Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Se hicieron buenos amigos. A Reeves le gustaba pasar los sábados en su compañía, lo visitaba en el sórdido cuarto de la pensión donde vivía, otras veces salían de paseo al cine, y al caer la tarde se despedía para ir con Carmen a los salones de baile. Tiempo después Cyrus lo citó en un parque con el pretexto de discutir filosofía y compartir una merienda. Lo esperaba con una cesta donde asomaba un pan y el cuello de una botella, lo condujo del brazo a un sitio aislado, donde nadie pudiera escucharlos, y allí le anunció en susurros que estaba dispuesto a revelarle un secreto de vida y muerte. Después de hacerlo jurar que jamás lo traicionaría, le confesó solemne su afiliación al Partido Comunista. El muchacho no tenía claro el significado de tal confidencia, a pesar de que estaban en plena época de la caza de brujas desencadenada contra las ideas liberales, pero imaginó que debía ser algo contagioso y de tan mala reputación como las enfermedades venéreas. Hizo algunas indagaciones que sólo contribuyeron a oscurecer más el panorama. Su madre le ofreció una respuesta vaga sobre Rusia y la masacre de una cierta familia real en un palacio de invierno, todo tan distante que le resultó imposible relacionarlo con su lugar y su tiempo. Cuando lo mencionó donde los Morales, Inmaculada se persignó espantada, Pedro le prohibió decir groserías en su casa y lo previno contra el desatino de meterse en asuntos que no eran de su incumbencia. La política es un vicio, la gente honesta y trabajadora no la necesita para nada, – determinó–El Padre Larraguibel, cuya inclinación hacia lo tremebundo aumentaba con los años, acusó a los comunistas de ser el AntiCristo en persona y enemigos naturales de los Estados Unidos. Aseguró que hablar a uno de ellos constituía una automática traición a la cultura cristiana y a la patria, puesto que todo lo dicho era de inmediato remitido a Moscú para fines diabólicos. Cuidado, puedes verte en líos con la autoridad y acabar en la silla eléctrica, en cuyo caso bien merecido lo tendrías, por ser tan pendejo, los rojos son ateos, bolcheviques y mala gente, no tienen nada que hacer en este país; que se vayan a Rusia si eso es lo que les gusta–concluyó con un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar su taza de café con brandy-. Gregory comprendió que Cyrus le había dado la mayor prueba de amistad al contarle su secreto y a cambio se dispuso a no defraudarlo en el camino intelectual recién emprendido. El hombre, cultivó en él la pasión por ciertos autores y cada vez que Gregory formulaba una pregunta, lo mandaba a buscar la información por sí mismo, así aprendió a usar enciclopedias, diccionarios y otros recursos de la biblioteca. Si todo lo demás falla, revisa los periódicos antiguos, le aconsejó. Ante sus ojos se abrió un vasto horizonte, por primera vez le pareció posible salir del barrio, no estaba condenado a permanecer allí enterrado por el resto de sus días, el mundo era enorme, se le despertó la curiosidad y el deseo de vivir las aventuras que antes le bastaba ver en el cine. Cuando estaba libre de la escuela y del trabajo permanecía horas con su maestro, subiendo y bajando en el ascensor, hasta que lo vencía el mareo y salía a trastabillones a respirar aire puro. En las noches cenaba con los Morales y de paso ayudaba a Carmen en sus tareas, porque era pésima alumna, luego iba donde Olga y llegaba a su casa cuando Judy y su madre estaban dormidas. A veces, durante los fines de semana, buscaba la compañía de Nora para comentar sus lecturas, pero su relación se enfriaba día a día y no volvieron a disfrutar las conversaciones de los tiempos del camión bohemio, cuando ella le contaba argumentos de óperas y le descifraba los misterios del firmamento en las noches estrelladas. Con su hermana tenía muy poco en común y habría debido ser muy distraído para no percibir su firme hostilidad. En esos años la cabaña se había vuelto a deteriorar, las maderas crujían y se llovía el techo, pero el terreno se había valorizado con el avance de la ciudad en esa dirección. Pedro Morales sugirió vender la propiedad y que los Reeves se instalaran en un apartamento pequeño, donde los gastos serían menores y la manutención más fácil, pero Nora temía que su marido se perdiera en el traslado.
