Текст книги "Narrativa breve"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
,сообщить о нарушении
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Yo repuse:
—Pues nada, siga fumando, si esa es la costumbre; creo, no obstante, que conceder a un ladrón el privilegio que se niega a un obispo constituye una clara demostración de la relajación de los tiempos en que vivimos. Pero dejando eso a un lado, ¿con qué derecho entra usted en esta casa, furtiva y clandestinamente, sin hacer sonar la alarma contra los ladrones?
Pareció confuso y avergonzado, y con visible embarazo declaró:
—Le pido mil perdones. No sabía que tuviesen ustedes una alarma contra ladrones, pues de haberlo sabido la habría hecho sonar. Le suplico que no lo comente donde puedan oírlo mis padres, porque están viejos y delicados, y tan imperdonable infracción de los convencionalismos consagrados por nuestra civilización cristiana podría cortar con demasiada brusquedad el frágil puente que pende en las tinieblas entre el presente pálido y evanescente y las grandes profundidades solemnes de la eternidad. ¿Le importaría darme una cerilla?
—Sus sentimientos le honran —contesté—, pero si me permite decirlo, la metáfora no es su fuerte. Déjese de la pierna: estas cerillas sólo se encienden con la caja, y aun así no siempre, si puede darse crédito a mi experiencia. Pero volviendo al asunto: ¿cómo ha entrado usted aquí?
—Por una ventana del segundo piso.
Así había sido, en efecto. Procedí a rescatar los cacharros según las tarifas de las casas de compra-venta, descontando los gastos de publicidad, di las buenas noches al ladrón, cerré la ventana tras él y fui a presentar mi informe ante el cuartel general. A la mañana siguiente mandamos aviso al de las alarmas contra ladrones, vino y nos explicó que la razón de que la alarma no se hubiera disparado era que sólo la primera planta de la casa estaba conectada a la misma. Era lo que se dice una idiotez: en una batalla, tanto da no llevar armadura en absoluto como llevarla sólo para las piernas. Así pues, el técnico conectó a la alarma todo el segundo piso, nos sacó trescientos dólares más y se fue con viento fresco. Al cabo de cierto tiempo sorprendí una noche a un ladrón en el tercer piso cuando se disponía a bajar por una escala de mano con un lote de efectos variados. Mi primer impulso fue el de partirle la cabeza con un taco de billar; pero el segundo fue el de abstenerme de tal designio, ya que el hombre se encontraba entre la taquera y yo. El segundo impulso era sin duda alguna el más sensato, de modo que me contuve y procedí a la consabida transacción. Recuperé los efectos a la misma tarifa que la vez anterior, descontando el diez por ciento en concepto de uso de la escalera de mano, que era mía, y al día siguiente mandé llamar otra vez al experto, el cual conectó a la alarma el tercer piso a cambio de otros trescientos dólares.
Para entonces el «avisador» alcanzaba ya dimensiones impresionantes. Tenía cuarenta y siete rótulos con los nombres de las diversas dependencias y chimeneas, y ocupaba el espacio de un armario ropero corriente. El timbre era del tamaño de una palangana y había sido instalado sobre la cabecera de nuestro lecho. Un alambre iba desde la casa al alojamiento del cochero en la caballeriza, y junto a su almohada tenía otro timbre de padre y muy señor mío.
