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El plan infinito
  • Текст добавлен: 14 октября 2016, 23:46

Текст книги "El plan infinito"


Автор книги: Isabel Allende



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Olga me había enseñado que el sexo es el instrumento y el amor es la música, pero no aprendí la lección a tiempo; vine a saberlo cuando voy camino al medio siglo, pero supongo que más vale tarde que nunca.

Descubrí que no sentía rencor contra mi madre, como creía, y pude recordarla con la buena voluntad que no supimos expresar ninguno de los dos cuando estaba viva. Ya no me importó inventar a una Nora Reeves acorde a mis necesidades, de todos modos uno acomoda el pasado y la memoria está compuesta de muchas fantasías. Se me ocurrió que su invencible espíritu me acompañaba, como lo hace el ángel a propulsión a chorro de Thui Nguyen con su hijo Daí y eso me dio una cierta seguridad.

Dejé de culpar a Samantha y Shanon por nuestros fracasos, mal que mal yo las escogí como compañeras; el problema radicaba principalmente en mí y nacía en las capas profundas de mi personalidad, donde estaba la semilla del abandono más antiguo. Una a una examiné todas mis relaciones, incluyendo hijos, amigos y empleados, y uno de esos martes tuve la súbita revelación de que toda mi vida me había rodeado de personas débiles con la callada esperanza de que a cambio de cuidarlas obtendría algo de cariño o al menos agradecimiento, pero el resultado había sido desastroso, mientras más daba más rencor recibía.

Sólo me apreciaban los fuertes, como Carmen, Timothy, Mike, Tina. – Nadie agradece ser convertido en un inválido explicó Ming O'Brien-. Usted no puede hacerse cargo de otros para siempre, llega un momento que se cansa, y cuando los deja caer, se sienten traicionados y naturalmente lo detestan. Así ha pasado con sus esposas, algunos amigos, varios clientes, casi todos sus empleados y va camino a su–cederle con David.

Los primeros cambios fueron los más difíciles, porque apenas empezaron a tambalear los cimientos del edificio torcido que era mi vida, el equilibrio se rompió y todo se vino abajo.

Tina Faibich recibió la llamada ese martes por la tarde, su jefe estaba en conferencia con un par de abogados de la compañía de seguros en el caso de King Benedict y no debía interrumpirlo, pero había tal apremio en la voz del desconocido, que no se atrevió a tramitarlo. Fue una decisión acertada, porque le salvó la vida a Margaret, al menos por un tiempo. Venga de prisa, dijo el hombre, dio la dirección de un motel en Richmond y colgó el teléfono sin identificarse. King Benedict hojeaba una revista de historietas en la antesala cuando vio salir a Gregory Reeves y mientras esperaba el ascensor alcanzó a preguntarle adónde iba tan apurado.

– Por esos lados usted no puede andar solo y menos en un automóvil como el suyo–le aseguró y sin esperar respuesta se le pegó a los talones para acompañarlo.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estacionaron ante una hilera de cuartos desamparados en un callejón de basuras. A medida que se internaban en los vecindarios más pobres de la ciudad fue evidente que Benedict tenía razón, no había un solo blanco a la vista. En los umbrales de las puertas, frente a los bares y en las esquinas se agrupaban jóvenes ociosos que amenazaban con gestos obscenos y gritaban improperios a su paso.

Algunas calles no tenían nombre y Reeves comenzó a dar vueltas perdido, sin atreverse a bajar el vidrio de la ventanilla para preguntar la dirección por miedo a que lo escupieran o le dieran un piedra–zo, pero King Benedict no tenía el mismo problema. Lo hizo detenerse, se bajó tranquilo, interrogó a un par de personas y regresó saludando al grupo de muchachones que ya había rodeado el coche haciendo morisquetas y pateando los tapabarros. Así dieron con Margaret. Golpearon la puerta del cuarto número nueve de un motel insalubre y les abrió un negro fornido, con la cabeza rapada y cinco alfileres atravesados en una oreja, la última persona que a Reeves le hubiera gustado encontrar junto a su hija, pero no tuvo tiempo de examinarlo demasiado porque el hombre lo cogió del brazo con una mano de tenaza y lo guió hacia la cama donde estaba la muchacha.