– Los muertos necesitan un hogar fijo, no pueden estar mudándose de un lado para otro. También las casas necesitan un muerto y un nacimiento. Un día nacerán aquí mis nietos–decía. Aparte de Olga, con quien compartía la prodigiosa intimidad de los amantes impúdicos, Carmen Morales era la persona más cercana a Gregory. Una vez que Olga le tranquilizó los instintos, pudo contemplar las prominencias de su amiga sin sufrir incómodos descalabros. Deseaba para ella un destino menos sórdido que el de las mujeres de su barrio, maltratadas por los maridos, abatidas por los hijos y pobres de solemnidad. creía que con un poco de ayuda podría terminar la escuela y estudiar un oficio. Trató de iniciarla en la lectura, pero ella se aburría en la biblioteca, detestaba los estudios y no demostraba el menor interés en las noticias de los periódicos.
– Si leo más de media página me duele la cabeza. Mejor lees tú y me cuentas… – se disculpaba cuando la acorralaba entre un libro y la pared.
– Es porque tiene los pechos grandes. A más senos, menos cerebro, es una ley de la naturaleza, por eso las desdichadas mujeres son como son–le explicó Cyrus a Gregory.
– ¡Ese viejo es un cretino! – estalló Carmen cuando lo supo, y a partir de ese día usaba sostenes con rellenos por simple espíritu de desafió, con tan espectaculares resultados que nadie en el vecindario dejó de comentar lo bien que se estaba desarrollando la menor de los Morales.
No sólo sus senos llamaban la atención, había dejado atrás su aspecto de ratón diligente y se estaba convirtiendo en una muchacha explosiva en torno a quien revoloteaban los pretendientes, pero sin atreverse a cruzar la delicada frontera del honor, porque al otro lado estaban Pedro Morales y sus cuatro hijos, todos macizos, determinados y celosos. En apariencia no era distinta a otras chicas de su edad, le gustaban las fiestas, escribía pensamientos románticos y versos copiados en un diario de vida, se enamoraba de los actores de cine y coqueteaba con cuanto muchacho se encontraba a su alcance, siempre que lograra eludir la vigilancia de su familia y de Gregory, posesionado del papel de caballero andante. Sin embargo, a diferencia de otras jóvenes, poseía una turbulenta imaginación que más tarde la salvaría de una existencia banal.
Un jueves, a la salida de la escuela, Gregory y Carmen se encontraron en la calle frente a Martínez y tres de sus pandilleros. El flujo de jóvenes que salía del edificio se detuvo un instante y luego se desvió para evitarlos, no fueran a considerarlo una provocación, pero Martínez había visto a la muchacha el sábado anterior en un salón de baile y la estaba esperando con la soberbia de quien se sabe más fuerte. Ella se detuvo en seco y lo mismo hicieron los otros alumnos a su alrededor, que percibieron la amenaza en el aire y fueron incapaces de reaccionar; Martínez había crecido mucho para su edad, era un gigante insolente con bigotillo de galán, algunos tatuajes a la vista, vestido de pachuco, el pelo pegado de pomada en dos copetes levantados, pantalones con pliegues en la cintura, zapatos con remaches de metal en las puntas, chaqueta de cuero y camisa morada. – Ándale, chulita, dame un beso… – dio un par de pasos y tomó a Carmen por la barbilla.
De un manotazo ella lo apartó y los ojos del otro se achicaron al tamaño de dos rayas. Gregory cogió a su amiga del brazo y trató de sacarla de aquella encerrona cobarde, pero la pandilla bloqueaba el paso y no había a quién recurrir; en la calle se había abierto un terrible vacío, los otros muchachos retrocedieron a distancia prudente en un amplio semicírculo y al centro sólo quedaron ellos y los agresores. – A ti te conozco, hijo de la chingada–se burló Martínez empujando ligeramente a Gregory, y agregó para sus secuaces-: Este es el pinche gringo maricón que les conté.
