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Narrativa breve
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Автор книги: Марк Твен



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El mismo sábado por la noche el cartero había entregado una carta a cada uno de los demás ciudadanos importantes de Hadleyburg: diecinueve cartas en total. Los sobres eran todos distintos, y la caligrafía de la dirección era también distinta, pero las carros contenidas eran idénticas en todos sus detalles, menos en uno. Eran copias exactas de la carta recibida por Richards hasta la letra, y todas iban firmadas por Stephenson, pero, en lugar del nombre Richards, figuraba el del respectivo destinatario.

Durante el transcurso de la noche los otros dieciocho ciudadanos importantes hicieron lo que hacía a la misma hora su conciudadano Richards: aplicaron sus energías a recordar el notable favor que le hicieran inconscientemente a Barclay Goodson. En ninguno de los casos resultaba fácil la tarea; con todo, tuvieron éxito. Y mientras estaban entregados a aquel trabajo, que era difícil, sus esposas consagraban la noche a gastar el dinero, cosa mucho más fácil. Durante aquella sola noche las diecinueve esposas gastaron un promedio de siete mil dólares coda una de los cuarenta mil contenidos en el talego: ciento treinta y tres mil dólares en total.

Al día siguiente Jack Halliday se llevó una sorpresa. Advirtió que los rostros de los diecinueve ciudadanos más importantes de Hadleyburg y los de sus esposas mostraban nuevamente aquella expresión de apacible y santa felicidad. Esto le resultó incomprensible y, por lo demás, no logró inventar observación alguna al respecto que pudiese cambiarla o turbarla.

Y por eso le llegó el turno de mostrarse insatisfecho de la vida. Sus conjeturas sobre los motivos de la felicidad fracasaron en todos los casos. Al encontrarse con la señora Wilcox y advertir el placido éxtasis de su rostro, Jack Halliday se dijo: «Su gata ha tenido gatitos», y fue a preguntárselo a la cocinera de aquélla; no era verdad. La cocinera bahía notado el aspecto de felicidad, pero ignoraba la causa. Al advertir la reiteración del éxtasis en el rostro de Billson "tabla rasa" (su apodo), tuvo la convicción de que algún vecino de Billson se había roto una pierna, pero la averiguación le demostró que no había ocurrido esto. El reprimido éxtasis del rostro de Gregory Yates sólo podía significar que se le había muerto la suegra, pero, tampoco esto era verdad. Y Pinkerton… Pinkerton… ha cogido en el aire diez centavos que estaba a punto de perder. Y así sucesivamente. En algunos casos las suposiciones quedaban en situación de dudosas; en otros, resultaban equivocadas. Por fin Halliday se dijo: Sea como fuere, es evidente que diecinueve familias de Hadleyburg están provisionalmente en el paraíso. No sé cómo ha ocurrido, sólo sé que la Providencia está hoy de vacaciones».

Un arquitecto y constructor del Estado contiguo se había aventurado a instalar una pequeña empresa en aquella localidad poco prometedora y su placa estaba colgada ya desde hacía una semana, pero no se había hecho vivo ni un cliente: el arquitecto estaba desanimado y lamentaba haber venido. Pero su humor cambió súbitamente. Una tras otra le visitaron las esposas de los ciudadanos importantes y le dijeron:

-Venga a mi casa el lunes, pero no hable del asunto por ahora. Tenemos la intención de construir.

El arquitecto recibió ese día once invitaciones. Por la noche le escribió a su hija ordenándole que rompiese su noviazgo con el estudiante. Le dijo que se` podría casar con un mejor partido.

Pinkerton, el banquero; y otros dos o tres hombres acomodados pensaban construir casas de campo…, pero esperaban. Los hombres de esa clase no cuentan sus pollos antes de que estén incubados.

