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Narrativa breve
  • Текст добавлен: 6 октября 2016, 04:54

Текст книги "Narrativa breve"


Автор книги: Марк Твен



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"40 Y de las personas, dieciséis mil; y de ellas el tributo para Jehová, treinta y dos personas.

"41 Y dio Moisés el tributo, para ofrenda elevada a Jehová, al sacerdote Eleazar, como Jehová lo mandó a Moisés."

"47 de la mitad, pues, para los hijos de Israel, tomó Moisés uno de cada cincuenta, así de las personas como de los animales, y los dio a los levitas, que tenían la guarda del tabernáculo de Jehová, como Jehová lo habla mandado a Moisés."

"10 Cuando te acerques a una ciudad para combatirla, le intimidarás la paz.

"13 Luego que Jehová tu Dios la entregue en tu mano, herirás a todo varón suyo a filo de espada.

"14 Solamente las mujeres y los niños y los animales, y todo lo que haya en la ciudad, todo su botín tomarás para ti; y comerás del botín de tus enemigos, los cuales Jehová tu Dios te entregó.

"15 Así harás a todas las ciudades que estén muy lejos de ti, que no sean las ciudades de estas naciones.

"16 Pero de las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida."

La ley bíblica dice: "No mataras

La Ley de Dios, implantada en el corazón del hombre al nacer, dice: "Matarás".

El capítulo que cité les demuestra que el estatuto bíblico falla una vez más. No puede dejar de lado la ley de la naturaleza, que es más poderosa.

Según la creencia de esta gente, fue el propio Dios quien dijo: "No matarás".

Luego está claro que no se puede respetar sus propios mandamientos.

Él mató a toda esa gente: todos los hombres.

De alguna manera habían ofendido a la Deidad. Sabemos cual fue la ofensa, sin necesidad de investigarlo; es decir, sabemos que fue una tontería; alguna pequeñez a la cual nadie más que un Dios atribuiría ninguna importancia. Es más que probable que algún madianita estuviera reproduciendo la acción de un cierto Onán a quien se le habla ordenado "entrar en la mujer de su hermano" – lo que hizo; pero en lugar de consumirlo, "lo dejó caer en el suelo". El Señor dio muerte a Onán por eso, porque el Señor no podía tolerar la falta de delicadeza. El Señor dio muerte a Onán, y hasta el día de hoy el mundo cristiano no puede entender porqué se detuvo allí, en lugar de dar muerte a todos los habitantes de trescientas millas a la redonda– ya que estos eran inocentes y por lo tanto eran precisamente los que hubiera ejecutado por lo general. Porque ésa ha sido siempre Su idea del trato justo. Si hubiera tenido un lema, hubiese sido: "que no escape ningún inocente". Ustedes recuerdan lo que hizo en ¡a época del Diluvio. Había multitudes y multitudes de niños pequeños, y Él sabia que nunca le habían hecho daño alguno; pero sus parientes si, y eso era suficiente para Él: vio levantarse las aguas hasta sus labios clamorosos, vio el terror salvaje de sus ojos, vio el agónico pedido en las caras de las madres, que hubieran conmovido a cualquier corazón excepto el Suyo; pero Él quería castigar particularmente a los no culpables, y ahogó a esos pobres chiquillos.

Y recordarán ustedes que en el caso de Adán todoslos billones eran inocentes – ninguno de ellos tomó parte en el delito, pero la Deidad los considera culpables hasta ~ día de hoy. Nadie se libra, excepto reconociéndose culpable – no sirve ninguna mentira menor.

Algún madianita debe haber repetido el acto de Onán, y haber atraído el castigo sobre su pueblo. Sino fue ésa la falta que ultrajó el poder de la Deidad, ya sé lo que fue: algún madianita debe haber orinado sobre la pared. Estoy seguro de ello, porque esa es una impropiedad que la Fuente de Toda Etiqueta nunca pudo tolerar. Una persona podía orinar contra un árbol, podía orinar contra su madre, podía orinarse en los calzones, y salir bien librado, pero nunca debía orinar contra una pared

-y eso sería ir demasiado lejos. No está establecido el origen del principio divino contra ese delito; pero sabemos que el prejuicio era muy fuerte– tan fuerte que sólo una masacre en masa del pueblo que habitaba la región donde estaba la pared podía satisfacer a la Deidad.