Sin soltar a Carmen, Gregory volvió a intentar una maniobra de escape, pero Martínez avanzó amenazante y entonces comprendió que había llegado el momento tan temido, ya no era posible evadir aquella amenaza que siempre estuvo acechándolo. Respiró profundo, tratando de controlar su terror, obligándose a pensar, calculando que se encontraba solo, porque ninguno de sus camaradas acudiría en su defensa y que los otros eran cuatro y seguro tenían cuchillos o manoplas. El odio le volvió como una oleada caliente, desde el fondo del vientre hacia la garganta, los recuerdos acudieron en tropel, atur–diéndolo, y por un momento perdió la visión y el entendimiento y se hundió en un lodazal oscuro. La voz de Carmen lo devolvió a la calle. – No me toques, cabrón–y se defendía de las manos de Martínez mientras los otros se reían.
Gregory empujó a Carmen a un lado y se enfrentó con su enemigo, las caras a pocos centímetros, los puños listos, los ojos llenos de rencor, jadeando.
– ¿Qué es lo que quieres, gringo puto … ? ¿Tienes ganas de que te culee de nuevo o prefieres tirar chingazos conmigo? – musitó Martínez con voz lenta y suave, como si le hablara de amor. – ¡Chinga tu madre! Cuatro de tus matones contra uno solo y desarmado es bien fácil–replicó Gregory.
– ¡Ja! órale, pues, carnales. Esto será entre los dos solos–ordenó Martínez a los suyos.
– No quiero una pelea de chavos. Lo que yo quiero es un duelo a muerte–masculló Gregory con los dientes apretados. – ¿Qué chingadera es ésa?
– Lo que oíste, pocho desgraciado–y Gregory levantó la voz para que todos en la calle pudieran escucharlo-. Dentro de tres días, detrás de la fábrica de cauchos, a las siete de la tarde.
Martínez lanzó unas miradas a su alrededor, sin comprender muy bien de qué se trataba y los pandilleros se encogieron de hombros, todavía burlones, mientras el círculo de curiosos se cerraba un poco, porque nadie quería perder palabra de lo que estaba sucediendo. – ¿Cuchillo, garrote, cadena o pistola? – preguntó Martínez incrédulo. – El tren–replicó Gregory. – ¿Y qué hay con el chingado tren? – Vamos a ver quién tiene más huevos.
Y Gregory cogió a Carmen de la mano y se alejó por la calle, dándole la espalda con el fingido desprecio de un torero por la bestia que aún no ha derrotado, caminando de prisa, para que nadie oyera el retumbar de su corazón.
Hacía varios años que yo corría contra el tren, primero con la intención de morirme y después nada más que para tomarle el gusto a la vida. Pasaba rugiendo cuatro veces al día como un dragón en estampida, alborotando el viento y el silencio. Lo esperaba siempre en el mismo lugar, un terreno baldío y plano, donde en algunas temporadas se acumulaban chatarra y basura y en otras, cuando lo limpiaban, iban los niños a jugar a la pelota. Primero me llegaba el pitazo lejano y el rumor de las máquinas, después lo veía aparecer, un formidable culebrón de hierro y ruido. Mi desafió era calcular el momento exacto para cruzar la línea delante de la locomotora, aguardar hasta el último instante, tenerlo casi encima, correr entonces como un desesperado y alcanzar el otro lado de un salto. La vida dependía del menor error, una leve vacilación, un tropiezo en el riel, la destreza de mis piernas y mi sangre fría. Podía distinguir los diferentes trenes por el estrépito de las máquinas, sabía que el primero de la mañana era el más lento y el de las siete quince el más veloz. Me sentía bastante seguro, pero como no lo había toreado en un buen tiempo, fui a ensayar con cada uno que pasó en los días siguientes, acompañado por Carmen y Juan José, para medir los resultados. La primera vez que me vieron hacerlo se les cayó el cronómetro de las manos y Carmen se puso a gritar sin control, por suerte no la oí hasta después que pasó la máquina, porque seguro habría titubeado y ahora no estaría contando el cuento. Descubrimos el mejor lugar para la carrera, allí donde los rieles se veían con claridad; quitamos las piedras y marcamos la distancia con una raya en el suelo, acortándola en cada intento, hasta que no fue posible reducirla más, el tren me rozaba la espalda. En la tarde era más difícil porque a esa hora esta ba casi oscuro y las luces de la locomotora encandilaban. Supongo que Martínez también se ejercitó en otra parte, donde nadie lo vio y su orgullo desmesurado quedó a salvo; delante de sus compinches no podía demostrar la menor preocupación por el duelo, debía aparentar desprecio absoluto por el peligro, a lo mero macho. Yo contaba con ello para sacarle ventaja, porque durante mis años en la jungla del barrio aprendí a aceptar con humildad el miedo, ese incendio en el estómago que a veces me atormentaba durante varios días seguidos.