Era para que nos hubiésemos encontrado ya a nuestras anchas, y sin embargo, había un pero. Todas las mañanas, a las cinco, la cocinera abría la puerta de la cocina en cumplimiento de sus obligaciones, ¡y para qué contar la que se armaba! La primera vez que sucedió tal cosa pensé que había llegado el juicio final. No lo pensé dentro de la cama, sino fuera, y es que el primer efecto de ese timbre apocalíptico es el de proyectarle a uno a través de la casa y estamparlo contra la pared, y dejarlo allí enroscado y retorciéndose como una araña cuando cae en la tapa de la estufa, hasta que llega alguien y cierra la puerta de la cocina. Con toda sinceridad, no hay estruendo que pueda compararse ni remotamente a la horrísona estridencia de ese timbre. Pues bien, semejante catástrofe acontecía regularmente todas las mañanas a las cinco en punto, haciéndonos perder tres horas de sueño; porque le voy a decir a usted, si ese artilugio le despierta a uno no se limita a despabilarlo a medias; lo despabila del todo, en cuerpo y alma, y ya está listo para dieciocho horas de vigilia integral: dieciocho horas en el más inconcebible desvelo que haya experimentado en su vida. Cierto visitante se nos murió una vez en casa, y lo pusimos para velarlo aquella noche en nuestro dormitorio. ¿Cree usted que el difunto esperó al juicio final? No, señor; se incorporó a las cinco de la mañana siguiente del modo más simple y automático. Yo sabía de antemano lo que iba a pasar; lo sabía a ciencia cierta. Cobró su seguro de vida y siguió viviendo tan campante, ya que había sobradas pruebas del absoluto rigor científico de su fallecimiento.
Así las cosas, íbamos languideciendo poco a poco camino del reino que nos está destinado, debido a nuestra diaria merma de horas de sueño; hasta que al fin llamamos otra vez al técnico, que conectó un alambre en el lado exterior de la puerta e instaló un interruptor; sólo que Thomas, el mayordomo, solía incurrir en un pequeño error: desconectaba la alarma por la noche al irse a acostar y volvía a conectarla por la mañana al rayar el día, a tiempo precisamente para que la cocinera abriese la puerta de la cocina y diese lugar a que el timbre nos proyectara a través de la casa, rompiendo a veces tal cual ventana con alguno de nosotros. Al cabo de una semana llegamos a la conclusión de que aquel lío del interruptor era un embeleco y una trampa. Descubrimos también que una banda de ladrones llevaba alojada en la casa no sé cuánto tiempo, no precisamente para robar, pues a la sazón no quedaba ya gran cosa que llevarse, sino para esconderse de la policía, porque andaban muy acosados, y sagazmente consideraron que los inspectores jamás imaginarían que una cuadrilla de ladrones habíase acogido al santuario de una casa notoriamente protegida por el dispositivo de alarma contra los ladrones más impresionante y complicado de todo el continente americano.
Avisamos una vez más al técnico, que en esta ocasión nos sorprendió con una idea deslumbrante: arregló el aparato de suerte que al abrirse la puerta de la cocina quedase cortada la alarma. Era una idea de alto copete, y nos la hizo pagar en consonancia. Pero ya habrá previsto usted el resultado. Yo conectaba la alarma todas las noches a la hora de acostarnos, perdida la confianza en la frágil memoria de Thomas; y en cuanto se apagaban las luces entraban los ladrones por la puerta de la cocina, desconectando de este modo la alarma sin necesidad de esperar a que la cocinera lo hiciese por la mañana. Comprenderá usted lo delicado de nuestra situación. En muchos meses no pudimos tener huéspedes. No había en la casa ni una sola cama libre, ya que todas estaban ocupadas por los ladrones.
Al fin hallé por mi cuenta una solución. El experto, acudiendo a nuestra llamada, tendió otro alambre subterráneo hasta la caballeriza, e instaló allí un interruptor, de forma que el cochero pudiera conectar y desconectar la alarma. La cosa dio resultado al principio, y siguió una era de paz durante la cual nos fue posible volver a invitar a nuestros amigos y gozar de la vida.
Pero al poco tiempo el recalcitrante dispositivo de alarma nos salió con una veleidad inédita. Cierta noche de invierno nos vimos arrojados de la cama por la música subitánea del pavoroso timbrecito, y cuando corrimos a trompicones hasta el tablero indicador, encendimos la luz de gas y vimos la indicación «Cuarto de los niños», la señora McWilliams cayó como muerta, y a mí estuvo en un tris de pasarme lo mismo. Eché mano a mi escopeta y aguardé al cochero mientras proseguía el horrible estruendo. Supuse que su timbre lo habría lanzado también a él de la cama y que saldría con su escopeta nada más vestirse. Cuando estimé que había transcurrido un tiempo suficiente entré sigiloso en el cuarto contiguo al de los niños, miré por la ventana y vi abajo en el patio la sombra borrosa del cochero, el arma al brazo y al acecho de una oportunidad. Pasé entonces al cuarto de los niños, disparé, y en el mismo instante lo hizo también el cochero apuntando al fogonazo de mi escopeta. Los dos acertamos; yo lisié a una niñera, y él me arrancó todo el pelo del cogote. Encendimos la luz y telefoneamos a un cirujano. No había ni rastro de ladrones ni ventana alguna levantada. Faltaba
un cristal, pero era aquel por donde había pasado el tiro del cochero.