Tomen el caso de Jeroboam. "Separaré de Jeroboam al que orine contra el muro". Y se hizo. Y no sólo el que lo hizo fue destruido sino también todos los demás.

Lo mismo con la casa de Baasa; todos fueron eliminados, parientes, amigos y todos, sin que quedara "nadie que orinara contra el muro".

En el caso de Jeroboam tienen ustedes un notable ejemplo de la costumbre de la Deidad de no limitar sus castigos al culpable; se incluye a los inocentes. Hasta la posteridad de esa infortunada casa fue barrida, "como el hombre saca el estiércol, hasta que desaparezca por completo". Esto incluye a las mujeres, las doncellas, y las niñas pequeñas. Todas inocentes, porque no podían orinar contra el muro. Nadie de ese sexo puede hacerlo. Nadie más que los miembros del otro sexo pueden realizar esa hazaña.

Un prejuicio curioso. Y todavía existe. Los padres protestantes tienen aún la Biblia a mano en sus cosas, para que los chicos estudien, y una de las primeras cosas que aprenden los niños y niñas es a ser buenos y puros y a no orinar contra el muro. Estudian esos pasajes más que ningún otro; excepto los que incitan a la masturbación. A éstos los buscan y los estudian en privado. No existe un niño protestante que no se masturbe. Ese arte es el primer conocimiento que a un niño le confiere la religión. Y también el primero que Ja religión le confiere a una niña.

La Biblia tiene esta ventaja sobre todos los otros libros que enseñan refinamiento y buenos modales: llega al niño. Llega a su mente en la edad más receptiva e impresionable; los otros tienen que esperar.

"Tendrás entre sus armas una estaca y cuando te descargaras afuera, cavarás con ella, y luego al volver cubrirás tu excremento.'

Esta regla se hizo en los viejos tiempos porque "el Señor tu Dios anda en medio de tu campamento".

Probablemente no valga la pena tratar de averiguar, con certeza, porqué fueron exterminados los madianitas. Solamente podemos estar seguros de que no fue causa grande, porque los casos de Adán, y el Diluvio, y los mancilladores de muros nos dicen eso. Un madianita pudo haber dejado su estaca en casa y causado así el problema. Sin embargo, no tiene importancia. Lo principal es el problema mismo, y la moraleja de uno u otro tipo que ofrece para instruir y elevar al cristianismo de hoy.

Dios escribió sobre las tablas de piedra: "No matarás". También: "No cometerás adulterio".

Pablo, hablando por la voz divina, aconsejó abstención a bsolutade la relación sexual. Un gran cambio desde el concepto divino de la época del incidente madianita.


Carta XI


La historia humana está enrojecida de sangre en todas las épocas, y cargada de odio, y manchada de cruel dad; pero después de los tiempos bíblicos estos rasgos no han dejado de tener límites de alguna clase. Aún la Iglesia. que se dice derramó más sangre inocente, desde el principio de su supremacía, que todas las guerras políticas juntas, observa el límite. Pero notan ustedes que cuando el Señor, Dios de Cielos y Tierra, Padre Adorado del Hombre, está en guerra, no hay límite. Él es totalmente inmisericorde – Él, a quien llaman Fuente de la Misericordia. ¡Él mata, mata, mata! A todos los hombres, a todas las bestias, todos los muchachos, todos los infantes; también a todas las mujeres y todas las niñas, excepto las que no han sido desfloradas.

No hace ninguna distinción entre el inocente y el culpable. Los infantes eran inocentes, las bestias eran inocentes, muchos de los hombres, muchas de las mujeres, muchas de las niñas eran inocentes, pero igual tuvieron que sufrir con los culpables.. Lo que el insano Padre quería era sangre e infortunio; Le era indiferente. quién los ofrecía.

El más duro de todos los castigos se administró a personas que de ninguna manera pudieron haber merecido tan horrible suerte: las 32.000 vírgenes. Se palpó sus partes privadas para asegurarse que aún poseían el himen sin romper; después de esta humillación se las echó de la tierra que fuera su hogar, para ser vendidas como esclavas; la peor de las esclavitudes y las más humillante: la esclavitud de la prostitución, la esclavitud de la cama, para excitar el deseo y satisfacerlo con sus cuerpos; esclavitud para cualquier comprador, ya fuera un caballero o un rufián sucio y basto.

