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El plan infinito
  • Текст добавлен: 14 октября 2016, 23:46

Текст книги "El plan infinito"


Автор книги: Isabel Allende



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Pedro Morales había muerto hacía algunos años. Cuando presintió el fin se negó a ir al hospital y no quiso que le prolongaran la vida con recursos artificiales; pensó que las cuentas médicas arruinarían a la familia y su mujer quedaría en la calle. Trabajó una vida para sacar adelante a su pequeña tribu y no deseaba perjudicarlos en su última hora. Estaba muy orgulloso de los suyos, sobre todo de Carmen y de su nieto Da¡, en quien veía la reencarnación de su hijo Juan José. Se fue al otro mundo sin dejar cabos sueltos, con la sensación de haber cumplido sin apurar al destino.

Inmaculada ayudó a su marido en el último trance y después consoló a los afligidos hijos, nueras y nietos. Al desaparecer el patriarca no se desmembró la familia, porque ella mantuvo bien atados los lazos del afecto y de la ayuda mutua. Después del entierro decidió quedarse con Carmen por un tiempo y en pocas semanas repartió sus pertenencias y vendió la casa.

Durante años había puesto el alma en juntar esos muebles y adornos, testigos de su prosperidad, pero al perder a su marido nada material tenía significado para ella. Uno pasa la primera parte de la vida juntando cosas y la segunda tratando de desprenderse de ellas, decía. Sólo conservó la cama que había compartido con Pedro Morales durante medio siglo, porque en ella deseaba morir un día. La mujer había cambiado poco, estaba congelada en una edad indefinida, la fortaleza de su raza indígena parecía protegerla del desgaste del cuerpo y las fallas de la memoria, nunca había estado más lúcida, era una vieja firme y diligente, inmune al cansancio, la debilidad o la mala salud.

Se hizo cargo de los asuntos domésticos de Carmen con fervor militante, había criado seis hijos en la estrechez de un barrio pobre y esa casa llena de comodidades no representaba ningún desafío para ella.

Costó mucho impedirle que se partiera la espalda lavando ropa o batiendo huevos; era partidaria de mantener las manos siempre ocupadas, el ocio produce enfermedades, decía para justificarse cuando la encontraban encaramada en una escalera lavando ventanas o a gatas poniendo trampas para los mapaches, que habían formado una colonia en los fundamentos de la casa. Seguía cocinando manjares mexicanos que sólo Da¡ y ella saboreaban porque Carmen vivía a dieta, se levantaba al amanecer para regar su huerto de verduras y hierbas aromáticas, limpiar, cocinar y lavar, y era la última en irse a la cama, después de llamar por teléfono a cada uno de sus hijos a diferentes ciudades del país; no era mujer de renunciar a seguir la pista de cerca a sus descendientes. Tenía muy arraigado el hábito de servidumbre como para modificarlo en la vejez, pero era la primera en burlarse de sus afanes domésticos. Años antes aplaudió secretamente a Carmen cuando regresó de sus viajes convertida en una «gringa liberada», como mascullaba Pedro Morales. Que su hija se ganara la vida mejor que sus hermanos le producía un íntimo deleite; compensaba su propia vida de–agachar la cabeza ante los hombres.

Carmen obligó a su madre a usar máquinas modernas, compraba las tortillas en bolsas plásticas y le abrió una cuenta en el banco, que ella trataba con el mismo respeto destinado a su libro de misa.

