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El plan infinito
  • Текст добавлен: 14 октября 2016, 23:46

Текст книги "El plan infinito"


Автор книги: Isabel Allende



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– ¿Dónde has visto que las putas jueguen tenis, Tim? Trabajan de noche y duermen de día. No sé cómo hablarle a una muchacha como ésta.. es muy diferente a las de mi medio. – No le hables. Juega tenis con ella. – Jamás he tenido una raqueta en las manos. – ¡No puedo creerlo! ¿Qué has hecho toda tu vida? – Trabajar.

– ¿Qué diablos sabes hacer, Greg? – Bailar.

– Entonces invítala a bailar.

– No me atrevo.

– ¿Quieres que yo le hable? – ¡Ni te acerques! – exclamó Gregory, poco dispuesto a competir con su amigo ante los ojos de nadie y menos los de esa mujer.

Al día siguiente estuvo un buen rato espiándola mientras fingía ocuparse de los arbustos y cuando ella pasó por su lado hizo un gesto para detenerla, pero de nuevo lo venció la timidez. La escena se repitió hasta que por fin Balcescu se fijó que las plantas habían sido podadas hasta la raíz y decidió intervenir antes que el resto del parque sufriera igual suerte. El rumano se metió en la cancha, interrumpió el partido con una retahíla de palabras en lengua de Transil–vania y como la aterrorizada muchacha no obedeció sus perentorios gestos en dirección al admirador que observaba atónito al otro lado de la reja, la cogió de un brazo y la arrastró mascullando algo respecto al dinero y a la libertad, para mayor confusión de la jugadora. Y así fue cómo Gregory Reeves se encontró cara a cara con Samantha Ernst, quien por escapar de Balcescu se aferró a él, y terminaron tomando un café con el beneplácito del pintoresco maestro jardinero. Se sentaron en una de las desvencijadas mesas de la cafetería más frecuentada de la ciudad, un sucucho en perpetua decadencia, atestado de gente, donde varias generaciones de estudiantes han escrito miles de poemas y discutido todas las teorías posibles y otras parejas como ellos iniciaron el cauteloso proceso de conocerse. Gregory intentó deslumbrarla con su repertorio de temas literarios, pero ante su aire distraído, pronto abandonó esa táctica y optó por tantear en busca de un terreno común. Lajoven tampoco se entusiasmó con los derechos civiles o la revolución cubana, parecía no tener opiniones sobre nada, pero Gregory confundió su actitud pasiva con profundidad de espíritu y no soltó la presa. Fuera de la cancha deportiva Samantha Ernst no ofrecía demasiado interés, pero en todo caso bastante más que las jóvenes de la escuela secundaria o del barrio latino. Deseaba dedicarse a la arqueología. le gustaba la idea de explorar lugares exóticos en busca de civilizaciones milenarias, al aire libre y en pantalones cortos, pero cuando averiguó las exigencias de la profesión renunció a sus propósitos. No tenía pasta para la meticulosa clasificación de huesos roídos y pedazos de cántaros inservibles. Comenzó entonces un tiempo de indecisión que abarcaría diversos aspectos de su existencia. Había crecido en la hermosa casa con dos piscinas de un productor de películas en Hollywood; su padre se casó cuatro veces y vivía rodeado de ninfas recién salidas del cascarón a quienes prometía un fulminante estre–llato a cambio de pequeños favores personales. Su madre, una aris tócrata de Virginia con orgullo de reina y buenos modales de institutriz, soportó estoicamente los devaneos de su marido con el consuelo de un arsenal de drogas y las tarjetas de crédito, hasta que un día se miró en el espejo y no distinguió su propia imagen, borrada por el desgaste de la soledad. La encontraron flotando en espuma rosada en la bañera de mármol donde se abrió las venas. Samantha, que para entonces tenía dieciséis años, logró pasar inadvertida en el tumulto de hermanastros, ex esposas, novias de turno, sirvientes, amistades y perros de raza de la mansión paterna. Siguió nadando y jugando tenis con la misma tenacidad de siempre, sin nostalgias inútiles y sin juzgar a su madre. No la echaba de menos, no había tenido con ella ninguna intimidad, y tal vez la habría olvidado del todo a no ser por recurrentes pesadillas de espuma rosada. Llegó a Berke–ley, como tantos otros, atraída por su reputación libertaria, estaba harta de las buenas maneras burguesas impuestas por su madre y las fiestas de efebos y doncellas de su padre. Su automóvil llamaba la atención entre los vapuleados cacharros de otros estudiantes y su casa era un refugio bohemio encerrado entre árboles y gigantescos helechos con una vista soberbia de la bahía, cuyo alquiler pagaba su padre. A Gregory Reeves lo deslumbró el refinamiento de la joven; no conocía a nadie capaz de comer con seis cubiertos y distinguir la autenticidad de un chaleco de cachemira o de una alfombra persa a la primera mirada, excepto Timothy Duane, pero él se burlaba de todo, especialmente de los chalecos de cachemira y las alfombras persas. La primera vez que la invitó a bailar apareció radiante con un vestido amarillo escotado y un collar de perlas. Sintiéndose ridículo en el traje prestado por Duane, comprendió que debía llevarla a un sitio mucho más caro de lo presupuestado. Samantha bailaba mal, seguía la música con atención y contaba los pasos, dos, uno, dos, uno, rígida como una escoba en los brazos de su compañero, bebía jugo de fruta, hablaba poco y tenía un aire distante y frío que Grego–ry imaginó cargado de misterio. Puso su testarudez al servicio de ese amor y se convenció de que los gustos comunes o la pasión no eran requisitos indispensables para formar una familia. Y ésa era exactamente su intención, aunque todavía no se atrevía a admitirlo en su fuero interno y mucho menos ponerlo en palabras. Toda su vida había deseado pertenecer a un verdadero hogar, como el de los Morales, y tan enamorado estaba de aquel sueño doméstico, que decidió realizarlo con la primera mujer a su alcance, sin investigar si ella tenía el mismo plan.