Fue el Padre el que infligió este castigo inmerecido y feroz a esas vírgenes desposeídas y abandonadas, cuyos padres y parientes Él mismo había asesinado ante sus ojos. ¿Y mientras tanto ellas Lo rezaban para que las compadeciera y rescatara? Sin duda alguna.

Esas vírgenes eran ganancia de guerra, botín. Él reclamó su parte y la obtuvo. ¿Para qué Le servían las vírgenes a Él? Examinen mi historia más adelante y lo sabrán.

Sus sacerdotes también obtuvieron su parte de las vírgenes. ¿Qué uso podían hacer de las vírgenes los sacerdotes? La historia privada del confesionario católico romano puede responder esa pregunta. La mayor diversión del confesionario ha sido la seducción – en todas las épocas de la Iglesia. El padre Jacinto atestigua que de cien sacerdotes confesados por él, noventa y nueve habían usado el confesionario con eficacia para seducir a mujeres casadas y a muchachas jóvenes. Un sacerdote confesó que de novecientas niñas y mujeres a quienes habla servido como padre confesor en su época, ninguna habla conseguido escapar sus caricias excepto las viejas o las feas. La lista oficial de preguntas que un sacerdote debe hacer es capaz de sobrexitar a cualquier mujer que no sea paralítica.


No hay nada en la historia de los pueblos salvajes o civilizados que sea más completo, más inmisericordemente destructivo que la campaña del Padre de la Misericordia contra los madianitas. La historia oficial no da incidente o detalles menores, sino informaciones en masa: todaslas vírgenes, todos los hombres, todoslos infantes, todoslos seres que respiran, todaslas casas, todos las ciudades; da un amplio cuadro, que se extiende aquí y allá y acullá, hasta donde llega la vista, de ardiente ruina y tormentosa desolación; la imaginación agrega una quietud desolada, un terrible silencio – el silencio de la muerte. Pero por supuesto hubo incidentes. ¿Dónde pueden conseguirse?

De la historia fechada ayer. De la historia de los pieles rojas en Norteamérica. Ahí se copió la obra de Dios, y se lo hizo en el verdadero espíritu de Dios. En 1862 los indios de Minnesota, profundamente ofendidos y traicionados por el gobierno de los Estados Unidos, se levantaron contra los colonos blancos y los masacraron; masacraron a todos aquellos que alcanzaba su mano, sin perdonar edad ni sexo. Consideren este incidente.

Doce indios atacaron una granja a la madrugada y capturaron a la familia. Consistía del granjero y su mujer y cuatro hijas, la menor de catorce y la mayor de dieciocho. Crucificaron a los padres; es decir, los hicieron parar completamente desnudos contra la pared del livingroomy les clavaron las manos a la pared. Luego desnudaron a las hijas, las tendieron en el piso delante de sus padres, y las violaron repetidas veces. Finalmente crucificaron a las hijas en la pared opuesta a la de los padres, y les cortaron la nariz y los ceños. Además – pero no detallaré eso. Hay un límite. Hay indignidades tan atroces que la pluma no puede escribirlas. Un miembro de la pobre familia crucificada – el padre – estaba todavía vivo cuando llegaron en su auxilio dos días más tarde.

Ahora conocen un incidente de la masacre de Minnesota. Les podría dar cincuenta. Cubriría todas las diversas clases de crueldad que puede inventar el talento humano.

Y ahora ya saben, por esos signos ciertos, qué sucedió bajó la dirección personal del Padre de la Misericordia en su campaña madianita. La campaña de Minnesota fue solamente el duplicado de la campaña madianita. Nada sucedió en una, que no hubiera sucedido en la otra.

No, eso no es totalmente cierto. El indígena fue más comprensivo que el Padre de las Mercedes. No vendió a las vírgenes como esclavas para atender a la lascivia de los asesinos de su familia mientras duraran sus tristes vidas; las violó, y luego caritativamente hizo breves los sufrimientos siguientes, terminándolos con el precioso regalo de la muerte. Quemó algunas de las casas, pero no todas.