Inmaculada fue la primera en adivinar que Daí había entrado en la fase del amor no correspondido y se lo transmitió a su hija. – Cuéntamelo todo–ordenó Carmen al muchacho en el restaurante. Daí trató de escabullirse, pero lo traicionaron el aire de desamparo y el rubor, era de piel morena y el bochorno le daba un cierto tono de berenjena. Su madre no le dejó escapatoria y a los postres no tuvo más remedio que confesar, atarantado de pastel de chocolate y revolcándose en la silla, que no podía dormir ni estudiar ni pensar ni vivir, se le iban las horas sentado junto al teléfono esperando una llamada que nunca llegaba, y qué hago, mamá, seguro me desprecia porque no soy blanco ni juego fútbol, para qué habré nacido, para qué me fuiste a buscar a Vietnam y me criaste tan distinto a los demás, no conozco los nombres de los grupos de rock y soy el único estúpido que le dice asiáticos a los orientales y afroamericanos a los negros, que se preocupa de los agujeros en la capa de ozono, los mendigos en la calle y la guerra contra Nicaragua. El único políticamente correcto de mi maldita escuela, a nadie le importa un carajo todo eso, mamá, la vida es una mierda, y si Karen no me llama hoy te juro que me subo en la motocicleta y me lanzo barranco abajo porque no puedo vivir sin ella.

Carmen Morales le interrumpió el discurso con una cachetada en la cara, que resonó como un portazo en la esotérica paz del restaurante vegetariano. Nunca lo había golpeado. Da¡ se llevó una mano a la mejilla, tan sorprendido que la letanía de lamentos se le secó en los labios.

– No vuelvas a hablar de matarte ¿me has entendido? – ¡Es una manera de decir, mamá!

– No quiero oírlo ni en broma. Vas a vivir tu vida entera, aunque te duela. Y ahora dime quién es esa desgraciada que se da el lujo de despreciar a mi hijo.

Se trataba de una compañera de clases que a su vez estaba enamorada, como todas las demás chicas de la escuela, del capitán del equipo de fútbol, con quien Da¡ ni en sueños podía competir. Al día siguiente Carmen acompañó a su hijo para verla a la salida, y se en contró ante una rubia deslavada con cara de bebé medio oculta tras un globo de goma de mascar. Suspiró aliviada, segura de que Daí se repondría del mal de amor y encontraría rápidamente alguien más interesante, pero aunque no fuera así, de cualquier forma nada se podía hacer; resultaba imposible ahorrarle experiencias o dolores como trató de hacerlo cuando era pequeño.

Después comprendió que su sensación de alivio tenía una causa más profunda que la insignificante personalidad de Karen y la certeza de que Da¡ no sufriría por ella eternamente. Comenzaba a intuir las ventajas de que su hijo volara solo.

Por primera vez en los trece años que habían estado juntos podía pensar en sí misma como un ser separado e individual, hasta entonces Da¡ era su prolongación y ella lo era de él, siameses pegados por el corazón, como decía Inmaculada. Esa tarde su madre la encontró sentada en la cocina ante una taza de té de mango, mirando las sombras oscuras de los árboles en la última luz del día. – Te parece que me veo vieja, mamá?

– Más vieja que el año pasado, pero menos que el año próximo, con el favor de Dios–replicó Inmaculada.

– ¿Sabes que podría ser abuela? La vida pasa volando.

– A tu edad pasa rápido, hija, una cree que vivirá para siempre. A la edad mía los días se hacen sal y agua, ni cuenta me doy de cómo gasto las horas.

– ¿Crees que todavía alguien puede enamorarse de mi? – Pregunta mejor si acaso puedes enamorarte tú. La felicidad que se vive deriva del amor que se da. – No dudo de que yo puedo enamorarme.

– Me alegro, porque pronto me moriré y Da¡ se irá de tu lado, es lo normal. No debes quedarte sola. Me canso de decirte que te cases. – ¿Con quién, mamá?

– Con Gregory, ese muchacho es mejor que todos los novios que te he conocido lo cual no es mucho decir, por supuesto. ¡Hay que ver qué mal ojo tienes para los hombres! – Gregory es mi hermano, casarnos sería pecado de incesto. – Lástima. Entonces busca uno de tu edad, no entiendo por qué andas con tipos más jóvenes que tú.

– No es mala idea, vieja… – replicó Carmen con una sonrisa pícara que inquietó un poco a su madre.