El domingo señalado ya se había corrido la voz en la escuela y a las seis y media había una hilera de automóviles, motos y bicicletas estacionados en el sitio baldío y una cincuentena de mis compañeros, sentados en el suelo cerca de las líneas esperaban el comienzo del espectáculo. La fábrica de cauchos estaba cerrada, pero en el aire todavía flotaba el olor nauseabundo de la goma caliente. Había un ambiente de fiesta. algunos habían llevado meriendas, unos cuantos bebían whisky y ginebra disimulados en botellas de refresco, varios cargaban cámaras fotográficas. Carmen evitó la algazara, se mantuvo apartada de los demás, rezando. Me había rogado que no lo hiciera, es preferible pasar por cobarde que perder la vida en un suspiro, después de todo Martínez no me hizo nada, este duelo es una aberración, un pecado, Dios nos va a castigar a todos, me suplicó. Le expliqué que esto nada tenía que ver con el incidente en la calle; no era ella la causante sino sólo el pretexto, se trataba de deudas muy antiguas imposibles de contar, cosas de hombres. Me colgó al cuello un pequeño rectángulo de trapo bordado.
– Es el escapulario de la Virgen de Guadalupe que mi madre traía puesto cuando vino de Zacatecas. Es muy milagroso… A las siete en punto aparecieron cuatro destartalados automóviles, pintarrajeados con el color morado de los los Carniceros, acarreando a la pandilla, que acudió a respaldar a Martínez. Pasaron entre nosotros haciendo el saludo de la mano engarfiada ante la cara y tocándose el sexo, en gesto de provocación. Imaginé que si las cosas no resultaban bien se armaría un tremendo lío y mi grupo de amigos, aunque más numeroso, no era en ningún caso un adversario temible para ellos, habituados a dar guerra y armados. Tuve que mirar dos veces para distinguir a Martínez, porque todos parecían iguales. Los mismos peinados a la gomina, chaquetas, adornos y balanceos provocativos al caminar. No había renunciado a su ropa de chulo, ni siquiera a sus zapatos de tacón alto, en cambio yo vestía con comodidad–en ese tiempo sólo podía comprar ropa de segunda mano en el bazar de la iglesia–y me había puesto zapatillas de gimnasia. Revisé mis ventajas: yo era más rápido y liviano, en realidad en una carrera mano a mano no podía ganarme, pero esto era un desafió a la muerte y en el último instante contaba más el atrevimiento que la destreza. En la escuela primaria él era buen atleta, en cambio yo siempre fui mediocre en los deportes, pero traté de no pensar en ello. – A las siete quince en punto pasa el expreso. Corremos al mismo tiempo separados por tres pasos largos para que no puedas empujarme, cabrón, yo más cerca del tren, te doy ese regalito si quieres – grité para que todos escucharan. – No necesito ventaja, pinche gringo mariposa.
– Elige entonces: corres más cerca del tren o partes más atrás. – Salgo más atrás.