Se llevó a las bestias inocentes, pero no les arrebató la vida.

¿Se puede esperar que este mismo Dios sin conciencia, este desposeído moral se convierta en maestro de moral, de dulzura, de mansedumbre, de justicia, de pureza? Parece imposible, extravagante; pero escúchenlo. Estas son sus propias palabras:

"Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

"Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.

"Bienaventurados los mansos, por que ellos recibirán la tierra por heredad.

"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.

"Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

"Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de hijos.

"Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

"Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo."

Los labios que pronunciaron esos inmensos sarcasmos, esas hipocresías gigantescas son exactamente los mismos hombres, infantes y animales madianitas ; la destrucción masiva de casas y ciudades, el destierro masivo de las vírgenes a una esclavitud inmunda e indescriptible. Esta es la misma Persona que atrajo sobre los madianitas las diabólicas crueldades que fueron repetidas por los pieles rojas, detalle por detalle, en Minnesota, dieciocho siglos más tarde. El episodio madianita lo llenó de alegría, lo mismo que el de Minnesota, o lo hubiera evitado.

Las bienaventuranzas y los capítulos de Números y Deuteronomio citados deberían siempre ser leídos juntos desde el púlpito; entonces la congregación tendría un retrato completo del Padre Celestial. Sin embargo no he conocido un solo caso de un sacerdote que hiciera esto.

La célebre rana saltadora del Condado de Calaveras



The Frog Jumping of the County of Calaveras

Para cumplir el encargo de un amigo que me escribía desde el Este, fui a hacer una visita a ese simpático joven y viejo charlatán que es Simón Wheeler.

Fui a pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leónidas W. Smiley, y este es el resultado.

Tengo una vaga sospecha de que Leónidas W. Smiley no es más que un mito, que mi amigo nunca lo conoció, y que mencionárselo a Simón Wheeler era motivo suficiente para que él recuerde al maldito Jim Smiley, y me aburra a muerte con alguna anécdota insoportable de ese personaje de historia tan larga, cansadora y falta de interés. Si era esa la intención de mi amigo, lo logró.

Encontré a Simón Wheeler soñoliento y cómodamente instalado cerca de la chimenea, en el banco de una vieja taberna en ruinas, situada en medio del antiguo campo minero de El Angel. Observé que era gordo y calvo y que tenía en su rostro una expresión de dulce simpatía y de ingenua sencillez.

Se despertó y me saludó. Le dije que uno de mis amigos me había encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido compañero de infancia, llamado Leónidas W. Smiley, el reverendo Leónidas W. Smiley, joven ministro evangelista, que había residido algún tiempo en el campo de El Angel.

Agregué que si él podía darme informes sobre el tal Leónidas W. Smiley, yo le quedaría muy agradecido.

Simón Wheeler me llevó a un rincón, me bloqueó el paso con su silla, se sentó, y luego me envolvió con la siguiente historia monótona.

Durante el relato no sonrió una sola vez, ni arqueó una sola vez las cejas, ni cambió de entonación y hasta el final mantuvo el mismo sonsonete uniforme con el que había comenzado su primera frase. Ni una vez mostró el más ligero entusiasmo.

Pero su interminable recitado estaba recorrido por un caudal de impresionante y seria sinceridad. No me quedó la menor duda de que él no veía nada de ridículo o de divertido en esta historia. La consideraba, en realidad, como un acontecimiento importante, y juzgaba con admiración a sus dos protagonistas, como hombres inteligentes que demostraban su ingenio.

Le dejé, pues, hablar, sin interrumpirlo ni una sola vez.

El reverendo Leónidas W. Smiley. ¡Hum! El reverendo. Me acuerdo perfectamente. Había antes en este lugar un pícaro llamado Jim Smiley.

Era el invierno de 1849 o quizás en la primavera de 1850. No recuerdo con exactitud, pero lo que me hace pensar que era aproximadamente esa época, es que la gran barrera del río no estaba terminada cuando él llegó al campo.