Tres semanas más tarde anunció en su casa que partía a Roma a buscar marido. Por medio de un investigador privado ubicó a Leo Galupi en la vasta extensión del universo, tarea que resultó bastante fácil porque su nombre estaba en letras destacadas en la guia de te léfonos de Chicago. Al terminar la guerra regresó a su punto de partida tan pobre como se fue, había perdido el dinero ganado en sus extraños negocios, pero volvió rico en experiencia. Sus años de tráficos en Asia le refinaron el gusto, sabía mucho de arte y tenía buenos contactos, así dio forma a la empresa de sus sueños. Abrió una galería con objetos orientales y tanto fue su éxito que a la vuelta de diez años tenía una sucursal en Nueva York y otra en Roma, donde vivía buena parte del año.

El investigador informó a Carmen que Galupi permanecía soltero y le mostró una serie de fotografías tomadas con teleobjetivo donde aparecía vestido de blanco caminando por la calle, subiendo a un automóvil y sorbiendo helado en las gradas de la Plaza España, el mismo sitio donde ella se había sentado a menudo cuando iba a esa ciudad a visitar las tiendas Tamar.

Al verlo su corazón dio un salto. En esos años se le habían olvidado sus rasgos, en verdad no había pensado demasiado en él, pero esas imágenes algo desenfocadas le provocaron una oleada de nostalgia; descubrió que su recuerdo permanecía a salvo en un compartimento secreto de la memoria.

Más vale que me ponga en acción, tengo mucho que hacer, decidió.

Fueron días nerviosos preparando un viaje muy diferente a los otros, en cierto sentido se trataba de una misión de vida o muerte, como le dijo a su madre cuando ésta la sorprendió con el contenido de sus armarios en el suelo, probándose vestidos en un huracán de impaciente coquetería. Una vez acomodados los asuntos de la fábrica y la casa, se hizo un examen médico, se tiñó las canas y compró ropa interior de seda. Se observó con despiadada atención en el espejo grande del baño, contó las arrugas y alcanzó a arrepentirse de no haber hecho jamás ejercicio y de los atracones de leche condensada con que burló la dieta a lo largo de los años. Se pellizcó brazos y piernas y comprobó que ya no eran firmes, trató de hundir la barriga, pero allí había un pliegue rebelde, examinó sus manos arruinadas por el trabajo con los metales y los senos que le habían pesado siempre como una carga ajena.

No tenía el mismo cuerpo de la época en que Leo Galupi la conoció, pero decidió que «el inventario» de sus encantos no estaba mal, al menos no hay huellas de várices ni estrías de embarazo, se dijo, sin recordar que no era la madre de Daí y nunca había parido. Con los detalles bajo control fue a almorzar con Gregory Reeves, con quien no quiso hablar antes de sus planes porque temió que la creyera demente. Tímidamente al comienzo y entusiasmada después le contó lo averiguado sobre Leo Galupi y le mostró las fotografías. Se llevó una sorpresa: su amigo tomó con gran naturalidad el súbito impulso de emprender peregrinaje a Europa para proponer matrimonio a un hombre a quien no había visto por más de una década y con quien nunca había hablado de amor. Le pareció tan congruente con el carácter de Carmen que preguntó por qué no lo había hecho antes.

– Estaba muy ocupada cuidando a Daí, pero mi hijo ya está grande y me necesita menos. – Puedes llevarte un chasco.

– Lo estudiaré con cuidado antes de firmar nada. Eso no me preocupa… pero tal vez yo no le guste, Greg, estoy harto más vieja. – Mira las fotografías, mujer. Los años también han pasado para él – dijo Reeves, poniéndoselas por delante, y ella entonces se fijó por primera vez que Leo Galupi tenía menos pelo y más peso. Se echó a reír contenta y decidió que en vez de escribirle o llamarlo para anunciar su visita, como había pensado, iría simplemente a verlo para desbaratar las engañifas de la imaginación y saber de inmediato si su extravagante proyecto tenía algún asidero.