Reeves se graduó con mención en literatura, su buen amigo Cyrus debe haberlo celebrado en el otro mundo, e ingresó a la Escuela de Leyes en San Francisco. La idea de convertirse en abogado se le ocurrió por contradecir a Timothy Duane, quien consideraba que lo más próximo a un abogado es un bucanero, y luego lo sedujo. Apenas tomó la decisión llamó por teléfono a Olga para decirle que se había equivocado en sus pronósticos respecto a él, no sería bandido ni policía, si podía evitarlo. La hechicera, que había regresado de Puerto Rico hacía un buen tiempo con nuevos conocimientos adivinatorios y medicinales, le contestó que ella había acertado medio a medio, como siempre, porque trabajaría con la ley y además los abogados eran sólo ladrones con licencia. Una de las razones de Reeves para continuar los estudios fue evitar el servicio militar mientras pudiera. La guerra de Vietnam, que antes parecía un conflicto minúsculo y lejano, había tomado un giro alarmante y ya no le resultaba divertido lucir el uniforme de oficial de reserva ni ejercitarse en juegos bélicos durante los fines de semana. Una postergación de tres o cuatro años, mientras recibía su título, podría salvarlo de ir al frente.

– No me explico la feroz resistencia de esos enanos orientales. ¿Cómo no se han enterado todavía que somos el poder militar más abrumador de la historia? Estamos ganando, por supuesto. Sus bajas son tantas, según los cálculos oficiales, que no quedan enemigos vivos, los que disparan del otro lado son fantasmas–se burlaba Timot–hy Duane.