He aquí un insólito misterio: una alarma contra ladrones «disparándose» a medianoche por su propia cuenta ¡sin que hubiese un solo ladrón en las inmediaciones!
El técnico acudió a nuestra llamada de costumbre y explicó que se trataba de una «falsa alarma». Dijo que era muy fácil de arreglar. De modo que repasó la ventana del cuarto de los niños, nos exigió por ello una cifra remunerativa, y se marchó.
Lo que sufrimos a causa de las falsas alarmas durante los tres años siguientes no hay pluma estilográfica capaz de describirlo. En los tres meses que siguieron no sé cuántas veces tuve que salir corriendo con mi escopeta a la habitación indicada, y el cochero acudía presuroso con su artillería para ayudarme. Pero nunca tuvimos oportunidad de disparar contra nada; todas las ventanas estaban perfectamente cerradas. Al día siguiente mandábamos llamar al técnico, quien arreglaba las ventanas culpables de la falsa alarma para que nos dejaran tranquilos una semana o así y jamás olvidaba mandarnos una factura que rezaba más o menos:
Alambre $2,15
Tubo de unión 0,75
Dos horas de trabajo 1,50
Cera 0,47
Cinta aislante 0,34
Tornillos 0,15
Carga de batería 0,98
Tres horas de trabajo 2,25
Cuerda 0,02
Grasa 0,66
Crema Pond's 1,25
Muelles a 0,50 2,00
Desplazamientos en ferrocarril 7,25
$19,77
A la larga ocurrió lo que tenía que ocurrir —después de haber respondido a tres o cuatrocientas falsas alarmas—, a saber: dejamos de hacerles caso. Sí, yo me limitaba a levantarme tranquilamente, una vez que el timbre me había lanzado de un lado a otro de la casa, inspeccionaba tranquilamente el avisador, tomaba nota de la habitación indicada y luego desconectaba tranquilamente del sistema esa habitación. A continuación volvía ala cama como si nada hubiera ocurrido. Y no era esto todo; dejaba desconectada la habitación permanentemente y no llamaba al técnico. Pues bien, huelga decir que pasado algún tiempo todas las habitaciones quedaron desconectadas y el sistema dejó de funcionar.
Fue en esta época de indefensión cuando ocurrió la peor calamidad de todas. ¡Los ladrones entraron una noche y se llevaron la alarma! Sí señor, hasta la última tuerca. La arrancaron con clavos y todo; arramblaron con muelles, campanas, gongs, batería… Se llevaron 250 kilómetros de alambre de cobre; la dejaron completamente limpia, y ni siquiera quedó un solo tornillo al que pudiéramos maldecir para desahogarnos.
Nos costó Dios y ayuda recuperarla, pero al fin lo conseguimos, a base de dinero. La compañía de timbres de alarma nos dijo que lo que ahora debíamos hacer era instalarla bien, con sus nuevos muelles patentados en las ventanas para evitar falsas alarmas y su nuevo reloj patentado para desconectarla y conectarla por la mañana y por la noche sin ayuda humana. Parecía una buena idea. Prometieron que todo quedaría instalado en diez días. Pusieron manos a la obra, y nosotros nos marchamos de veraneo. Trabajaron un par de días, y luego también ellos se fueron de veraneo. A continuación los ladrones se instalaron en casa para pasar allí sus propias vacaciones.
