Текст книги "Narrativa breve"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
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Así la llamó siempre Barclay hasta el día de su muerte; y lo dijo en público también.
-Sí; y lo aborrecieron por eso.
-Oh… Desde luego. Pero no le importó. Creo que fue el hombre más odiado de la ciudad, si exceptuamos al reverendo Burgess.
Bueno, Burgess se lo merece. Aquí no tiene nada que hacer. Esta ciudad, por pequeña que sea, piensa. Edward -¿no te parece extraño que el desconocido haya designado a Burgess para entregar el dinero?
-Sí. Extraño Es decir , es decir…
-¿Es decir qué?
-¿Lo habrías elegido tú?
-Mary, quizá el forastero conozca a Burgess mejor que nosotros.
-¡Este asunto le hace un buen servicios! El marido se quedó perplejo buscando una réplica; la esposa lo miró fijamente, esperando. Por fin, Richards dijo, con la vacilación de quien hace una declaración que va a suscitar dudas:
-Mary, Burgess no es un hombre malo.
-Su esposa se sintió sorprendida.
-¡Tonterías! exclamó.
Burgess no es un hombre malo. Lo sé. Toda su impopularidad viene de un solo hecho… que causó mucho alboroto.
-¡Un solo hecho!
-¡Como si ese hecho no fuese suficiente! Suficiente, suficiente. Sólo que no era culpa suya.
-¡Qué ocurrencia!
-¿Que no fue culpa suya?
-¿Cómo lo sabes?
-Mary, te doy mi palabra… es inocente.
-No puedo creerlo, no te creo.
-¿Cómo lo sabes?
-Es una confesión. Me avergüenza hacerla, pero la liaré. Soy el único hombre que conocía su inocencia. Pude haberle salvado y… y… y… bueno, ya sabes que excitada estaba la ciudad. No tuve la valentía de hacerlo. Todos se habrían vuelto contra mí. Me sentí despreciable, tan despreciable… Pero no me atreví. No tuve la valentía necesaria para hacerlo.
Mary parecía turbada y calló durante un rato. Luego dijo, tartamudeando:
-Yo…, yo no creo que te hubiese convenido decir que… que… No se debe… desafiar a la opinión pública… Hay que estar muy atentos… muy…
El camino era difícil y la señora Richards se atrancó, pero al poco rato reanudo el recorrido.
-Fue una lástima, pero… No podíamos permitirnos eso, Edward… Es verdad que no podíamos.
-¡Oh, yo no te habría dejado hacerlo de ninguna manera!
-habríamos perdido la buena opinión de tanta gente, Mary… Y además… y además…
-Lo que me preocupa ahora es saber qué piensa él de nosotros, Edward.
-¿Él? Él no sospecha ni siquiera que yo habría podido salvarlo.
-¡Ah! exclamó la esposa con tono de alivio.
-¡Cuánto me alegra! Mientras no sepa que pudiste salvarlo, él… él… Bueno, eso está mucho mejor. Debí imaginar que Burgess no sabía nada, porque siempre se muestra muy cordial con nosotros por el apoyo que le dimos. La gente me lo ha reprochado más de una vez. Los Wilson, los Wilcox y los Harkness sienten un mezquino placer al decir: Vuestro amigo Burgess, porque salen que eso me irrita. Preferiría que Burgess no insistiese en su simpatía por nosotros. No sé por qué insiste.
-Puedo explicártelo. Se trata de otra confesión. Cuando el asunto aún estaba fresco y la ciudad quería liberarse de él, la conciencia me afligía tanto que no pude soportarlo y fui a verlo a escondidas y le conté todo. Por este motivo él se marchó de la ciudad hasta que pudo volver sin correr peligro.
-¡Edward!
-Si la gente supiera…
-¡No digas eso! Aún me asusta pensarlo. Me arrepentí apenas lo hice; y no te he dicho nada por miedo de que alguien me pudiera traicionar. Esa noche no pude dormir de lo preocupado que estaba. Pero a los pocos días me di cuenta de que nadie sospechaba de mí, y entonces me alegré de haberlo hecho. Y cada día estoy más contento, Mary… cada día más contento.
-También yo ahora, porque habría sido espantoso que le hicieran eso a Burgess.
-Sí. Me alegro. Porque se lo debías. Pero… -¿y si se descubriera algún día, Edward?
