Текст книги "Narrativa breve"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
,сообщить о нарушении
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Tal como era previsible, el reloj empezó a adelantar. Cada día corría más. Pasó una semana y el apuro de mi reloj anunciaba una locura febril. inequívoca. El andar de la máquina se aceleró hasta alcanzar ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Y así pasaron otra semana, y otra, y otra. Pasaron dos meses y mi reloj dejó atrás a los mejores relojes de la ciudad. Dejó atrás las fechas del almanaque y tenla un adelanto de trece días. Siguió transcurriendo el tiempo, pero el de mi reloj siempre transcurría con mayor rapidez, hasta alcanzar una celeridad vertiginosa. Aún no daba octubre su último adiós para despedirse y ya mi reloj estaba a mediados de noviembre, disfrutando de los atractivos de las primeras nevadas. Pagué anticipadamente el alquiler de la casa; pagué los vencimientos que no habían llegado a su fecha; hice mil desembolsos por el estilo, al punto de que la situación llegó a presentar caracteres alarmantes. Fue indispensable recurrir nuevamente al relojero.
Este individuo me preguntó si ya se habla hecho alguna compostura al reloj. Respondí que no, como era verdad, pues jamás había requerido intervención alguna. El relojero me miró con júbilo perverso y abrió la tapa de la máquina. De inmediato colocó delante de uno de sus ojos no sé qué instrumento diabólico de madera negra y examinó el interior de¡ excelente mecanismo.
—Resulta indispensable limpiar y aceitar la máquina —dijo el experto– La arreglaremos después. Vuelva dentro de ocho días.
Mi reloj fue aceitado y limpiado; fue arreglado.
A consecuencia de ello comenzó a marchar con lentitud, como una campana que suena a intervalos largos y regulares. No acudí a las citas, perdí trenes, me retrasé en los pagos. El reloj me decía que faltaban tres días para un vencimiento, y el documento era protestado. Llegué gradualmente a vivir en el día anterior al real, luego en la antevíspera, más tarde con una semana de atraso y finalmente en la quincena que precedía a la fecha respectiva.
Era el mío el caso de un descuidado, de un solitario que se había aislado de quienes llevaban una existencia normal, de cuya sociedad me iba distanciando poco a poco hasta quedar instalado en una zona remota del tiempo. Empecé a sentirme identificado con la momia del museo y a menudo me aproximaba a ella para comentar los últimos acontecimientos. Volví a poner mis esperanzas en la intervención de un relojero.
Este individuo desarmó la máquina puso las partes constitutivas ante mi vista y acabó por explicarme que el cilindro estaba hinchado. Pidió tres días para reducir aquel órgano fundamental a sus dimensiones normales. Una vez reparado, el reloj comenzó a indicar la hora media, pero se obstinó en no proporcionarme indicación más precisa. Al aplicar el oído creí percibir en el interior de la máquina ruidos semejantes a ronquidos y ladridos, a resoplidos y estornudos. Mis pensamientos se extraviaron de su cauce normal. ¿Qué reloj era ése que me perturbaba a tal punto? Al mediodía se superaba la crisis. Por la mañana había sobrepasado a todos los relojes del barrio: por la tarde se adormecía o divagaba en ensueños quiméricos, y todos los relojes lo dejaban atrás. Al cabo de las veinticuatro horas diarias de la revolución que sigue nuestro Maneta, un juez imparcial hubiera dicho que mi reloj se mantenía dentro de los justos límites de la verdad. Pero el tiempo medio en un reloj es como la virtud a medias en una persona. Yo acompañaba a mi reloj y me resultaban insoportables sus alteraciones cotidianas. Decidí acudir a otro relojero.