Siempre diré que jamás se ha visto hombre más particular. Hacía apuestas sobre cualquier cosa, por cualquier cosa, siempre que encontrase con quién. Todo lo que pudiera servir de motivo de apuesta para el otro, también le servía a él. Sólo necesitaba encontrar su hombre. En ese caso, estaba satisfecho.

Si no le aceptaban su apuesta, él la intercambiaba con el adversario. Por otra parte, tenía una suerte extraordinaria y generalmente ganaba. Siempre estaba listo y dispuesto a apostar. No se podía mencionar la cosa más pequeña sin que aquel pícaro propusiera una apuesta en favor o en contra. Le daba lo mismo, como ya le dije.

Los días de carreras de caballos se lo encontraba a la salida, colorado de alegría o despojado de hasta el último centavo. Si había una pelea de perros, él apostaba; si había una pelea de gatos, apostaba; si había una riña de gallos, apostaba.

Si veía dos pájaros posados sobre una rama, apostaba a cuál volaría primero, y si había una reunión en el campo, ahí precisamente se encontraba él, apostando a que el pastor Walker era el mejor predicador del país. Y lo era en efecto, además de ser una gran persona.

Si Smiley hubiera visto una chinche con la pata alzada para ir no importa adónde, hubiera sido capaz de apostar sobre el tiempo que le tomaría el viaje, y si uno se prendía en la apuesta, habría seguido a la chinche hasta Méjico, sin inquietarse por la distancia o por el tiempo que tardaría en llegar.

Aquí hay un montón de personas que han conocido a ese Smiley y que podrían

contarle cosas sobre él. El hubiera apostado sobre cualquier cosa, sin tener preferencias de ninguna clase. Era un tipo audaz.

En cierta época, la mujer del pastor Walker estaba muy enferma. Su enfermedad duró mucho tiempo. Creían que ya no tenía salvación. Una mañana, el pastor entró y Smiley le pidió noticias. El pastor le respondió que ella estaba mejor, gracias a la infinita misericordia del Señor, y que con la bendición de la Providencia iba tan bien que seguramente mejoraría rápidamente. Smiley, sin pensar en lo que decía, hizo su apuesta: "A que está muerta, a las dos y media" —dijo.

Ese Smiley tenía una mula a la que los muchachos llamaban "la yegua del cuarto de hora". Eso no era más que una broma, porque, seguramente ella tardaba menos que un cuarto de hora en hacer su camino, y por lo común, él ganaba dinero con esta bestia aunque fuese tan lenta y aunque siempre tuviese ataques de asma, fatiga y otras cosas parecidas.

Le podían dar de dos a trescientos metros de ventaja; igual se la alcanzaba pronto. Pero al final de la carrera, se animaba increíblemente, y se ponía a trotar y a galopar, impulsando sus patas hacia todas partes, por el aire o sobre las barreras, levantando una polvareda tremenda, y haciendo un ruido terrible con su tos, y siempre llegaba primera, exactamente por una cabeza.

Tenía también un bulldog pequeño, que parecía no valer ni dos centavos, por su aspecto vulgar y poco agresivo, tanto que al apostar contra él uno temía quedar como un ladrón. Pero cuando el dinero estaba apostado, se convertía en otro perro.

Su mandíbula inferior comenzaba a resaltar como la torre de un barco a vapor, y se descubrían sus dientes, brillantes como una hoguera. Otro perro podía correrlo, provocarlo, morderlo, arrojarlo sobre su espalda

dos o tres veces. Andrés Jackson – este era su apodo– se dejaba hacer, siempre con el aspecto de un perro al que le parece totalmente natural lo que le hacen.

Se doblaban las apuestas, se triplicaban, contra él, hasta que no hubiese más dinero que apostar; entonces, de repente, atrapaba con fuerza al otro perro exactamente en las articulaciones de las patas traseras, sin hincar demasiado los dientes, lo suficiente para cuidar su presa, y mantenerse así tanto tiempo que si no se arrojaba la esponja, hubiera seguido un año.

Smiley había ganado siempre con este animal, hasta el día en que encontró un perro que no tenía patas traseras porque se las había cortado una sierra circular. Cuando In pelea se había prolongado bastante y ya se habían vaciado todos los bolsillos, al ir Andrés Jackson a morder su pedazo favorito, se dio cuenta de que se habían burlado de él, y que el otro perro lo tenía a su merced, por así decir.