-No se descubrir.
-¿Por qué?
-Porque todos creen que fue Goodson.
-¡Naturalmente!
En efecto. Y desde luego a Goodson no le importaba. Convencieron al pobre viejo Sawlsberry para que le echara la culpa, y fue con aire fanfarrón y lo hizo. Goodson lo miró de arriba abajo, como si buscara en él el lado más despreciable, y le dijo:
-¿De modo que es usted el Comité de Investigación?…
-¿no?» Sawlsberry dijo que él era eso, poco más o menos. Hum.
-Necesitan detalles o supone usted que bastará con una respuesta de carácter genético. «-Si necesitan detalles, volveré, señor Goodson; choro basta que me dé una respuesta genérica «Perfectamente. Entonces dígales que se vayan al infierno. Creo que eso es bastante genérico. Y le daré un consejo, Sawlsberry; cuando venga en busca de detalles, traiga una cesta para echar lo que quede de usted.». Eso era muy típico de Goodson. Tiene todas sus características. Sólo tenía un motivo de vanidad: creía poder dar un consejo mejor que cualquiera otra persona.
Eso liquidó el asunto y nos salvó, Mary. Ya no se ha vuelto a tocar el tema.
Bendito sea… No dudo de eso.
Luego los Richards volvieron a abordar el misterio del talego con acentuado interés. Pronto la conversación comenzó a sufrir interrupciones, intervalos causados por abstraídos pensamientos. Los intervalos se volvieron cada vez más frecuentes. Por fin Richards se perdió totalmente en sus meditaciones. Se quedó sentado, contemplando el piso con aire vago y, poco a poco, empezó a subrayar sus cavilaciones con pequeños movimientos nerviosos de las manos, que parecían revelar irritación. Mientras tanto, su esposa había vuelto a sumirse también en caviloso silencio y sus movimientos estaban empezando a revelar un turbado desconsuelo. Finalmente Richards se puso de pie y empezó a pasearse sin sentido por el aposento, pasándose los dedos por entre el cabello como un símbolo que acaba de sufrir una pesadilla. Entonces pareció que había tomado una decisión; y, sin decir una palabra, se puso el sombrero y salió rápidamente de casa. Su esposa se quedó sentada, cavilando, el rostro contraído, y no pareció ad venir que estaba sola. De vez en cuando murmuraba: «No nos empujes a la tent.., pero… pero… -¡somos tan pobres!… No nos empujes a…
-¡Oh!
-¿A quién le causaría daño eso? Y nadie lo sabría jamás… No nos empujes Su voz se apagó en murmullos. A1 poco rato levantó los ojos y murmuró con aire a medias asustado y a medias contento:
-¡Se ha ido! Pero querido… Quizá es demasiado tarde demasiado tarde Quizá no Quizá hay tiempo aún..
-Se levantó y se quedó pensando… enlazando y desenlazando las manos. Un leve temblor estremeció su cuerpo, y dijo con la garganta reseca:
-Que Dios me perdone… Es horrible pensar en estas cosas, pero… -¡Dios mío! -¡Qué raros somos! -¡Qué raros somos!
Atenuó la luz, se deslizó furtivamente hacia el talego y se arrodilló junto a él y tanteó sus acanalados costados con las manos y los acarició afectuosamente; y en sus viejos ojos brilló una luz de avaricia. Tuvo instantes en los que no recordaba nada y emergió de ellos para murmurar:
-¿Si, al menos, hubiéramos esperado! -¡-Si hubiéramos esperado un poco, sin tanta prisa!»Mientras tanto Cox bahía vuelto a su casa y contado a su esposa el extraño suceso; ambos lo habían discutido con vehemencia y estaban de acuerdo en que el difunto Goodson era el único hombre de la ciudad capaz. de ayudar a un forastero en apuros con la bonita cantidad de veinte dólares. Luego hubo una pausa y los dos se quedaron pensativos y sumidos en silencio. Y, a intervalos, se mostraban nerviosos e inquietos. Finalmente la esposa dijo, como para sí:
-Nadie conoce este secreto fuera de los Richards… y de nosotros… Nadie.