Cuando regresamos en el otoño, la casa estaba tan vacía como un barril de cerveza en una habitación donde hayan estado trabajando los pintores. Volvimos a amueblarla, y luego mandamos llamar urgentemente al técnico. Este terminó la instalación y dijo:
—Este reloj está preparado para conectar la alarma todas las noches a las diez y para desconectarla todas las mañanas a las seis menos cuarto. Todo lo que tienen que hacer es darle cuerda una vez a la semana y olvidarse de que existe. El sólito se encargará de la alarma.
Después de aquello disfrutamos de tres meses de absoluta tranquilidad. La cuenta fue de echarse las manos a la cabeza, como es natural, y yo había dicho que no la pagaría hasta quedar convencido de que la nueva maquinaria no tenía el menor fallo. El plazo estipulado era de tres meses.
Así pues, pagué la factura, y al día siguiente, ni más ni menos, la alarma empezó a zumbar a las diez de la mañana como diez mil enjambres de abejas. Giré las agujas doce horas, de acuerdo con las instrucciones, y esto desconectó la alarma; pero hubo un segundo sobresalto por la noche, de modo que tuve que adelantar el reloj otras doce horas para que la alarma quedara conectada de nuevo.
Este desatino se prolongó una o dos semanas, hasta que vino el técnico e instaló un nuevo reloj. En los tres años siguientes volvió cada tres meses para instalar un nuevo reloj. Pero ninguno de ellos dio resultado. Todos tenían el mismo diabólico defecto: conectaban la alarma durante el día, y nola conectaban durante la noche; y si la conectaba uno mismo, ellos se encargaban de desconectarla en el momento en que volvía uno la espalda.
Bueno, esta es la historia de la alarma contra ladrones, todo tal y como ocurrió, sin suprimir un solo detalle ni añadirlo con intenciones maliciosas. Sí señor. Y después de dormir nueve años con ladrones, después de tener todo ese tiempo una dispendiosa alarma —para su protección, no para la mía—, y todo ello a mis expensas, pues no había manera de hacer aportar a los cacos un mísero centavo, dije sencillamente a la señora McWilliams que estaba hasta la coronilla de aquel asunto; así pues, con pleno consentimiento de ella, hice desmontar todo aquel aparato y lo cambié por un perro, al que luego pegué un tiro. No sé lo que opinará usted acerca de la cuestión, señor Twain; pero yo opino que esos chismes se fabrican únicamente para beneficio de los cacos. Sí señor, una alarma contra los ladrones combina en su ser todo lo que de reprobable tienen un incendio, un motín y un harén, y al mismo tiempo carece de ninguna de las ventajas compensatorias, de la índole que fuere, que normalmente acompañan a semejante combinación. Adiós: yo me apeo aquí.
Disco de muerte [6]
Death Disk
I
El texto para esta historia es un incidente conmovedor mencionado por CARLYLE en Cartas de y Discursos de Oliver Cromwell.
M. T.
Eran los tiempos de Oliver Cromwell. El coronel Mayfair, a sus treinta años, era el oficial más jóven entre las filas del ejército de la Mancomunidad Británica [7]. Pese a su juventud, ya era un soldado veterano, y curtido en la lucha, pues desde la temprana edad de los diecisiete llevaba enrolado en el ejército; tras batirse en un sinfín de batallas, se había ganado los galones así como la admiración de hombres por el valor demostrado en el campo de batalla. Pero ahora se enfrentaba ante un grave problema; una sombra se cernía sobre su fortuna.
La triste noche de invierno había cerrado. El coronel y su joven esposa habían agotado en una larga conversación el tema de sus preocupaciones y esperaban los acontecimientos. Sabían que esta espera no sería larga; lo sabían demasiado… y este pensamiento hacía temblar a la pobre mujer.
Tenían una criatura de siete años, Abigail. Dentro de breves instantes iba a aparecer para darles las buenas noches y ofrecer su frente cándida al beso de despedida. El coronel dijo a su mujer:
—Enjuga tus lágrimas, querida, y en atención a ella tratemos de parecer felices. Olvidemos por un momento la desgracia que va a herirnos.
—Tienes razón. Aceptemos nuestro destino; soportémoslo con valor y resignación.
—Chist. Ahí está Abby.