Carmen Morales se presentó tres días más tarde en la galería de arte en Roma, donde llegó directo del aeropuerto, mientras sus maletas aguardaban en un taxi. Iba rezando para encontrarlo y por una vez sus oraciones dieron el resultado esperado. Cuando entró al local, Leo Galupi, vestido con pantalones y camisa de lino arrugado y sin calcetines, discutía los detalles del próximo catálogo con un joven de ropa tan desplanchada como la suya. Entre tapices de la India, marfiles chinos, maderas talladas de Nepal, porcelanas y bronces del Japón, y un sin fin de objetos exóticos, Carmen parecía parte de la exhibición, con su torbellino de ropas gitanas y el tenue destello de sus joyas de plata envejecida.

Al verla, a él se le cayó el catálogo de las manos y se quedó contemplándola como a una aparición muchas veces soñada. Ella pensó que, tal como temía, ese novio improbable no la había reconocido. – Soy Tamar… ¿te acuerdas de mí? – y avanzó vacilante. – ¡Cómo no me voy a acordar! – y tomó su mano y la sacudió por varios segundos, hasta que se dio cuenta del absurdo de ese recibimiento y la estrechó en sus brazos.

– Vine a preguntarte si te quieres casar conmigo–le zampó Carmen tartamudeando medio ahogada, porque no era así como lo había planeado, y mientras lo decía se estaba maldiciendo por echarlo todo a perder en la primera frase.

– No sé–fue lo único que se le ocurrió responder a Galupi cuando pudo sacar la voz, y quedaron mirándose maravillados, mientras el joven del catálogo desaparecía sin hacer ruido.

– ¿Estás enamorado de alguien? – balbuceó ella, sintiéndose cada vez más idiota, pero incapaz de recordar la estrategia programada hasta en los menores detalles.

– En este momento me parece que no.

– ¿Eres homosexual?

– No.

– ¿Quieres tomar un café? Estoy un poco cansada, el viaje es largo…

Leo Galupi la condujo a la calle, donde el sol radiante del verano, el bullicio de la gente y el tráfico devolvió a los dos el sentido del presente. Dentro de la galería retrocedían al tiempo de Saigón, estaban de vuelta en la habitación de emperatriz china que él había preparado para ella y donde tantas veces la espiara de noche por las ranuras del biombo para verla dormida. Cuando entonces se despidieron, Galupi sintió la mordedura de la soledad por primera vez en su existencia de trotamundo, pero no quiso admitirla y se la curó con terca indiferencia, sumergiéndose en la prisa de sus negocios y de sus viajes. Con el tiempo desapareció la tentación de escribirle y después se acostumbró al sentimiento dulce y triste que ella le provocaba. Su recuerdo le servía de protección contra el acicate de otros amores, una especie de seguro contra los enredos románticos. Muy joven había decidido no atarse a nada ni a nadie, no era hombre de familia ni de largos compromisos, se consideraba un solitario, incapaz de soportar el tedio de las rutinas o las exigencias de la vida en pareja. En varias ocasiones escapó de una relación demasiado intensa explicando a la novia despechada que no podía amarla porque en su destino sólo cabía amor por una mujer llamada Tamar. Esa coartada, muchas veces repetida, acabó por convertirse en una especie de certeza trágica para él. No examinó en profundidad sus sentimientos porque le gustaba su libertad y Tamar era sólo un fantasma útil al cual recurría si necesitaba deshacerse de un compromiso incómodo. Y entonces, justamente cuando ya se sentía a salvo de sobresaltos del corazón, aparecía ella a cobrar las mentiras que por años había dicho a otras mujeres. Le costaba creer que hubiera entrado a su tienda media hora antes a pedirle de sopetón que se casaran. Ahora la tenía a su lado y no se atrevía a mirarla, mientras sentía los ojos de ella examinándolo sin disimulo.