El marido salió de su ensimismamiento con leve sobresalto y contempló con aire meditativo a su mujer, cuyo rastro se había vuelto muy pálido. Luego se levantó titubeando y miró furtivamente su sombrero y después a su esposa …, una suerte de muda interrogante. La señora Cox tragó saliva un par de veces, la mano sobre la garganta y, en vez de hablar, hizo un gesto de asentimiento. Un momento después, se quedó sola y murmurando para sí.
Ahora Richards y Cox recorrían presurosamente las calles desiertas, desde direcciones opuestas. Se encontraron, jadeantes, al pie de la escalera de la imprenta: allí, bajo el resplandor de la luz artificial, se leyeron mutuamente sus rostros. Cox murmuró: Nadie sabe esto fuera de nosotros?
La susurrada respuesta fue:
-¡Ni un alma…, palabra! -¡Ni un alma!
-Si no es demasiado tarde para…
Ambos empezaron a subir por la escalera; en ese momento les alcanzó un chico, y Cox le preguntó:
-¿Eres tú, Johnny?
-Sí, señor.
-No hace falto que envíes el correo de la mañana… ni ningún correo. Espera mis órdenes. El correo ha sido despachado ya, señor.
-¿Despachado? En esta palabra se percibía una indeleble decepción.
-Sí, señor. El horario para Brixton y las otras ciudades ha cambiado hoy, señor…, y he tenido que enviar el correo veinte minutos antes de lo habitual. Tuve que darme mucha prisa; si hubiera tardado dos minutos…
Los dos hombres se volvieron y se alejaron lentamente, sin esperar el resto. Ninguno habló durante diez minutos; luego Cox dijo con tono irritado:
-No comprendo por qué se apresuro usted tanto, Richards.
La respuesta fue bastante humilde:
-Me doy cuenta ahora, pero no sé por qué no me la di hasta que fue demasiado tarde. La próxima vez,
-¡Al diablo con la próxima vez! No volverá a presentarse en mil años.
Los amigos se separaron sin darse las buenas noches y se dirigieron a sus casas con arrastrado andar de hombres mortalmente heridos. Al llegar a sus hogares, sus esposas se levantaron de un salto con un ansioso: ¿Y qué?» Luego leyeron la respuesta en los ojos de sus maridos y se desplomaron sobre sus sillones, sin esperar a que se lo dijeran. En ambas casos siguió una discusión acalorada, algo nuevo; en otras ocasiones se había discutido, pero sin acaloramiento, sin malas palabras. Esa noche las discusiones parecían plagios la una de la otra. La señora Richards dijo:
-Si hubieses esperado un poco, Edward…; si lo hubieses pensado. Pero no… Tuviste que ir corriendo al periódico y divulgarlo por todas partes.
El papel decía que debía publicarse.
Eso no significa nada. También decía que podía hacerse una investigación privada, si lo preferías.
-¿Es verdad o no?
-Sí, es verdad. Pero, cuando pensé en el revuelo que se produciría y en el honor que significaba pura Hadleyburg que un forastero depositase tanta confianza en ella…
-Oh, sí, sé todo eso, pero, si lo hubieras pensado un poco, te habrías dado cuenta de que no podías encontrar al hombre, porque está en la tumba y no dejó ni parientes, ni hijos ni perros; y, visto que a fin de cuentas el dinero iría a parar a manos de alguien que tenía muchas necesidades y que no perjudicaría a nadie, y…
La señora Richards se echó a llorar. Su marido, buscando algo que pudiera consolarla, le dijo:
-Después de todo, Mary, quizá sea mejor así.
-¡Vete a saber! Quizá todo estaba predestinado…
-¡Predestinado! Oh… Todo está predestinado cuando una persona se da cuenta de que ha sido estúpida.