El nuevo experto dictaminó que estaba roto el espigón de escape del áncora. ¿Eso era todo? Exterioricé la infinita alegría que rebozaba de mi corazón. Debo reconocer en esta nota confidencial que, yo no sabía en absoluto qué era el espigón de escape del áncora; pero me contuve para no dejar la impresión de ignorancia ante un extraño. Se hizo la compostura. Mi desdichado reloj perdió por un lado lo que ganó por el otro. En efecto, partía al galope y se detenía súbitamente; volvía a iniciar la carrera y se paraba de nuevo, sin que le importara, esa regularidad de movimientos que constituye la principal cualidad de un reloj respetable. Siempre que daba uno de aquellos saltos percibía en el bolsillo una vibración tan intensa como si un fusil hubiese reculado al dispararse. En vano hice poner un forro de algodón en el chaleco. Era necesario adoptar medidas mucho más heroicas para aminorar efecto tan explosivo. Recurrí a otro relojero.
Este último apeló a su lente, desmontó el reloj y tomó las piezas con la pinza, como hablan hecho sus colegas. Después de la obligada pericia me informó:
—Habrá dificultades con el regulador.
Devolvió el regulador a su sitio y procedió a limpiar toda la máquina. El reloj marchaba perfectamente bien. Sólo había un detalle intrascendente, que alteraba su comportamiento: cada diez minutos, invariablemente, las agujas se adherían como las hojas de una tijera y mostraban la más decidida Intención de seguir juntas. ¿Qué filósofo, por inmensa que fuese su sabiduría, podía enterarse de la hora con un reloj de tal especie? Fue indispensable remediar los contratiempos de un estado tan desastroso.
—El cristal —me indicó la persona caracterizada por sus méritos a quien acudí en busca de auxilio—, es el cristal y nada más que el cristal. Allí está la causa de lo que Ud. atribuye a las agujas. Si éstas no pueden girar libremente, se traban. Además hay que reparar algunas rueditas… en realidad, casi todas.
El relojero demostró considerable tino, y desde entonces la máquina comenzó a funcionar con toda regularidad. ¡Dios bendiga al relojero! Pero debo' señalar un hecho muy singular: después de llevar cinco o seis horas el reloj en el bolsillo de mi chaleco, advierto inesperadamente que las agujas giran en forma vertiginosa, al punto de que ya no puedo identificarlas con exactitud. Sobre el cuadrante, sólo se veta algo así como una sutil telaraña en movimiento. En apenas seis o siete minutos el reloj cumplió la tarea que en sus congéneres normales requiere veinticuatro horas.
Con el corazón deshecho, acudí a otro experto. Mientras el relojero examinaba el mecanismo, por mi parte me dediqué a examinar al relojero. Mi atención no le iba en zaga a la suya. Al terminar la pericia, me dispuse a someterlo a un severo interrogatorio, pues no se trataba de una cuestión negligible. El reloj me costó doscientos dólares cuando lo obtuve en el establecimiento en que me lo vendieron, y ya llevaba gastados en reparaciones la suma de tres mil adicionales. Sin embargo, una circunstancia modificó mis propósitos. En aquel relojero acababa de reconocer a un viejo conocido, a uno de los miserables con los que me habla encontrado en el camino de mi calvario. No habla duda: ese individuo era más diestro en clavar remaches a una locomotora de tercera mano que en componer un reloj. El bandido procedió a su examen, tal como he dicho, y pronunció su veredicto con la certidumbre propia de los miembros del gremio:
—De esta máquina podría decirse que produce mucho vapor. Hay que dejar abierta la válvula de seguridad.
—Así que la válvula de seguridad! Eres un inútil.
Le apliqué tal golpe en la cabeza que el delincuente murió en el acto. No pude contenerme. En consecuencia debí pagar los gastos de sepelio,
Cuánta razón tenía mi tío William —que Dios lo tenga en su gloria– cuando decía que un caballo es bueno hasta que adquiere su primera maña y que un reloj deja de servir en el mismo momento en que los relojeros le hacen la primera compostura.
Me preguntabas, querido tío, qué oficio adoptan los zapateros, herreros, armeros, mecánicos y plomeros que fracasan en su elección inicial. ¿Sabes qué oficio adoptan, querido tío? Pregúntaselo a mis tres mil dólares gastados en hacer inservible un excelente reloj.