Los Wilson planearon una grandiosa novedad: un baile de mascaras. No hicieron promesas concretas, sino que les dijeron confidencialmente a sus amistades que se lo estaban pensando y que seguramente lo harían, y, si lo hacemos, usted cero invitado, desde luego». La gente se mostraba sorprendida y se decía: Esos pobres Wilson están locos. No pueden permitírselo, Algunas de las diecinueve esposas les dijeron en privado a sus maridos: «La idea es buena; esperaremos a que hayan dado ese baile de pacotilla y luego nosotros daremos otro que causará vértigo…

Los días pasaron y la cuenta de los futuros derroches cada vez más, con creciente desenfreno, con aturdimiento y temeridad cada vez mayores. Parecía que los diecinueve ciudadanos importantes de Hadleyburg no sólo gastarían sus cuarenta mil dólares antes de cobrarlos, sino que estarían completamente endeudados cuando fueran a cobrarlos. En algunos casos la gente ligera de cascos no se conformaba con los proyectos de gastos, sino que realmente gastaba… a crédito. Compraba tierras, granjas, títulos, buena ropa, caballos y otras cosas; pagaba al contado la señal… y se comprometía a pagar el resto a los diez días. Luego vino la segunda fase, y Halliday advirtió que una horrible ansiedad comentaba a hacer su aparición en muchos rostros. Volvió a sentirse intrigado y no supo cómo interpretar aquello. «Los gatitos de Wilcox no han muerto, porque no han nacido; nadie se ha roto una pierna; no ha tenido lugar una reducción en el número de suegras, no ha sucedido nada… El misterio es impenetrable, había, además de Halliday, otro hombre intrigado: el reverendo Burgess. Desde hacía días, adondequiera que iba, la gente parecía seguirlo o acecharlo; y, si se encontraba alguna vez en un sitio retirado, podía tener la seguridad de que aparecería uno de los diecinueve vecinos importantes y le pondría a hurtadillas en la mano un sobre y le murmuraría: ,Para abrir el viernes por la noche en el ayuntamiento», y desaparecía luego con aire culpable. Esperaba aunque con muchas dudas, pues Goodson estaba muerto que alguien diese un paso adelante pidiendo el talego lleno de dinero, pero nunca se le había ocurrido que hubiese toda una multitud de pretendientes. Cuando por fin llegó el gran viernes, comprobó que tenía diecinueve sobres.


III


El ayuntamiento nunca había presentado un aspecto tan impresionante. En el fondo del estrado se veía un llamativo grupo de banderas. Ice trecho en trecho, a lo largo de las paredes, había guirnaldas de banderas; el frente de las galerías estaba revestido de banderas y las columnas que las sostenían estaban envueltas en banderas. Todo aquello tenía como objeto impresionar a los forasteros, porque acudirían muchos, sobre todo en representación de la prensa. El salón estaba lleno. Los cuatrocientos doce asientos fijos, ocupados, como también las sesenta y ocho sillas suplementarias colocadas en los pasillos. Los peldaños del estrado estaban ocupados. A algunos forasteros distinguidos les habían dado asiento en el estrado. Junto a la herradura de mesas que cercaban el frente y los costados del estrado, se hallaba sentado un nutrido grupo de corresponsales especiales llegados de todas partes. Era el salón mejor adornado que jamás hubiera visto la ciudad. Había algunos tocados tirando a lujosos y, en algunos casos, las damas que los lucían parecían no estar familiarizadas con aquel tipo de vestidos. Al menos, así lo creía la, ciudad, pero la idea quizá se debiera a que la ciudad sabía que aquellas damas nunca se habían metido en aquellos vestidos.

El talego de oro estaba sobre una mesita en el primer plano del estrado, donde todos los presentes podían verlo. La mayor parte de éstos lo contemplaban con apasionado interés, con tal interés, que se le boca agua: con un interés ansioso y patético.

Una minoría de diez o nueve parejas lo contemplaba con ternura, amorosamente, con ojos de dueños, y la mitad masculina de esa minoría ensayaba los conmovedores discursitos de gratitud que poco después, de pie, pronunciarían en respuesta a los aplausos y felicitaciones del público. De vez en cuando uno de ellos extraía del bolsillo del chaleco un trocito de papel y le echaba un vistazo a hurtadillas para refrescar la memoria.