-Sí, estaba también predestinado que el dinero viniera a nuestras manos de esta forma especial y tú decidieras entrometerte en los planes de la Providencia… Quién te dio derecho a hacerlo? Algo malvado, eso es todo… Fue, simplemente, un engreimiento blasfemo que no le cuadraba ya a un modesto y humilde profesor de…
-Pero, Mary… Tú sabes qué educación nos han dado, como a todos los demás; ha llegado a ser en nosotros una segunda naturaleza el no pararnos ni un momento a pensar cuando hay que hacer algo honrado…
-Oh, ya !o se, ya lo sé… Ha sido un sempiterno adiestramiento, adiestramiento, más adiestramiento en materia de honradez…, de honradez escudada, desde la propia cuna, contra las tentaciones posibles y, por lo tanto, honradez artificial y débil como el agua al llegar la tentación, según hemos visto esta noche. Dios sabe que nunca tuve sombras de una viuda sobre mi petrificada e indestructible honradez hasta ahora; y ahora, bajo el impulso de la primera grande y auténtica tentación, Edward, yo…, yo, Edward, creo que la honradez de esta ciudad está tan podrida como la mía, tan podrida como la tuya. Se trata de una ciudad mezquina, cruel, avara, sin más virtud que esta honradez tan célebre y de que tanto se enorgullece. Por eso, Dios me ayude, creo que, si llega un día en que la honradez se ve sometida a una gran tentación, su fama se desplomará como un castillo de naipes. Ahora que me confieso me siento mejor: me he engañado y lo he hecho siempre sin darme cuenta. Que ningún hombre vuelva a llamarme honrada; no quiero serlo. Yo… Bueno, Mary…, yo pienso poco más o menos como tía. -¡Además, me parece tan raro, tan absurdo! Yo nunca lo habría creído… Nunca.
Siguió un largo silencio; ambos estaban sumidos -¡en sus pensamientos. Finalmente la esposa levantóla vista y dijo:
-Sé en qué estás pensando, Edward.
Richards tenía un aire turbado de hombre atrapado.
-Me avergüenza confesarlo, Mary, pero ¿qué más da, Edward. Yo estaba pensando en lo mismo.
-Estoy seguro. Dime.
Estabas pensando en qué bueno sería si alguien pudiese adivinar cuál, fue la indicación que le hizo Goodson al desconocido.
-Pues es verdad. Me siento culpable y avergonzado.
-¿Y tú?
-Se me ha pasado ya. Preparémonos un jergón aquí; tenemos que montar la guardia hasta que se abra por la mañana el banco pira poder entregar el talego…
-¡Oh, querido, querido!
-Si no hubiésemos cometido ese error!
Prepararon el jergón y Mary dijo:
-¿Cuál podrá ser el «sésamo, ábrete..? Me pregunto cuál podrá ser la indicación… Pero, ahora, vamos acostarnos.
-¿Y a dormir?
-No. A pensar.
-Sí. A pensar.
A estas alturas los Cox habían terminado ya su discusión y se habían reconciliado y se estaban dedicando a… a pensar, a pensar y a agitarse y a desasosegarse y a cavilar inquietos sobre la indicación que podía haberle hecho Goodson al necesitado forastero, esa indicación de oro, la indicación que valía cuarenta mil dólares efectivos.
La razón de que la oficina telegráfica del pueblo permaneciese abierta más tarde que de costumbre era que el encargado de la imprenta en que se hacía el periódico de Cox era el representante local de la "Associated Press". Podría decirse que era su corresponsal honorario, ya que no lograba ni cuatro veces al año enviar treinta palabras aceptables. Pero esta vez las cosas fueron distintas. Su despacho comunicando el coso obtuvo una respuesta inmediata:
«MANDE TODO… CON TODO DETALLE… MIL DOSCIENTAS PALABRAS»
-¡Una orden colosal! El encargado le dio cumplimiento y fue el hombre mas orgulloso del Estado. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el nombre de Hadleyhurg, la incorruptible, estaba en labios de toda la gente de los Estados Unidos, desde Montreal hasta el Golfo de México, desde los ventisqueros de Alaska hasta los bosquecillos de naranjos de Florida: millones y millones de personas discutían el caso del forastero y su talego de oro y se preguntaban si aparecería el hombre buscado y confiaban en conocer pronto…, inmediatamente, nuevas noticias sobre el particular.
II
La ciudad de Hadleyburg se despertó célebre, asombrada, feliz, orgullosa. Indescriptiblemente orgullosa. Sus diecinueve ciudadanos más importantes, acompañados de sus esposas, empezaron a estrechar manos, sonrientes, radiantes, felicitándose mutuamente y diciendo que este asunto añadía una nueva palabra al diccionario Hadleyburg sinónimo de incorruptible que estaba destinada a vivir en los diccionarios eternamente. Y los ciudadanos más humildes, los más modestos y sus esposas caminaban por la ciudad y se comportaban de manera muy parecida. Todos corrían al banco a ver el talego de oro, y, antes del mediodía, desde Brixton y las ciudades vecinas, comenzó allegar una multitud triste y envidiosa. Y esa tarde y al día siguiente comenzaron a llegar de todas partes reporteros para comprobar la existencia del talego y su historia y reescribir el asunto.