El gato de Dick Baker
Dick Baker's Cat
Uno de los camaradas que allí tuve, otra víctima de dieciocho años de penosos esfuerzos nunca recompensados y de esperanzas frustradas, era una de las almas más candidas que nunca hayan cargado pacientemente con su cruz en un agotador exilio; me refiero al serio y sencillo Dick Baker, buscador de oro en el barranco del Caballo Muerto. Tenía cuarenta y seis años, era gris como una rata, adusto, reflexivo, de cultura poco pulida, indumentaria descuidada y siempre estaba sucio de barro; pero su corazón estaba hecho de un metal más noble que todo el oro que su pala hubiera logrado sacar a la luz… más noble incluso que el mejor oro que nunca se haya podido arrancar a la tierra o acuñar.
Siempre que estaba de mala racha y un poco decaído, le daba por lamentarse de la pérdida de un gato maravilloso que había tenido en otros tiempos (porque allí donde no hay mujeres ni niños, los hombres de inclinaciones bondadosas se encariñan con alguna mascota, ya que necesitan volcar su afecto en algo). Cuando hablaba de la singular astucia de aquel gato, se veía que en su fuero interno estaba convencido de que aquel animal tenía algo de humano… o incluso de sobrenatural.
Yo le oí hablar de su gato en una ocasión. Y lo que contó fue lo siguiente:
—Caballeros, en otra época tuve un gato que respondía al nombre de Tomás Cuarzo y que, creo yo, les habría interesado… porque casi todo el mundo lo encontraba interesante. Ocho años lo tuve conmigo, y era el gato más extraordinario que he visto en mi vida. Era un gatazo gris con más sentido común que cualquier hombre de este campamento; y con tanta dignidad y poderíoque ni al mismísimo gobernador de California le hubiera permitido tomarse confianzas con él. En su vida atrapó una sola rata, no señor, no se dignaba hacer esas cosas. Nunca demostró interés por nada que no fuera la minería. Sabía más de minería, ese gato, que cualquier hombre de cuantos he conocido. No lepodías explicar nada que no supiera sobre lavaderos de oro, y en cuanto a la explotación de bolsas, bueno, era como si hubiera nacido para dedicarse a ello. Se ponía a escarbar con Jim y conmigo cuando salíamos a hacer prospecciones por los montes, y si nos alejábamos ocho kilómetros, ocho kilómetros venía trotando detrás de nosotros. Además tenía un ojo clínico para los terrenos de laboreo, era algo nunca visto. Cuando nos poníamos a trabajar, echaba una ojeada a su alrededor y, si los indicios no le daban buena espina, nos miraba como diciendo: «Bueno, ustedes sabrán disculparme», y sin una palabra más levantaba la nariz y echaba a andar hacia casa. Pero si el terreno escogido le parecía bien, se tumbaba y no rechistaba hasta que lavábamos la primera batea, y entonces se acercaba a echar un vistazo, y si había allí seis o siete pepitas de oro, se daba por satisfecho... no aspiraba a una prospección mejor que aquélla; luego se tumbaba sobre nuestros abrigos y se ponía a roncar como un barco de vapor hasta que dábamos con la bolsa; entonces se levantaba para dirigirnos. Eso sí que no le daba ninguna pereza.
