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El plan infinito
  • Текст добавлен: 14 октября 2016, 23:46

Текст книги "El plan infinito"


Автор книги: Isabel Allende



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No lo había en ese momento, replicó Shanon con la risa suelta de varias copas de vino, pero lo pensaría. Esa noche Reeves cogió el teléfono para contar la novedad a Carmen al otro lado del océano, pero no la encontró. Su amiga había partido con Da¡ en viaje al Lejano Oriente.

Bel Benedict no conocía su edad exacta ni quería averiguarla. Los años habían oxidado un poco sus huesos y oscurecido su piel de azúcar quemada a un tono más cercano al chocolate, pero no habían alterado el brillo de topacio de sus ojos alargados ni apaciguado del todo los reclamos de su vientre. Algunas noches soñaba con el calor del único hombre que amó en su vida y despertaba húmeda de gozo. Debo ser la única vieja en celo de la historia, que Jesús me perdone, pensaba sin asomo de vergüenza, sino más bien con secreto orgullo. Vergüenza sentía al mirarse en el espejo y ver que su cuerpo de potranca oscura era un montón de colgajos tristes; si su marido pudiera verla daría vuelta la cara espantado, pensaba. Nunca se le ocurrió que, en el caso de estar vivo, los años también pasaban para él y ya no sería el hombronazo flexible y alegre que la sedujo a los quince años. Pero Bel no podía darse el lujo de quedarse en la cama rememorando el pasado ni frente al espejo lamentando su desgaste; cada mañana se levantaba al amanecer para ir a su empleo, menos los domingos que partía a la iglesia y al mercado. En el último año no le sobraba un momento porque cuando terminaba su trabajo volaba a casa de prisa a cuidar a su hijo. Había vuelto a llamarlo Baby, como en los tiempos en que lo llevaba prendido a los senos y le cantaba canciones de cuna. No me diga así, mamá, mis amigos se burlarán de mí, le reclamaba él, pero en verdad ya no le quedaban amigos, los había perdido todos, igual como perdió el empleo, la mujer, los hijos y la memoria.

Pobre Baby, suspiraba Bel Benedict, pero no lo compadecía, más bien lo envidiaba un poco; no pensaba morirse hasta muchos años más y mientras ella viviera él estaría seguro. Paso a paso, un día a la vez, era su filosofía; de nada valía angustiarse por un mañana hipotético.

Su abuelo, un esclavo de Mississippi, le había dicho que tenemos el pasado por delante, es lo único real, del pasado podemos extraer conocimientos y experiencia para la vida; el presente es una ilusión, porque en menos de un instante ya forma parte del pasado: y el futuro es un hueco oscuro que no se ve y tal vez ni siquiera está allí, porque ahora mismo nos puede llegar la muerte. Trabajó como mucama de los padres de Timothy durante tantos años que costaba recordar esa mansión sin ella. Cuando la contrataron era todavía un mujerón legendario, una de esas negras quebradas en la cintura que se mueven como si nadaran bajo el agua. – Cásate conmigo–le decía Timothy en la cocina, cuando ella lo festejaba con panqueques, su única proeza culinaria-. Eres tan linda que debieras ser estrella de cine en vez de sirvienta de mi madre. – Los únicos negros del cine son blancos pintados de negro–se reía ella.

Era muy joven cuando apareció por el camino un vagabundo de risa estruendosa buscando una sombra donde sentarse a descansar. Se enamoraron de inmediato con una pasión tórrida capaz de trastornar el clima y alterar las normas del tiempo y así gestaron a King Benedict, quien habría de vivir dos vidas, tal como Olga adivinó la única vez que estuvo con él, cuando el camión del Plan Infinito lo recogió en un camino polvoriento en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pocos días después de dar a luz, Bel había olvidado los nueve meses de cargar con el peso del hijo bajo el corazón y las angustias del parto y nuevamente perseguía a su hombre por los rincones de la granja. Hicieron el amor encharcados de sangre menstrual junto a las vacas del establo, los pájaros de los maizales y los escorpiones del granero. Cuando el pequeño King comenzó a dar los primeros pasos vacilantes, el padre, agotado de amores y temeroso de perder el alma y la hombría entre las piernas de esa insaciable hurí, escapó llevándose de recuerdo un mechón de pelo que le cortó a Bel mientras dormía.