Naturalmente se oía un murmullo de conversación; como sucede siempre en estas ocasiones. Finalmente, cuando el reverendo Burgess se puso en pie y apoyó la mano en el talego, se habría podido oír el roer de sus microbios, tal era el silencio reinante. Burgess narró la curiosa historia del talego, luego prosiguió hablando con calurosas palabras de la antigua y bien ganada reputación de Hadleyburg por su intachable honradez y por el legítimo orgullo que los habitantes sentían por esta reputación. Dijo que dicha fama era un tesoro de inestimable valor, que, merced a la Providencia, ese valor se había acrecentado ahora considerablemente, ya que el nuevo suceso había difundido su fama por todas partes y atraído así los ojos del mundo americano sobre la ciudad y convertido el nombre de Hadleyburg, para siempre así lo esperaba y creía en sinónimo de incorruptibilidad comercial [Aplausos].

-¿Y quién ha de ser el guardián de este noble tesoro? -¿Toda la comunidad? -¡No! La responsabilidad es individual, no colectiva. A partir de hoy cada uno de ustedes, en su propia persona, es su guardián especial, y es individualmente responsable de que ese tesoro no sufra menoscabo alguno.

-¿Aceptarán ustedes, acepta cada uno de ustedes, esa gran misión? (Tumultuoso asentimiento). Entonces, bien. Transmítanla a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Hoy la honradez de ustedes está por encima de todo reproche: cuiden de que siga estándolo. Hoy no hay en esta comunidad una sola persona que pueda ser empujada a tocar un penique ajeno: cuiden de mantenerse siempre en ese estado de gracia. («-¡Cuidaremos de ello, ¡Cuidaremos de ello!») Ésta no es la ocasión indicada paro establecer comparaciones entre nosotros y las demás ciudades, algunas poco amables con nosotros. Islas tienen sus costumbres y nosotros, las nuestras. Démonos por satisfechos. (Aplausos) He terminado. Tajo mi mano, amigos míos, reposa el elocuente reconocimiento de lo que significamos, hecho por un Forastero: merced a su intervención, el mundo sabrá siempre lo que somos. No sabemos quién os, pero en nombre de ustedes le expreso nuestra gratitud y les pido que expresen, con una aclamación, su acuerdo.

La concurrencia se levantó como un solo hombree hico retumbar los muros con los aplausos de su gratitud durante un largo minuto. Luego se sentó, y el señor Burgess sacó un sobre del bolsillo. La concurrencia contuvo el aliento mientras Burgess rasgaba el sobe y extraía de él una hojita de papel. Leyó su contenido con tono lento y solemne, mientras el auditorio escuchaba con extática atención aquel documento mágico. Corla una de sus palabras valía un lingote de oro: «La indicación que le hice a aquel atribulado forastero fue: Usted dista mucho de ser un hombre malo; váyase y refórmese.»

Luego continuó:

-Dentro de un momento sabremos si la indicación aquí citada corresponde a la escondida en el talego, y, si resulta ser así y así será, indudablemente, este talego de oro le corresponderá a un conciudadano que será desde ahora para esta nación el símbolo de la virtud que ha dado fama a nuestra ciudad en el país.

-¡El señor Billson!

Los presentes se habían preparado para desencadenar la debida tempestad de aplausos, pero, en el lugar de hacerlo, se sintieron afectados de una especie de parálisis. Luego, durante unos instantes, reinó un profundo silencio seguido de una ola de murmullos que recorrió el salón. Todos ellos eran de este tenor:

-¡Billson!

-¡Venga, vamos, esto es demasiado extraño!

-¡Billson dando veinte dólares a un forastero… o a cualquier otro. -¡A otro con ese cuento!» En este momento los presentes contuvieron repentinamente el aliento en un nuevo acceso de sor y presa al descubrir que, mientras en un extremo del y salón el diácono Billson se había puesto en pie con la cabeza abatida en gesto de mansedumbre, el abogado Wilson estaba haciendo otro tanto en el otro extremo. Durante unos momentos reinó un silencio de asombro.

Todos estaban intrigados y diecinueve parejas se sentían sorprendidas e indignadas.

