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Narrativa breve
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Автор книги: Марк Твен



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-¡Apoyo la moción!

Se puso con práctica y se llevó adelante ruidosamente. Entonces el pobre viejo Richards se puso de pie y también su esposa se puso a su lado, con la cabeza gacha, paro que nadie advirtiera sus lágrimas. Su marido le dio el brazo y, mientras la sostenía así, comenzó a hallar con voz trémula:

-Amigos míos… Ustedes nos conocen a los dos, a Mary y a mí, desde que estamos en este mundo, y creo que nos han querido y respetado…

El presidente lo interrumpió:

-Permítame. Es completamente cierto lo que nos dice, señor Richards. Esta ciudad los conoce a ustedes, los quiere, los respeta; más aún, los honra y los ama…

La voz de Halliday resonó de manera estridente:

-¡También ésta es una verdad!

-Si el presidente tiene razón, que el público hable y lo diga.

-¡Arriba! Ahora, vamos…

-¡Hip!

-¡Slip! -¡Hurra!

-¡Todos a una!

El público se puso en pie a la vez, volvió sus rostros hacia la anciana pareja, llenó el aire de una nevada de pañuelos que se agitaban y profirió los vítores con todo

el afecto de su corazón.

Entonces, el presidente prosiguió:

-Lo que yo iba a decir era esto: Conocemos su buen corazón, señor Richards, pero éste no es el momento pura ejercer la caridad con los transgresores de la moral Gritos de: «-¡Exacto! -¡Exacto!..). Leo en el rostro de ustedes dos su generoso propósito, pero no puedo permitirles que defiendan a esos hombres…

-Pero yo iba a…

-Le ruego que tome asiento, señor Richards. Debemos examinar el resto de esos sobres; lo exige la más mínima equidad para con los hombres que hemos dejado ya al descubierto. Apenas se haya hecho esto, le doy mi palabra de que le escucharemos.

MUCHAS VOCES: -¡Muy bien! -¡El presidente tiene razón! -¡No puede permitirse interrupción alguna a estas alturas! -¡Siga! -¡Los nombres! -¡Los nombres! -¡De acuerdo con los términos de la moción!

La anciana pareja se sentó a regañadientes y el marido le murmuró a la esposa:

Es clarísimo tener que esperar. Nuestra vergüenza será mayor que nunca cuando se descubra que sólo íbamos a interceder por nosotros.

Nuevamente volvió a desatarse el alborozo con la lectura de los nombres.

-Usted dista de ser un hombre malo… Firmado, Robert J. Titmarsh.

-Usted dista de ser un hombre malo… Firmado, Eliphalet Weeks. -Usted dista de ser un hombre malo… Firmado, Oscar B. Wilder.


A estas alturas, a la concurrencia se le ocurrió la -¡idea de arrebatar las siete palabras de la boca del presidente. Éste se lo agradeció. A partir de aquel momento levantaba, vez por vez, el papel, y se quedaba esperando. Y, cada vez, los presentes entonaban las siete palabras con un efecto compacto, sonoro y cadencioso (que, por otra parte, mostraba un audaz y parecido con un bien conocido salmo religioso). Usted distaaa de ser un maaaalo hombre maaaalo. Luego el presidente decía: “Firmado, Achibald Wilcox”. Y así sucesivamente, nombre tras nombre, y todos lo pasaban cada vez mejor y se sentían más satisfechos, salvo los desventurados diecinueve. De vez en cuando, al pronunciarse un nombre particularmente brillante, el público hacía esperar al presidente mientras canturreaba el total de la frase, desde el principio hasta las palabras finales -¡E irá al infierno y a Hadleyburg…; procure que sea lo primeeeero!», y en esos casos especiales, los presentes añadían un magnífico y atormentado e imponente ¡Amén!»