– Me parece que se está muriendo–dijo.

Era un cliente casual, el primero del día, que por unos cuantos dólares obtuvo un rato con esa chica desgreñada a quien todos conocían en el vecindario y dejaban en paz a pesar de su raza, porque de todos modos ya estaba más allá de las agresiones habituales, había cruzado al otro lado de la aflicción. Pero cuando le arrebató el vestido de un zarpazo apresurado y la levantó para aplastarla sobre el colchón, se encontró con una marioneta desarticulada entre las manos, un pobre esqueleto ardiendo de fiebre. La sacudió un poco con la idea de remecerle la modonga de las drogas, y a ella se le fue la cabeza hacia atrás sin fuerzas para sostenerla sobre el cuello, tenía los ojos en blanco a medio cerrar y un hilo de saliva amarilla le chorreaba de la boca.

Mierda, masculló el hombre y su primer impulso fue dejarla allí tirada y salir disparado antes de que alguien lo viera y después lo acusaran de matarla, pero cuando la soltó sobre la cama le pareció tan patética que no pudo esquivar la compasión y en un espacio de generosidad dentro de la violencia de su propia vida, se inclinó sobre ella llamándola, trató de hacerle beber agua, la palpó por todos lados buscando alguna herida y comprobó que tenía el cuerpo en llamas. La muchacha vivía temporalmente en esa habitación mugrienta, en el suelo se desparramaban botellas vacías, colillas de cigarros, Jeringas, restos de una pizza añeja y cuanta inmundicia es posible imaginar. Sobre la mesa, entre cosméticos abiertos, había un bolso de plástico; lo vació sin saber lo que buscaba y encontró una llave, cigarrillos, una dosis de heroína, una billetera con tres dólares y una tarjeta con el nombre de un abogado.

No se le pasó por la mente llamar a la policía, pero se le ocurrió que por alguna razón ella tenía esa tarjeta y corrió al teléfono público de la esquina para llamar a Reeves, sin sospechar que hablaba con el padre de esa miserable prostituta agónica sobre una cama sin sábanas. Una vez dada la voz de alarma se encaminó a la licorería a tomar una cerveza, dispuesto a olvidar el asunto y rajar de allí si aparecía la policía, pero en un lugar recóndito del alma sintió que la chica lo llamaba y pensó que a nadie le gusta morir solo; nada perdía con acompañarla unos minutos más y de paso echarse al bolsillo los dólares y la droga, que de todos modos ella ya no necesitaba. Regresó al cuarto número nueve con otra cerveza y un vaso de cartón con hielo, y en el afán de darle de beber, pasarle hielo por la frente y empapar una camiseta para refrescarle el cuerpo con agua fría, olvidó vaciar la cartera y pasó el tiempo que le tomó a Reeves dar con el motel.

– Bueno, ya me voy–dijo, desconcertado al ver a ese hombre blanco con traje gris y corbata, que parecía una broma en ese lugar, pero se quedó en el umbral por curiosidad.

– ¿Qué pasó? ¿Dónde hay un teléfono? ¿Quién es usted? – preguntó Reeves mientras se quitaba la chaqueta para arropar a su hija desnuda.

– Yo no tengo nada que ver con esto, ni siquiera la conozco. ¿Y usted, quién es?

– Su padre. Gracias por llamarme–y se le quebró la voz. – Mierda… Jodida mierda… déjeme ayudarlo.

El negro levantó a Margaret como si fuera una recién nacida y la llevó al automóvil, donde esperaba King Benedict para impedir que lo desvalijaran. Reeves partió a toda velocidad al hospital, sorteando el tráfico a través de una neblina de lágrimas, mientras su hija apenas respiraba ovillada sobre las rodillas de King, quien le canturreaba una de esas antiguas canciones de esclavos con que su madre lo dormía cuando era niño.