»Pues bien, pasó el tiempo y llegó aquel año de la locura por el cuarzo. Todo el mundo se metió en ello; ya nadie removía la tierra de las montañas a paletadas, todo era cavar y cavar y perforar el suelo con barrenos; no quedó nadie que no abriera un pozo en lugar de escarbar en la superficie. Jim no quería saber nada del asunto, pero como también nosotrostenemos que explotar las vetas, nos pusimos a ello. Comenzamos por abrir un pozo y Tomás Cuarzo se preguntaba qué demonios hacíamos. Nuncahabía visto buscar oro de esa manera y no sabía cómo explicárselo; se podría decir que no lograba comprenderlo por más que lo intentara, aquello le superaba. Y además le fastidiaba, claro está; le fastidiaba muchísimo, y siempre parecía estar diciendo que era una condenada memez. Pero es que ese gato siempre estaba en contra de cualquier método nuevo que se pusiera de moda, nunca los soportaba. Ya sabenlo que pasa cuando uno se acostumbra a algo. Con el tiempo, Tomás Cuarzo empezó a ceder un poco, aunque sin llegar a comprender del todo a qué venía pasarse la vida excavando un pozo del que nunca se sacaba nada. Al final se decidió a bajar al pozo para tratar de aclarar el asunto. Y cuando le entraba la tristeza y se sentía un inútil, y se enfadaba y se hartaba de todo, sabiendo que cada vez debíamos más dinero y no estábamos ganando ni un céntimo, se enroscaba en un rincón sobre un saco y echaba un sueñecito. Pues bien, cuando ya habíamos llegado a dos metros y medio de profundidad, la roca se volvió tan dura que tuvimos que meterle un barreno, el primer barreno que utilizábamos desde que había nacido Tomás Cuarzo. Prendimos la mecha, salimos al exterior y nos alejamos a unos cincuenta metros, pero nos olvidamos de que habíamos dejado a Tomás Cuarzo profundamente dormido sobre un saco. Habría pasado un minuto cuando vimos salir del agujero una nubecita de humo y al poco un estallido formidable hizo saltar todo en pedazos; algo así como cuatro toneladas de piedras, tierra, humo y esquirlas volaron hasta unos dos kilómetros de distancia y, ¡Santo Dios!, justo en medio de todo aquello el pobre Tomás Cuarzo había salido despedido por los aires dando volteretas, entre bufidos y resoplidos, mientras trataba de agarrarse a algo como un poseso. Pero no le valió de nada, no señor, de nada. Durante un par de minutos y medio no volvimos a verlo; luego, de repente, comenzaron a llover piedras y escombros y Tomás Cuarzo cayó como un plomo a unos tres metros de donde estábamos. Apuesto a que en aquel momento era el animal de aspecto más desastrado que nunca se haya visto. Tenía una oreja en el cogote, la cola de punta, las pestañas chamuscadas, y estaba tiznado de polvo y de humo, todo pringado de barro de arriba abajo. En fin, como no era cuestión de pedirle disculpas, nos quedamos sin saber qué decir. Él se miró con expresión de asco y luego nos miró a nosotros, y fue tal y como si nos dijera: «Caballeros, quizá ustedescrean que es muy gracioso burlarse de un gato sin experiencia en la extracción de cuarzo, pero yo soy de una opinión muy distinta»… y a continuación dio media vuelta y se marchó a casa sin pronunciar ni una palabra más.
»Él era así. Y aunque no me crean, a partir de entonces nunca se vio un gato con tantos prejuicios contra la explotación de las minas de cuarzo como él. Con el tiempo, cuando volvió aacostumbrarse a bajar al pozo, se habrían quedado asombrados de su sagacidad. En cuanto cogíamos un barreno y la mecha empezaba a chisporrotear, nos echaba una mirada que quería decir: «Bueno, tendrán ustedes que disculparme»,y era increíble la velocidad a la que salía del pozo para trepar a un árbol. ¿Sagacidad? Lo suyo era algo más. ¡Verdadera inspiración!
—Desde luego, señor Baker, los prejuicios que tenía su gato contra las minas de cuarzo resultan asombrosos si se tiene en cuenta cómo los adquirió —comenté—. ¿Nunca logró curarlo de esos recelos?
—¡Curarlo!¡Claro que no! Cuando Tomás Cuarzo le cogía manía a algo, se la cogía para siempre... y aunque hubiéramos tratado de convencerlo tres millones de veces, no habríamos logrado quitarle sus condenados prejuicios contra las minas de cuarzo.
Una fábula
Cierta vez un artista pintó un pequeño cuadro hermosísimo y, al situarlo frente a un espejo, de tal modo que pudiera verse reflejado, se dijo: "Así se duplica la distancia y lo suaviza, siendo así dos veces más bello de lo que era antes".