Con un palo marqué dos rayas en el suelo, mientras tres pandilleros y algunos de mis compañeros, encabezados por Juan José Morales, cruzaban el riel para controlar el duelo desde el otro lado. – Tan cerca? ¿Tienes miedo, maricón? – se burló desdeñoso Martínez. Había calculado su reacción, borré las rayas con el pie y las tracé de nuevo más atrás. Juan José Morales y un pandillero midieron los pasos de separación y en ese momento escuchamos el pitazo del tren. Todos los espectadores se adelantaron, la pandilla a la izquierda, en un bloque compacto, mis compañeros a la derecha. Carmen me dio una última mirada animosa, pero la vi descompuesta. Nos colocamos en las marcas, toqué el escapulario disimuladamente y luego cerré por completo la mente a todo lo que me rodeaba, concentrándome en mí mismo y en esa mole de hierro que se precipitaba, contando los segundos, el cuerpo tenso, atento al estrépito que crecía, yo solo frente al tren, como tantas veces antes había estado. Tres, dos, uno ¡ahora! y sin tener conciencia de lo que hacía sentí un bramido salvaje en las entrañas, las piernas salieron disparadas por impulso autónomo, un corrientazo formidable me recorrió por completo, los músculos estallaron en el esfuerzo y el pavor me cegó con un velo de sangre. El clamor del tren y mi propio alarido se me metieron bajo la piel, invadiéndome enteramente, me convertí en un solo terrible rugido. Vislumbré las luces inmensas que se me venían encima, me ardió la piel con el calor de los motores y del aire partido en dos por esa gigantesca flecha, las chispas de las ruedas metálicas contra los rieles me dieron en la cara. Hubo un instante que duró un milenio, una fracción de tiempo congelada para siempre, y quedé suspendido en un abismo inconmensurable, flotando delante de la locomotora, un pájaro petrificado en pleno vuelo, cada partícula del cuerpo extendida en el último salto hacía adelante, la mente detenida en la certeza de la muerte.
No sé lo que ocurrió enseguida. Sólo recuerdo que desperté rodando al otro lado de los rieles con náuseas, extenuado, aspirando a todo pulmón el olor a metal caliente, aturdido por el fragor furioso de la enorme bestia que pasaba y pasaba, larguísima, interminable, y cuando acabó por fin de alejarse, sentí un silencio anormal, un vacío absoluto. y la oscuridad me envolvió entero. Un siglo después Carmen y Juan José me tomaron de los brazos para ponerme de pie. – Levántate. Gregory, vámonos de aquí antes que llegue la policía… Y entonces tuve un chispazo de lucidez y alcancé a ver en la penumbra de la tarde cómo los muchachos escapaban corriendo hacia la carretera, cómo salían disparados los coches morados de los pandílle–ros, cómo no quedaba un alma en el lugar más que Carmen, Juan José y yo, salpicado de sangre, y los pedazos de Martínez repartidos por todos lados.
Segunda Parte
Tanto se repitió de boca en boca el duelo del tren, adornado hasta alcanzar proporciones fantásticas, que Gregory Reeves pasó a ser un héroe entre sus compañeros. Algo fundamental cambió en su carácter entonces, creció de golpe y perdió esa especie de candor angélico, causante de tantos sinsabores y palizas, adquirió seguridad y por primera vez en años se sintió bien en su piel, ya no deseaba ser moreno como los demás del barrio, empezaba a evaluar las ventajas de no serlo. En la escuela secundaria había cerca de cuatro mil alumnos provenientes de diferentes sectores de la ciudad, casi todos blancos de clase media. Las muchachas usaban el pelo recogido en cola de caballo, no decían malas palabras ni se pintaban las uñas, frecuentaban la iglesia y algunas ya tenían aire de inamovibles matronas, como sus madres. No perdían ocasión de besarse con el novio de turno en la última fila del cine o en el asiento trasero de un coche, pero no lo comentaban. Ellas soñaban con un diamante en el anular y entretanto los muchachos aprovechaban su libertad mientras pudieran, antes de que el rayo fulminante del amor los domesticara. Vivían su última oportunidad de relajo, de juegos y deportes bruscos, de aturdirse de alcohol y velocidad, un período de