Entró a la sala de emergencia con la muchacha en brazos. Dos horas más tarde le permitieron verla por unos minutos en el recinto de terapia intensiva, donde yacía crucificada sobre una camilla, con varías sondas y un respirador conectados al cuerpo. El médico de turno dio el primer informe: una infección generalizada que había afectado el corazón.

El pronóstico era muy pesimista, dijo, tal vez podría salvarse con dosis masivas de antibióticos y un cambio radical de vida. Los exámenes posteriores revelaron que el organismo de Margaret correspondía al de una anciana, sus órganos internos estaban dañados por las drogas, las venas colapsadas por los pinchazos, los dientes sueltos, la piel en escamas, y perdía el cabello a mechones. Goteaba sangre a causa de incontables abortos y enfermedades venéreas. A pesar de tantas tribulaciones, la niña postrada con los ojos cerrados en la penumbra del cuarto parecía un ángel dormido, sin huellas aparentes de oprobio, con la inocencia intacta. La ilusión no duró mucho; pronto su padre verificó cuán abyecto era el abismo donde había caído.

Procuraron mantener a raya sus adicciones, pero el alma se le iba en espasmos de congoja. Le administraron metadona y le dieron nicotina en goma de mascar, pero igual hubo que atarla para que no bebiera el alcohol para desinfectar heridas ni se robara los barbitúricos. Entretanto Gregory Reeves no lograba comunicarse con Samantha, que andaba en la India tras los pasos de un santón. Desesperado, acudió a Ming O'Brien solicitando ayuda, aunque en verdad había perdido toda esperanza de arrancar a Margaret de las garras de su maldito destino. Apenas la enferma superó la crisis de muerte de los primeros días, la doctora O'Brien fue a visitarla con regularidad y se encerraba por horas a conversar con ella. En las tardes Gregory Reeves llegaba al hospital y encontraba a su hija desgarrada de lástima por si misma, con expresión enloquecida y un temblor incontrolable en las manos. Se sentaba a su lado, deseando acariciarla, pero sin atreverse a tocarla, y permanecía en silencio escuchando una retahíla de reproches y execrables confesiones. Así se enteró del tenebroso martirio que su hija había soportado. Trató de averiguar cómo había ido a parar a ese Gólgota, qué rabia impenetrable y qué soledad de tinieblas le habían trastornado la existencia de aquel modo, pero ella misma no lo sabía. A ratos le decía sollozando te quiero papá, pero en un instante después se volvía contra él bramando un odio visceral y culpándolo de toda su desolación.

– Mírame, maldito hijo de puta, mírame–y de un manotazo se quitaba las sábanas y abría las piernas mostrándole el sexo, llorando y riéndose con ferocidad de loca-. ¿Quieres saber cómo me gano la vida mientras tú viajas por Europa y les compras joyas a tus amantes y mi madre medita en la posición del loto? ¿Quieres saber lo que me hacen los borrachos, los mendigos, los maricones, los sifilíticos? Pero no tengo que decírtelo porque tú eres experto en putas, tú nos pagas para que te hagamos las cochinadas que ninguna mujer te haría gratis…

Ming O'Brien trató de enfrentar a Margaret con su propia realidad, para que aceptara la evidencia de que no podía salvarse sola, necesitaba tratamiento a largo plazo, pero era como un juego de engaños en espejos deformantes. La muchacha fingía escucharla y se confesaba asqueada de su vida de desafueros, pero apenas pudo dar los primeros pasos se deslizaba al teléfono del pasillo a pedir a sus contactos que le llevaran heroína al hospital.