– Discúlpame, Leo, no pretendo acorralarte, no es así como lo había planeado.

– ¿Cómo lo habías planeado?

– Pensaba seducirte, me compré una camisa de dormir de encaje negro.

– No será necesario que te tomes tanto trabajo–rió Galupi-. Te llevaré a mi casa para que te des un baño y duermas un rato, debes estar molida. Después hablaremos.

– Perfecto, eso te da tiempo para pensar–suspiró Carmen sin intención de ironía.

Galupi vivía en una antigua villa dividida en varios apartamentos. El suyo tenía sólo una ventana a la calle, el resto miraba a un pequeño jardín vetusto donde canturreaba el agua de una fuente y crecían enredaderas en torno a estatuas mutiladas y cubiertas por la pátina verde del tiempo. Mucho más tarde, sentados en la terraza saboreando un vaso de vino blanco, mientras admiraban el jardín iluminado por una luna resplandeciente y aspiraban el perfume discreto de jazmines silvestres, se desnudaron el alma. Los dos habían tenido incontables amoríos y tropiezos, habían dado muchas vueltas y practicado casi todos los juegos de engaño que pierden a los enamorados. Fue refrescante hablar de sí mismos y de sus sentimientos sin segundas intenciones ni tácticas, con una honestidad brutal. Se contaron las vidas a grandes rasgos, se dijeron qué deseaban para el futuro y comprobaron que la antigua alquimia que los había atraído antes estaba todavía allí y bastaba un poco de buena voluntad para reanimarla.

– Hasta hace un par de semanas no se me había ocurrido casarme, Leo.

– ¿Y por qué pensaste en mí?

– Porque no he podido olvidarte, me gustas y creo que hace un montón de años yo te gustaba un poco también. De todos los hombres que he conocido hay sólo dos a quienes quisiera tener a mi lado cuando estoy triste. – ¿Quién es el otro?

– Gregory Reeves, pero no está listo para el amor y no tengo tiempo para esperarlo.

– ¿De qué clase de amor hablas?

– Amor total, nada de medias tintas. Busco un compañero que me quiera mucho, me sea fiel, no mienta, respete mi trabajo y me haga reír. Es mucho pedir, ya lo sé, pero yo ofrezco más o menos lo mismo y además estoy dispuesta a vivir donde tú quieras, siempre que aceptes a mi hijo y a mi madre y pueda viajar a menudo. Soy sana, me mantengo sola y jamás me deprimo. – Esto parece un contrato. – Lo es. ¿Tienes hijos?

– No que yo sepa, pero tengo una madre italiana. Eso será un problema, jamás aprueba a las mujeres que le presento. – No sé cocinar y soy bastante simple en la cama, pero en mi casa dicen que es agradable vivir conmigo, principalmente porque me ven poco, paso muchas horas encerrada en mi taller. No molesto demasiado…

– En cambio yo no soy nada fácil. – ¿Podrás hacer un esfuerzo al menos?

Se besaron por primera vez, al principio tentativamente, luego con curiosidad y pronto con la pasión acumulada en muchos años de distraer con encuentros banales la necesidad de un amor. Leo Galupi condujo a esa novia imponderable a su dormitorio, una habitación alta, adornada con ninfas pintadas en el yeso del techo, una cama grande y cojines de tapicería antigua. A ella le daba vueltas la cabeza, un poco aturdida, y no supo si estaba mareada por el largo viaje o por las copas de vino, pero no intentó averiguarlo, se abandonó a esa languidez, sin ánimo para impresionar a Leo Galupi con su camisa de encaje negro ni con destrezas aprendidas con amantes anteriores. La atrajo su olor a hombre sano, un olor limpio, sin rastro de fragancias artificiales, un poco seco, como el del pan o la madera, y hundió la nariz en el ángulo de su cuello y su hombro, aspirándolo como un perro perdiguero tras un rastro. Los aromas persistían en su memoria más que cualquier otro recuerdo y en ese momento le volvió la imagen de una noche en Saigón, cuando estaban tan cerca que registró la huella de su olor sin saber que permanecería con ella todos esos años.