El acontecimiento llegó a oídos de los animales del bosque a través del gato de la casa, tenido en gran estima entre ellos por ser tan instruido, tan refinado y civilizado, tan como cortés y educado, que podía hablarles de muchas cosas que desconocían o aclararles otras sobre las que tenían ciertas. Esta nueva información los tenía muy excitados, y se hacían preguntas a fin de poder enterarse cumplidamente de lo sucedido. Así que le preguntaron en qué consistía un cuadro, a lo que el gato contestó:
—Es una cosa plana —dijo—; extraordinariamente plana, maravillosamente plana, encantadoramente plana y elegante. ¡Y tan hermosa!
Al oírlo se vieron sobresaltados por un inusual frenesí, y aseguraron que estarían dispuestos a dar cualquier cosa del mundo a cambio de poder verla.
Luego el oso preguntó:
—¿Qué es lo que la hace tan hermosa?
—Su vista —aseguró el gato.
Esto no hizo sino avivar su admiración e incertidumbre, sintiéndose más excitados aún. Luego la vaca preguntó:
—¿Y qué es un espejo?
—Es un agujero en la pared —dijo el gato—. Se mira a través de él y allí se ve el cuadro, y éste es tan delicado, tan encantador, tan etéreo y tan sugerente en su inimaginable belleza, que la cabeza os da vueltas y casi desfallecéis de éxtasis.
El asno, que hasta ese momento había permanecido sin hablar, empezó entonces a manifestar dudas. Adujo que nunca había existido antes nada tan hermosa y que, probablemente, tampoco existía ahora. Añadió que, cuando se requería de una ristra tan larga de adjetivos para ensalzar la belleza de algo, había llegado el momento de albergar ciertas sospechas.
Es fácil imaginar el efecto que dichas objeciones surtieron sobre los animales, de modo que el gato se alejó ofendido. El asunto quedó olvidado por un par de días, pero mientras tanto la curiosidad fue tomando creciente impulso, renaciendo así un manifiesto interés. Entonces los animales imprecaron al asno por haber cuestionado sin fundamento la belleza del cuadro y, así, haberles privado de algo que, seguramente, les hubiera proporcionado placer.
El asno no se alteró y se defendió alegando que sólo existía un medio para dilucidar quién tenía razón, él o el gato: iría, pues, al lugar, miraría a través de aquel agujero y regresaría para contar lo que allí había descubierto. Apaciguados los animales, se mostraron agradecidos y le rogaron que partiese inmediato, como así hizo.
Pero diose la circunstancia de que no supo como colocarse entre el espejo y el cuadro, interponiéndose erróneamente entre ambos, de tal forma que el cuadro quedó tapado y, por tanto, no se reflejó en el espejo. A su regreso el asno dijo:
—El gato ha mentido. En el agujero no hallé otra cosa que un asno; no encontré señal visible de tal cosa visible. Se traraba de un manso y hermoso asno, pero nada más que un asno, y no otra cosa.
El elefante preguntó:
—¿Lo visteis bien y con nitidez? ¿Estuvisteis cerca de él?
—Lo vi clara y perfectamente, oh Hathi, Rey de las Bestias. Estuve tan cerca de él que llegamos a entrechocar los hocicos.
—Resulta muy extraño —apuntó el elefante—; hasta la fecha el gato siempre había dado muestras de veraz, al menos en lo que pudimos comprobar. Hagamos que pruebe otro testigo. Id, Baloo, mirad en el agujero y volved para informarnos.
Así, pues, el oso fue a ver. Cuando regresó, denunció:
—Tanto el gato como el asno han mentido; en el agujero no había sino un oso.
Mayúsculo fue el asombro y consternación entre los animales. Ahora todos se sentían ansiosos por desentrañar ellos mismos el misterio y esclarecer por fin la verdad. El elefante resolvió enviarlos de uno en uno.
Primero, la vaca. Ésta no halló en el agujero otra cosa salvo una vaca.