Se lo vio sorprendido, avergonzado y acobardado; no hizo ni un solo esfuerzo, y desde ese instante, el otro lo sacudió con rudeza. Dirigió una mirada a Smiley, que parecía decirle que su corazón estaba sufriendo y que era su culpa, la de Smiley, el haber traído un perro que no tenía patas traseras que él pudiera morder, porque eso era lo que se acostumbraba en una pelea.

Acto seguido dio algunos pasos rengueando, se acostó y murió. Era un buen perro este Andrés Jackson. Sería famoso si viviera. Porque tenía madera y genio. Lo aseguro, aunque las circunstancias lo hayan traicionado. Sería absurdo no reconocer que para luchar de esta manera, un perro debe tener un talento especial. Siempre me pongo triste cuando pienso en su último torneo y en la forma en que acabó.

Pues bien, aquel Smiley tenía fox—terriers, gallos de pelea y toda clase de animales, hasta el punto de no contar con ningún instante de descanso. Así, cuando alguien quería encontrar no importa qué cosa, para apostar en su contra, siempre estaba dispuesto.

Un día atrapó una rana, la llevó a su casa y dijo que iba a educarla. Durante tres meses no hizo nada más que tenerla en su corral y enseñarle a saltar, y apuesto lo que quiera que le enseñó.

No tenía más que darle un pequeño empujón por detrás, e inmediatamente se veía a la rana girando por el aire como una espiral que diese una vuelta, o dos si había tomado gran impulso, y volver a caer sobre sus patas con la destreza de un gato.

Le había enseñado también el arte de atrapar las moscas, y tan pacientemente la había adiestrado sobre el tema, que localizaba una mosca sobre la pared a una distancia mayor de la que podía verla.

Smiley decía que todo lo que le hacía

falta a una rana era educación, y que educándola, se podía hacer de ella casi lo que se quisiera, y yo creo que tenía razón.

Fíjese, yo lo vi colocar a Daniel Webster sobre el piso —Daniel Webster, era el nombre de la rana– y preguntarle: "¿Las moscas, Dan¡, las moscas?". Y antes de que usted pudiera hacer un guiño, ella daba un salto, y engullía una mosca aquí, sobre el mostrador, volvía a saltar al suelo como una pelota de barro, y se rascaba después la cabeza con una de las patas traseras, con una actitud tan indiferente que parecía que no tuviese la menor idea de lo que había hecho, como si creyese que cualquier otra rana podía hacerlo.

jamás han visto una rana tan modesta y leal, tan adiestrada como esa. Y cuando se trataba de saltar sobre un terreno liso, lo hacía en cualquier momento con toda facilidad, y atravesaba más espacio de un salto que ningún otro animal de su especie.

El salto en largo era su especialidad. En esos casos, Smiley apuntaba todo su dinero, apostando por ella, mientras tuviese una moneda. Estaba bárbaramente orgulloso de su rana, y tenía derecho a estarlo. Si hasta personas que habían viajado y estado en todas partes, decían que ella vencería a todas las ranas que habían visto.

Muy bien. Smiley guardaba su rana en una pequeña jaula, y a veces la llevaba con él a la ciudad, para hacer apuestas. Un día, cierto individuo, extraño en nuestro campo, lo encontró con su jaulita y le dijo: "¿Qué diablos lleva ahí dentro?"

Smiley, con expresión indiferente, le respondió: "Podría ser un loro, o un canario, pero no, es exactamente una rana".

El otro la tomó, la miró atentamente, la volvió a mirar en todos sentidos, y luego dijo: "Es verdad. ¿Y qué es lo que sabe hacer?"

"Yo le aseguro —dijo Smiley con gesto de desinterés y aire despreocupado– que sabe hacer una cosa. Puede vencer saltando a cualquier rana de Calaveras".

El individuo volvió a tomar la jaula, la examinó de nuevo durante largo rato, atentamente, y se la dio a Smiley diciendo con decisión: "Después de todo, no veo en esta rana nada que sea mejor que en cualquier otra rana".