Billson y Wilson se volvieron y se miraron fijamente. Billson preguntó con tono seco:

-¿Por qué se levanta usted, señor Wilson? Porque tengo derecho a hacerlo. -¿Sería tan amable de explicarle al público por qué se ha levantado?

-Con sumo placer. Porque fui yo quien escribí ese papel.

-¡Impúdica falsedad! Lo escribí yo.

Esta vez Burgess se quedó petrificado. Estaba de pie mirando alternativamente a uno y otro, que reclamaban con los ojos en blanco, y al parecer no sabía qué hacer. Los presentes estaban estupefactos. Por fin, el abogado Wilson habló y dijo:

-Le pido a la presidencia que lea la firma que lleva ese papel.

Esto hizo reaccionar ala presidencia, que leyó el nombre: John Wharton Billson.»

-¡Exacto! gritó Billson.

-¿Qué tiene que decir ahora?

-¿Y qué tipo de excusas nos ofrecerá a mí y a este agraviado público por la impostura que ha tratado de representar aquí?

No les debo excusa alguna, señor. Y en cuanto a lo demás, le acuso públicamente de haberla robado mi papel al señor Burgess y de haberlo sustituido con una copia firmada con su propio nombre. Es imposible que usted haya llegado a conocer, de alguna otra forma, la frase en la que se basaba la prueba. Sólo yo, entre todos los seres de este mundo, poseía el secreto de la frase.

Las cosas prometían tomar un cariz turbio, si esto proseguía así: todos advirtieron con aflicción que los taquígrafos estaban garabateando con loco frenesí, y muchos gritaron:

-¡La palabra al presidente!

-¡Presidente!

-¡Orden!

-¡Orden!

Burgess golpeó repetidamente la mesa con su maza, y dijo:

No olvidemos la debida corrección. Evidentemente ha habido un error, pero eso es todo.

-Si el señor Wilson me ha dado un sobre, y ahora recuerdo que me lo dio, aún está en mi poder.

El reverendo Burgess sacó un sobre del bolsillo, lo abrió, lo miró fugazmente, reveló sorpresa c inquietud y permaneció en silencio durante unos instantes. Luego pitó la mano de un modo vago y mecánico e hizo un par de esfuerzos por decir algo, pero renunció a hacerlo, con aire desalentado. Varias voces gritaron:

-¡Léalo! -¡Léalo! -¿Qué dice?

De modo que el reverendo empezó, con aire aturdido y sonámbulo:

«La indicación que le hice a aquel atribulado, forastero, dice: Usted dista de ser un hombro tríalo.

(La concurrencia lo miró, maravillada) Váyase y refórmese. (Murmullos:

-¡Asombroso! -¿Qué quiere decir esto?»)

Este papel manifestó el presidente está firmado por Thurlow G. Wilson.

-¡Exacto! exclamó Wilson.

-¡Supongo que eso lo aclara todo! Yo sabía perfectamente que mi papel había sido robado.

-¡Rolado! replicó Billson. Le advierto que ni usted ni ningún hombre de su catadura puede arriesgarse a…

PRESIDENTE:

-¡Orden, caballeros!

-¡Orden! Les ruego que se sienten.

Los dos autores de los escritos obedecieron, meneando la cabeza y gruñendo irritados. El público estaba profundamente intrigado; no sabía cómo explicarse aquel curioso suceso. Al poco rato se puso de pie Thompson. Thompson era el sombrerero. Le habría gustado ser uno de los diecinueve ciudadanos importantes, pero tal destino no era para él. Sus existencias de sombreros no bastaban para asegurarle semejante posición. Y dijo:

-Señor presidente, permítaseme, una sugerencia… ¡No podrían estar en lo cierto ambos caballeros? Le sugiero esto…

-¿No podrían ambos haberle dicho casualmente las mismísimas palabras al forastero?

Me parece que el curtidor se puso de pie y le interrumpió. El curtidor era un hombre amargado; se creía con méritos para figurar entre los diecinueve importantes, pero no podía conseguir que se lo reconocieran, lo que le hacía algo desagradable en sus modales y en su manera de hablar. Dijo:

-¡Vamos, no se trata de eso! Eso puede ocurrir dos veces en cien años, pero no lo otro. -¡Ninguno de los clon clip los veinte dólares!