La lista mermaba, mermaba, mermaba, mientras el pobre viejo Richards llevaba la cuenta, experimentando un sobresalto cuando se leía un nombre parecido al suyo y esperando, con dolorosa expectación, que llegara el momento en que tendría el penoso privilegio de ponerse de pie con Mary y de acabar su defensa, que se proponía cerrar con estas palabras: “…porque, hasta ahora, jamás hemos hecho nada in y correcto y hemos seguido nuestro humilde camino de nudo irreprochable. Somos muy pobres, .somos viejos ~ no tenemos quien cuide de nosotros: nos veíamos terriblemente tentados, y caímos. Cuando me levante antes, mi propósito era confesar y pedir que no fuese leído en este lugar público, porque nos podría que no podríamos soportarlo, pero se me impidió hacerlo. Es justo. Nos correspondía sufrir con los demás. Esto ha sitio duro para nosotros. Es la primera vez que hemos oído salir mancillado nuestro nombre de unos labios. Sean ustedes misericordiosos, en nombre de días mejores. Hagan que nuestra ve riqueza sea leve de llevar, en la medida concedida por vuestra caridad.

En este punto de sus meditaciones, Mary le dio un codazo al advertirle distraído. El público canturreaba “Usted dista de …”, etcétera.

-Prepárate -murmuró Mary.– Tu nombre llegará de un momento a otro; ha leído dieciocho.

El salmodiar terminó.

-¡El próximo! -¡El próximo! -¡El próximo!– llegó una andanada de todos los presentes.

Burgess metió la mano en el bolsillo. La anciana pareja, trémula, empezó a levantarse. Burgess hurgó un momento en sus bolsillos y luego dijo:

-Por lo visto ya los he leído todos.

Desfallecida por la alegría y la sorpresa, la pareja se desplomó sobre sus asientos y Mary susurró:

-¡Oh, bendito sea Dios! -¡Estamos salvados! -¡Ha perdido nuestro sobre! -¡Yo no cambiaría esto por un centenar de esos talegos! Los presentes entonaron de nuevo su parodia de El mikado y la cantaron tres veces con creciente entusiasmo, poniéndose en pie al entonar por tercera vez el verso final:

¡Pero no duden de que los Símbolos están aquí!

Acabaron con vítores y un viva final por» La pureza de Hadleyburg y de nuestros dieciocho inmortales representantes Entonces Wingate, el guarnicionero, se puso de pie y propuso vítores por» el hombre más limpio de la ciudad, el único ciudadano importante de Hadleyburg que no intentó robar el dinero: Edward Richards».

Los vítores fueron proferidos con grande y conmovedora cordialidad; luego alguien propuso que Richards fuese elegido único guardián y símbolo de la e ahora sagrada tradición de Hadleyburg, con poder y derecho a afrontar todo el sarcástico mundo cara a cara.

Se aprobó por aclamación. Luego la concurrencia volvió a cantar El mikado y terminó con:

«¡Pero no duden de que los Símbolos están aquí!» Hubo una pausa, luego.

UNA voz: Y bien… -¿Quién recibirá el talego?

CURTIDOR (con amargo sarcasmo): Eso es fácil. El dinero debe ser dividido entre los dieciocho incorruptibles, entre quienes dieron al atribulado forastero veinte dólares por cabeza y la famosa indicación y cada uno por su cuenta. El desfile de la procesión tardó al menos veintidós minutos. Pagaron al forastero trescientos sesenta dólares. Quieren solo que se les devuelva su préstamo más los intereses o sea, cuarenta mil dólares en total.

MUCHAS VOCES (sarcásticamente): -¡Muy bien! -¡Que se lo repartan, que se lo repartan! -¡Hay que ser misericordiosos con los pobres, no les hagan esperar! ' PRESIDENTE: -¡Orden! Ahora leeré el documento final del forastero. Dice: «-Si no apareciese nadie a reclamar la cantidad (coro de gritos, deseo que usted abra el talego y entregue el dinero a los ciudadanos más importantes de la ciudad, que deberán tomarlo en fideicomiso [gritos de: .,-¡Oh! -¡Oh! -¡Oh!»] y utilizarlo en la forma que le parezca preferible para la propagación y conservación de la incorruptible honradez de esa ciudad (más gritos, una reputación a la cual sus nombres y esfuerzos añadirán un nuevo y lejano esplendor,,. (Entusiasta estallido de sarcásticos aplausos./ Eso parece ser todo. No. Aquí, hay una postdata:

P. D.: CIUDADANOS DE HADLEYBURG: La indicación no existe. Nadie dijo tal cosa. [Gran suspiro./No hubo tal forastero pobre, ni dádiva de veinte dólares, ni bendiciones ni cumplido adjuntos. Todo eso son invenciones. (Zumbido general y canturreo de sorpresa y placer] Permítanme que les cuente mi historia, bastará con unas pocas palabras. En cierta ocasión pasé por Hadleyburg y sufrí una profunda ofensa, que no merecía. Cualquier otro se habría conformado con matar a uno o dos de ustedes y con ello se hubiera dado por satisfecho, pero a mí esto me pareció un desquite trivial e inadecuado: los muertos no sufren. Además, yo no podía matarlos a todos y, por otra parte, siendo como soy, ni aún eso me habría dejado satisfecho Quise perjudicar a tocaos los hombres de la ciudad y a todas las mujeres, y no en sus cuerpos o en sus fortunas, sino en su orgullo, el punto en que es más vulnerable la gente débil y tonta. De modo que me disfracé y volví y les estudié. Ustedes eran presa fácil. Tenían una antigua y elevada reputación de honradez y, naturalmente, se enorgullecían de ella: la honradez era el tesoro de los tesoros, la niña de sus ojos. Apenas hube descubierto que se mantenían ciudadosa y atentamente y mantenían a sus hijos al margen de la tentación, supe cómo debía proceder. -¿No comprenden ustedes, seres simplones, que la más débil de todas las cosas débiles es la virtud que no ha sido probada por el fuego? Esbocé un plan y reuní una lista de nombres. Mi proyecto consistía en corromper a Hadleyburg la incorruptible. Mi intención era convertir en mentirosos y ladrones a cerca del medio centenar de hombres y mujeres intachables, que jamás profirieran una mentira ni rogaran un penique en su vida. Temí a Goodson. Éste no había nacido en Hadleyhurg ni se había criado en esa ciudad. 'temí que, si empezaba a ejecutar mi plan exponiendo mi carta ante ustedes, se diría: Goodson es el único de nosotros que hubiera sido capaz de darle veinte dólares a un pobre diablo» y que, entonces, no habrían mordido mi cebo. Pero el cielo se lleve a Goodson, entonces comprendí que yo estaba a salvo y eché mi caña y puse el cebo. Quizá no atrapara a todos los hombres a quienes envié por correo el presunto secreto, pero atraparía a la mayoría de ellos, si conocía el temperamento de Hadleyburg. [VOCES: «Es exacto. Los atrapó a todos.»). Estoy convencido de que, por miedo de perderlo, llegaríais a robar hasta lo que es con toda evidencia .dinero de juego», vosotros, pobres víctimas de una educación equivocada y de la tentación. Confío en aplastar para siempre vuestra vanidad y en darle a Hadleyburg una nueva reputación, esta vez duradera, y que llegará lejos. -Si he obtenido éxito, abran c talego y convoquen a la comisión para la propagación y salvaguarda de la reputación de Hadleyburg».

UN CICLON DE VOCES: -¡Ábranlo!… -¡Ábranlo! -¡Que se adelanten los dieciocho! -¡La comisión para la propagación de la tradición! -¡Que se adelanten los incorruptibles!

El presidente abrió el talego, lo vació, recogió un puñado de relucientes monedas anchas, amarillas; las juntó, luego las examinó.

-¡Amigas, no son más que discos de plomo dorados!

Hubo un estruendoso estallido de satisfacción al oír la noticia, y, cuando se hubo acallado el alboroto, el curtidor exclamó:

-Por derecho de aparente prioridad en el asunto el seno-¡Wilson es presidente de la comisión para la propagación de la tradición. Sugiero que se adelante en nombre de sus compañeros y reciba en fideicomiso el dinero.

UN CENTENAR DE voces: -¡Wilson! -¡Wilson! -¡Wilson!

-¡Que hable! -¡Que hable! Wilson (con voz trémula de ira): Permítanme que diga, sin pedir excusas por mi lenguaje: ,Maldito sea el dinero!» UNA VOZ: -¡Oh! -¡Y es baptista!

OTRA VOZ: -¡Quedan diecisiete Símbolos! -¡Adelante, caballeros, y háganse cargo del fideicomiso!

Hubo una pausa sin respuesta.