En la turbulencia de tanta cópula desaforada habían hecho oídos sordos a las presiones del pastor de la Iglesia Bautista para que contra jeran sagrado vínculo ante los ojos del Señor, como decía. Para Bel una firma en el libro de la parroquia no marcaba diferencia, ella se consideraba casada. Durante el resto de su existencia, usó el apellido de su amante y a los muchos hombres que reposaron sobre su regazo en el siguiente medio siglo les dijo que su marido andaba temporalmente de viaje. De tanto repetirlo terminó por creerlo, por eso le daba rabia verse desnuda en el espejo; si no te apuras en regresar encontrarás un pellejo desinflado, le reclamaba al recuerdo del ausente.

Esa mañana de enero la ciudad amaneció barrida por un viento inclemente que venía del mar. Bel Benedict se puso su traje color turquesa, sombrero, zapatos y guantes en el mismo tono, su tenida de domingo y de todas las fiestas. Había notado que la Reina Isabel lucía siempre esos atuendos unicolores y no descansó hasta adquirir algo semejante. Timothy Duane la aguardaba en su automóvil frente al modesto edificio donde ella vivía.

– No eres inmortal, Bel. ¿Qué pasará con tu hijo cuando ya no estés? – le había dicho Timothy.

– King no será el primer chico de catorce años que se las arregle solo. – No tiene catorce, sino cincuenta y tres. – Para los efectos prácticos tiene catorce.

– Bueno, a eso justamente me refiero. Será siempre un adolescente. – Tal vez no, puede ser que madure…

– Con algo de dinero todo será más fácil para ustedes, no seas testaruda, mujer.

– Ya te dije, Tim. No hay nada que hacer. El abogado de la compañía de seguros fue muy claro con nosotros, no tenemos ningún derecho. Por bondad nos darán diez mil dólares, pero no será todavía, hay muchos trámites que cumplir.

– No entiendo de estas cosas, pero tengo un amigo que nos puede aconsejar.

Gregory Reeves los recibió en la jungla de maceteros de su oficina. Bel hizo una entrada triunfal vestida de reina, se sentó en el sufrido sofá de cuero y procedió a contar el extraño caso de su hijo, King Benedict. Reeves la escuchaba con atención mientras escarbaba en su memoria inexorable buscando el origen de ese nombre, que resonaba como un eco lejano del pasado. Imposible olvidar un nombre tan sonoro, se preguntaba dónde lo había escuchado antes. King era un buen cristiano, dijo la mujer, pero Dios no le había dado una vida fácil. Fueron siempre pobres y durante los primeros tiempos iban de un sitio para otro buscando trabajo, despidiéndose de los nuevos amigos y cambiando de escuela.

King se crió con la duda de que su madre podía desaparecer a la siga de un pretendiente, dejándolo solo en un cuarto de paso de un pueblo sin nombre. Fue un muchacho melancólico y tímido, a quien dos años de guerra en el Pacífico Sur no le sacudieron la inseguridad. Al regreso se casó, tuvo dos hijos y se ganaba el sustento como obrero de construcción. En los últimos años su matrimonio daba tumbos, su mujer amenazaba con dejarlo, sus hijos lo consideraban un pobre diablo. Bel lo notaba muy tenso y triste y temía que empezara a beber de nuevo, como había ocurrido en otras crisis, las cosas iban mal y terminaron de echarse a perder con el accidente. King Benedict se encontraba a la altura de un segundo piso, cuando cedió el andamio y se fue abajo, estrellándose contra el suelo. El golpe lo aturdió por algunos segundos, pero logró ponerse de pie, aparentemente sólo tenía contusiones leves, pero de todos modos lo llevaron al hospital, donde después de un examen de rutina lo dejaron ir. Apenas se le pasó el dolor de cabeza y empezó a hablar, se vio que no recordaba dónde estaba ni reconocía a los suyos, se creía de vuelta en la adolescencia. Su madre descubrió pronto que la memoria le alcanzaba sólo hasta los catorce años, de allí en adelante había un abismo de fondo de mar.