Una preciosa niñita de ensortijados cabellos, vestida con un largo camisón se deslizó por la puerta y corrió hacia el coronel; se apelotonó contra su pecho, y lo besó una vez, dos veces, tres veces.
—Pero ¡papá!… no debes besarme así. Me enredas todo el pelo.
—¡Oh! ¡Lo siento mucho, mucho! ¿Me perdonas querida?
—Naturalmente papá. ¿Pero te pesa verdaderamente lo que has hecho? ¿Pero te pesa de veras, no en broma?
—Eso lo puedes ver tú misma Abby.
Y se cubrió el rostro con las manos, fingiendo estar llorando. La niña llena de remordimientos al ver que era causante de un pesar tan profundo, rompió a llorar y quiso apartar las manos de su padre, diciendo:
—¡Oh, papá! ¡No llores, no llores así! Yo no he querido hacerte sufrir! no volveré a hacerlo!
Y al separar las manos de su padre, descubrió inmediatamente sus ojos risueños y exclamó:
—¡Oh, papá malo! No llorabas; te estabas burlando de mí. Ahora me voy con mamá.
Y hacía esfuerzos para bajarse de las rodillas del padre; pero éste la estrechaba entre sus brazos.
—No querida; quédate conmigo. He sido malo, lo reconozco y no lo haré nunca más. Tus lágrimas están secas ahora, y ni uno solo de tus rizos, está deshecho; sólo falta que me digas qué es lo que quiere.
Un instante después la alegría había reaparecido y brillaba en el rostro de la niña. Acariciando las mejillas de su padre, Abby eligió el castigo.
—¡Un cuento! ¡Un cuento!
—¡Chist!
Los padres callaron por un momento, y, reteniendo la respiración, aplicaron el oído.
Se oía un rumor vago de pasos entre dos ráfagas del vendaval. Las pisadas aproximándose cada vez más a la casa, pasaron por delante de ésta, y se alejaron. El coronel y su esposa exhalaron un suspiro de alivio y el padre dijo a la niña:
—¿Un cuento es lo que quieres? ¿Alegre o triste?
—Papá —dijo Abby—, no hay que contarme siempre cuentos alegres. La niñera me ha dicho que no todo son rosas en la vida; que hay también en ella momentos tristes, muy tristes. ¿Es cierto eso?
La madre suspiró y esa reflexión de su hija no hizo sino reavivar su pena. El padre respondió con dulzura:
—Es cierto, hija mía. Pesares nunca faltan; eso es un fastidio pero es así.
—¡Oh, papá! Entonces, cuéntame un cuento terrible, uno que nos haga temblar y creer que nos está sucediendo a nosotros mismos.
—Bueno. Había una vez tres coroneles…
—¡Oh, qué bueno! Yo sé muy bien lo que es un coronel, porque, tú eres un coronel, papá.
—. ..y, en una batalla habían cometido un acto grave de indisciplina. Se les había mandado que simulasen el ataque de una fuerte posición del enemigo, pero con la orden terminante de que no se comprometiesen. Ese ataque no tenía más objeto que distraer al enemigo, atraerlo hacia otro sitio y facilitar así la retirada de las tropas de la República. Pero, llevados por su entusiasmo, los tres coroneles se excedieron en su misión, porque cambiaron ese simulacro de ataque en un verdadero asalto; conquistaron la plaza y ganaron el honor de la jornada y la batalla. El General en Jefe, furioso por esta desobediencia, los felicitó por la hazaña y los mandó después a Londres para que los juzgasen.
—¿Es el Gran General Cromwell, papá?
—Sí.
—¡Oh, papá! Yo lo he visto; y, cuando pasa por delante de casa, tan grande sobre su caballo tan hermoso a la cabeza de sus soldados, es tan… tan… no sé cómo decir que es.
—Los coroneles prisioneros llegaron a Londres; se les dejó en libertad bajo palabra de honor y se les permitió que fuesen a ver a sus familias por última…
—¿Quién anda ahí afuera?
Los padres aplicaron el oído… Otra vez los pasos, que, como un momento antes, sonaron delante de la casa y se alejaron. La madre apoyó su cabeza en el hombro de su marido para disimular su palidez.
