y ronca como una locomotora—, y quince minutos después David Gray se había retirado del servicio activo. Acababa de empezar a redactar el nuevo testamento, y si desde aquel día hasta el presente he recibido alguna muestra de agradecimiento del señor Hugh Gregory y esposa por haber interrumpido para siempre la elaboración de ese documento en su primera frase, la circunstancia ha escapado a mi memoria. En el forcejeo me llevé un par de profundos arañazos en las manos, pero siempre usaba guantes (costumbre que sólo yo practicaba en aquella rústica región), y por tanto nadie vio las marcas. Devolví al señor Gregory el cuchillo, o al menos lo introduje en su colchón; luego cogí prestado un trozo de tela del faldón de su abrigo para colocarlo junto al cadáver, y, tras darle las buenas noches, a lo que él contestó con un ronquido, manché ligeramente de sangre su pantalón y me fui. Sabía que en la comunidad no había grandes lumbreras, y por tanto el cuchillo oculto y las manchas de sangre se interpretarían como pruebas condenatorias contra aquel roncador. Una lumbrera habría dicho: «Sólo un tonto dejaría restos de sangre en su ropa y escondería el cuchillo en su colchón, por no hablar ya de la mancha de sangre que delataba el escondrijo». Adiós, amables criadores de cerdos, me marcho de buen grado, invadido por el devorador deseo de preguntar al difunto monsieur Verne cuántos capítulos ha escrito de su libro Dieciocho meses en las calderas, y a quién emplea para ir de un lado a otro y recabar datos, mientras él los exagera y disfruta del calor del fuego en sus aposentos privados. Además, quiero saber adonde fue a parar cuando cayó.
El hombre que corrompió Hadleyburg
The Man that Corrupted Hadleyburg
I
Sucedió hace muchos años. Hadleyburg era la ciudad más honrada y austera de toda la región. Había conservado una reputación intachable por espacio de tres generaciones y estaba más orgullosa de esto que de cualquier otro bien. Estaba tan orgullosa y se sentía tan ansiosa de perpetuarse, que empezó a enseñar los principios de la honradez a los niños desde la cuna, e hizo de esta enseñanza la base de su cultura durante todos los años de su formación. Como si esto no fuera suficiente, en los años que duraba su formación, se apartaban las tentaciones del camino de la gente joven, para consolidar su honradez y robustecerla y que de esta forma se convirtiera en parte integrante de sus mismos huesos. Las ciudades vecinas, celosas de este honrado primado, simulaban burlarse del orgullo de Hadleyburg diciendo que se trataba de vanidad, pero se veían obligadas a reconocer que Hadleyburg era realmente una ciudad incorruptible y, si se las apremiaba, reconocían también que el hecho de que un joven procediera de Hadleyburg era una recomendación suficiente cuando se iba de su ciudad natal en busca de un trabajo de responsabilidad.
Pero, al fin, con el correr del tiempo, Hadleyburg tuvo la mala suerte de ofender a un forastero de paso, quizá sin darse cuenta, de seguro sin ninguna intención, ya que Hadleyburg, totalmente autosuficiente, no se preocupaba de los forasteros ni de sus opiniones. Sin embargo, le habría convenido hacer una excepción, al menos en ese caso, ya que se trataba de un hombre cruel y vengativo. Durante un año, en todas sus correrías, no consiguió que se le fuera de la cabeza la ofensa recibida y dedicó todos sus ratos de ocio a buscar una satisfacción que le compensara.
Urdió muchos planes; todos le parecieron buenos, pero ninguno lo suficiente devastador: el más modesto afectaba a muchísimos individuos pero aquel y hombre buscaba uno que castigase a toda la ciudad, sin que se escapara nadie.
Por fin tuvo una idea afortunada, y su cerebro se iluminó con una alegría perversa. Inmediatamente comenzó a maquinar un plan, diciéndose: ..Esto es lo que debo hacer: corromper a la ciudad».
A los seis meses fue a Hadleyburg y llegó en un carricoche a la casa del viejo cajero del banco, alrededor de las diez de la noche. Sacó del carricoche un talego, se lo echó al hombro y, después de haber atravesado tambaleándose el patio de la casita, llamó ala puerta. Una voz de mujer le dijo que entrara y el forastero entró y dejó su talego detrás de la estufa del salón, diciendo con cortesía a la anciana señora que leía El Heraldo del misionero ala luz de la lámpara:
-Le ruego que no se levante, señora. No la molestare. Eso es… Ahora el talego está bien guardado. Difícilmente se sospecharía que está aquí. -¿Puedo ver a su marido un momento?