Lo revisaron por dentro y por fuera, le metieron sondas por todos los orificios, le pusieron electricidad en el cerebro, lo interrogaron durante semanas, lo hipnotizaron y le fotografiaron el alma, sin descubrir una razón lógica para tan dramático olvido. Los recursos de los médicos no detectaron daño orgánico. Empezó a comportarse como un muchacho manipulador, inventando mentiras torpes para engatusar a sus hijos, a quienes trataba corno compañeros de juegos, y evadir la vigilancia de su esposa, a quien confundía con su madre. No lograba reconocer a Bel Benedict, la recordaba como una mujer joven y muy bella, pero de todos modos en los meses siguientes se apegó a esa anciana desconocida como a un salvavidas, ella era lo único seguro en un mundo pleno de confusiones. Parientes y amigos negaron su amnesia, tal vez se trataba de una broma histérica, – dijeron, y pronto se cansaron de indagar en los resquicios de su mente en busca de un signo de reconocimiento. Tampoco le creyó la compañía de seguros; fue acusado de inventar esa patraña para cobrar una pensión y pasar el resto de su vida mantenido como un inválido, cuando en verdad se había dado un golpe de nada, era un estafador.

Cada vez que su mujer salía, King se sentía abandonado y cuando ella empezó a traer a su amante a dormir a la casa, Bel Benedict consideró que había llegado el momento de intervenir y se llevó a su hijo a vivir con ella.

En esos meses lo había observado cuidadosamente sin detectar ningún recuerdo posterior a los catorce años. King se había tranquilizado poco a poco, era un buen compañero, la madre estaba contenta de tenerlo consigo, lo único raro en su comportamiento eran voces y visiones que decía tener, pero los dos se acostumbraron a la presencia de esos impalpables fantasmas de la imaginación, a los cuales los médicos no daban la menor importancia.

Timothy Duane tenía los informes del hospital y las cartas de los abogados de la compañía de seguros. Reeves los examinó de una mirada superficial, sintiendo en todo el cuerpo el ardor de la pelea que tan bien conocía, esa anticipación frenética del guerrero, lo mejor de su profesión; le gustaban los casos complicados, los desafíos difíciles, las escaramuzas.

– Si decide ir a juicio debe hacerlo pronto, porque sólo tiene un año de plazo desde el accidente.

– ¡Pero entonces no me darán los diez mil dólares!

– Este caso puede valer mucho más, señora Benedict. Posiblemente le han ofrecido eso para ganar tiempo y que usted pierda su derecho a demandarlos.

La mujer aceptó aterrada, diez mil dólares era más de lo que había ahorrado en toda una vida de esfuerzo, pero ese hombre le inspiró confianza y Timothy Duane tenía razón, debía proteger a su hijo de un futuro muy incierto.

Esa tarde Reeves llevó el caso a su jefe, tan entusiasmado que se le atropellaban las palabras para contarle de esa negra hermosa y su hijo de edad madura vuelto de un porrazo a la adolescencia, imagínese si ganamos, les cambiaremos las vidas a estas pobres gentes; pero se encontró con las cejas diabólicas levantadas hasta el nacimiento del pelo y una mirada irónica.

No pierda tiempo en tonterías, Gregory, le dijo; no vale la pena meterse en este berenjenal. Le explicó que las posibilidades de ganar eran remotas, se requerirían años de investigación, decenas de expertos, muchas horas de trabajo y el resultado podía ser nulo; sin una lesión cerebral que justificara la pérdida de la memoria ningún jurado creería en esa amnesia.

Reeves sintió una oleada de frustración; estaba harto de obedecer decisiones de otros, cada día se sentía más inquieto y defraudado con su trabajo, no veía las horas de independizarse. Se aferró a esa negativa para zampar al anciano de las orquídeas el discurso de despedida tantas veces ensayado a solas. Al regresar a su casa esa noche encontró a Shanon echada en el suelo de la sala mirando televisión, la besó con una mezcla de orgullo y de ansiedad. – Renuncié a la firma. De ahora en adelante volaré solo. – Esto hay que celebrarlo–exclamó ella-. Y ya que estamos en eso, Greg, hagamos un brindis por el bebé. – ¿Cuál bebé?