Aquello que para Duane era un sarcasmo, para muchos otros constituía una verdad, estaban convencidos de que bastaba un último esfuerzo y esos seres ilusorios serían vencidos para siempre o eliminados de la faz del planeta. Así lo aseguraban los generales por televisión, mientras a sus espaldas las cámaras mostraban las hileras de bolsas con cuerpos de soldados americanos esperando en las pistas de aterrizaje. Himnos, banderas y desfiles en las ciudades de la patria. Fragor, polvareda y confusión en el sudeste asiático. Callado registro de los nombres de los muertos, ninguna lista de los mutilados en cuerpo o en alma. En las protestas callejeras los jóvenes pacifistas quemaban banderas y tarjetas de reclutamiento. Traidores, rojos cobardes, si no les gusta América váyanse, no los queremos, les gritaban sus contrincantes. La policía sofocaba las revueltas a palos y a veces a tiros. Paz y amor, hermano, canturreaban entretanto los hippies ofreciendo flores a quienes los apuntaban con rifles y danzando en ronda tomados de las manos, con los ojos perdidos en un paraíso de marihuana, sonriendo siempre con esa chocante felicidad que nadie podía perdonarles. Gregory vacilaba. Lo atraía la aventura de la guerra, pero sentía una desconfianza instintiva contra el entusiasmo bélico. Dementes, todos dementes, suspiraba Timothy Dua–ne, a salvo del servicio militar mediante una docena de dudosos certificados médicos que probaban una infancia de padecimientos. Después de un largo período de amistad la pasión inicial de Gregory por Samantha se convirtió en amor, la desconfianza de ella se disipó y la relación se acomodó en las rutinas y los ritos de los novios eternos. Compartían el cine y excursiones al aire libre, conciertos y teatro, se sentaban juntos a estudiar bajo los árboles, otras veces se reunían a la salida de clases en San Francisco y paseaban como turistas de la mano por el barrio chino. Los planes de Reeves eran tan burgueses que no se atrevía a comentarlos ni con Samantha, construirían una casa con un jardín de rosas y mientras él ganaba el pan como abogado ella cocinaba tartas y criaría niños, todo correcto y decente. El recuerdo de su hogar en el camión trashumante, cuando su padre estaba sano, perduraba en su memoria como el único tiempo feliz de su existencia. Imaginaba que si pudiera reproducir esa pequeña tribu volvería a sentirse seguro y tranquilo; soñaba con sentarse a la cabecera de una larga mesa con sus hijos y amigos, como había visto tantas veces a los Morales. Pensaba en ellos a menudo, porque a pesar de las pobrezas y limitaciones del medio donde tuvieron que vivir, eran el mejor ejemplo a su alcance. En aquellos tiempos de comunidades hippies y comida rápida su secreta ilusión de patriarca era sospechosa y más valía no mencionarla en alta voz. La realidad cambiaba a un ritmo aterrador, cada día había menos espacio para mesas familiares, el mundo rodaba velozmente, las cosas andaban patas arriba, la vida se había vuelto una pura pelotera y ni siquiera el cine, único terreno seguro de antaño, ofrecía el menor consuelo. Los vaqueros, los indios, los enamorados castos y los bravos soldados en sus pulcros uniformes sólo aparecían por televisión en películas antiguas interrumpidas cada diez minutos por avisos comerciales de desodorante y cerveza, pero en el santuario de las salas de cine, donde antes se refugiaba en busca de una efímera tranquilidad, ahora había muchas probabilidades de recibir un golpe bajo. John Wayne, el héroe duro, valiente y solitario a quien intentaba emular sin ningún éxito, había retrocedido ante el avance de las películas de vanguardia. Cautivo en su sillón de espectador soportaba a guerreros japoneses haciéndose el harakiri en pantalla gigante, lesbianas suecas en acción y extraterrestres sádicos apoderándose del planeta. Ni en los melodramas podía relajarse porque ya no terminaban con besos y violines sino en depresión o suicidio. En las vacaciones