En otras ocasiones se abatía por completo, horrorizada de sí misma, empezaba contando detalles de su larga degradación y luego se sumergía en un lodazal de remordimientos. Su padre ofreció pagarle un programa de rehabilitación en una clínica privada y por fin la joven aceptó aparentemente resignada. Ming pasó la mañana moviendo hilos para que la admitieran y Gregory partió a comprar los pasajes para llevarla al día siguiente al sur de California. Esa noche Margaret sustrajo la ropa de otra enferma y escapó sin dejar rastro.

– La infección no está curada, sólo han desaparecido los síntomas más alarmantes. Si se interrumpen los antibióticos seguramente morirá–anunció el médico en tono neutro. Estaba acostumbrado a toda clase de emergencias y los drogadictos no le inspiraban ninguna simpatía.

– No la busque, Gregory. En algún momento deberá aceptar que no puede hacer nada más por su hija. Tiene que dejarla ir, ella es dueña de su vida–le aconsejó Ming O'Brien al abatido padre. Entretanto se aproximaba la fecha para el juicio de King Benedict. La compañía de seguros se mantenía firme en negar una indemnización por el accidente objetando que la supuesta amnesia era un embuste. Lo habían sometido a humillantes exámenes médicos y psiquiátricos para probar que no existía ningún daño físico atribuible a la caída, lo interrogaron durante semanas sobre cuanto acontecimiento insignificante ocurrió entre los tiempos de su adolescencia y el año en curso, debió identificar antiguos equipos de béisbol, le preguntaron qué se bailaba en 1941 y qué día estalló la guerra en Europa. También pusieron detectives a espiarlo durante meses con la esperanza de sorprenderlo en el engaño.

De buena fe Benedict trataba de responder los interminables cuestionarios, porque no quería ser considerado un ignorante, pero aparte de algunos hechos que retuvo de sus lecturas diarias en la biblioteca, lo demás estaba oculto en la sosegada niebla de los trechos por vivir.

Nada sabemos del futuro, tal vez ni siquiera existe; ante nuestros ojos sólo tenemos el pasado, le había dicho su madre muchas veces. pero en su caso no podía echar mano del suyo, era una escurridiza sombra donde se perdían cuarenta años de su paso por el mundo. Para Gregory Reeves, que había vivido atormentado por una memoria rotunda, la tragedia de su cliente resultaba fascinante. Él también lo interrogaba, pero no para atraparlo en mentiras, sino para saber cómo se siente un hombre cuando tiene oportunidad de borrar la vida y hacerla de nuevo.

Conocía a King desde hacía cuatro años y en ese período escuchó sus fantasías de muchacho y sus ambiciones de grandeza, mientras lo veía ir paso a paso por el mismo camino hecho antes, como un sonámbulo preso en un sueño recurrente. King no hizo grandes cambios, como si pisara sobre sus propias huellas, fue a la escuela nocturna para estudiar la secundaria, obtuvo las mismas malas notas de su época de muchacho y por último la dejó a medio camino; un par de años más tarde, para la fecha en que su mente debía alcanzar los diecisiete años, se presentó en varias oficinas de reclutamiento de las Fuerzas Armadas a suplicar que lo admitieran, pero en todas fue rechazado.

Había visto muchas películas de guerra y, obnubilado por las fanfarrias militares, acabó comprándose un uniforme de soldado que usaba para consolarse.

– Dentro de un par de años se casará con una fulana Similar a su primera mujer y tendrá dos hijos como mis condenados nietos – comentó Bel Benedict amargamente.

– Me cuesta creer que uno tropieza dos veces con la misma piedra – replicó Gregory Reeves, quien había iniciado un silencioso viaje hacia su pasado y se preguntaba a menudo qué habría sucedido si hubiera hecho esto en vez de aquello.

– No se puede vivir dos veces ni dos destinos diferentes. La vida no tiene borrador–dijo ella.

– Si podemos, señora Benedict, yo lo estoy intentando. Se puede cambiar el rumbo y enmendar el borrador.

– Lo vivido no tiene arreglo. Puede mejorarse lo que queda por delante, pero el pasado es irreversible.