– El que estamos esperando–sonrió Shanon sirviéndole una copa de la botella que tenía a su lado.

Al divorciarse de su segundo marido Judy Reeves se quedó con los hijos, incluso los que el hombre había tenido con su primera mujer. Con el tiempo el matrimonio se convirtió en una pesadilla de rencores y peleas, donde el marido llevaba todas las de perder. Cuando llegó el momento de separarse definitivamente, ni siquiera se planteó la posibilidad de que el padre se llevara a los niños, el afecto entre Judy y esas dos criaturas morenas era tan sólido y efusivo que nadie recordaba que no fueran suyas.

La mujer apenas alcanzó a permanecer soltera unos meses. Un sábado caluroso llevó a su familia a la playa y allí conoció a un fornido veterinario del norte de California, que hacia turismo en un carromato acompañado por sus tres hijos y una perra. La bestia había sido atropellada y tenía los cuartos traseros paralizados, pero en vez de despacharla a mejor vida, como indicaba la experiencia profesional, su amo improvisó un arnés para movilizarla con ayuda de los niños, que se turnaban para sostenerla por detrás mientras ella corría con las patas delanteras.

El espectáculo de la inválida revolcándose en las olas con ladridos de gozo, atrajo a los hijos de Judy. Así se conocieron. Ella rebasaba las costuras de un traje de baño a rayas y sorbía un helado tras otro, sin pausa ninguna. El veterinario se quedó contemplándola con una mezcla de horror y fascinación ante tanta gordura desnuda, pero al poco rato de conversación se hicieron amigos, olvidó su aspecto y al ponerse el sol la invitó a comer. Las dos familias terminaron el día devorando pizzas y hamburguesas.. El hombre regresó con los suyos al valle de Napa, donde vivía, y Judy quedó llamándolo con el pensamiento.

Desde los tiempos de Jim Morgan, su primer marido, no encontraba un hombre capaz de hacerle frente tanto en la cama como en una buena pelea. Jim Morgan salió de la prisión por buena conducta y, a pesar de que entonces ella estaba casada con el chaparrito de bigotes, la llamó para decirle que no había pasado un solo día de su condena sin recordarla con cariño. Pero ella ya marchaba por otros caminos. Además Morgan se había convertido a una secta de cristianos fundamentalistas, cuyo fanatismo resultaba incomprensible para ella, que había recibido la herencia tolerante de la fe Bahai de su madre, por eso no quiso verlo cuando volvió a quedar sola. Los mensajes mentales de Judy cruzaron montañas y extensos viñedos y poco después el veterinario regresó a visitarla. Pasaron una semana de luna de miel con todos los niños y Nora, la abuela, quien para entonces dependía por completo de Judy.

La cabaña que Charles Reeves había comprado treinta años atrás, había vuelto a su precaria condición original. Las termitas, el polvo y el paso del tiempo hicieron su lenta labor en las paredes de madera, sin que Nora hiciera nada por salvar su casa del desastre. Una tarde Judy y su segundo marido aparecieron de visita y encontraron a la anciana sentada en el sillón de mimbre bajo el sauce, porque el techo del porche se había desmoronado; los pilares estaban podridos. – Bueno, señora, usted se viene a vivir con nosotros–anunció el yerno.

– Gracias, hijo, pero no es posible. Imagínese el desconcierto del Doctor en Ciencias Divinas si no me encuentra aquí el jueves. – ¿Qué dice tu mamá?

– Cree que el fantasma de mi padre la visita los jueves, por eso nunca ha querido dejar la casa–le aclaró Judy.

– No hay problema, señora. Le dejaremos una nota a su marido con su nueva dirección–resolvió el hombre.