se separaban durante semanas, Samantha se iba a visitar a su padre y él distribuía su tiempo entre los obligados campamentos militares y la labor política, difundiendo junto a otros estu diantes los postulados de los derechos civiles. Imposible dos realidades más diferentes: los rudos entrenamientos militares, donde blancos y negros eran aparentemente iguales bajo las órdenes del sargento, y las arriesgadas misiones por los estados del sur, donde trabajaba con las comunidades negras prácticamente en secreto para eludir a los grupos de matones blancos dispuestos a impedir cualquier idea de justicia racial. Para entonces los Panteras Negras con sus boinas, su malévola retórica y sus marchas marciales producían espanto y fascinación. Negros de arrogante negritud, negros vestidos de negro con negros lentes y una expresión provocadora ocupaban el ancho de la acera al pasar, codo a codo con sus mujeres, negras atrevidas marchando con los senos enhiestos apuntando al frente, ya no cedían el paso a los blancos, ya no miraban al suelo ni bajaban la voz. Los tímidos y humillados de antes ahora desafiaban. Al fin del verano los novios se reencontraban sin urgencia, pero con sincera alegría, como dos buenos camaradas. Rara vez discutían, no hablaban de temas conflictivos, pero tampoco se aburrían, el silencio les quedaba cómodo. Gregory no le pedía opinión a Samantha ni le contaba sus actividades, porque ella parecía no escucharlo, el esfuerzo de comunicar sus ideas la abrumaba. Nada la entusiasmaba, salvo el deporte y algunas novedades traídas del Oriente, como danzas giratorias de los derviches y técnicas de meditación trascendental. En ese aspecto había mucho donde elegir, porque la ciudad ofrecía una infinidad de cursos maratónicos para quienes desearan adquirir la laboriosa sabiduría de los grandes místicos de la India en un cómodo fin de semana. Reeves se había criado entre Logi y Maestros Funcionarios, había visto a su madre desprenderse de la realidad y huir por derroteros espirituales, y conocía las brujerías de Olga, no es raro que se burlara de esas disciplinas. Samantha lamentaba su escasa sensibilidad, pero no se ofendía ni intentaba cambiarlo; la tarea habría sido agotadora. Su energía era muy limitada, tal vez era simplemente perezosa como sus gatos, pero en ese lugar y en esos tiempos resultaba fácil confundir su temperamento abúlico con la paz budista tan en boga. Carecía de bríos incluso para el amor, pero Gregory se obstinaba en llamar timidez a la frialdad y ponía su perseverante imaginación al servicio de aquel desabrido amor, inventando virtudes donde no las había. Aprendió a usar una raqueta de tenis para acompañar a su novia en su única pasión, aunque detestaba ese juego porque jamás lograba ganarle y como se trataba de un enfrentamiento entre sólo dos contrincantes no había modo de diluir la derrota entre otros miembros del mismo equipo. Ella, en cambio, no intentó aprender ninguna de las cosas que a él lo atraían. En la única ocasión en que asistieron a la ópera se durmió en el segundo acto y cada vez que salían a bailar terminaban de mal humor porque era incapaz de relajarse o de vibrar con la música. Lo mismo le ocurría cuando hacían el amor. Se abrazaban a diferente ritmo y les quedaba un sensación de vacío, pero ninguno de los dos vio en esos desencuentros una advertencia para el futuro y le echaron la culpa al temor del embarazo. Ella objetaba todos los contraceptivos, unos por poco estéticos o incómodos y otros porque no estaba dispuesta a interferir con el delicado equilibrio de sus hormonas. Cuidaba su cuerpo en forma obsesiva, hacía gimnasia por horas, bebía dos litros de agua al día y se daba baños de sol desnuda. Mientras Gregory aprendía a cocinar con sus amigas Joan y Susan y leía el Kamasutra y cuanto manual erótico caía en sus manos; ella mordisqueaba vegetales crudos y defendía la castidad como medida higiénica para el organismo y disciplina del alma.