– ¿Quiere decir que es imposible deshacer los errores cometidos? ¿No hay esperanza para mi hija Margaret, por ejemplo, que aún no tiene veinte años?

– Esperanza sí, pero los veinte años perdidos jamás los recuperará. – Es una idea aterradora… Significa que cada paso forma parte de nuestra historia, cargamos para siempre con todos nuestros deseos, pensamientos y acciones. En otras palabras, somos nuestro pasado. Mi padre predicaba sobre las consecuencias de cada acto y la responsabilidad que nos cabe en el orden espiritual del universo, decía que todo lo que hacemos nos vuelve, tarde o temprano pagamos por el mal y nos beneficiamos por el bien. – Ese hombre sabía mucho.

– Estaba desquiciado y murió demente. Sus teorías eran una maraña de confusiones, yo nunca las entendí.

– Pero sus valores eran claros, según parece.

– No predicaba con el ejemplo, Bel. Mi hermana dice que era alcohólico y pervertido, que tenía la obsesión de controlar todo y nos arruinó la vida, al menos a ella. Pero era un hombre fuerte. yo me sentía bien a su lado y tengo buenos recuerdos de él. – Según parece le enseñó a caminar derecho.

– Trató de hacerlo, pero se murió demasiado pronto. Mi camino ha sido muy torcido.

Comentando esto con la doctora Ming O'Brien, terminó contándole de su cliente y ella, quien por lo general escuchaba atentamente y rara vez abría la boca para emitir opiniones, esta vez lo interrumpió para preguntarle detalles. ¿Había estado King Benedict sometido a mucha presión? ¿cómo había sido su infancia? ¿era una persona tranquila y equilibrada? ¿o mas bien inestable? y finalmente le reveló que ese tipo de amnesia era raro, pero había algunos casos registrados. Sacó un libro de su estante y se lo pasó.

– Dele una mirada a esto. Es probable que en la adolescencia su cliente sufriera un choque emocional muy fuerte o un golpe similar al que recibió en el accidente.

Cuando la experiencia se repitió, el impacto del pasado fue insoportable y bloqueó su memoria. – Aparentemente no hay nada de eso.

– Debe haber algo muy doloroso o amenazante que no quiere recordar. Pregúntele a la madre.

Gregory Reeves pasó la noche en vela leyendo y a la hora del desayuno tenía una idea clara de lo sugerido por Ming O'Brien. Se acordó de aquella ocasión en que King Benedict se desmayó en su oficina al pedirle que identificara fotografías de revistas y la extraña reacción de Bel. Ella esperaba afuera durante la declaración y al oír el barullo corrió a la biblioteca, lo vio en el suelo y se inclinó para socorrerlo, pero en ese momento descubrió la revista abierta sobre la mesa y en un gesto impulsivo tapó la boca con la mano a King. Después no permitió que continuara el interrogatorio, se lo llevó en un taxi y a partir de ese día insistió en estar presente en todas las entrevistas.

Reeves lo atribuyó a preocupación por la salud de su hijo, pero ahora tenía dudas. Excitado con ese resquicio por donde divisaba algo de luz, fue directamente a la casa de los padres de Timothy Duane para hablar con la mujer. Bel estaba en la cocina limpiando los cubiertos de plata cuando el mayordomo anunció la visita, pero no alcanzó a salir a recibirlo, porque su abogado irrumpió en la cocina. Tenemos que hablar, le dijo, cogiéndola de un brazo sin darle tiempo de quitarse el delantal ni de lavarse las manos.

A solas con ella en su oficina le explicó que pronto se jugarían en una sola carta el futuro de su hijo, la victoria dependía de sus argumentos para convencer al jurado que King no estaba fingiendo. Hasta ayer eso le parecía casi imposible, pero con su ayuda hoy podría torcer la dirección del caso. Le repitió la teoría de Ming O'Brien y le rogó que le contara lo ocurrido a King Benedict en la juventud. – ¿Cómo quiere que me acuerde de algo que pasó hace tanto tiempo?