E hicieron arbitrarias descripciones del talego y de la casa de Richards y del banco y de la iglesia presbiteriana y de la iglesia baptista y de la plaza pública y del ayuntamiento, donde se realizaría la prueba y se entregaría el dinero, e hicieron detestables retratos de los Richards y del banquero Pinkerton y de Cox y del administrador y del reverendo Burgess y del cartero…, y hasta de Jack Halliday, el vagabundo, el simpático holgazán, cazador y pescador furtivo, amigo de los niños y de los perros extraviados. El pequeño Pinkerton, zalamero y de estúpida sonrisa, mostraba el talego a los recién llegados y se frotaba complacido las suaves palmas de las manos y se explayaba sobre la hermosa y antigua reputación de honradez de la ciudad y sobre la maravillosa confirmación de la misma, y manifestaba su creencia de que el ejemplo se difundiría ahora por toda la geografía del mundo norteamericano y habría hecho época en la historia de la regeneración moral de la humanidad. Y así sucesivamente.
A1 cabo de una semana todo había vuelto a sus aguas. La salvaje embriaguez de orgullo y de alegría se había calmado y se había ido convirtiendo en una alegría tranquila, dulce, complaciente, silenciosa, una especie de honda, innominada e inenarrable satisfacción. En todos los rostros estaba impresa una apacible y santa felicidad.
Luego se produjo una transformación. Fue una transformación gradual, tan gradual que apenas se percibió al principio, casi nadie se dio cuenta, salvo Jack Halliday, que se daba cuento de todo y siempre se reía de todo, fuese lo que fuese. Jack empezó por hacer observaciones sarcásticas, diciendo que el aire de la gente no era tan feliz como un par de días antes; luego afirmó que el nuevo talante se iba convirtiendo en positiva tristeza; después que se volvía enfermizo y, finalmente, que todos estaban tan cavilosos, pensativos y distraídos, que habría podido robarles hasta el último centavo de los bolsillos sin turbar sus sueños.
Llegas a este punto poco más o menos los jefes de familia de las diecinueve casas más impar.
A la hora de ir a la cama generalmente con un suspiro dejaban escapar esta reflexión:
-¡Ah! -¿Cuál habrá sido la indicación que hizo Goodson?
E inmediatamente con un escalofrío llegaban estas palabras de la esposa del cabeza de familia:
-¡Oh, no digas eso!
-¿Qué cosas horribles estás rumiando? ¡Quítatelas de la cabeza, por amor de Dios!
Pero aquellos hombres volvían a formular la pregunta la noche siguiente… y obtenían la misma respuesta, aunque más débil.
Y, al llegar la tercera noche, de nuevo se repetía la pregunta, con angustia y aire distraído. Esta vez y la noche siguiente las mujeres hacían un nervioso y débil movimiento de protesta y trataban de decir algo. Pero no lo decían.
Y a la noche siguiente reencontraban su voz y respondían con anhelo:
-¡Ah, si pudiéramos adivinarla!
Los comentarios de Halliday se volvían cada día más despectivos y desagradables. Se paseaba sin cesar, riéndose de la ciudad ya como algo individual, ya en su conjunto. Pero aquella risa era la única que quedaba en Hadleyburg, y caía en medio de un espacio vacío y desierto. No se veían nada más que caras largas. Halliday llevaba por todas partes una cigarrera montada sobre un trípode, simulando que se trataba de una cámara fotográfica y detenía a los paseantes y les enfocaba y decía:
-¡Atención! Muestren una cara agradable, por favor.
Pero ni siquiera esta broma podía sorprender a los melancólicos rostros y suavizarlos.
Así transcurrieron tres semanas, ya sólo faltaba una. Era la noche del sábado, después de la cena.