Reeves perdió el deslumbramiento inicial por la universidad en la misma medida en que perdió el acento chicano. Al graduarse concluyó, como tantos otros, que había obtenido más conocimientos en la calle que en las aulas. La educación universitaria intentaba adaptar a los estudiantes a una existencia productiva y dócil, proyecto que se estrellaba contra la creciente rebelión de los jóvenes. Los profesores no se daban por aludidos de ese terremoto; enfrascados en sus pequeñas rivalidades y su burocracia no percibían la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Durante ese tiempo Gregory no tuvo maestros dignos de ser recordados, ninguno como Cyrus que lo obligara a revisar sus ideas y aventurarse en la exploración intelectual a pesar de que muchos eran celebridades científicas o humanistas. Las horas se le iban en investigaciones inútiles, memorizando datos y escribiendo disertaciones que nadie revisaba. Sus románticas ideas sobre la vida de estudiante fueron barridas por una rutina sin sentido. No quería abandonar esa ciudad extravagante, a pesar de que por razones prácticas habría sido preferible vivir en San Francisco. La República Popular de Berkeley se le había metido bajo la piel, le gustaba perderse en esas calles donde pululaban swamis en túnicas de algodón, mujeres con aires de espíritus renacentistas, sabios sin asidero en la tierra, revolucionarios sin revolución, músicos callejeros, predicadores, locos, vendedores de chucherías, artesanos, policías y criminales. El estilo de la India predominaba entre los jóvenes, que deseaban alejarse lo más posible de sus padres burgueses. Se comerciaba de cuánto hay por calles y plazas: drogas, camisetas, discos, libros usados, adornos de pacotilla. El tráfico era un bochinche de autobuses cubiertos de graffiti, bicicletas, antiguos Cadillacs verde limón y rosa sandía y coches decrépitos de una empresa de taxis baratos para la gente normal y gratuitos para la gente especial, como vagabundos y manifestantes de alguna protesta. Para ganarse la vida, Gregory cuidaba niños después de las horas de clases, que recogía en la escuela y entretenía durante unas horas por la tarde, hasta que los padres regresaban a sus hogares. Al comienzo sólo contaba con cinco criaturas, pero pronto aumentó el número y pudo dejar su empleo de mozo en el pabellón de muchachas y de jardinero con Balcescu, compró un pequeño bus y contrató un par de ayudantes. Ganaba más dinero que cualquiera de sus compañeros y vista desde afuera la tarea era simpática, pero en la práctica resultaba agotadora. Los niños eran como de arena, todos iguales a la distancia, escurridizos cuando intentaba ponerles límites y pegajosos cuando quería sacudírselos de encima, pero les tomó cariño y en los fines de semana los echaba de menos. Uno de los chiquillos tenía talento para desaparecer; hacía tantos esfuerzos por pasar desapercibido que por lo mismo sería el único inolvidable en los años venideros. Una tarde se perdió. Antes de partir, Gregory siempre contaba a los chicos, pero en esa ocasión iba atrasado y no lo hizo. Su recorrido habitual lo condujo a la casa del chiquillo y al llegar se dio cuenta aterrado de que no estaba en el bus. Dio vuelta y enfiló como un celaje de regreso al parque, donde llegó cuando ya oscurecía. Corrió llamándolo a todo pulmón, mientras dentro del vehículo los demás lloriqueaban cansados, y por último voló a un teléfono a pedir socorro. Quince minutos más tarde había un destacamento de policías con linternas y perros, varios voluntarios, una ambulancia que esperaba por si acaso, dos periodistas, un fotógrafo y medio centenar de vecinos y curiosos observando detrás de los cordones. – Debe avisar a los padres–decidió el oficial. – ¡Dios mío! ¿Cómo se los voy a decir?