GUARNICIONERO: Señor presidente, nos queda una hombre limpio de la difunta aristocracia; ese hombre necesita dinero y lo merece. Propongo que se de signe a Jack Halliday para que suba al estrado y ponga a subasta ese talego de piezas doradas de veinte dólares y le dé el resultado al hombre que lo mere ce, al hombre a quien Hadleyburg se complace en honrar: Edward Richards.

Esto fue acogido con gran entusiasmo, con nueva intervención del perro. E1 guarnicionero inició la puja con un dólar, la gente de Brixton y el re presentante de Barnum pujaron con fuerza, la gen te vitoreó a cada salto que daban las apuestas; la excitación creció cada vez más; el brío de los interesados fue en aumento y se volvió cada vez más audaz; los saltos llevaron de un dólar a cinco, luego, a diez, luego, a veinte, luego, a cincuenta, luego, a cien, luego. A1 empezar la subasta, Richards le susurró acongojado a su esposa:

-¡Mary! -¿Podemos permitir esto? Es… es… ya lo ves, una recompensa a la honradez, un testimonio de honestidad de ánimo y… y… -¿podemos permitirlo? -¿No será mejor que me ponga en pie y… -¡Oh Mary! -¿Qué debemos hacer? -¿Qué crees que?… [LA voz DE Halliday: -¡Dan quince! -¡Quince por el talego!… -¡Veinte!… -¡Ah, gracias! -¡Treinta!,.. -¡Gracias! -¡Treinta, treinta, treinta! ;E le oído decir cuarenta? -¡Cuarenta! -¡Hagan rodar la bola, caballeros, háganla rodar! -¡Cincuenta! -¡Gracias, noble romano! -¡Vamos, cincuenta, cincuenta, cincuenta! -¡Setenta! -¡Noventa! -¡Espléndido! -¡Cien! -¡Quién da más, quién da más! -¡Ciento veinte! -¡Ciento cuarenta! -¡A tiempo! -¡Ciento cincuenta! -¡Doscientos! -¡Soberbio! -¿He oído dos…? -¡Gracias! -¡Doscientos cincuenta!»] _Es otra tentación, Edward… Estoy temblando… Pero… -¡Oh! Hemos escapado a otra tentación, y eso debería ponernos en guardia para… [-¿He oído seiscientos? -¡Gracias! Seiscientos cincuenta, seiscientos cin… -¡Setecientos]. Y, con todo, Edward, si se piensa… nadie sospecha… [«-¡Ochocientos dólares! -¡Hurra! -¡Digamos novecientos! -¿Le he oído bien, señor Parsons?… -¡Gracias! -¡Novecientos! -¡Este noble talego de plomo puro que se va por sólo novecientos dólares, con dorado y todo!… -¡Vamos! -¿He oído?… -¡Mil! -¿Dijo alguien mil cien? -¡Un talego que será el más célebre del mundo! -¡Oh, Edward. Y empezó a sollozar. -¡Somos tan pobres! Pero…, pero… Haz lo que te parezca mejor…, haz lo que te parezca mejor…

Edward estaba desfallecido, esto es, sentado y sumido en silencio; con la conciencia no muy tranquila, pero abrumado por las circunstancias.

Mientras tanto, un forastero, con aire de detective aficionado, vestido como un inverosímil conde inglés, había estado observando el desarrollo de la velada con manifiesto interés y expresión de júbilo, comentando el asunto consigo mismo. Su soliloquio.

Se desarrollaba ahora, más o menos, así: «Ninguno de los dieciocho formula una oferta, y esto no está bien. Hay que cambiarlo; lo impone la unidad dramática. Esa gente tiene que comprar el talego que intentara robar, y tiene que pagar por él un precio muy alto. Algunos de ellos son ricos. Y otra cosa: cuando yo cometo un error, en relación con la naturaleza de Hadleyburg, el hombre que me ha hecho caer en ese error tiene derecho a una alta remuneración, y alguien tiene que pagarla. Ese pobre viejo Richards ha puesto en ridículo mis capacidades de discernimiento: es un hombre honrado. No lo entiendo, pero lo reconozco. -Sí: ha visto mi póquer con una escalera, y el plato le corresponde por derecho. -¡Y será un plato abundante, si funciona mi sistema! Me ha 'decepcionado, pero no importa.