travesuras viriles, algunas inocuas como robarse el busto de Lincoln de la oficina del rector, y otras no tanto, como atrapar a un negro, un mexicano o un homosexual para embadurnarlo de excremento. Se burlaban del romanticismo, pero lo utilizaban para conseguir pareja. Entre ellos hablaban de sexo sin parar, pero muy pocos tenían ocasión de practicarlo. Por pudor Gregory Reeves nunca mencionó a Olga entre sus amigos. En la escuela se sentía a sus anchas, ya no estaba segregado por su color, nadie conocía su casa ni su familia, se ignoraba que su madre recibía un cheque de la Beneficencia Social. Era de los más pobres, pero siempre tenía algo de dinero en el bolsillo porque trabajaba, podía invitar a una chica al cine, no le faltaba para una ronda de cervezas o una apuesta y en el último año la bonanza le alcanzó para un automóvil bastante machucado, pero con un buen motor. La escasez sólo se percibía en los pantalones brillosos, las camisas gastadas y la falta de tiempo libre. Parecía mayor, era delgado, ágil y tan fuerte como lo había sido su padre, se creía guapo y actuaba como si lo fuera. En los años siguientes sacó provecho a la leyenda de Martínez y su conocimiento de las dos culturas en las cuales había crecido. Las extravagancias intelectuales de su familia y su amistad con el ascensorista de la biblioteca le desarrollaron la curiosidad; en un lugar donde los hombres apenas leían la página deportiva de los periódicos y las mujeres preferían los chismes de artistas de Hollywood, él había leído por orden alfabético a los más notables pensadores desde Aristóteles hasta Zoroastro. Tenía una visión del mundo deformada, pero en cualquier caso más amplia que la de los demás estudiantes y de varios profesores. Cada nueva idea lo deslumbraba, creía haber descubierto algo único y sentía el deber de revelarlo al resto de la humanidad, pero pronto se dio cuenta de que la exhibición de conocimientos caía como una patada de mula entre sus compañeros. Con ellos se cuidaba, pero ante las muchachas no podía evitar la tentación de lucirse como un funámbulo de la palabra. Las infatigables discusiones con Cyrus le enseñaron a defender sus ideas con pasión, su maestro le desbarataba todo intento de marearlo a punta de elocuencia, más fundamento y menos retórica, hijo, le decía, pero Gregory comprobó que sus trucos de orador funcionaban bien con otras personas. Sabía colocarse siempre a la cabeza del grupo, los otros se acostumbraron a abrirle paso y como la modestia no era una de sus virtudes, naturalmente se imaginó lanzado en una carrera política. – No es mala idea. De aquí a unos años el socialismo habrá triunfado en el mundo y podrás ser el primer senador comunista de este país – lo entusiasmaba Cyrus en cuchicheos secretos en la bodega de la biblioteca, donde por años había intentado, sin grandes resultados, sembrar en la mente de su discípulo su encendida pasión por Marx y Lenin. A Reeves esas teorías le resultaban incuestionables desde el punto de vista de la justicia y la lógica, pero intuía que no tenían la menor posibilidad de triunfar, por lo menos en su mitad del planeta. Por otra parte, la idea de hacer fortuna le parecía más seductora que la de compartir la pobreza por igual, pero jamás se habría atrevido a confesar tan mezquinos pensamientos.
– No estoy seguro de que quiero ser comunista–se defendía con prudencia.
– ¿Y qué vas a ser entonces, hijo? – Demócrata, por ejemplo…
– No hay ninguna diferencia entre demócratas y republicanos ¿cuántas veces tengo que explicártelo? En fin, si quieres llegar al Senado debes empezar ahora mismo. Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Tienes que ser presidente de los estudiantes. – Estás loco, Cyrus, soy el más pobre de la clase y hablo inglés como un chicano. ¿Quién votaría por mí? No soy ni gringo ni latino, no represento a nadie.
– Por eso mismo puedes representarlos a todos–y el viejo le prestó El Príncipe, y otras obras de Nicolás Maquiavelo para que aprendiera sobre la naturaleza humana. A las tres semanas de lectura superficial Gregory Reeves regresó bastante confundido.