– Vamos, lo acompaño. Estas cosas pasan, a mí me ha tocado ver de todo. Después aparecen los cadáveres, mejor no describirlos, algunos violados… torturados… Nunca faltan pervertidos. Yo los mandaría a todos a la silla eléctrica.

A Reeves le flaquearon las rodillas, sentía náuseas. Al llegar se abrió la puerta y apareció en el umbral el mocoso perdido con la cara embadurnada de mantequilla de maní. Se había aburrido y prefirió irse a la casa a ver televisión, dijo. Su madre aún no había regresado del trabajo y no sospechaba que a su hijo lo daban por desaparecido. Desde ese día Gregory le amarró a su huidizo cliente una cuerda en la cintura, tal como hacía Inmaculada Morales con su madre loca; eso evitó nuevos problemas y desanimó cualquier idea de indepen dencia en los otros niños. Excelente idea, ¿qué importa si después tienen que pagar un psiquiatra para que les quite el complejo de perro faldero?, comentó Carmen cuando se lo contó por teléfono. Joan y Susan se mudaron a una antigua mansión bastante deteriorada, pero aún firme en sus pilares, donde inauguraron un restaurante vegetariano y macrobiótico que con los años sería el mejor de la ciudad. En su lugar se instaló en la casa una colonia de hippies que comenzó a crecer y multiplicarse a un ritmo veloz. Primero fueron dos parejas con sus niños, pero pronto la tribu aumentó, las puertas permanecían abiertas para quienes desearan llegar a ese oasis de drogas, modestas artesanías, yoga, música oriental, amor libre y olla común. Timothy Duane no soportó el revoltijo, la confusión y la mugre y alquiló un departamento en San Francisco, donde estudiaba medicina. Ofreció compartirlo, pero Reeves no se decidía a dejar el ático, a pesar de que también estudiaba en la ciudad y estaba harto con los hippies. Le molestaba encontrar extraños en su pieza, detestaba la música monótona de tamboriles, pitos y flautas, y montaba en cólera cuando desaparecían sus objetos personales. Paz y amor, hermano, le sonreían con, mansedumbre los llamados Hijos de las Flores cuando bajaba convertido en una fiera a reclamar sus camisas. Casi siempre regresaba con la cola entre las piernas al último rincón privado de su cuarto, sin el botín y sintiéndose como un podrido capitalista. Berkeley se había convertido en un centro de drogas y de rebelión, cada día aparecían nuevos nómades en busca del paraíso, llegaban en motos ruidosas, cacharros desvencijados y bu–ses adaptados como viviendas provisorias, acampaban en los parques públicos, copulaban dulcemente en las calles, se alimentaban de aire, música y yerba. El olor de la marihuana anulaba los demás aromas. Eran dos las revoluciones en marcha, una de los hippies que intentaban cambiar las leyes del universo con oraciones en sánscrito, flores y besos, y otra de los iconoclastas que pretendían cambiar las leyes del país con protestas, gritos y piedras. La segunda se avenía más al carácter de Gregory, pero no le quedaba tiempo para esas actividades y se le agotó el entusiasmo por las revueltas callejeras cuando comprendió que se habían convertido en un modo de vida, una especie de sufrido pasatiempo. Dejó de sentirse culpable cuando se quedaba estudiando en vez de provocar a la policía; consideraba más útil su silencioso trabajo casa por casa entre los negros del Sur durante los veranos. Cuando no había manifestaciones en apoyo a los derechos civiles, las había contra la guerra de Vietnam, rara vez pasaba un día sin algún altercado público. La policía usaba tácticas y equipos de combate para mantener un simulacro de orden. Se orga nizó una contraofensiva destinada a preservar los valores de los Padres de la Patria entre aquellos horrorizados con la promiscuidad, la revoltura y el desprecio por la propiedad privada. Se elevó un coro de voces en defensa del sagrado American Way Of Life. ¡Están demoliendo los fundamentos de la civilización cristiana occidental. ¡Este país acabará convertido en una Sodoma comunista y psicodélica, es lo que quieren estos desgraciados! ¡Los negros y los hippies mandarán el sistema al carajo!, parodiaba Timothy Duane a su padre y a otros señorones del Club. No eran los únicos en colocar a todos los disidentes en el mismo paquete; en esa simplificación solía caer también la prensa, a pesar de que bastaba una mirada superficial para ver las enormes diferencias. Los derechos civiles se fortalecían en la misma medida en que los hippies se desintegraban. La revolución contra el racismo avanzaba rotunda e inevitable, pero la de las flores era un sueño. Los hippies, embarcados en un viaje prodigioso con callampas alucinógenas, yerba, sexo y rock, poca cuenta se daban de sus propias debilidades y de la fuerza de sus enemigos, creían que la humanidad había entrado en una etapa superior y nada volvería a ser como antes. – No debemos subestimar la estupidez humana, unos cuantos chiflados se dan besos y se tatúan el pecho con palomas, pero te aseguro que de ellos no quedará ni rastro, se los devorará la historia, – aseguraba Duane. En las prolongadas conversaciones nocturnas de los dos amigos, él ponía siempre la nota escéptica, convencido de que la mediocridad derrotaría finalmente a los grandes ideales y por lo tanto no valía la pena entusiasmarse con la Era de Acuario ni con ninguna otra. Sostenía que era una pérdida de tiempo perder los veranos inscribiendo negros en los registros electorales, porque no se darían la molestia de votar o lo harían por los republicanos, sin embargo cada vez que se trataba de juntar fondos para las campañas de los derechos civiles, se las arreglaba para sacar un cheque de tres ceros a su madre. Defendía el feminismo como un magnífico invento porque lo liberaba de pagar la parte de la dama en una cita y de paso podía llevarla gratis a la cama, pero en la vida real no aprovechaba esas ventajas. Tenía una actitud cínica que chocaba y divertía a Gregory.

Libertad y dinero, dinero y libertad, profetizaba enigmático Balcescu, quien para entonces había adquirido un vocabulario algo más extenso en inglés, se había dejado crecer una coleta de mandarín en su cráneo afeitado, vestía como un campesino feudal ruso y enseñaba en el parque su propia filosofía a un grupo de seguidores. Duane atribuía el éxito del maestro jardinero a que nadie entendía de qué diablos estaba hablando y a su extraordinaria pericia para cultivar marihuana en tinas de baño y hongos mágicos en maceteros dentro de los armarios. El rumano tenía en su garaje una pequeña fábrica de ácido lisérgico, negocio floreciente que en poco tiempo lo convertiría en hombre rico. Aunque Gregory no trabajaba con él desde hacía años, habían mantenido una buena amistad basada en el amor por las rosas y los placeres de la comida. Balcescu tenía un instinto natural para inventar platos a base de ajo que nombraba de manera impronunciable y hacía pasar como típicos de su país. También le enseñó a cultivar rosas en barriles con ruedas, para que pudiera llevarlas consigo en caso de mudarse de casa o de emigrar. – ¡No pienso emigrar! – se reía Gregory.