Tampoco el tigre encontró otra cosa que no fuese un tigre.
El león no descubrió sino otro león.
El leopardo no halló más que otro leopardo.
El camello se topó con un camello, y nada más.
Entonces Hathi se enfureció, y proclamó que averiguaría la verdad aun a costa de tener que ser el mismo quien fuera a buscarla. Al regresar, acusó a todos sus súbditos de embusteros y, sin poder contener su enojo con el gato por haberse burlado de su inocencia e inexperiencia, sentenció que nadie, salvo un necio ciego, podía ver a través del agujero otra cosa que no fuese un elefante. trampa
Moraleja, por el gato:
Podréis encontrar en un texto aquello que os propongáis si os situáis entre él y el espejo de vuestra imaginación. Puede ser que no veaís vuestras orejas, pero allí estarán.
La oración de guerra
The War Prayer
[Mark Twain escribió este texto a sabiendasde que no sería publicado en su época. "Nadie entre los muertos tiene permiso para decir la verdad", escribe, consciente de que "En América, como en otros lugares, la libertad de expresión está confinada a los "muertos". "La oración de guerra" fue escrita durante el conflicto bélico entre Estados Unidos y Filipinas (de 1899 a 1913). El 22 de marzo de 1905 Harper's Bazaar lo rechazó "por no ser adecuado para una revista femenina". Twain tenía un contrato en exclusiva con Harper & Brothers, por lo que no pudo publicar "La oración de guerra" en ninguna otra editorial. El texto se mantuvo inédito hasta 1923, cuando su representante literario, Albert Bigelow Paine, lo incluyó en el libro "Europe and Elsewhere" (Europa y otros lugares). Twain había muerto en 1910. Sus palabras, proféticas.]
Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allí abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y, balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas les vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas.
En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al Dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes. De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida recibían un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.
Llegó el domingo por la mañana. Al día siguiente los batallones partirían hacia el frente. La iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. ¡El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles.
El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!».
Después vino la oración larga. Nadie recordaba algo semejante por lo apasionado de la súplica y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En esencia, la oración pedía al Padre de todos nosotros, benigno y siempre misericordioso, que velara por nuestros nobles y jóvenes soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y ánimo en el afán de su patriótica tarea; que les bendijera y protegiera con Su poderosa mano en la batalla; que les fortaleciera y les diera confianza para que fueran invencibles en el ataque sangriento; que les ayudara a aplastar al enemigo y les concediera, tanto a ellos como a su patria y su bandera, la gloria y el honor imperecederos.
Un anciano extraño entró y con paso lento y callado avanzó por el pasillo, con los ojos clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e iba vestido con una túnica que le llegaba a los pies, llevaba la cabeza descubierta, una vaporosa cascada de cabello cano le caía sobre los hombros y tenía la cara arrugada y exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos de asombro, todos le seguían con la mirada mientras se encaminaba al altar en silencio y sin pausa, hasta que se detuvo a la par del clérigo y se quedó allí esperando de pie.
El clérigo, con los ojos cerrados, no se había percatado de la presencia del extraño y prosiguió con su oración conmovedora hasta terminar con las siguientes palabras, pronunciadas con gran fervor: «¡Bendice nuestras almas, concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y, nuestra bandera!».
El extraño le tocó el brazo y le hizo señas para que se apartara —a lo que accedió el desconcertado clérigo– y ocupó su lugar. Durante unos momentos, con ojos solemnes que emanaban una luz extraordinaria, contempló detenidamente a la audiencia embelesada. Entonces con una voz profunda dijo:
—Vengo del Trono. Soy portador de un mensaje de Dios Todopoderoso.
Las palabras golpearon a la congregación como en un seísmo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso.
—El ha escuchado la oración de Su siervo, vuestro pastor, y se concederán sus peticiones si ése es vuestro deseo después que yo, Su mensajero, os haya explicado su significado, es decir, todo su significado. Pues sucede lo que en la mayoría de las oraciones de los hombres; el que las pronuncia pide mucho más de lo que es consciente, salvo que se detenga y se ponga a meditar".