-No, el cajero se ha ido a Brixton y posiblemente no regresará hasta mañana..
-Es igual, señora, no importa. Sólo deseaba que su marido me guardara este talego, para que se lo entregue a su legítimo dueño cuando lo encuentre. Soy forastero; su marido no me conoce; esta noche estoy simplemente de paso en esta ciudad para arreglar un asunto que tengo en la cabeza desde hace tiempo. Ya he realizado mi trabajo y me voy satisfecho y algo orgulloso; usted nunca volverá a verme. Un papel atado al talego lo explica todo. Buenas noches, señora.
La anciana señora, asustada por el corpulento y misterioso forastero, se alegró mucho al ver que se marchaba. Pero, roída por la curiosidad, se fue sin perder tiempo al talego y echó mano al papel. Empezaba con las siguientes palabras:
PARA SER PUBLICADO: a no ser que se encuentre al hombre adecuado con una investigación privada. Cualquiera de esos métodos servirá. Este talego contiene monedas de oro que pesan en total ciento sesenta libras y cuatro onzas…
-¡Dios misericordioso! -¡Y la puerta no está cerrada con llave!
La señora Richards voló temblando hacia la puerta y la cerró con llave; luego bajó las cortinas de la ventana y se detuvo asustada, inquieta y preguntándose si podía hacer alguna otra cosa para que estuvieran más seguros ella y el dinero. Escuchó un poco para ver si rondaban ladrones; luego se rindió ala curiosidad y volvió a la lámpara para acabar de leer el papel:
Soy un forastero y pronto volveré a mi país para quedarme allí definitivamente. Estoy agradecido a los Estados Unidos por lo que he recibido de sus manos durante mi larga permanencia bajo su bandera; y, particularmente, le estoy agradecido a uno de sus ciudadanos un ciudadano de Hadleyburg por un gran favor que me hizo hace un par de años. En realidad, por dos grandes, favores. Me explicaré. Yo era ten jugador empedernido. Digo que era. Un jugador arruinado. Una noche llegué a esta cuidad hambriento y sin un penique. Pedí ayuda en la oscuridad; me avergonzaba mendigar a la luz del día. Pedí ayuda al hombre adecuado: aquel hombre me dio veinte dólares, mejor dicho, la vida, así lo entendí yo. También me dio la fortuna: porque merced a ese dinero me volví rico en la mesa de juego. Y, finalmente, una observación que me hizo no me ha abandonado desde entonces y, en definitiva, me ha dominado; y, al dominarme, ha salvado lo que quedaba de mi moral: no volverte a jugar. Ahora bien… No tengo la menor idea de quién era ese hombre, pero quiero encontrarlo y darle este dinero para que lo tire, se lo gaste o se lo guarde, como prefiera. Ésta es, simplemente, mi manera de demostrarle mi gratitud. -Si pudiese quedarme, lo buscaría yo mismo; pero no importa, aparecerá. Ésta es una ciudad honrada, una ciudad incorruptible, y sé que mi confianza encontrará una respuesta. Ese hombre puede ser identificado por la observación que me hizo; estoy seguro de que él la recordará. Y, ahora, mi plan es éste. Si usted prefiere realizar la investigación de forma privada, hágalo.
Cuente el contenido de este papel a cuantos tengan apariencia de ser el hombre buscado. -Si contesta: no soy el hombre: la observación que hice fue así y asía, use la discreción, o sea, abra el talego y encontrará un sobre lacrado que contiene el texto de la frase. -Si la observación mencionada por el candidato coincide con ésta, déle el dinero y no le boga más preguntas, porque se trata sin duda del .hombre buscado.
Pero, si prefiere una investigación pública, publique el contenido de este papel en el periódico local, añadiendo las siguientes instrucciones: En el plazo de treinta días el candidato deberá comparecer en el ayuntamiento a las ocho de la noche (el viernes, entregar su, frase, en sobre cerrado, al reverendo Burgess (si éste tiene la bondad de intervenir); entonces el reverendo Burgess romperá el sobre lacrado que hay en el talego, lo abrirá y comprobará si la frase es correcta. -Si lo es, deberá entregársele el dinero, con mi sincera gratitud, u mi benefactor, así identificado.