– Nunca se sabe. Falta libertad, falta dinero ¿qué se hace? Emigrar – suspiraba el otro con patética expresión de nostalgia.

Samantha Ernst estudiaba literatura en los ratos libres, después de hacer su gimnasia y deportes. No había trabajado nunca y nunca lo haría. Ese año su padre se arruinó con una película millonaria sobre el Imperio de Bizancio que fue un fiasco monumental y destruyó en poco tiempo su propio imperio. Como todos sus hermanastros y madrastras, quienes hasta entonces habían disfrutado de la generosidad del productor de cine, Samantha debió arreglárselas sola, sin embargo no alcanzó a pasar necesidades porque Gregory Reeves estaba allí. Habían planeado el matrimonio para cuando él terminara sus estudios y consiguiera un trabajo seguro, pero la ruina del magnate precipitó las cosas y debieron adelantar la boda un par de años. Se casaron en una ceremonia tan privada que pareció secreta, con Timothy Duane y el instructor de tenis como únicos testigos, y luego dieron la noticia por teléfono a los parientes y amigos. Nora y Judy Reeves veían a Gregory una vez al año para el Día de Gracia, se sentían muy lejos de él y no les sorprendió no ser invitadas a la ceremonia, pero los Morales se ofendieron profundamente y dejaron de hablarle por un tiempo al «hijo gringo», como lo llamaban, hasta que el nacimiento de Margaret les ablandó el corazón y terminaron por perdonarlo. Gregory se trasladó a la casa de Samantha con sus pertenencias, incluidos los barriles de rosas, dispuesto a cumplir su sueño de una familia feliz. La vida de casados no resultó tan idílica como había imaginado, en realidad el matrimonio no resolvió ninguno de los problemas del noviazgo, sólo agregó otros, pero no se dejó apabullar y supuso que las cosas mejorarían cuando se recibiera de abogado, tuviera un trabajo normal y menos presiones. Su empresa de cuidar niños daba suficiente para ofrecer una existencia cómoda a su mujer, pero él no gozaba nada de ese bienestar. Su horario había degenerado en una verdadera carrera de obstáculos. Se levantaba al amanecer para hacer sus tareas, demoraba una hora en llegar a clases y otra en regresar, trabajaba por la tarde. Llevaba a los niños a museos, parques y espectáculos, y mientras los vigilaba con un ojo, con el otro estudiaba. Una vez por semana iba a la lavandería automática y al mercado, muchas noches ganaba unos dólares ayudando a Joan y Susan en el restaurante. Al fin de la jornada aparecía en su casa extenuado, se preparaba un trozo de carne a la parrilla, comía solo y seguía estudiando. A Samantha le repugnaba la vista de la carne cruda y el olor a asado, prefería no estar allí a la hora de la cena. Tampoco coincidían sus horarios, ella dormía hasta el mediodía y comenzaba sus actividades en la tarde; siempre tenía alguna clase por la noche: tambores africanos, yoga, danzas de Cambodia. Mientras su marido volaba cumpliendo con una infinidad de obligaciones, ella parecía siempre confundida, como si la mera existencia fuera una prueba titánica para su evasiva naturaleza. Con la convivencia no aumentó su interés por los juegos de amor y en la cama siguió tan indiferente como antes, con el agravante de que ahora tenían más oportunidades de estar juntos y menos pretextos para la frialdad. Gregory intentó practicar los consejos de sus manuales, a pesar de que se sentía bastante ridículo en el ejercicio de maromas eróticas que Samantha no apreciaba para nada. Ante los escasos resultados de sus esfuerzos supuso que las mujeres no sienten gran entusiasmo por ese asunto, salvo Ernestina Pereda, que constituía una feliz excepción. Ignoró las incontables publicaciones probando lo contrario y mientras el mundo occidental descubría la torrentosa líbido femenina, él se dispuso a reemplazar la pasión por la paciencia, aunque no renunció del todo a la idea de conducir a Samantha poco a poco hacia los pecaminosos jardines de la lujuria, como llamaba Timothy Duane, con su atormentada conciencia católica, a la pura y simple diligencia sexual.


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