A nadie se le había ocurrido una solución tan simple. Nora se levantó, escribió la nota con su perfecta caligrafía de maestra, cogió su collar de perlas, salvado de tantas pobrezas, una caja con viejas fotografías y un par de cuadros pintados por su marido, y fue tranquilamente a sentarse en el automóvil de su hija. Judy echó el sillón de mimbre en la cajuela, porque su madre podría necesitarlo, cerró la casa con un candado y partieron sin mirar hacia atrás. Charles Reeves debe haber encontrado el mensaje, tal como encontró los otros cada vez que su viuda cambió de domicilio, porque no faltó ni un solo jueves a la cita póstuma ni Nora perdió de vista el hilo de la naranja que la unía al otro mundo. El año que Gregory se casó con Shanon, su hermana vivía con el veterinario, con su madre y un montón de chiquillos de diversas edades, colores y apellidos, esperaba a la octava criatura y se confesaba enamorada. Su existencia no era fácil, media casa estaba destinada a la clínica de animales, debía soportar el desfile constante de animales enfermos, el aire olía a creolina, los niños peleaban como fieras y Nora Reeves se había sumido en el misericordioso mundo de la imaginación y a una edad en que otras ancianas tejen calcetas para los bisnietos, ella había vuelto a su juventud. Sin embargo Judy se consideraba feliz por primera vez, tenía al fin un buen compañero y no necesitaba trabajar fuera de su hogar. Su marido preparaba unas parrilladas monumentales para alimentar a la tribu y compraba galletas de chocolate al por mayor. A pesar del embarazo, la buena mesa y su enorme apetito, Judy comenzó a adelgazar lentamente y pocos meses después de dar a luz tenía su peso de muchacha. Acudió al casamiento de su hermano con un atuendo de velos claros y un delicado sombrero de paja, del brazo de su tercer marido, con siete hijos en ropa de domingo y otro en los brazos, su madre vestida de colegiala y una perra paralítica sostenida por un arnés, pero con la expresión de risa de los animales contentos.

– Saluda a tu tía Judy y a tu abuela Nora–dijo Gregory a Margaret, quien para entonces tenía once años y seguía siendo muy pequeña de estatura, pero actuaba como una mujer adulta. La chica no había oído hablar de ese mujerón obeso ni de esa viejuca distraída con un lazo en la cabeza y pensó que aquel circo era una especie de broma. No apreciaba el sentido del humor de su padre. El novio quiso dar a su boda un aire latino, contrató a un grupo de mariachis del barrio de la Misión y la comida fue obra de Rosemary, una de sus antiguas amantes, una bella mujer que no le guardaba rencor por su matrimonio porque nunca lo quiso para marido. Había escrito varios libros de cocina y se ganaba la vida preparando banquetes, con su equipo de mesoneras servía con la misma facilidad una fiesta mexicana, un almuerzo para ejecutivos japoneses o una cena francesa. Shanon convertida en el alma de la recepción y ataviada con un inocente vestido de organdí blanco, se ejercitó con pasodobles, boleros y corridos, hasta que se le fueron las copas a la cabeza y debió retirarse. El resto de la noche Gregory Reeves y Timothy Duane bailaron con Carmen, como en los viejos tiempos del jitter–bug y el rock'n roll, mientras Daí observaba con expresión atónita ese nuevo aspecto de la personalidad de su madre. – Este niño es igual a Juan José–apuntó Gregory. – No, es igual a mí–replicó Carmen.

Había regresado de su viaje a Tailandia, Bali y la India con un cargamento de materiales y la cabeza llena de ideas novedosas. No daba abasto con los pedidos del comercio, había alquilado un local para su taller y contratado a un par de refugiados vietnamitas a quienes entrenó para ayudarla. En las horas que Da¡ iba a la escuela disponía de tranquilidad y silencio para diseñar las joyas que luego sus operarios reproducían. Contó a Gregory que pensaba abrir su propia tienda apenas lograra ahorrar lo suficiente para echar a andar. – Eso no funciona así. Tienes mentalidad de campesina. Debes pedir un préstamo, los negocios se hacen a crédito, Carmen. – ¿Cuántas veces te he pedido que me llames Tamar? – Te presentaré a mi banquero.

– No quiero acabar como tú, Gregory. Ni en cien años podrás pagar todo lo que debes.