– Estoy seguro de que no necesita hacer un esfuerzo para recordarlo, porque ni por un minuto lo ha olvidado, señora Benedict–replicó él, abriendo el archivo y colocando ante sus ojos la revista que provocara el ataque de su hijo-. – ¿Qué significa este rancho? – Nada.

– ¿King y usted han estado en un lugar así?

– Hemos estado en muchas partes, nos movíamos todo el tiempo buscando trabajo. Varías veces cosechamos algodón en sitios como ése.

– ¿Cuando King tenía catorce años? – Tal vez, no me acuerdo.

– Por favor, no haga las cosas más difíciles para mí, porque no tenemos mucho tiempo. Quiero ayudarla, jugamos en el mismo equipo, señora, no soy su enemigo.

Bel Benedict guardó silencio observando la fotografía con expresión de porfiada dignidad, mientras Gregory Reeves la miraba admirado pensando que en su juventud debió ser una beldad y si le hubiera tocado nacer en otra época o en otra circunstancia tal vez se habría casado con un magnate poderoso que llevaría del brazo a esa pantera oscura sin que nadie se atreviera a objetar su raza. – Bueno, Señor Reeves, estamos en un callejón sin salida–dijo ella por último con un suspiro-. Si me callo la boca, como lo he hecho durante cuarenta años, mi Baby será un viejo desvalido y pobre. Si le digo lo que pasó voy presa y mi hijo se quedará solo. – Puede haber más de dos alternativas. Si me consulta como abogado, todo lo que diga es confidencial, no saldrá de estas cuatro paredes, le aseguro.

– ¿Es decir que usted no puede delatarme? – No.

– Entonces lo nombro mi abogado, porque voy a necesitar uno de to dos modos–decidió después de otra larga pausa. Fue en defensa propia, como dicen, pero ¿quién iba a creerme? Yo era una pobre negra de paso en la zona más racista de Texas, andaba con mi hijo de un lado a otro ganándome la vida en lo que pudiera encontrar, sólo tenía una maleta con ropa y dos brazos para trabajar. En ese tiempo me sobraban dolores de cabeza. Sin quererlo vivía metida en líos, atraía la desgracia como el papel engomado atrae a las moscas. Nunca duraba mucho en ninguna parte, siempre sucedía algo y debíamos partir otra vez. Me sorprendió que el dueño del rancho me diera empleo, los demás braceros eran hombres y casi todos latinos, gente de paso, pero era época de cosechar el algodón y supuse que necesitaba obreros. No podía alojarme en los dormitorios comunes, a Baby y a mí nos puso en una cabaña cochambrosa en el límite de la propiedad, bastante lejos, donde nos recogía en un camión en la mañana y nos llevaba de vuelta al terminar la jornada. Era un buen trabajo, pero el patrón puso los ojos en mí.

Yo ya sabía que tendríamos problemas, pero aguanté todo lo que pude, se lo aseguro. No soy persona quisquillosa, tengo mis prioridades muy claras, lo primero siempre fue dar de comer a mí hijo, ¿qué me importaba acostarme con un hombre? Diez o veinte minutos y ya está, enseguida una se olvida. Pero él era de esos que no pueden hacerlo como todo el mundo, le gustaba la cosa a golpes y si no me veía sangrando no podía hacerlo.

Quién lo hubiera dicho, parecía tan buena gente, los obreros lo respetaban, pagaba lo justo, iba a la iglesia los domingos, un modelo de patrón. Le aguanté un par de veces que me chicoteara y me llamara negra cochina y muchas cosas más; no fue el único; yo estaba más o menos acostumbrada, ¿a qué mujer no le han pegado? Ese domingo Baby había ido a jugar béisbol y el hombre llegó en su camioneta a la cabaña; yo estaba sola y le vi en la cara lo que buscaba, además olía a alcohol. No sé muy bien cómo ocurrieron las cosas, señorReeves, se había quitado el cinturón y me estaba dando duro y creo que yo gritaba, en eso llegó Baby, se puso por el medio y el tipo lo lanzó lejos de un puñetazo. Se golpeó la nuca contra la punta de la mesa. Vi a mi muchacho aturdido en el suelo y no tuve que pensarlo, cogí el bate de béisbol y le di al tipo en la cabeza. Fue un solo golpe, con toda el alma, y lo maté.