– Esto no me sirve de nada, Cyrus. ¿Qué relación hay entre los italianos del siglo XV y los atorrantes de mí escuela? – ¿Es todo lo que me puedes decir de Maquiavelo? No has entendido nada, eres un ignorante. No mereces ser secretario de un preescolar, mucho menos presidente de los alumnos de la secundaria. El muchacho volvió a meter la nariz en los libracos, esta vez con mayor dedicación, y poco a poco el rayo iluminador del estadista florentino atravesó cinco siglos de historia, la distancia de medio mundo, las barreras culturales y las brumas de un cerebro juvenil para revelarle el arte del poder. Tomó notas en un cuaderno que tituló modestamente Yo Presidente» y que resultó profético, porque gracias a las estrategias de Maquiavelo, a los consejos de su maestro y a las manipulaciones de^ inspiración propia logró ser elegido por una abrumadora mayoría. Ése fue el primer año sin problemas raciales en la escuela, porque alumnos y profesores trabajaron al unísono, convencidos por Reeves de que navegaban en el mismo bote y a nadie le convenía remar en direcciones contrarias. También organizó el primer baile en calcetines, ante el escándalo de la Junta Directiva, que lo consideró el paso definitivo hacia una orgía romana, pero nada pecaminoso ocurrió, fue una fiesta inocente donde sólo los zapatos se quitaron los participantes. El nuevo presidente estaba decidido a dejar un recuerdo imborrable en los anales de la institución y a iniciarse en el camino hacia la Casa Blanca, pero la tarea resultó más ardua de lo calculado. Además de las responsabilidades del cargo ayudaba en la cocina de una taquería hasta muy entrada la noche, los fines de semana reparaba cauchos en el garaje de Pedro Morales y los veranos partía de bracero a recoger fruta en los campos. Su existencia transcurría tan ocupada que se salvó del alcohol, las drogas, las apuestas en el juego y las competencias de velocidad en las que varios de sus amigos dejaron buena parte de su inocencia, cuando no la salud y hasta la vida.
Las muchachas se convirtieron en su idea fija, manifestada a veces como un aturdimiento feliz capaz de hacerlo olvidar hasta su propio nombre, pero en general era sólo un martirio de sopa caliente en las venas y de obscenidades comunes en la mente. Con delicadeza, porque le tenía mucho cariño, pero con determinación irrevocable, Olga lo desterró de su cama con el pretexto de que ya era hora de buscar otros consuelos. Se sentía muy vieja para esos trotes, dijo, pero en realidad se había enamorado de un camionero, diez años más joven que ella, quien solía visitarla entre viaje y viaje. Esa matrona de indómito espíritu acabó zurciéndole las calcetas y aguantándole las mañas durante varios años a un amante de mala catadura, hasta que en una de sus travesías el hombre se desvió del camino para seguir a otro amor y nunca más regresó. Por otra parte, los encuentros entre Olga y Gregory habían perdido el atractivo de la novedad y el encanto de lo inconfesable, habían degenerado en una discreta gimnasia entre una abuela y su nieto. Olga fue reemplazada por Ernestina Pereda, compañera de Gregory en la primaria que ahora trabajaba en un restaurante. Con ella imaginaba el amor, ilusión que se disipaba a los pocos minutos, dejándole un sabor de culpa. Posiblemente era el único amante de Ernestina con tales escrúpulos, pero para derrotarlos habría tenido que traicionar su naturaleza romántica y los principios de caballerosidad aprendidos de su madre y de sus lecturas, no deseaba aprovecharse de ella, como tantos otros, pero tampoco era capaz de mentirle amor. Aún no se perfilaban en el horizonte los cambios en las costumbres que convertirían el sexo en un saludable ejercicio sin riesgo de embarazo ni obstáculo de culpa. Ernestina Pereda era uno de esos seres destinados a explorar el abismo de los sentidos, pero le tocó nacer quince años demasiado pronto cuando las mujeres debían escoger entre la decencia y el placer y ella no tenía valor para renunciar a ninguno de los dos. Desde