Comenzó a desabrocharle la camisa, pero se le trancaban los botones en los ojales demasiado estrechos y le pidió, impaciente, que se la quitara. Una música de cuerdas le llegaba de muy lejos, trayendo la milenaria sensualidad de la India a esa habitación romana, bañada por la luna y la vaga fragancia de los jazmines del jardín. Por años había hecho el amor con muchachos vigorosos y ahora tanteaba una espalda algo encorvada y pasaba los dedos por una frente amplia y cabellos finos. Sintió una ternura complaciente por ese hombre ya maduro y por un momento intentó imaginar cuántos caminos y mujeres habría recorrido, pero de inmediato sucumbió al gusto de abrazarlo sin pensar en nada. Sintió sus manos despojándola de la blusa, la amplia falda, las sandalias, y deteniéndose vacilantes en sus pulseras. Nunca se despojaba de ellas, eran su última coraza, pero consideró que había llegado el momento de desnudarse por completo y se sentó en la cama para quitárselas una a una.

Cayeron sobre la alfombra sin ruido. Leo Galupi la recorrió con besos exploratorios y manos sabias, lamió los pezones todavía firmes, el caracol de sus orejas y el interior de los muslos donde la piel palpitaba al contacto, mientras a ella el aire se le iba tornando más denso y jadeaba en el esfuerzo por respirar; una caliente urgencia se apoderaba de su vientre y ondulaba sus caderas y se le escapaba en gemidos, hasta que no pudo esperar más, lo volteó y se le subió encima como una entusiasta amazona para clavarse en él, inmovilizándolo entre sus piernas en el desorden de los almohadones. La impaciencia o la fatiga la hacían torpe, culebreaba buscándolo pero resbalaba en la humedad del placer y del sudor del verano y por último le dio risa y se desplomó aplastándolo con el regalo de sus pechos, envolviéndolo en el trastorno de su pelo revuelto y dándole instrucciones en español que él no comprendía. Quedaron así abrazados, riéndose, besándose y murmurando tonterías en un rumor de idiomas mezclados, hasta que el deseo pudo más y en una de esas vueltas de cachorros Leo Galupi se abrió paso sin prisa, firmemente, deteniéndose en cada estación del camino para esperarla y conducirla hacia los últimos jardines, donde la dejó explorar a solas hasta que ella sintió que se iba por un abismo de sombras y una explosión feliz le sacudía todo el cuerpo. Después fue el turno de él, mientras ella lo acariciaba agradecida de ese orgasmo absoluto y sin esfuerzo.

Finalmente se durmieron ovillados en un enredo de piernas y brazos. En los días siguientes descubrieron que se divertían juntos, ambos dormían para el mismo lado, ninguno fumaba, les gustaban los mismos libros, películas y comidas, votaban por el mismo partido, se aburrían con los deportes y viajaban regularmente a lugares exóticos.

– No sé si sirvo para marido, Tamar–se disculpó Leo Galupi una tarde en una trattoria de la Vía Veneto-. Necesito moverme con libertad, soy un vagabundo.

– Eso es lo que me gusta de ti, yo también lo soy. Pero estamos en una edad en la cual no nos vendría mal algo de tranquilidad. – La idea me espanta.

– El amor se toma su tiempo… No tienes que contestarme de inmediato, podemos esperar hasta mañana–se rió ella.

– No es nada personal, si alguna vez decido casarme, sólo lo haré contigo, te prometo. – Eso ya es algo.

– ¿Por qué no somos amantes mejor?

– No es lo mismo. Ya no tengo edad para experimentos. Quiero un compromiso a largo plazo, dormir por las noches abrazada a un compañero permanente. ¿Crees que habría cruzado medio mundo para proponerte que fuéramos amantes? Será agradable envejecer de la mano, ya verás–replicó Carmen, rotunda. – ¡Qué horror! – exclamó Galupi, francamente pálido.