La senora Richards se echó a reír con un dulce temblor de excitación y pronto se quedó embelesarla en sus pensamientos, pensamientos de este tipo: «-¡Qué extraño es todo!…
-¡Y qué fortuna para ese hombre bueno que dejó a la deriva su pan sobre las aguas!… -¡Si hubiese sido mi marido el que lo hico! -¡Somos tan pobres!… -¡Viejos y pobres… !»Luego, con un suspiro, pensó:
«Pero no ha sido mi Edward, él no ha dado veinte dólares a un desconocido. Es una lástima, por otra parte. Ahora lo entiendo…..
Y, estremeciéndose, concluyó sus reflexiones: ..Pero es el dinero del jugador.. -¡Las ganancias del pecado! No podríamos cogerlo. No podríamos tocarlo. No me gusta estar cerca de él; parece que me mancha. La señora Richards se sentó en un sillón más alejarlo…
Ojalá viniese Edward y se lo llevara al banco. En cualquier momento podría venir un ladrón. Es horrible estar aquí a solas con el dinero.»A las once llegó el señor Richards y, mientras su esposa le decía: «-¡Cuánto me alegro de que hayas ve i nido! , él manifestaba: Estoy cansado, cansadísimo. Es terrible ser pobre y tener que hacer estos viajes tan pesados a mi edad. Siempre en el molino, en el molino, en el molino …, por cuatro centavos…, esclavo de otro hombre, que está sentado tranquila _mente en su casa, en pantuflas, rico y cómodo..
-Lo siento mucho, Edward… Lo sabes muy bien. Pero consuélate. Tenemos nuestro sueldo, nuestra buena reputación.
-Sí, Mary. Y eso es lo fundamental. No hagas caso de mis palabras: sólo ha sido un momento de irritación, y no significa nada. Dame un beso…
-Eso es. Se me ha pasado ya y no me quejo.
-¿Qué es eso?
-¿Qué hay en ese talego?
Entonces su esposa le contó el secreto. Esto aturdió a Richards durante un momento. Luego dijo:
-¿Eso pesa ciento sesenta libras? Pero Mary…
-¡Entonces contiene cuarenta mil dólares!
-¡Imagínate!
-¡Una fortuna! No hay diez hombres en esta ciudad que tengan tanto. Dame el papel.
Lo examinó superficialmente y dijo:
-¡Qué aventura! En realidad parece una novela: una de las cosas imposibles que se leen en los libros y nunca suceden en la vicia real.
Ahora se sentía excitado, lleno de animación, hasta alegre. Le dio a su vieja esposa una palmadita en la mejilla y dijo jovialmente:
Somos ricos, Mary… Bastara con que enterremos el dinero y quememos los papeles. -Si algún día viene el jugador para enterarse, nos limitaremos a mirarlo con frialdad y le diremos: «-¿Qué tontería nos está diciendo? Nunca hemos oído hablar de usted ni de su talego de oro… Y entonces el hombre se nos quedará mirando con aire estúpido y…
-Y, mientras sigues diciendo estupideces, el dinero sigue aquí y se acerca la hora de los ladrones.
-Es verdad. Bueno… -¿qué se puede hacer?
-¿Hacer una investigación privada? No, no, estropearía el aspecto novelesco de la historia. El comunicado público es mucho mejor.
-¡Imagínate el ruido que hará! Y tendrán celos las otras ciudades: pues ningún forastero le confiaría semejante encargo a una ciudad que no fuese Hadleyburg, y ellos lo saben. -¡Qué propaganda para Hadleyburg!
-¡Es mejor que vaya inmediatamente al periódico o llegaré tarde!
-Para, para…
-¡No me dejes sola aquí con esto, Edward!
Pera el señor Richards se había marchado. Aunque por poca tiempo. Cerca de su casa se encontró con el editor propietario del periódico, le dio el documento y le dijo:
-Aquí tiene algo bueno, Cox… Publíquelo.
-Quizá sea demasiado tarde, señor Richards, pero lo intentare.
De regreso a su casa, el cajero y su esposa se sentaron paro volver a discutir sobre el seductor misterio: no tenían ganas de dormir. El primer interrogante era: «-¿Quién sería el ciudadano que le había dado los veinte dólares al forastero?», La respuesta parecía sencilla; ambos contestaron al unísono:
-Barclay Goodson.
-Sí elijo Richards. Puede haber sido Barclay, tenía ese talante. No hay otro hombre parecido en la ciudad.
-Todos admitirán eso, Edward. Lo admitirán, en privado al menos. Desde hoce seis meses la ciudad ha vuelto a ser la de siempre: honrada, mezquina, austera y tacaña.