Era cierto. El banquero amigo tuvo que hacerle otro préstamo para instalar su oficina, pero no se quejaba porque ese año los intereses se dispararon a niveles nunca vistos en el país, debía aprovechar a clientes como Gregory Reeves porque no quedaban muchos capaces de pagarlos. La racha no podía durar demasiado, los expertos pronosticaban que la incertidumbre económica costaría la reelección al presidente, un buen hombre a quien acusaban de ser débil y demasiado liberal, dos pecados imperdonables en ese lugar y en ese tiempo.

Instaló la oficina en los altos de un restaurante chino y mandó grabar en los vidrios su nombre y su título con grandes letras doradas, como había visto en las películas de detectives: Gregory Reeves, abogado. Ese letrero simbolizaba su triunfo. Se te nota la baja clase, hombre, no he visto nada más vulgar, comentó Timothy Duane, pero a Carmen le gustó la idea y decidió copiarla para su tienda, con una caligrafía de arabescos. Era un piso amplio en pleno centro de San Francisco con un ascensor directo y una salida de emergencia, que habría de ser útil en. más de una ocasión. El mismo día que Reeves entró al edificio el dueño del restaurante, oriundo de Hong Kong, subió a presentar sus saludos, acompañado por su hijo, un joven miope, pequeño y de modales suaves, geólogo de profesión, pero sin la menor afinidad con los minerales y las piedras, en realidad sólo amaba los números. Se llamaba Mike Tong y había llegado muy joven al país. cuando su padre trasladó la familia completa a esa nueva patria. Preguntó si el señor abogado necesitaba un contador para llevar sus libros y Gregory le explicó que por el momerito sólo tenía un cliente, de modo que no podía pagarle un sueldo, pero podría emplearlo por algunas horas a la semana. No sospechaba que Mike Tong se convertiría en su más fiel guardián y lo salvaría del desespero y la bancarrota. Para entonces el contingente de trabajadores latinos había aumentado mucho. Dentro de treinta años los blancos seremos minoría en este país, pronosticaba Timothy Duane. Reeves quiso aprovechar la experiencia del barrio donde se crió y su dominio del español para buscar clientela entre ellos, porque en otros campos la competencia era grande, tres cuartas partes del total de abogados del mundo operaban en los Estados Unidos, había uno por cada trescientas setenta personas. La razón más importante, sin embargo, fue que se enamoró de la idea de ayudar a los más humildes, podía comprender mejor que nadie las angustias de los inmigrantes latinos, él también había sido un lomo mojado.

Necesitaba una secretaria capaz de desenvolverse en ambos idiomas y Carmen lo puso en contacto con una tal Tina Faibich, que cumplía los requisitos. La postulante apareció en la oficina cuando todavía no llegaban los muebles, sólo estaba el sofá de cuero inglés, cómplice de tantas conquistas, y decenas de maceteros con plantas, archivos y expedientes yacían de cualquier modo por el suelo. La mujer debió abrirse paso en el desorden y sentarse sobre un cajón de libros. Gregory se encontró frente a una señora plácida y dulce, que se expresaba en perfecto español y lo miraba con una indescifrable expresión en sus ojos amables de ternera. Se sintió cómodo con ella, irradiaba la serenidad que a él le faltaba. La miró apenas, no revisó sus recomendaciones ni hizo demasiadas preguntas, confiaba en su instinto. Al despedirse ella se quitó los lentes y le sonrió ¿no me reconoce? le preguntó con timidez. Gregory levantó la vista y la observó más detenidamente, era Ernestina Pereda, la ardilla traviesa de los juegos eróticos en el baño de la escuela, la loba caliente de la adolescencia que lo salvó del suplicio del deseo cuando se estaba ahogando en el caldo hirviente de sus hormonas, la de los coitos precipitados y los llantos de arrepentimiento, santa Ernestina, ahora convertida en una matrona apacible. Después de muchos amantes de un día, se había casado, ya madura, con un empleado de la compañía de teléfonos, no tenía hijos y no los necesitaba, su marido era suficiente, dijo, y le mostró una fotografía del Sr. Faibich, un hombre tan común y corriente que sería imposible recordar su rostro un minuto después de haberlo visto. Gregory Reeves se quedó con la foto en la mano y la vista clavada en el suelo, sin saber qué decir. – Soy buena secretaria–murmuró ella sonrojándose. – Esta situación puede resultar incómoda para los dos, Ernestina. – No tendrá quejas de mí, señor Reeves.