—Llegaron esta mañana.
La niña abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Entonces papá, es un cuento cierto?
—Sí, hija mía.
—¡Oh, qué suerte! Así es mucho más interesante. Sigue, papá. ¡Cómo mamá! ¿Estás llorando?
—No es nada, hija mía…
—Pero no llores mamá. Ya verás que todo acabará bien; todos los cuentos acaban siempre bien.
—Al principio los llevaron a la Torre, antes de permitirles que fueran a sus casas. En la Torre, el Consejo de Guerra estuvo juzgándolos durante una hora, los declaró culpables y los condenó a ser fusilados.
—¿Los conoces tú papá?
—Sí, hija mía.
—¡Oh! ¡Cómo querría conocerlos yo también! A mí me gustan los coroneles. ¿Crees tú que me permitirían que los besara?
La voz del coronel temblaba un poco cuando respondió:
—Uno de ellos te lo permitiría, con seguridad, querida mía. Vaya, bésame a mí por él.
—Ahí está, papá… y estos otros dos besos son para los otros dos coroneles. Sigue, papá…
—Todo el mundo estaba muy triste, todos sentían mucha pena en ese consejo de guerra; de modo que fueron a buscar al General en Jefe, aseguraron que habían cumplido con su "deber", y le pidieron gracia para dos de los coroneles, para que sólo uno de ellos fuese fusilado. Pero el General en Jefe acogió muy mal esta proposición:
—"Si ustedes han cumplido su deber —les dijo—; si han obrado de acuerdo con su conciencia, ¿por qué tratan ahora de influir en mi decisión, en menoscabo de mi honor de General?"
Entonces ellos le respondieron que lo que le proponían lo harían ellos mismos si estuvieran en su lugar y tuvieran, como él, en sus manos, la noble prerrogativa de la clemencia. Este argumento lo impresionó; se contuvo y meditó un momento. Su rostro parecía entonces menos sombrío. Después les pidió que esperasen y se retiró a su casa. Volvió luego, diciendo: "Que echen suertes para decidir la cuestión; dos de ellos serán indultados".
—¿Y echaron suertes, papá?
—No; no echaron suertes. Se negaron a hacerlo, porque consideraron que el que perdiese se habría condenado a sí mismo a muerte voluntariamente, y eso sería un suicidio, fuese como fuese. Al comunicar esta respuesta, agregaron que estaban preparados, que se podía dar cumplimiento a la sentencia.
—¿Y eso qué quiere decir, papá?
—Que… los tres iban a ser fusilados… ¡Silencio! ¿Qué es lo que oigo?… ¿Será?… No… son pasos.
—Abran… En nombre del General en Jefe.
—¡Oh! ¡Qué bueno, papá! ¡Son soldados! ¡Me gustan tanto los soldados! Déjame que vaya a abrirles la puerta yo misma.
La niña bajó rápidamente, corrió a la puerta y la abrió, diciendo alborozada:
—¡Entren, entren! Aquí están, papá. Los conozco bien a los granaderos.
Los hombres entraron, se alinearon presentando las armas, y el oficial que los mandaba saludó. El coronel correspondió al saludo, con la cabeza alta. Su esposa, al lado de él, pálida y con las facciones trastornadas, se esforzaba por dominar su dolor, que ninguna señal exterior dejaba adivinar. La niña contemplaba la escena con grandes ojos sorprendidos…
Un prolongado y silencioso abrazo del padre, de la madre, de la hija… Eso fue todo. Después se oyó la orden:
—¡A la Torre! ¡Media vuelta, marchen!
Entonces el coronel, rodeado por los granaderos, salió de la casa con paso firme y nervioso. La puerta se cerró tras él.