Un estallido de aplausos.

Billson:

-¡Yo los di!

Wilson: -¡Yo los di!

Luego se acusaron mutuamente de robo.

PRESIDENTE: -¡Orden! Les ruego que se sienten. Ninguno de los sobres ha estado fuera de mis bolsillos ni un momento. UNA voz: Entonces…

-¡Eso lo soluciona todo!

CURTIDOR: Señor presidente, hay algo muy evidente: uno de esos hombres ha estado fisgando bajo la cama del otro y robando secretos de familia.

-Si la insinuación es poco democrática, haré notar que ambos son capaces de ello. [PRESIDENTE: -¡Orden! -¡Orden!»] Retiro la insinuación, señor, y me limitaré a sugerir que, si uno de ellos ha oído por casualidad al otro mientras revelaba a su mujer la famosa frase, podemos descubrirlo ahora.

UNA VOZ: -¿Cómo?

CURTIDOR: Fácilmente. Ninguno de los dos ha citado la frase con palabras exactamente iguales. Ustedes lo habrían notado, si no hubiera mediado un inconsiderable espacio de tiempo y una excitante pelea entre ambas lecturas.

UNA VOZ: Diga la diferencia.

CURTIDOR: La palabra mucho está en la carta de Billson y no figura en la otra.

MUCHAS VOCES: Así es -¡Tiene razón!

CURTIDOR: Y por lo tanto, si la presidencia consiente examinar la indicación encerrada en el talego, sabremos cuál de estos dos impostores (PRESIDENTE: «-¡Orden! -¡Orden!»]…, cuál de estos dos aventureros… [PRESIDENTE: -¡Orden! -¡Orden!]…, cuál de estos dos caballeros… Risas y aplausos] tiene derecho a ostentar el título de primer fanfarrón deshonesto jamás criado en esta ciudad…, ;a la cual ha deshonrado y que será desde ahora para él un lugar asfixiante! [Fuertes aplausos.]

MUCHAS VOCES: -¡Ábralo! -¡Abra el talego!

El reverencio Burgess pegó un corte en el talego, metió la mano dentro y sacó un sobre. En él se hallaban dos papeles doblados. El reverendo dijo:

-Uno de estos papeles contiene la frase: «No deberá ser examinada, hasta que no se hayan leído todas las comunicaciones escritas dirigidas a la presidencia, si las hubiere». Sobre el otro papel está escrito: Prueba. Un momento. Dice así: «Yo no exijo que la primera mitad de la indicación de mi benefactor sea repetida con toda exactitud, porque no era muy notable y puede haber sido olvidada, pero sus quince palabras finales sí que son notables y las creo fáciles de recordar, y, a no ser que éstas sean reproducidas con exactitud, el que reclame será considerado un impostor. Mi benefactor empezó diciendo que él rara vez daba un consejo, pero añadió que, cuando lo daba, el consejo llevaba siempre el sello de mucha calidad. Luego dijo esto… que El hombre que corrompió Hadleyburg nunca se me ha borrado de mi memoria: ..Usted no es malo …..

CINCUENTA VOCES: Eso aclara todo. -¡El dinero es de ¡Wilson! -¡Wilson! -¡Wilson! -¡Que hable! -¡Que hable!

Todos se levantaron de un salto y se agolparon alrededor de Wilson, estrujándole la mano y felicitándolo con fervor, mientras el presidente descargaba golpes con su maza y gritaba:

-¡Silencio, caballeros!

-¡Silencio!

-¡Silencio!

Permítanme que termine de leer, por favor.

Al restablecerse el silencio, se reanudó la lectura, oyéndose lo siguiente:

«Váyase y refórmese, o, recuerde mis palabras, un día, por sus pecados, morirá e irá al infierno o a Hadleyburg… PROCURE ACABAR EN EL INFIERNO»

Hubo un silencio espantoso. Primero, sobre los rostros de los ciudadanos comenzó a cernirse una nube de enojo; tras una pausa, la nube empezó a disiparse y una expresión divertida trató de ocupar su sitio y lo intentó con tal esfuerzo, que sólo pudo evitarse con grande y penosa dificultad. Los reporteros, los nativos de Brixton y demás forasteros abatieron sus cabezas y protegieron sus rostros con las manos y lograron contenerse con mucho esfuerzo y heroica cortesía. En ese inoportuno momento estalló en medio del silencio el bramido de una voz solitaria, la de Jack Halliday:

-¡Esto sí que es un buen consejo!