– Llámeme Gregory.

– No. Es mejor que empecemos de nuevo. El pasado ya no cuenta–y procedió a contarle cómo cambió su vida luego de conocer a su marido, un hombre bonachón sólo en apariencia, porque en privado era pura dinamita, un amante insaciable y fiel que logró tranquilizar su vientre apasionado. Del pasado tormentoso apenas quedaba una imagen difusa, en parte porque no tenía interés alguno en lo ocurrido antes, le bastaba la dicha de ahora.

– Sin embargo usted no se me olvidó nunca, porque fue el único que nunca me prometió algo que no estuviera decidido a cumplir–dijo. – Mañana la espero a las ocho, Tina–sonrió Gregory estrechándole la mano.

Linda broma me hiciste, reclamó después a Carmen por teléfono y ella, que conocía los sigilosos y culpables encuentros de su amigo con Ernestina Pereda, le aseguró que no se trataba de una broma, con toda honestidad pensaba que era la secretaria ideal para él. No se equivocó, Tina Faibich y Mike Tong serían los únicos pilares firmes del frágil edificio del bufete de Gregory Reeves. También fue idea de Carmen atraer clientes latinos con publicidad en el canal en español a la hora de las telenovelas, recordaba a su madre hipnotizada frente a la pantalla, más inquieta por los destinos de esos seres de ficción que por los de su propia familia. Ninguno de los dos calculó el impacto del aviso. En cada interrupción del melodrama aparecía Gregory Reeves con su traje bien cortado y sus ojos azules, la imagen de un respetable profesional anglosajón, pero cuando abría la boca para ofrecer sus servicios lo hacía en un sonoro español de barrio, con los modismos y el inconfundible acento arrastrado de los hispanos que lo observaban al otro lado de la pantalla. Se puede confiar en él, decidían los clientes potenciales, es uno de nosotros, sólo que de otro color. Pronto lo conocían los mozos de los restaurantes, los choferes de taxi, los obreros de construcción y cuanto trabajador de piel tostada se le cruzaba por delante. King Benedict era su único caso cuando comenzó, al mes tenía tantos que pensó en buscar un socio. – Subalternos sí, socios nunca–le recomendó Mike Tong, quien pasaba todo el día en la oficina., a pesar de que estaba contratado por unas horas a la semana.

Dos años después trabajaban en la firma seis abogados, una recepcionista y tres secretarias, Reeves atendía casos por toda California, se movilizaba más en aviones que por tierra firme, ganando dinero a montones y gastando mucho más de lo que entraba. Para entonces Mike Tong pasaba la mayor parte de su existencia metido en el des orden de su cuchitril, entre archivos, papeles, libros de contabilidad, documentos bancarios y la máquina fotocopiadora, además de la cafetera, escobas, provisión de papel de baño y vasos desechables, que fiscalizaba con diligencia de urraca. Los demás se burlaban de la mezquindad del chino, aseguraban que por las noches regresaba sigiloso para rescatar de la basura los vasos de cartón, lavarlos y colocarlos de vuelta en la caja para ser usados al día siguiente, pero Mike Tong no hacía el menor caso de esas bromas, estaba muy ocupado cuadrando las cuentas en su ábaco.

Las rutinas de la vida y deberes de la monogamia agobiaron a Sha–non desde un comienzo, tenía la sofocante sensación de arrastrarse por un, desierto de dunas interminables dejando jirones de su juventud en cada paso. La risa de cascabeles que constituía su principal atractivo bajó de tono y se hizo más notorio su carácter indolente. Se aburría sin consuelo, anclada a un marido por ilusión de seguridad, idea sugerida por su madre, quien también le insinuó que la mejor forma de atrapar a Gregory Reeves era un embarazo oportuno. Deseaba casarse, por supuesto, pero no por razones mezquinas sino porque sentía cariño por ese hombre. A su lado se sentía protegida por primera, vez.