En vez del habitual ajetreo y agitación y bullicio y la alegría y la gente de compras propios de los sábados por la noche, las calles estaban desiertas y desoladas. Richards y su vieja esposa estaban sentados en su salón, enfrascados en lúgubres pensamientos Ésta era la costumbre de todas los noches. La vieja costumbre de leer, tejer o charlar apaciblemente o recibir o hacer visitas a los vecinos batía desaparecido, olvidada desde hacía muchísimo tiempo… hacía dos o tres serranas. Ahora nadie conversaba, nadie leía, nadie hacía visitas. Todos se quedaban sentados en sus casas, suspirando, inquietos, silenciosos, intentando averiguar esa Famosa frase.
El cartero dejó una carta. Richards miró con indiferencia la letra del cobre v el sello, ambos desconocidos, y tiró la carta .sobre la mesa y reanudó sus conjeturas y sus irremediables y tristes congojas en el punto donde las dejara. Dos o tres horas después su esposa se levantó con aire cansado y se disponía .1 marcharse a la cama sin darle las buenas noches cosa normal ahora, pero se detuvo cerca de la carta y la miró durante unos instantes con apagado interés; luego la abrió y comenzó a recorrerla rápidamente con los ojos. Richards, que esta sentado con la silla echada hacia atrás contra la pared y el mentón entre las rodillas, ovó caer algo. Era su esposa. Se abalanzó sobre ella pura levantarla, pero la señora Richards exclamó:
-¡Déjame en paz! Me siento demasiado feliz. Lee la carta… ¡Léela!
La leyó. La devoró con los ojos, mientras su cerebro trepidaba. La carta provenía do un Estado lejano y decía:
Usted no me conoce, pero es lo mismo; necesito decirlo albo. Acabo de volver de Méjico y me he enterado de ese episodio. Desde luego usted no sabe quién hizo esa indicación, pero yo soy la única persona viva que lo sabe. Fue Goodson. Le conocí muy bien hace muchos años. Pasé por la ciudad de Hadleyburg esa misma noche y fui su huésped hasta la llegada del tren de medianoche. Le oí hacerle esa indicación al forastero en la oscuridad, en Hale Alley. El y yo conversamos sobre el asunto durante el trayecto a su casa y luego fumando un puro. Goodson mencionó u machos de ustedes, en el transcurso de la conversación, refiriéndose a la mayoría en forma muy poco lisonjera, pero habló de dos o tres favorablemente, entre ellos de usted. Digo favorablemente y nada más. Recuerdo haberle oído decir que no le gustaba en realidad ninguno de sus convecinos, ni uno solo, pero que usted creo que dijo usted, estoy casi seguro le había hecho un gran favor en cierta ocasión, posiblemente sin saber su verdadero valor y me dijo que, si hubiese tenido un patrimonio, se lo habría dejado a usted al morir y una maldición a cada tino de sus conciudadanos. Pues bien: si fue usted quien le hizo ese favor; es usted su legítimo heredero y fierre derecho al talego de oro. Sé que puedo confiar en su honor y en su honradez, porque en un ciudadano de Hadleyburg tales virtudes constituyen un patrimonio que no falta. Por esto, le revelaré esa frase, coca el convencimiento de que, si no fuera usted la persona buscada, usted la buscará y la encontrará y cuidará de que la deuda de gratitud del pobre Goodson por el favor mencionado sea pagada.
La frase es la siguiente: «USTED DISTA MUCHO DE SER UN HOMBRE MALO: VÁYASE Y REFÓRMESE»
HOWARD L. STEPHENSON
-¡Oh, Edward! -El dinero m nuestro y me siento tan contenta, tan contenta!… -¡Bésame, querido!
-¡Hace tanto tiempo que no nos ciamos un beso!… Y necesitamos tanto el dinero… y ahora estás libre de Pinkerton y de su banco; ya no somos esclavos de nadie… Me parece que sería capaz de volar de alegría.
La pareja pasó media hora feliz sobre el canapé, acariciándose: habían vuelto los días de antaño, los días que empezaron con su noviazgo y que duraron sin interrupción hasta que el forastero trajera su mortífero oro. Al poco rato la esposa dijo:
-¡Oh, Edward!…
-¡Qué suerte tuvimos de que le hicieras aquel gran favor al pobre Goodson! Goodson nunca me gustó, pero ahora siento afecto por él. Y fue muy hermoso el que nunca mencionaras el asunto ni te jactaras de haber hecho tal favor.
Luego, en tono de reproche, la señora Richards agregó:
-Pero debiste habérmelo dicho, Edward… Debiste habérselo dicho a tu esposa.