El forastero seguía atentamente la puja. Al llegara mil dólares, el mercado se desmoronó; los preciosa flojaron pronto dando tumbos. Esperó, y siguió observando. Un competidor se apartó de la puja; luego otro y otro más. Entonces el desconocido hizo un par de ofertas. Cuando las ofertas bajaron a diez dólares, él añadió cinco, alguien aumentó tres; el forastero esperó un momento y se lanzó a un salto de cincuenta dólares, y el talego fue suyo por mil doscientos cientos ochenta y dos dólares.

Los presentes estallaron en vítores y luego guardaron silencio, porque el forastero se había puesto en pie y levantaba la mano. Comenzó a hablar.

-Deseo decir unas palabras y pedir un favor. Comercio con objetos raros y tengo negocios con personas interesadas por la numismática en todas partes del mundo. De esta adquisición, así como es, yo le puedo sacar ventaja; conozco la forma, siempre que consiga vuestra aprobación, de poder obtener que cada una de estas monedas de plomo valgan como auténticas monedas de oro de veinte dólares, o quizá más. Dadme vuestra aprobación y yo le daré parte de mis ganancias al señor Richards, cuya invulnerable probidad han reconocido ustedes tan justa y cordialmente esta noche; su parte será de diez mil dólares y le entregaré el dinero mañana. Grandes aplausos del público. Pero la invulnerable probidad, hizo que los Richards se sonrojaran considerablemente; pero esto fue interpretado como falsa modestia, y no les causó daño.] -Si ustedes aprueban mi propuesta por una amplia mayoría, me gustaría que fueran clon tercios de votos, consideraré tal aprobación corno el consentimiento de la ciudad, y eso es todo lo que pido. A las cosas raras les ayuda siempre cualquier artificio capar efe suscitar curiosidad y de llamar la atención. Ice modo que, si ustedes me permiten grabar sobre cada una de estas aparentes monedas los nombres de los dieciocho caballeros que…

Las nueve décimas partes del público se levantaron inmediatamente incluido el perro y la propuesta fue aprobada entre un torbellino de aplausos y vivas.

El público se sentó y todos los Símbolos, a excepción del doctor Clay Harkness, se pusieron de pie protestando con vehemencia contra el ultraje propuesto, y amenazando con les niego que no me amenacen dijo el forastero tranquilamente. Conozco mis derechos legales y no acostumbro a dejarme intimidar por las fanfarronadas. /Aplausos/. El forastero se sentó.

En este momento el doctor Harkness vio una oportunidad. Era uno de los dos hombres más ricos de la ciudad, Pinkerton, el otro. Harkness era dueño de una casa de moneda, mejor dicho, de un popular medicamento patentado. Era candidato por uno de los partidos alas elecciones y Pinkerton lo era por otro. Se trataba de una carrera reñida y apasionada y cuyo apasionamiento aumentaba de día en día. Ambos tenían mucha hambre de dinero y cada uno había comprado una gran extensión de terreno con una finalidad: se tendería un nuevo ferrocarril y ambos querían salir elegidos y contribuir a que se trazara el itinerario en su beneficio. Un solo voto podía bastar para decidir el asunto, y con él, dos o tres fortunas. La suma en juego era grande, y Harkness, un especulador audaz. Estaba sentado junto al forastero. Se inclinó hacia él, mientras algunos de los demás Símbolos distraían al público con sus protestas y súplicas, y le preguntó en un susurro:

-¿Cuánto quiere por el talego?

-Cuarenta mil dólares.

-Le doy veinte.

-No.

-Veinticinco.

-No.

-Digamos treinta.

El precio es cuarenta mil dólares, ni un penique

menos. De acuerdo. Se los daré. Iré al hotel a las diez de la mañana. No quiero que esto se sepa; lo veré a usted en privado. De acuerdo.

Entonces el forastero se puso de pie y dijo a todos los presentes:

Se me está haciendo tarde. Los discursos de estos caballeros no carecen de mérito, de interés, de gracia; con todo, con vuestro permiso, voy a retirarme. Les agradezco a ustedes el gran favor que me han dispensado al acceder a mi petición. Le pido ala presidencia que me guarde el talego hasta mañana y que le entregue estos tres billetes de quinientos dólares al señor Richards.