"Es posible —respondió Smiley—. Tal vez usted entiende de ranas, y tal vez usted no entiende. Quizás usted tenga experiencia, y quizás no sea más que un aficionado. En cualquier caso, yo tengo mi opinión, y apuesto cuarenta dólares a que esta rana salta una distancia mayor que ninguna otra rana de Calaveras".

El otro pensó un minuto, y luego dijo, con cierta pena: "Mire, en este lugar no soy más que un forastero, no tengo rana. Si tuviera una, apostaría".

"Muy bien —dijo Smiley—; si quiere cuidar mi jaula por un instante, yo le buscaré una".

El individuo tomó la jaulita, puso sus cuarenta dólares junto a los de Smiley y se sentó a esperar que este regresara.

Allí estuvo un buen tiempo, pensando y pensando. Luego, sacó la rana de la jaula, le abrió la boca todo lo que pudo, y tomó una cuchara de té. Y acto seguido se dedicó a llenar la rana con pequeños trozos de plomo, llenándola hasta el mentón; luego, la colocó sobre el suelo, delicadamente.

Durante ese tiempo, Smiley, que había ido a la charca, chapoteaba en el barro. Al fin, atrapó una rana, la llevó y se la dio al individuo, diciendo: "Ahora, si ya está listo, póngala al lado de Daniel, con las patas de adelante al nivel de las de Daniel, y yo daré la señal".

Entonces dijo: "Uno, dos, tres, ¡a sal tar!". Y Smiley y el individuo tocaron cada uno a su rana por detrás la nueva rana saltó con viveza; Daniel, hizo un esfuerzo y se encogió de hombros de este modo —como un francés—, pero fue en vano.

No podía moverse, estaba clavada en tierra tan sólidamente como una iglesia. No podía avanzar, como si estuviese anclada. Smiley estaba terriblemente sorprendido, y hasta enojado, pero no podía sospechar lo que pasaba. ¡Seguro que no!

El individuo tomó el dinero y se fue. Pero cuando llegó al umbral de la puerta, hizo chasquear su pulgar, por encima del hombro, de esta manera, con aspecto insolente, y dijo con soberbia: "No veo en esta rana nada mejor que en otra rana cualquiera".

Smiley quedó un buen rato, rascándose la cabeza, con los ojos clavados en Daniel. Al fin, se dijo: "No comprendo por qué esta

rana no quiso saltar. ¿No le pasará algo? Se la ve más hinchada que nunca".

Tomó a Daniel por la piel del cuello, y la levantó, exclamando: "¡Que me lleve el diablo si no pesa cinco libras!"

Puso la rana cabeza abajo, y Daniel escupió un puñado doble de plomo. Entonces, Smiley comprendió todo. Se volvió loco de rabia, y dejando a la rana, corrió tras el individuo, pero no pudo alcanzarlo. Y…

En este momento, Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio y salió para ver quién era. Al salir, giró hacia mí y me dijo: "Quédese ahí, forastero, y no se preocupe, que no tardo ni un segundo".

Pero yo pensaba, y supongo que estarán de acuerdo conmigo, que la historia del ingenioso vagabundo Jim Smiley seguramente no me daría muchos datos respecto del reverendo Leónidas W. Smiley. Así que me fui.

En la puerta encontré al amable Wheeler que volvía. Me tomó por un botón del saco, y comenzó una nueva historia:

—Sí, ese Smiley tenía una vaca amarilla, que era tuerta, y que no tenía cola, o casi no la tenía, nada más que un pequeño rabo del largo de una banana, y…

Pero yo no tenía ni tiempo ni ganas para oír la continuación de la historia de la simpática vaca, y me despedí.

Los M cWilliams y el timbre de alarma



The M cWilliams and the Burglar Alarm

La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy oportunidad de desahogarse. Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:

—No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando estábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pensaba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya podíamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche olemos a humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa. Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un aposento con una cesta llena de cacharros de latón que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.

—Amigo —le dije—, no se permite fumar en esta habitación.

Confesó que era forastero y que no podíamos esperar que conociese las normas de la casa, añadiendo que había estado en muchas por lo menos tan buenas como aquella y que nunca hasta entonces se le había hecho la menor objeción en ese sentido. En toda una larga experiencia, puntualizó, en ningún sitio se pensó jamás que tales normas obligasen a los ladrones.


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