La oportunidad de sentarme una vez por semana en la quietud del consultorio de Ming O'Brien para hablar de mí y meditar sobre mis acciones era una experiencia que desconocía. Al comienzo me costo un poco relajarme, pero ella se ganó mi confianza y poco a poco fue abriendo los compartimentos sellados de mi pasado. Por primera vez hablé de aquel día en el cuarto de las escobas, cuando Martínez me violó, y a partir de esa confesión pude explorar los ámbitos más secretos de mi vida. El segundo año fue el peor, de cada sesión salía congestionado de llanto, Ming no mintió cuando me dijo que es un proceso doloroso, varias veces estuve a punto de darme por vencido. Por suerte no lo hice. Al pasar revista a mi destino durante esos cinco años, comprendí el guión de mi vida y di los pasos necesarios para cambiarlo, con el tiempo aprendí a vigilar mis impulsos y a detenerme en seco cuando estaba a punto de repetir los viejos errores. Mi vida familiar seguía siendo una pesadilla y no había mucho que pudiera hacer por mejorarla, Margaret estaba fuera de mi alcance, pero me concentré en darle cierta estructura a David. Hasta entonces había usado el sistema de la máquina tragaperras, como lo llamó Ming; mi hijo siempre se salía con la suya, sólo era cuestión de darle y darle a la palanca de la máquina, seguro de que en algún momento recibiría el premio. Me pedía algo, yo me negaba y él comenzaba a majadear sin descanso hasta romperme los nervios, me ganaba por cansancio y yo cedía.

Ponerle límites no fue fácil porque yo mismo no los tuve de chico, me crié suelto en la calle y pensé que la gente se forma sola, que la experiencia enseña. Pero en mí caso recibí disciplina y valores cuando mí padre estaba vivo, dicen que los primeros cinco o seis años son muy importantes en la formación, además debí arreglármelas solo, siempre tuve que trabajar. Mis hijos, en cambio, crecieron como salvajes, sin cuidados y sin verdadero amor, pero nunca les faltó nada en el orden material. Traté de compensar con dinero la dedicación que no supe darles. Mala idea.

Una de las decisiones más importantes fue aligerar algunas de las cargas que llevaba a cuestas y reorganizar mi oficina. Era imposible modificar la naturaleza de mis empleados, pero podía reemplazarlos, no era mi papel curarlos de sus vicios, pagar por sus faltas o resolver sus problemas. ¿Por qué me rodeaba invariablemente de alcohólicos? ¿Por qué se me pegaba la gente neurótica o débil? Tuve que revisar ese aspecto de mi personalidad y mantenerme a la defensiva; la oficina costaba más de lo que producía, yo solo ganaba la mayor parte de los ingresos, sin embargo siempre andaba con la billetera vacía y me habían cancelado casi todas las tarjetas de crédito. Mi buen amigo Mike Tong llevaba años de sofoco tratando de cuadrar los números y Tina me advirtió hasta la saciedad que los otros abogados no sólo descuidaban a los clientes, sino que a veces resolvían casos privadamente, sin dejar registro en mi contabilidad, también me cargaban sus gastos personales, teléfonos, cuentas de restaurantes, viajes y hasta regalos para sus amantes. No le hice caso, andaba demasiado ocupado chapaleando en mi propio caos. Pensaba que nada podía hundirme, que siempre encontraría la forma de resolver los problemas, había vencido otros obstáculos y no sería derrotado por cuentas impagas y mezquinas raterías, pero finalmente la carga se hizo insoportable. Durante un buen tiempo me debatí en dudas y culpas, hasta que Mike Tong con la precisión de su ábaco y Ming O'Brien con su perseverancia, me ayudaron a despedir uno a uno a los zánganos y cerrar las sucursales en otras ciudades. Conservé a Tina, Mike y una abogada joven, inteligente y leal, también alquilé parte del piso a un par de profesionales para aliviar el presupuesto y así reduje los gastos al mínimo. Comprobé entonces que el trabajo en pequeña escala me resultaba más rentable y más divertido; tenía todos los hilos en la mano y podía dedicarme a los desafíos de mi profesión en vez de dilapidar energía arreglando una seguidilla abrumadora de entuertos insignificantes. Además tenía mayor contacto con mis clientes, lo que más me gusta de mi trabajo.