Los billetes fueron entregados a la presidencia después de pasar por varias manos.

-A las nueve vendré en busca del talego y a las once entregaré el resto de los diez mil dólares al señor Richards en persona, en su casa. -¡Buenas noches!

Luego el forastero salió del salón y dejó al público entre un gran alboroto, compuesto por una mezcla de vítores, la canción de Mikado, la desaprobación del perro y el coro: -¡Usted dista de ser un hombreee malooo! ¡A– a– a– amén!


IV


De regreso a su casa, los Richards debieron soportar felicitaciones y cumplidos hasta la medianoche. Luego se quedaron solos. Su aire era algo triste y permanecieron silenciosos y pensativos. Finalmente Mary suspiró y dijo:

-¿Crees que somos culpables, Edward?

-¿Muy culpables? Y sus ojos se posaron sobre el acusador terceto de graneles billetes de banco que estaba sobre la mesa, donde los visitantes que los felicitaron los habían contemplado con deleite y tocado con veneración.

Edward no contestó inmediatamente; luego suspiró y dijo vacilando:

-Nosotros , nosotros no pudimos evitarlo, Mary. !

-Eso… estaba predestinado. Todo está predestinado.

-Mary levantó los ojos y le miró con firmeza, pero el no le devolvió la mirada. Al poco rato ella dijo:

-Creo que las felicitaciones y elogios siempre saben bien. Pero… ahora me parece que …, Edward…

-¿Qué?

-¿Seguirás trabajando en el banco No …, no.

-¿Dimitirás?

Mañana por la mañana… por carta. Parece lo mejor. Richards abatió la cabeza sobre sus manos y murmuró:

-Antes yo no tenía miedo de que pasaran por mis manos ríos de dinero ajeno, pero… Estoy tan can sido, Mary Tan cansado tenemos que acostarnos.

A las nueve de la mañana el forastero fue a buscar el talego y se lo llevó al hotel en un cabriolé. A las diez, Harkness sostuvo con él una conversación confidencial. El forastero solicitó y obtuvo cinco cheques contra un banco de la ciudad, al portador, cuatro de mil quinientos dólares cada uno y uno de treinta y cuatro mil. Puso uno de los primeros en su cartera, y el resto, que representaba treinta y ocho mil quinientos dólares, fue colocado en un sobre y le añadió una carta, que escribió cuando Harkness se hubo marchado. A las once llamó a la casa de los Richards. La señora Richards atisbó por entre las persianas, se adelantó y recibió el sobre; el forastero desapareció sin pronunciar una sola palabra. Ella volvió sonrojada y con las piernas algo trémulas y dijo con voz entrecortada:

-¡Estoy segura de haberle reconocido! Anoche me pareció haberlo visto en alguna parte.

-Es el hombre que trajo aquí el talegos ..

-Estoy segura.

Entonces es también el falso Stephenson y el que ha dejado al descubierto a todos los ciudadanos importantes de la ciudad con su falso secreto. Y bien… Si Vea enviado cheques en lugar de dinero, también nosotros estamos al descubierto, después de haber creído escapar. Yo estaba empezando a sentirme bastante cómodo de nuevo, después de mi noche da descanso, pero el aspecto de ese sobre me causa vértigos. No es bastante voluminoso; ocho mil quinientos dólares, aun en los billetes de banco más grandes, abultan más.

-¿Qué hay de malo en los cheques, Edward? -¡Cheques firmados por Stephenson! Me habría resignado a aceptar los ocho mil quinientos dólares, si venían en billetes de banco, pues habría pensado que así está escrito, Mary. -¡Pero nunca he poseído mucho valor y no tengo suficiente valentía para tratar de cobrar un cheque firmado con ese nombre fatal! Eso sería una trampa. Ese nombre trató de atraparme; nos salvamos no sé cómo. Y, ahora, intenta otro procedimiento.

-Si se trata de cheques…

-¡Oh, Edward!

-¡Qué lástima! Y Mary tomó los cheques y se echó a llorar.

-¡Tíralos al fuego!

-¡Pronto! Debemos escapar ala tentación. Es una treta para que el mundo se burle de nosotros junto con los demás y…

-¡Dámelos, si tú no puedes hacerlo!