Cuando Baby abrió los ojos le lavé la herida, tenía un corte profundo, pero no podía llevarlo a un hospital, donde nos hubieran hecho preguntas, le detuve la sangre a punta de agua fría y unos trapos. Eché el cuerpo del patrón en la camioneta, lo cubrí con sacos, luego la es condí lejos de la casa. Esperé la noche y la llevé a unas veinte millas de distancia, fuera de la propiedad, y la lancé por un barranco. Nadie lo supo.

Caminé más de cinco horas de vuelta a la cabaña. Me acuerdo que el resto de la noche dormí con la conciencia limpia y al día siguiente estaba en la puerta esperando que me recogieran para ir al trabajo, como si nada hubiera pasado.

Con mi hijo jamás hablamos de eso. La policía encontró el cuerpo y creyó que el patrón había bebido mas de la cuenta y se volcó en la camioneta. Interrogaron a los braceros, pero si alguno vio algo, no me delató y la cosa no pasó de allí. Poco después partimos con Baby y nunca más hemos puesto los pies en Texas.

Imagínese lo que es la vida, señor Reeves, cuarenta años más tarde viene ese fantasma a joderme.

– ¿Le ha pesado en la conciencia? – Preguntó Reeves pensando en los muertos que él mismo cargaba.

– Nunca, con el favor de Dios. Ese hombre se buscó su final. – Mi amiga Carmen, que es una fuente inagotable de sentido común, me dijo en una ocasión que no hay necesidad de confesar lo que nadie pregunta-.

– Pero saldrá en el juicio, señor Reeves. – ¿King tiene todavía la cicatriz en la cabeza? – Sí, le quedó muy fea porque no le pusieron puntos. – Demostraremos que a los catorce años se partió la cabeza al caer contra una mesa, pero con suerte no tendremos necesidad de mencionar el resto de la historia. Si consigo un experto que relacione el primer golpe con el accidente en la construcción, tal vez podamos arreglar el caso sin ir a juicio, señora Benedict.

En la audiencia de conciliación Ming O'Brien probó que el cuadro de King Benedict correspondía a una amnesia psicogénica y, dada la falta de progresos, probablemente nunca se recuperaría. Explicó que los antecedentes calzaban con las causas habituales de ese trastorno, King tuvo una infancia y juventud atormentadas, sufrió un golpe grave durante la adolescencia, antes del accidente estuvo sometido a fuertes presiones y era de temperamento depresivo. Al caerse el andamio sufrió un trauma similar al anterior y su mente dio un salto atrás y se refugió en el olvido, como defensa contra las pesadumbres que lo agobiaban.

Los abogados de la otra parte hicieron lo posible por desbaratar el diagnóstico, pero se estrellaron contra la firmeza de la doctora, que produjo medio metro de volúmenes con referencias a casos similares.

Por otra parte, los agentes contratados para observarlo sólo obtuvieron fotografías del sospechoso entretenido con un tren eléctrico, leyendo cuentos de aventuras y jugando a la guerra disfrazado de soldado. La juez, una matrona de carácter tan recio como el de Ming O'Brien, se llevó a los demandados aparte y les hizo ver que les convenía pagar sin mas alboroto, porque si iban a juicio perderían mucho más.

De acuerdo a mi larga experiencia, dijo, los miembros de cualquier jurado serán benévolos con este pobre hombre y su abnegada madre, tal como lo sería yo si fuera uno de ellos.