Entonces los presentes, incluso los forasteros, cedieron. Hasta la gravedad del señor Burgess se desmoronó en el acto y el público se consideró oficialmente libre de toda contención y usó su privilegio al máximo. Fue una buena y prolongada tanda de riquezas y de risas tempestuosamente sinceras, pero que por fin cesó, durando lo bastante para que el señor Burgess intentara reanudar su discurso y para que la agente se secara parcialmente los ojos. Luego Burgess patio proferir estas graves palabras: Es inútil que tratemos de disimular el hecho.

Nos encontramos frente a un asunto muy importante. Está en juego el honor de nuestra ciudad, amenaza su buen nombre. La diferencia de una sola palabra entre los textos presentados por el señor Wilson y por el señor Billson era, en sí misma, una cuestión muy seria, ya que demostraba que uno de estos dos señores era culpable de robo Los dos hombres aludidos estaban sentados con la cabeza gacha, pasivos, aplastados; pero, al oír estas palabras, se movieron como electrizados e hicieron ademán de levantarse -¡Siéntense! dijo el presidente bruscamente; ambos obedecieron. Eso, como acabo de decir, era una cosa seria. Y lo era…, pero sólo para uno de y ellos. Con todo, el asunto ha tomado un cariz más grave, porque ahora el honor de ambos está en peligro. -¿Debo ir más allá aún y decir que se trata de un peligro que no se puede desenredar? Ambos han omitido las palabras decisivas.

El reverendo hizo una pausa. Dejó que durante unos instantes el silencio que impregnaba todo se espesara y aumentase sus solemnes efectos y añadió:

-Aparentemente esto sólo puede haber ocurrido de una manera. Yo les pregunto a estos caballeros: -¿Ha habido cohesión, acuerdo? 'Un suave murmullo se insinuó entre el público; su significado era: «Los ha acorralado…

Billson no estaba acostumbrado a estas situaciones, se quedó sentado, con la cabeza gacha. Pero Wilson era abogado. Se puso de pie con esfuerzo, pálido y afligido, y dijo:

-Solicito la indulgencia del público mientras explico este penoso asunto. Lamento decir lo que voy a decir, !tiesto que ofenderé de forma irreparable al señor Billson, a quien he estimado y respetado siempre hasta ahora, y en cuya invulnerabilidad a la tentación creí siempre a pie juntillas como todos ustedes. Pero debo hablar en defensa de mi propio honor. y con franqueza. Confieso avergonzado y les suplico me perdonen que le dije al forastero arruinado todas las palabras contenidas en la frase, incluidas las últimas ofensivas. [Suspiro entre el público. Cuando los periódicos hablaron de esto, las recordé y resolví reclamar el talego de dinero, ya que me sentía con derecho al mismo desde todos los puntos de vista. Ahora les pido a ustedes que tengan en cuenta este punto y lo mediten bien: que la gratitud del forastero para mí esa noche no tenía límites, que él mismo manifiesto no encontrar palabras adecuadas para exhumarla y que, si podía hacerlo, me devolvería algún día el favor centuplicado. Y bien… Ahora les pregunto: ¿Podía esperar…, podía creer…, podía siguiera imaginar remotamente que, dados tales sentimientos, ese hombre cometería un acto tan desagradecido como añadir a su prueba las quince palabras completamente: innecesarias, tendiéndome una trampa, haciéndome aparecer como difamador de mi propia ciudad ante mis propios convecinos reunidos en un salan público? Era absurdo, era imposible. Su prueba contendría solamente la bondadosa cláusula inicial de mi observación. Yo no dudaba lo más mínimo. Ustedes habrían pensado lo mismo en mi lugar No habrían esperado tan vil traición de un lumbre a quien protegieran y a quien no agraviaran en modo alguno. Y por eso, con perfecta confianza, con perfecta buena fe, escribí sobre un trozo de papel las palabras iniciales, terminando con un Váyase y refórmese, y las firmé. Cuando me disponía a poner la carta en un sobre, me llamaron para que fuera a un despacho de mi oficina y, sin pensarlo, dejé la carta abierta sobre mi escritorio. Wilson se detuvo, volvió lentamente la cabeza hacia Billson, esperó un momento y añadió:

-Les pido que tomen nota de esto: cuando volví, poco después, el señor Billson salía por la puerta principal de mi oficina. [Suspiros.]Inmediatamente Wilson se puso de pie y gritó: -¡Es mentira! -¡Es una mentira infame!

PRESIDENTE: -¡Siéntese, señor! El señor Wilson no ha acabado aún.

Los amigos de Wilson lo obligaron a sentarse y lo calmaron. Wilson prosiguió:, Éstos son los hechos escuetos. Mi carta, cuando volví, estaba colocada en un lugar distinto del escritorio. Me di cuenta del hecho, pero no le di importancia, creyendo que la había cambiado de sitio una corriente de aire. No podía ocurrírseme que el señor Billson leyera una carta privada: se trataba de un hombre honorable y debía estar por encima de eso. Permítanme observar que su palabra extra, mucho, se explica perfectamente: cabe atribuirla a un defecto de memoria. Yo era el único hombre del mundo que podía proporcionar aquí los detalles de la frase con medios honorables. He terminado., Nada hay más adecuado en el mundo que un discurso persuasivo para confundir la máquina mental y trastornar las convicciones y seducir las emociones y de un público inexperto en las tretas y engaños de ,la oratoria. Wilson se sentó victorioso. Los presentes, lo ahogaron en oleadas de aprobatorios aplausos; los amigos se pusieron a su alrededor y le estrecharon la mano y le felicitaron. A Wilson lo obligaron a callar a gritos y no se le permitió decir una sola palabra. El presidente descargó golpes y más golpes con su maza y no hizo más que gritar: ¡prosigamos, caballeros! -¡Prosigamos!

Finalmente, hubo un relativo silencio y el sombrerero dijo:

-Pero, -¿qué hay que proseguir, señor, sino a entregar el dinero?

VOCES: -¡Eso es! -¡Eso! -¡Adelante, Wilson!

SOMBRERERO: Pido tres vítores para el señor Wilson, símbolo de la típica virtud de…

Los vítores estallaron antes de que el sombrerero pudiese terminar, y en medio de los vítores y también del clamor de la masa varios entusiastas subieron a Wilson sobre los hombros de un corpulento amigo y se dispusieron a llevarle en triunfo al estrado. Entonces la voz del presidente se elevó por encima del tumulto…

-¡Orden! -¡Cada uno a su sitios Ustedes olvidan que falta aún por leer un documento.

Cuando se hubo restablecido el silencio, el reverendo tomó el documento y se disponía ya a leerlo, pero lo abandonó nuevamente, diciendo:

-Lo olvidaba… Esto no debe leerse antes de leer todas las comunicaciones escritas recibidas por mí.

Burgess sacó un sobre del bolsillo, extrajo su contenido, arrojó sobre él una rápida mirada, pareció sorprendido y se quedó contemplándolo fijamente.

Veinte o treinta voces gritaron:

-¿Qué dice ese papel?

-¡Léalo!

-¡Léalo!

Y el reverendo Burguess lo leyó… lentamente y con tono vacilante:

-La indicación que le hice al forastero

[Voces: -¡Eh! -¿Qué es eso? fue la siguiente: Usted dista de ser un hombre malo. VOCES: ¡Santo Dios!») Váyase y refórmese. [UNA vez: ¡Que me condenen!»)

Firmado par el señor Pinkerton, el banquero.