que podía acordarse vivió deslumbrada por las posibilidades de su cuerpo, a los siete años había convertido el baño de la escuela en su primer laboratorio y a sus compañeros en conejillos de indias, con los que investigó, hizo experimentos y llegó a sorprendentes conclusiones. Gregory no escapó a semejante afán científico. los dos se escabullían a la sórdida intimidad del baño para explorarse con la me jor buena voluntad, juego que habría continuado indefinidamente si la brutalidad de Martínez y su banda no lo hubiera cortado en seco. En un recreo se treparon en un cajón para espiarlos, los descubrieron jugando al doctor y armaron tal escándalo de burlas, que Gregory cayó enfermo de vergüenza por una semana y no volvió a intentar esas diversiones hasta que Olga lo rescató de su turbación. Para entonces Ernestina Pereda había tenido innumerables experiencias, no quedaba muchacho en el barrio que no hiciera alarde de conocerla, algunos con justificada razón, pero muchos por simple fanfarronada. Gregory procuraba no pensar en tal promiscuidad, sus encuentros carecían de artificios sentimentales, pero siempre contaron con una elemental cortesía. El amor se le presentaba a cada rato en forma de pasiones efímeras por algunas chicas de los alrededores, con quienes no podía practicar las piruetas de perdición del repertorio de Olga ni los caracoleos frenéticos de Ernestina Pereda. No tenía dificultad en conseguir mujeres, pero nunca se sentía suficientemente amado, el afecto que recibía era apenas un reflejo deslucido de la pasión total en que se consumía. Le gustaban delgadas y altas, pero cedía sin oponer mayor resistencia ante cualquier tentación del sexo opuesto, aunque fuera más bien rechoncha, como era el caso de las latinas del barrio. Sólo a Carmen descartaba como inspiración de sus desva–ríos eróticos, a ella la consideraba su compinche y sus atributos femeninos no alteraban en nada su prístina camaradería. Sin embargo eran de temperamentos diferentes y poco a poco se había creado un abismo intelectual entre ambos. Con ella compartía confidencias, bailes y cine, pero resultaba inútil comentarle sus lecturas o las inquietudes sociales y metafisicas sembradas en su corazón por Cyrus. Cuando excursionaba por esos senderos su amiga no se daba el trabajo de halagarlo con fingido interés, lo congelaba con una mirada de hielo y le ordenaba dejarse de pendejadas. Con otras mujeres no tenía mejor acogida, las atraía al comienzo por su prestigio de salvaje y de buen bailarín, pero pronto se cansaban de sus apremios y partían comentando que era un pedante lleno de aires, incapaz de tener las manos quietas, cuidado con aceptarle un paseo a solas en su cacharro, primero te aburre con una jerigonza de candidato y luego intenta sacarte el sostén, pero aun así a Reeves no le faltaban aventuras amorosas. Juan José Morales opinaba que no valía la pena intentar comprender a las mujeres, eran objetos de lujuria y perdición, como aseguraban el cancionero latino y el Padre Larraguibel cuando se inflamaba de celo católico. Para los machos del barrio había sólo dos clases de mujeres, unas como Ernestina Pereda y otras intocables destinadas a la maternidad y el hogar, pero de nin guna había que enamorarse, eso convierte al hombre en esclavo, cuando no en cornudo. Gregory jamás se conformó con esas premisas y en los treinta años siguientes persiguió sin tregua la quimera del amor perfecto, tropezando incontables veces, cayendo y volviendo a levantarse, en una interminable carrera de obstáculos, hasta que renunció a la búsqueda y aprendió a vivir en soledad. Y entonces, por una de esas irónicas sorpresas de la existencia, encontró el amor cuando ya no pensaba hallarlo. Pero ésa es otra historia. Las aspiraciones senatoriales de Gregory Reeves terminaron abruptamente al día siguiente de su graduación de la secundaria, cuando Judy le preguntó qué pensaba hacer con su destino porque ya era hora de salir de la casa de su madre, donde los tres vivían bastante incómodos.