»Vuestro Siervo de Dios ha rezado su plegaria. ¿Ha reflexionado sobre lo que ha dicho? ¿Es acaso una sola oración? No; son dos —una pronunciada y la otra no—. Ambas han llegado a los oídos de Aquel que escucha todas las súplicas, tanto las anunciadas como las guardadas en silencio.
»Ponderad esto y guardadlo en la memoria. Si rezas una plegaria en tu beneficio ¡ten cuidado! no sea que sin querer invoques al mismo tiempo una maldición sobre el vecino. Si rezas una oración para que llueva sobre tu cosecha, mediante ese acto quizá estés implorando que caiga una maldición sobre la cosecha de alguno de tus vecinos que probablemente no necesite agua y resulte así dañada.
»Han escuchado la oración de Vuestro Siervo —la parte enunciada—. Yo he sido encargado por Dios para poner en palabras la otra parte, aquélla que el pastor —al igual que ustedes en sus corazones– rezaron en silencio. ¿Con ignorancia y sin reflexionar? ¡Dios asegura que así fue! Pensasteis estas palabras:
»Concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro Dios. Eso es suficiente. La oración pronunciada está íntimamente ligada a esas palabras fecundas. No han sido necesarias las explicaciones. Cuando habéis rezado por la victoria, habéis rezado por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de la victoria —debe ser así y no se puede evitar—. El espíritu atento de Dios Padre acogió también la parte no pronunciada de la oración. Me encargó que la expresara con palabras. ¡Escuchad.
»Oh Señor, Padre nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos partimos también nosotros —en espíritu– dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo.
»¡Oh Señor nuestro Dios, ayúdanos a destrozar a sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos; ayúdanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de sus patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor. ayúdanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de sus viudas inofensivas con aflicción inconsolable; ayúdanos a echarlas de sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos, hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu, agotados por las penurias, te imploramos que tengan por refugio la tumba que se les niega —por el bien de nosotros que te adoramos.
»Señor, acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su camino con sus lágrimas, tiñe la nieve blanca con la sangre de las heridas de sus pies!
»Te lo pedimos, animados por el amor, a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y amigo de todos aquellos que padecen. A Él, humildes y contritos, pedimos Su ayuda.
»Amén.
(Después de una pausa)
—Así es como lo habéis rezado. ¡Si todavía lo deseáis, hablad! El mensajero del Altísimo aguarda.
Más tarde se creyó que el hombre era un lunático porque no tenia sentido nada de lo que había dicho.
Bibliografía
AÑO
TITULO ORIGINAL
TITULO CASTELLANO
1867
The Celebrated lumping Frog of Calaveras County and Other Sketches
La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras (1940).
1869
The Innocents Abroad, or the New Pilgrims Progress; being some account of the steams hip quaker city’s pleasure excursion to Europe and the Holland; with descriptions of countries, nations, incidents and adventures, as they appeared to the author
Los inocentes en el extranjero (1945).
1871
Mark Twain’s (burlesque) Autobiography and First Romance
Autobiografia (1962).
1871
Mark Twain’s Memoranda: from the Galaxi
Memorandum de Mark Twain: desde la galaxia.
1872
Roughing it
Pasando fatigas (1948).
1872
A Curious Dream and Other Sketches
Un sueño raro (1962).
1872
Screamers: a Gathering of Scraps of Humour
Cuentos humoristicos originales de Mark Twain (1910).
1872
The Innocents at Home
Los inocentes en su país (1944).
1872
The Golden Age: a tale of today – Con Ch. Daudley Warner
La edad dorada (1935).
1874
Sketches
Relatos cortos.
1875
Sketches, New and Old
Relatos cortos nuevos y antiguos.
1876
The Adventures of Tom Sawyer
Las aventuras de Tom Sawyer (1909).
1876
Old Times on the Mississippi
Viejos tiempos en el Mississippi (1974).