En esa época yo también me transformé; tal como hice con la oficina, me desprendí de muchas cosas superfluas y de aspectos que me molestaban, renuncié a los arrogantes cigarros españoles, en realidad dejé completamente de fumar, y no volví a probar una gota de alcohol, única forma de terminar con mis alergias. La libreta con la lista de amantes se me perdió en algún cajón y no he vuelto a dar con ella. A falta de fondos no me quedó más remedio que reducir mi tren de vida y las parrandas pasaron a la historia porque estaba muy ocupado con David y mi trabajo. además Timothy Duane ya no me inducía al pecado.

Eso no significa que empecé a vivir como un anacoreta, ni mucho menos, supongo que siempre seré fiel a mi naturaleza de buen vividor.

– Muy bien, si no vuelve a casarse, en tres años habremos pagado las deudas–me anunció feliz Mike Tong, la primera vez que los ingresos superaron los gastos.

Ese año vendí una casa que tenía en la playa y terminé de arreglar cuentas con Shanon, quien apenas recibió el último cheque partió sin planes fijos, dispuesta a empezar una nueva vida lo más lejos posible. La visualicé alejándose hasta esfumarse en una autopista, tal como había llegado, sólo que ahora no iba a pie sino en un automóvil de lujo. Meses más tarde vi su fotografía en una revista anunciando cosméticos con una sonrisa de manzana; tuve que mirarla dos veces para reconocerla, se veía mucho mejor de lo que yo recordaba. La recorté y se la traje a David, que la pegó en la pared de su pieza. Tenía una imagen algo difusa de su madre, una criatura hermosa y alegre que aparecía de vez en cuando a cubrirlo de besos y llevarlo al cine, una voz melodiosa en el teléfono y ahora un rostro seductor en avisos de publicidad. Había fabricado con mi ayuda un cofre de madera para regalarle en su cumpleaños, le dedicaba los dibujos de la escuela y se los mandaba por correo, Shanon era el hada etérea de las fábulas, una princesa en bluyines que pasaba de vez en cuando como una brisa feliz y luego partía. Para efectos prácticos, sin embargo, no contaba mucho, su madre era Daisy, que lo peinaba con agua bendita para exorcizarle los demonios y estaba a su lado cuando abría los ojos por la mañana y cuando los cerraba por la noche.

– Quiero ver a mi mamá–me dijo un día.

– Se fue lejos y no regresará por el momento. Te echa de menos, pero por su trabajo vive en otra ciudad. Ahora es una modelo muy famosa.

– ¿Dónde se fue?

– No sé, pero seguro te escribirá pronto. – No me quiere, por eso se fue.

– Te quiere mucho, pero la vida es muy complicada, David. No la verás por un tiempo, es todo.

– Yo creo que mi mamá se murió y tú me estás engañando.

– Te doy mi palabra de honor que es la verdad. ¿No viste su foto en la revista?

– Júramelo.

– Te lo juro.

– Júrame también que nunca te volverás a casar.

– No puedo hacer eso, hijo. Ya te dije que la vida es muy complicada.

En los días siguientes estuvo retraído y silencioso, se instalaba por horas en la ventana a mirar el mar, algo inusitado en él, siempre en un torbellino de actividad y de ruido, pero pronto se distrajo con el alborozo de preparar las vacaciones. Le prometí que iríamos a acampar a las montañas, llevaríamos a Oliver y compraría una escopeta para cazar patos.


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