Después de dos días de tira y afloja los abogados cedieron. Gregory Reeves celebró el triunfo invitando a Bel, King y su hijo David a Dis–neyland, donde se perdieron en un mundo fantástico de animales que hablan, luces que derrotan la noche y máquinas que desafían las leyes de la física y los misterios del tiempo. Al regreso ayudó a Bel a comprar una casa modesta en el campo y colocó el resto del dinero del seguro en una cuenta para que King y ella tuvieran una pensión por el resto de sus vidas.

Cuando Daí descuidó su computadora, comenzó a usar loción de afeitar y a examinarse en el espejo con aire desolado; Carmen Morales lo invitó a comer afuera para hablar con él, siguiendo su costumbre de hacer citas de novios para tratar asuntos importantes. La vida se les había complicado y con los años se perdió en parte la cariñosa intimidad que los unió al principio, aunque seguían siendo los mejores amigos.

Daí era un adolescente de aspecto latino, parecido a su padre, pero más intenso y sombrío. Nada heredó del espíritu aventurero de Juan José ni de la explosiva personalidad de Carmen; era un chico introvertido y un poco solemne, demasiado serio para su edad. A los cuatro o cinco años demostró un talento inusitado para las matemáticas y desde entonces fue tratado como un prodigio por todos, menos por su madre adoptiva. Las maestras lo presentaron en diversos programas de televisión y concursos donde aparecía resolviendo de memoria complicadas ecuaciones. Así ganó varios premios, incluso una motocicleta cuando no tenía edad para manejarla. Su temperamento orgulloso iba camino a convertirse en arrogante, pero Carmen lo mantuvo a raya poniéndolo a trabajar en su fábrica durante las vaca ciones, para que supiera desde pequeño cuánto cuesta ganarse la vida y tuviera contacto con los obreros.

También cultivó su curiosidad y le abrió la mente a^ otras culturas. A los quince años Da¡ había estado en Oriente, en África y en varios países de América del Sur, hablaba algo de español y vietnamita, tenía en la punta de los dedos la contabilidad del negocio de su madre, disponía de una cuenta de ahorros y varias universidades ya le habían ofrecido becas para estudiar en el futuro. Mientras el país entero discutía la crisis de valores entre los jóvenes y el desastre del sistema educativo que había creado una generación de ignorantes y flojos, Da¡ estudiaba a conciencia, trabajaba y en sus ratos libres exploraba la biblioteca y jugaba con su computadora. Tenía en su cuarto un pequeño altar con la fotografía trucada por Leo Galupi de su madre y su padre, junto a una cruz de madera, un pequeño Buda de loza y un recorte de una revista con la imagen de la tierra vista desde una nave espacial. No era sociable, prefería estar solo y hasta entonces Carmen fue su única y gran compañera. Aquel muchacho amable, satisfecho con su vida y cómodo en su piel de lobo solitario, cambió de repente a finales de la primavera. Pasaba horas acicalándose, empezó a vestirse, hablar y moverse como los cantantes de rock, salía a horas intempestivas y realizaba esfuerzos gigantescos para ser aceptado por los muchachos cuya compañía antes despreciaba. Renegó de su pasión por las matemáticas porque deseaba ser uno del montón y eso lo separaba de sus compañeros. Cuando su madre lo vio sufrir pegoteándose el pelo con laca para domar sus negros mechones, poniéndose pasta dentífrica en las espinillas y paseándose ante el teléfono, supo que el tiempo de idílica complicidad con su hijo estaba por terminar y tuvo una crisis de celos que no se atrevió a confesar ni siquiera a Gregory Reeves en las conversaciones de los lunes.

Para entonces había tiendas Tamar repartidas por el mundo y contaba con un eficiente equipo de empleados para manejar su negocio mientras ella se limitaba a diseñar líneas nuevas y promover la imagen de la compañía. Compró una casa de madera en medio de grandes árboles en las colinas de Berkeley, donde vivía con su hijo y su madre.


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