El barullo de carcajadas que se desató entonces fu e de los que pueden arrancarles lágrimas a los más sosegados. Los que carecían de puntos vulnerables rieron hasta que se les saltaron las lágrimas., los reporteros, en espasmos de risa, anotaron, garabatos indescifrables y un perro dormido se levantó de un salto, asustadísimo, y ladró sin parar ante. el tumulto. Entre el tumulto general, se oían todo tipo de gritos: Nos estamos enriqueciendo'. ;Dos Símbolos de incorruptibilidad! -¡Eso, sin contar con Billson!~ -¡Tres! -¡Cuenten a Tabla rasa! -¡Hay lugar puro todos!, „-¡Muy bien! -¡Billson es el elegido! Hay pobre Wilson, víctima de dos ladrones!»

VOZ POTENTE: ¡Silencio! El presidente acaba de sacar algo del bolsillo.

VOCES: ¡Hurra! -¿Algo nuevo? -¡Léalo! -¡Léalo! -¡Léalo!

PRESIDENTE: [Leyendo]: La indicación que le hice , etcétera. Usted dista de ser¡un hombre malo. Váyase…, etcétera. Firmado, Gregory Yates.

TUMULTO DE VOCES: -¡Cuatro Símbolos! ¡Hurra por Yates! -¡Saque otro!

En el salón había muchas ganas de hacer jaleo y estaban decididos a disfrutar de todo el placer que pudiese brindar la oportunidad. Varios de los diecinueve ciudadanos importantes, con aire pálido y afligido, se pusieron en pie y empezaron a abrirse camino hacia los pasillos, pero se oyeron numerosos gritos: -¡Las puertas, las puertas! -¡Cierren las puertas!

-¡Que no salga ninguno de los incorruptibles) -¡Que se sienten todos!

El mandato fue obedecido.

-¡Saque otro! -¡Léalo! -¡Léalo!

El presidente volvió a sacar un sobre y brotaron nuevamente las familiares palabras 'Usted dista de ser un hombre malo.

-¡El nombre! -¡El nombre!

-L. Ingoldsby Sargent.

-¡Cinco elegidos! -¡Pongámoslos todos juntos, _uno encima de otro! -¡Adelante, adelante!

Usted dista de ser a:

-¡El nombre! -¡El nombre!

-Nicholas Whitworth.

-¡Hurra! -¡Hurra! -¡Hoy es un día feliz!

Alguien comenzó a cantar estas palabras con la bonita música de la melodía Cuando ten hombre tiene miedo, una .hermosa doncella…, de la opereta El mikado. [1]El público con alborozo hizo coro y entonces, un instante después, alguien aportó otro verso:

Y no olvides esto …»

Y todos los presentes lo repitieron con fuertes vozarrones. Inmediatamente otro aportó otro verso: «Lo corruptible está lejos de Hadleyburg…» El público lo festejó también estruendosamente.

Al extinguirse la última nota, la voz de Jack Halliday se elevó aguda y clara, grávida, con un verso final:

Pero no duden de que los Símbolos están aquí!

Lo cantaron con atronador entusiasmo. Luego la satisfecha concurrencia empezó por el principio y repitió dos veces los cuatro versos, con enorme ímpetu y vibración, y los remató con un estrepitoso triple vítor un viva final por Hadleyhurg la incorruptible y todos los Símbolos a los que esta noche consideremos dignos de recibir el sello de garantía.

Entonces los gritos a la presidencia se reanudaron en todo el recinto: -¡Siga! -¡Siga! -¡Lea! -¡Lea más! -¡Lea todo lo que tenga!

-¡Eso! -¡Siga! -¡Conseguiremos una fama inmortal!

En ese momento se levantaron una docena de hombres y empezaron a protestar. Dijeron que la farsa era obra de algún perverso bromista y que significaba un insulto para toda la ciudad. Sin duda, las Firmas eran todas falsas -¡Siéntense! -¡Siéntense! -¡Cállense! Ustedes están confesando. Encontraremos sus nombres en el montón.

-¿Cuántos de esos sobres tiene, señor presidente?

El presidente contó.

-Junto con los ya examinados, diecinueve.

Estalló una tempestad de aplausos burlones. Quizá todos contienen el secreto. Propongo que el presidente abra todos y lea todas las firmas que figuran en los papeles… y también que lea las primeras ocho palabras de cada uno.


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