—¡Oh, mamá! ¡Qué bien ha concluido el cuento! Bien te lo había dicho yo; y ahora se van a la Torre, y papá verá a los coroneles, y…
—¡Ah! ¡Ven a mis brazos, pobre inocente criatura!…
II
Al día siguiente, la madre, quebrantada por la emoción, no pudo levantarse; los médicos y enfermeras que rodeaban su lecho, cuchicheaban de tiempo en tiempo, bajando la voz todo lo posible. Se prohibió a Abby el acceso a la habitación, explicándosele que su madre estaba enferma; la mandaron a la puerta de la calle para que se entretuviese. Arropada en sus abrigos de invierno, la niña salió y estuvo un rato jugando en la acera; pero, enseguida, al pensar en su madre, se dijo que no estaría bien hecho dejar que su padre ignorase lo que estaba pasando en la casa. Había que ir a la Torre y darle noticias de lo que ocurría. ¿Por qué no iría ella misma?
Una hora más tarde, el Consejo de Guerra volvía a reunirse en presencia del General en Jefe. Este estaba tieso y hosco, con las manos crispadas sobre la mesa; e hizo ademán de que se podía hablar. El relator dijo entonces:
—Les hemos rogado empeñosamente que reflexionen; hemos insistido en esto a todo trance, pero ellos no ceden. No quieren absolutamente echar suertes. Prefieren morir.
La fisonomía del Protector se obscureció, pero sus labios no se movieron. Después de un momento de meditación, habló:
—No morirán los tres. La suerte se encargará de decidir por ellos.
Los presentes sintieron una impresión de alivio al oír estas palabras.
—Háganles entrar: que se coloquen uno al lado del otro con la cara contra la pared y las manos a la espalda. Y avísenme cuando estén listos.
Al quedarse solo, el Protector se sentó, y momentos después dio una orden a uno de los guardias: "Haga entrar aquí a la primera criatura que pase por la calle".
El hombre volvió enseguida, trayendo de la mano a… Abby cuyas ropas estaban ligeramente cubiertas de nieve. La niña se acercó resueltamente al Lord Protector, ese personaje formidable cuyo solo nombre hacía temblar las ciudades y a los grandes de la tierra, y, sin vacilar, se trepó sobre sus rodillas, y le dijo:
—Yo lo conozco a usted, señor; usted es el General en Jefe. Lo he visto cuando pasaba por delante de mi casa. Todo el mundo tiene miedo de usted, pero yo no, porque usted no parecía enfadado cuando me miró. ¿Se acuerda?
Una sonrisa se dibujó sobre las facciones severas del Protector, que trató de salir diestramente del paso respondiendo:
—Sí, querida… Es muy posible… pero…
La niña le interrumpió con un reproche:
—Dígame francamente que se ha olvidado. Sin embargo, yo me acuerdo siempre.
—Bueno, sí. Pero te prometo que no te volveré a olvidar, queridita; te doy mi palabra de honor. Me perdonarás por esta vez ¿no es cierto? Pídeme lo que quieras.
—Sí, le perdono. Pero no sé cómo ha podido olvidar usted todo eso; debe usted tener muy poca memoria; yo también, a veces, no tengo memoria.
En ese momento se oyó un ruido cada vez más cercano, como el paso de una partida de soldados en marcha.
—¡Soldados, soldados! Yo quiero verlos!
—Los verás, hija mía; pero espera un momento, tengo que pedirte una cosa.
Entró un oficial, que saludó y dijo:
—Grandeza, allí están.
Volvió a saludar y se retiró.
El Lord Protector dio entonces a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo. Este último iba a condenar a muerte al coronel que lo recibiera.
—¡Oh! ¡Qué bonito es éste, el ro…! ¿Son para mí?
—No, hija mía; son para otras personas. Alza la punta de esa cortina, y verás detrás una puerta abierta. Entra por ella y encontrarás tres hombres en línea, de cara contra la pared y con las manos a la espalda. Esas manos están abiertas, para recibir estos discos; pon uno de estos discos en cada una de ellas. Después, vuelve aquí.
Abby desapareció detrás de la cortina, y el Protector se quedó solo. Con expresión satisfecha se dijo entonces a sí mismo: "En mi alma y conciencia, esta buena idea acaba de serme inspirada por Ese que no niega nunca su apoyo a los que acuden a El en los casos difíciles".
La niña dejó caer la cortina detrás de ella y se detuvo un momento a contemplar la escena del Tribunal: miró atentamente a los soldados y a los prisioneros.