– Me alegro, hija, porque muy pronto Reeves será rico, a menos que ya lo sea, como he oído decir por ahí–replicó la señora. Shanon no hizo cálculos, no aparentaba un interés específico en el dinero, a pesar de los consejos familiares de que atrapara un pez gordo que le diera la categoría de reina digna de su belleza. Por otra parte, la idea de ganarse la vida, cumplir un horario y ajustarse a un presupuesto le resultaba insoportable, había intentado hacerlo, pero estaba probado que no lo resistía. Un marido próspero resolvería sus problemas, pero no pensó el precio que eso tendría. Ahora estaba prisionera dentro de la casa y atada a la criatura que crecía en su vientre. Las primeras semanas se distrajo tomando sol en el muelle junto al bote fantasma, pero pronto convenció a Gregory de cambiarse de casa y en el afán de buscar la mansión de sus sueños se le fueron los meses. No encontró lo que buscaba, ni tuvo ánimo para decorar la suya con algún esmero, compró apresuradamente muebles y adornos de un catálogo y cuando llegaron los apiñó de cualquier modo. Deambulaba por los cuartos atiborrados y se entretenía hablando por teléfono con sus amistades, por broma llamaba a sus antiguos amantes a horas intempestivas y les susurraba obscenidades, excitándolos y excitándose hasta la demencia. Necesitaba ejercitar su natural coquetería, sí no se le agriaba el ánimo, igual como cuando le faltaba licor. De puro fastidio, fue aumentando las copas y acabó bebiendo como su padre. En los primeros meses, antes de que se le inflara la barriga, iba a la oficina de su marido y fumaba pierna arriba sobre el escritorio de alguno de los jóvenes abogados, sólo por el placer de verlos inquietos. Posiblemente no habría notado la existencia de Mike Tong a no ser porque él era impermeable a su encanto, la trataba con la cortés distancia reservada a una abuela ajena, situación que, le provocaba un rencor sordo, agravado porque el contador chino le restringía el uso de las tarjetas de crédito y ponía freno a su jefe cuando se lanzaba en gastos desproporcionados para complacerla. Tampoco le gustaba Timothy Duane, lo invitó en cierta ocasión a almorzar con el pretexto de discutir una fiesta de cumpleaños para su marido, pero se presentó acompañado por una turista austriaca con quien salía esa semana y no dio señales de percibir cuánto más bella y disponible era Shanon. Cuida a tu mujer, le advirtió Duane al día siguiente a Gregory, quien llegó a su casa a exigir explicaciones, pero no pudo confrontarla porque la encontró aturdida en el suelo de la cocina y cuando quiso moverla, le vomitó encima. Es el embarazo, dijo, pero olía a alcohol. La ayudó a acostarse y más tarde, cuando la vio dormida entre sus sábanas rosadas, pensó que era muy joven, algo ingenua y tal vez Duane, guiado por su cinismo, había interpretado mal una invitación inocente. Sin embargo no pudo seguir engañándose por mucho tiempo, en los meses siguientes vio los síntomas del deterioro, tal como antes le sucediera con Samantha, pero calculó que tenía mucho más en común con Shanon que con su primera mujer y se aferró a esa idea para no deprimirse. Al menos compartían el gusto por la buena comida y los retozos desmedidos en la cama. Como él, Shanon era inquieta y aventurera, gozaba con los viajes, las compras y las fiestas. Ustedes acabarán mal, tu mujer sintoniza con las debilidades de tu carácter, le advirtió Carmen, pero él no lo veía de ese modo. Tal vez con esas similitudes podrían haber tejido los fundamentos de una verdadera relación de esposos, pero se les enfrió pronto la pasión de los primeros encuentros y al escarbar en el rescoldo de la antigua hoguera no encontraron amor. Gregory seguía deslumbrado por la juventud, la alegría y la belleza de Sha–non, pero estaba muy ocupado en su trabajo y no le dedicaba tiempo a su familia. Entretanto ella se consumía de impaciencia con la actitud de una adolescente consentida. Ninguno puso mucho interés por mantener a flote el barco en el cual navegaban, por lo mismo resultó extraño que cuando finalmente se hundió, se guardaran tanto rencor.


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