Richards le arrancó los cheques a su esposa y trató de que su presión no se debilitara hasta llegar a la estufa; pero era un ser humano, era cajero, y se detuvo un momento para asegurarse de la firma. Entonces, le faltó poco para desmayarse.

-¡Abanícame, Mary!

-¡Abanícame!

-¡Estos cheques valen oro!

-¡Oh, qué hermoso, Edward!

-¿Por qué?

-La firma es de Harkness.

-¿Qué misterio habrá debajo?

-¿Tú crees, Edward?

-Mira esto… -¡Mira! Mil quinientos… mil quinientos… mil quinientos… y treinta y cuatro mil.

-¡Treinta y ocho mil quinientos dólares, Mary. El talego no vale doce dólares y Harkness… aparentemente… ha pagado un precio a la par.. .

-¿Y crees que todo eso va a parar a nuestras manos… en vez de los diez mil dólares?

-Así parece. Y los cheques, además, están extendidos al portador.

-¿Conviene eso, Edward? -¿Para qué sirve?

Es una insinuación para cobrarlos en algún banco lejano, supongo. Quizá Harkness no quiere que se sepa el asunto.

-¿Qué es eso? -¿Una carta?

-Sí. Venía con los cheques. La letra era de Stephenson, pero no había firma.

La carta decía: .. Soy un hombre desengañado. Su honradez es más, fuerte que cualquier, tentación. Yo no lo creía así, pero he sido injusto con usted en ese sentido y le ruego que me perdone; le hablo con sinceridad. Siento respeto por usted… y eso es también sincero. Esta ciudad no es digna de atarle las sandalias. Aposté conmigo a que, en su austera ciudad, habría diecinueve hombres que se podían corromper. He perdido. Llévese todo el .fajo; se lo merece.

Richards exhaló un profundo suspiro y dijo:

“-Esto parece escrito con fuego… Quema tanto…, Mary Me siento acongojado de nuevo.

-Yo también. Ah, querido, ojalá…

– Pensar que él cree en mí, Mary.

-Oh, no digas eso, Edward… No puedo soportarlo.

-Si estas hermosas palabras fuesen merecidas, Mary, y Dios sabe que las merecí en otro tiempo, creo que daría los cuarenta mil dólares por ellas. Y guardaría este papel, que para mí representaría más que el oro y las joyas, y lo conservaría eternamente. Pero ahora… No podríamos vivir en la sombra de su acusadora presencia, Mary.

Richards arrojó el papel al fuego. Llegó un mensajero y le entregó un sobre.

Richards sacó una carta y la leyó. Era de Burgess.

Usted me salvó en una época difícil. Yo le salvé anoche. Fue a costa de una mentira, pero hice el sacrificio de buena gana y con un corazón agradecido. Nadie sabe, en esta ciudad, cuán valiente, huevo y noble es usted. En el fondo, usted no puede respetarme, sabiendo, como sabe, ese asunto del que se me acusa y por el que la opinión pública me ha condenado, pero le ruego que crea, al menos, que soy un hombre agradecido. Eso me ayudará a sobrellevar mi carga.

[Firmado] BURGESS

-Salvado nuevamente. -¡Y en qué condiciones! Richards tiró la carta al fuego.

-Ojalá me hubiese muerto, Mary. Ojalá no tuviese que ver con todo esto…

-Oh… Estamos viviendo días amargos, Edward. Días muy amargos. -¡Las puñaladas, a causa de su misma generosidad, son tan profundas, y se suceden tan rápidamente!

Tres días antes de las elecciones cada uno de los dos mil electores se encontró repentinamente en posesión de un valioso recuerdo: una de las famosas falsas monedas de oro de veinte dólares. Sobre su anverso, estaban grabadas las palabras:

LA INDICACIÓN QUE HICE AL ATRIBULADO FORASTERO FUE», y en el revés VÁYASE Y REFORMESE. [Firmado] PINKERTON.