—¡Pero aquí hay uno que es papá! —Exclamó—. Lo conozco aunque esté de espaldas. A él le daré el disco más bonito.
Se adelantó con paso resuelto, puso los discos en las manos abiertas, y después, mirando a su padre por debajo del brazo de éste, le gritó con voz radiante de alegría:
—¡Papá, papá! ¡Mira, pues, lo que te he dado! ¡Yo soy quien te lo ha dado!
El coronel miró el disco fatal, y, cayendo de rodillas, estrechó a su inocente verdugo contra su corazón, loco de dolor y de amor…
Los soldados, los oficiales y los prisioneros ya libres, todos se quedaron paralizados ante la intensidad de esta tragedia; la terrible escena les partía el corazón, y sus ojos se llenaron de lágrimas… Lloraron sin falsa vergüenza. Reinaba un silencio profundo y solemne; el oficial de guardia se levantó visiblemente conmovido, y, tocando el hombro al sentenciado, le dijo con dulzura:
—Mi misión es muy penosa, señor, pero mi deber exige…
—¿Exige qué? —Preguntó la niña.
—Exige que me lo lleve. Lo siento mucho.
—¿Que se lo lleve adónde?
—A… a… a otra parte de la fortaleza.
—¡Oh, no! ¡Eso no puede ser, porque mamá está muy enferma y papá tiene que ir ahora a casa!
Abby se precipitó hacia su padre y le tomó las manos:
—Vamos, papá. Vamos, yo estoy ya preparada.
—Mi pobre hija, no puedo… Tengo que seguirlos…
La niña echó a su alrededor una mirada de sorpresa. Después fue a plantarse delante del oficial, y, asentando el pie en el suelo con indignación, le dijo:
—Le repito que mamá está enferma.
—¡Ah, pobrecita!… Bien quisiera hacerlo, pero tengo que llevármelo. ¡Atención, guardias! ¡Presenten armas!
Abby había desaparecido veloz como un relámpago. Un instante después volvía, trayendo al General en Jefe de la mano. Ante este dramático espectáculo, todos se estremecieron; los oficiales saludaron en tanto que los soldados presentaban sus armas.
—Dígales que lo dejen. Mamá está enferma y papá tiene que ir a verla. Yo se lo he dicho, pero a mí no quieren hacerme caso. Y van a llevárselo.
El General se había quedado inmóvil, paralizado.
—¿Tu papá, hija mía? ¿Es ése tu papá?
—¡Es cierto! ¡Siempre ha sido mi papá! ¡Por eso le he dado a él el disco más bonito, el disco rojo! ¿Se lo iba a dar acaso a otro? ¡Ah, no!
Una expresión dolorosa contrajo las facciones del Protector, que exclamó:
—¡Dios me favorezca! El espíritu del mal acaba de hacerme cometer el crimen más horrible de que un hombre puede ser culpable… Y no tiene remedio… no tiene remedio… ¿Qué hacer?
Abby gemía y lloraba ya de impaciencia:
—Lo único que tiene que hacer es dejar que papá se vaya. —Y sollozando agregó:
—Ordéneles que lo dejen. Me ha dicho usted que podía pedirle cualquier cosa, y ahora que le pido esto me lo niega.
Un relámpago de ternura iluminó el semblante duro y seco del General, que puso una mano sobre la cabeza de su pequeño tirano, diciendo:
—¡Alabado sea Dios por esa promesa fortuita que hice!… Y, después de El, tú también, criatura incomparable, que acabas de recordarme mi compromiso. Oficial, hay que obedecer a esta niña. Sus órdenes son mías. El coronel queda indultado. Póngalo en libertad.
Una historia de fantasmas
A Ghost Story
Fui a una gran habitación, lejos de Broadway, de un gran y viejo edificio cuyos departamentos superiores habían estado vacíos por años, hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primer noche que subí a mis cuartos, me pareció estar a tientas entre las tumbas e invadiendo la privacidad de los muertos. Por primera vez en mi vida, me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se encuentra con un fantasma.