-Bueno… Yo… Como comprenderás, Mary…
-Ahora déjate de tartamudear y cuéntame eso, Edward. Siempre te quise y ahora estoy orgullosa de ti. Todos creen que sólo hubo un alma generosa en esta ciudad, y ahora resulta que tía… -¿Por qué no me lo cuentas, Edward?
-Este… Pero…
-¡No puedo, Mary!
-¿No puedes?
-¿Por qué no puedes?
-Te diré… Él… él… Bueno… El caso es que me obligó a prometer que no lo contaría.
La mujer de Richards lo miró de arriba abajo y dijo con mucha lentitud:
-Te… lo hizo… prometer?
-¿Por qué me dices eso, Edward?
-Crees que yo sería capaz de mentirte, Mary?
Turbada, se quedó en silencio durante un rato, luego puso su mano en la de su marido y dijo:
-No… No. En tu vida has dicho una mentira, pero ahora que los cimientos de las cosas parecen estar desmoronándose bajo nuestros pies, nosotros… nosotros…
Por un momento la señora Richards se quedó sin voz y luego dijo desfalleciendo:
-No nos dejes caer en la tentación… Creo que has hecho realmente esa promesa, Edward. Así sea. Dejemos el asunto. Ahora… todo eso ha pasado, volvamos a ser felices; no es hora de nubes.
A Edward le costó un gran esfuerzo complacerla, porque su espíritu no hacía sino vagar, tratando de recordar qué favor le había hecho a Goodson.
La pareja pasó despierta la mayor parte de la noche. Edward preocupado, pero no muy feliz. Mary haciendo proyectos sobre qué haría con el dinero. Edward trataba de recordar aquel favor.
Su conciencia se sentía atormentada por una pizca de amargura, pensando en la mentira que le había dicho a su mujer… si se trataba de una mentira. Y si se trataba de una mentira, -¿qué? -¿Era una cosa tan grave? Después de todo, -¿no nos comportamos quizá de forma mentirosa? Y entonces, -¿por qué no mentir? Mirad a Mary, por ejemplo; mientras él se apresuraba a hacer su acto de honradez, -¿qué estaba haciendo Mary? -¡Lamentarse de que los papeles no hubiesen sido destruidos y de no haberse quedado con el dinero! -¿Es acaso mejor robar que mentir?
Este punto perdió ahora su aguijón; la mentira pasó a un segundo plano, dejando tras sí el consuelo. Pero existía aún otro problema:
-¿Había hecho él efectivamente ese favor? Estaba el testimonio del mismo Goodson, como se podía leer en la carta de Stephenson. No podía haber mejor testimonio: era hasta la prueba de que había hecho el favor. Desde luego. De modo que el punto quedaba resuelto. No, no del todo. Recordó con sobresalto que aquel desconocido señor Stephenson tenía alguna duda sobre si la persona que había hecho el favor era Richards o algún otro… y…
-¡Dios mío! -¡Había dejado en sus manos una cuestión de honor! Él mismo tenía que decidir adónde debía ir a parar el dinero, y el señor Stephenson no dudaba de que, si él no era el hombre tascado, iría honestamente en busca del mismo. -¡Oh!, era terrible poner a un hombre en semejante situación.
-¡Ah! -¿Por qué habría expresado Stephenson aquella duda? -¿Por qué había querido aquella intromisión?
La meditación prosiguió.
-¿Cómo se explicaba que Stephenson recordara el nombre de Richards como aquél que había hecho el favor y no algún otro nombre? Esto tenía buen aspecto. -Sí, muy buen aspecto. En realidad, su aspecto era cada vez mejor…, hasta que se convirtió en una verdadera prueba. Y entonces Richards la expulsó inmediatamente de su espíritu, porque su instinto personal le decía que, cuando quedaba establecida una prueba, era preferible dejarla así.
Ahora se sentía razonablemente cómodo, pero quedaba aún otro detalle, que se le imponía. Desde luego él había hecho aquel favor, esto ya estaba admitido, pero -¿en qué consistía el favor? Era indispensable recordarlo; no se iría a dormir mientras no lo recordara. Y así se puso a pensar. Y pensó, pena, pensó uno docena de cosas favores posibles, -hasta probables-, pero ninguno le parecía adecuado, ninguno de ellos parecía lo bastante grande, ninguno de ellos parecía valer aquel dinero, la fortuna que Goodson quería dejarle en su testamento. Y, además, el no recordaba haberlo hecho. Y bien… Y Bien.. ¿Qué clase de favor podía ser para tornar tan exageradamente agradecido a un hombre.