Y de esta forma toda la escoria que había quedado de aquella bufa broma cayó sobre una sola cabeza, con y catastróficos efectos. Se renovó la hilaridad general y se concentró en Pinkerton; y la elección de Harkness fue un paseo. En los primeras veinticuatro horas que siguieron a la recepción de los cheques, las conciencias de los Richards se apaciguaron poco a poco, abatidas; la anciana pareja estaba aprendiendo a reconciliarse con el pecado cometido. Pero ahora debía aprender que el pecado, provoca nuevos terrores auténticos, cuando hay una posibilidad de que se descubra. Esto le, da un aspecto nuevo y más concreto e importante. En la iglesia el sermón dominical fue como de costumbre: se trataba de las mismas cosas de siempre dichas m la formo de costumbre y ellos las habían oído mil veces y las encontraban inocuas, casi sin sentido y adecuadas para dormir cuando se decían. Pero ahora aquello parecía distinto: el sermón parecía estar erizado de acusaciones y se hubiera dicho dm apuntan directa y especialmente contra la gente que ocultaba pecados mortales. Al salir de la iglesia, los Richards se alejaron lo más pronto que pudieron de la multitud que les felicitaba y se dieron prisa en volver a casa, helados, no se sabe muy bien por qué, -¡por unos temores vagos, sombríos, indefinidos. Y dio la casualidad de que vieran fugazmente al señor Hurgess al doblar éste una esquina. -¡El reverendo no prestó atención a su saludo! No los había visto, pero ellos lo desconocían. -¿Qué podía significar la conducta de Burgess? Podía significar… podía significar… ;Oh! Una docena de cosas terribles. -¿Sabría Burgess que Richards podía haber probado su inocencia, m esa época lejana, y habría estado es pecando silenciosamente la oportunidad de ajustar cuentas Ya en casa, llenos de congoja, se pusieron a imaginar que la criada quizá había escuchado en el cuarto contiguo que Richards revelaba a su esposa la inocencia de Burgess. Luego Richards empezó a creer que había oído crujir un vestido en aquel cuarto y, finalmente, tuvo la convicción de haberlo oído. Resolvieron llamar a Sara, con un pretexto; si les había delatado al señor Burgess, se darían cuenta por su empacho. Le formularon varias preguntas, preguntas tan fortuitas e incoherentes y aparente mente carentes de sentido, que la muchacha tuvo la certeza de que los cerebros de ambos ancianos habían sido afectados por su repentina fortuna; el modo de mirar penetrante y escrutador de sus se ñores la asustó, y esto remató el asunto. Saya se sonrojó, se puso nerviosa y confusa y para los ancianos éstas fueron claras señales de culpabilidad, culpabilidad de una u otra especie terrible, y llegaron a la conclusión de que, sin duda, Sara era una espía y una traidora. Cuando volvieron a quedarse solos, comenzaron a relacionar muchas cosas inconexas, y los resultados de la combinación fueron terribles. Y, e cuando las cosas hubieron asumido el más grave cariz, Richards exhaló un repentino suspiro, y su es posa preguntó:

-¡Oh!

-¿Qué pasa?

-¿Qué pasa?

-¡La carta!

-¡La carta de Burgess! Su lenguaje, ahora me doy cuenta, era sarcástico.

Y citó una frase:… En el fondo, usted no puede respetarme, rabien ;,l' do, como sabe, ese ayunto, del que se me acusa. Y Richards añadió:

-¡Oh, todo está muy claro!

-¡Dios mío!

-¡Burgess sabe que yo sé! Ya ves la ingeniosidad de la frase.

Era una trampa… y yo caí en ella como un tonto. Y además, Mary…

-Ah… -¡Es espantoso!

-¡Sé que vas a decir…! Burgess no nos ha devuelto el sobre con la famosa frase.

-No la conserva para destruirnos. Mary, ya ha revelado nuestro secreto a algunos. Lo sé… Lo sé muy bien.

-¡Lo he visto en una docena de rostros ala salida de la iglesia!

-¡Ah! ¡Burgess no quiso contestar a nuestro saludo! -¡Él sabía qué había estado haciendo!

De noche llamaron al médico. Por la mañana se difundió la noticia de que la anciana pareja estaba enferma de cierta gravedad, postrada en cama debido ala agotadora excitación provocada por su golpe de suerte y por las repetidas felicitaciones, en opinión del médico. La ciudad estaba sinceramente acongojada, porque ahora la anciana pareja era casi lo único de lo que podía enorgullecerse.


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