-¡.Ah!
-¡Debía ser la salvación de su alma! Sin duda, se trataba de eso. Ahora recordaba cómo había emprendido antaño la tarea de convertir a Goodson y cómo había trabajado en eso durante no menta de…; iba a decir tres meses, pero después de un examen más detenido disminuyó el término a un mes, luego a uno semana, después a un día, finalmente a nada. -Sí, ahora recordaba y con poco grata nitidez que Goodson !e había dicho que se fuera al diablo y que se ocupara de sus asuntos. -¡Él no tenía ganas de seguir a Hadleyburg en el paraíso!
Por eso aquella solución estaba equivocado: él no había salvado el alma de Goodson. Richards se sintió desalentado. Al poco tiempo se le ocurrió otra idea. ¿Habría salvado los bienes de Goodson? No, eso aro: Goodson carecía de bienes.
-¿Su vicia? ¿Eso era! Naturalmente. Debía de habérsele ocurrido untes. Esta vez, con seguridad, estaba sobre la verdadera pista. E1 molino de su imaginación empozo a funcionar empecinadamente al cubo de un instante.
Después, durante dos fatigosas horas, se dedicó' a salvarle la vicia a Goodson. La salvaba en todo tipo de formas difíciles y peligrosas. En todos los casos la salvaba satisfactoriamente hasta cierto punto. Luego, cuando estaba empezando a convencerse de que aquello había sucedido realmente así, aparecía un molesto detalle que hacía todo inverosímil. Como cuando lo salvaba de morir ahogado, por ejemplo. En ese caso Richards arrastraba a Goodson hasta la orilla en estado de inconsciencia, mientras una multitud miraba y aplaudía, pero, cuando ya lo había pensado todo y estaba empezando a recordarlo, aparecía un conjunto de detalles insalvables: toda la ciudad tendría conocimiento del hecho, también lo tendría que saber Mary y él mismo debía recordarlo muy bien, en lugar de ser un insignificante favor que le había hecho "posiblemente sin saber su verdadero valor". Y, en este punto, Richards recordó que, además, él no sabía nadar.
Ah… había un punto que se le había pasado por alto desde el principio: debía haber un favor que le había hecho "posiblemente sin saber su verdadero valor". Esto habría limitado las investigaciones. Y así, precisamente con esto, poco a poco, encontró el hilo del asunto. Goodson, muchos años antes, había estado a punto de casarse con una dulce y linda muchacha llamada Nancy Hewitt, pero sin saber muy bien por qué el noviazgo se había roto. La muchacha murió; Goodson siguió siendo soltero y poco a poco se convirtió en un hombre amargado, que despreciaba abiertamente al género humano. Poco después de morir Nancy, la ciudad descubrió o creyó descubrir que aquélla había tenido algo de sangre negra en las venas. Richards trabajó durante no poco tiempo con estos detalles y por fin, le pareció recordar cosas relativas a aquella historia, que se le habían perdido en la memoria. Le pareció recordar vagamente que era él quien había descubierto lo de la sangre negra, que era él quien se lo había dicho a la ciudad, que la ciudad le había comunicado a Goodson la fuente del hallazgo, que él había salvado así a Goodson de casarse con una muchacha de color, que él le había hecho aquel gran favor "sin saber su verdadero valor", pero que Goodson sabía su valor y que se bahía salvado a duras penas del peligro y por eso se había ido a la tumba agradecido a su benefactor y lamentando no poder dejarle un patrimonio. Todo resultaba ahora claro y simple, y cuanto más lo meditaba Richards, más claro y seguro se sentía. Finalmente, cuando se acurrucó para dormir satisfecho y feliz, recordó todo aquello como si hubiese ocurrido el día anterior. En realidad recordaba vagamente que Goodson le había expresado su gratitud en cierta ocasión. Mientras tanto Mary había invertí, do seis mil dólares en una casa nueva para sí y un par de pantuflas para su pastor, y luego se había quedado apaciblemente dormida.