Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
Жанр:
Современная проза
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Hace un calor implacable, el paisaje está seco, no ha llovido desde el comienzo de los tiempos y el mundo parece cubierto de un fino talco rojizo. Una luz inclemente distorsiona el contorno de las cosas, el horizonte se pierde en la polvareda.
Es uno de esos pueblos sin nombre, igual a tantos otros, una calle larga, una cafetería, una solitaria bomba de gasolina, un retén de policía, los mismos míseros comercios y casas de madera, una escuela en cuyo techo flota una bandera desteñida por el sol. Polvo y más polvo. Mis padres han ido al almacén a comprar las provisiones de la semana, Olga ha quedado a cargo de Judy y de mí. Nadie anda por la calle, las persianas están cerradas, la gente espera que refresque para volver a la vida. Mi hermana y Olga dormitan en un banco en el porche de la tienda, aturdidas por el calor, las moscas las acosan, pero ya no se defienden y dejan que les caminen por la cara. En el aire flota un aroma inesperado de azúcar tostada. Grandes lagartijas azules y verdes se asolean inmóviles, pero cuando trato de atraparlas huyen a refugiarse bajo las casas. Estoy descalzo y siento la tierra caliente en la planta de los pies. Juego con Oliver, le tiro una gastada pelota de trapo, me la trae, la lanzo de nuevo, y así me alejo del lugar; doblo una esquina y me encuentro en un callejón estrecho, en parte sombreado por los rústicos aleros de las casas. Veo a dos hombres, uno es rollizo y tiene la piel de un rosado encendido, el otro es de pelo amarillo, visten overoles de trabajo, están sudando, tienen las camisas y los cabellos empapados. El gordo mantiene atrapada a una chiquilla negra, no debe tener más de diez o doce años, con una mano le tapa la boca y con el otro brazo la inmoviliza en el aire, ella patea un poco y luego se queda quieta, tiene los ojos enrojecidos por el esfuerzo de respirar a través de la mano que la amordaza. El otro me da la espalda y forcejea con sus pantalones. Ambos están muy serios, concentrados, tensos, jadeando. Silencio, sólo oigo esos resoplidos ajenos y el latido de mi propio corazón. Oli–ver ha desaparecido, las casas también, sólo quedan ellos suspendidos en el polvo, moviéndose como en cámara lenta, y yo, paralizado. El de pelo amarillo escupe dos veces en su mano y se acerca, separa las piernas de la niña, dos palillos delgados y oscuros que cuelgan inertes, ahora no puedo verla a ella, aplastada entre los cuerpos macizos de los violadores. Quiero escapar, estoy aterrorizado, pero también deseo mirar, sé que está sucediendo algo fundamental y prohibido, soy partícipe de un violento secreto. Se me va el aliento, trato de llamar a mi padre. abro la boca y la voz no me sale, trago fuego, un alarido me llena por dentro y me ahoga. Debo hacer algo, todo está en mis manos, la decisión justa nos salvará a los dos, a la chica negra y a mí, que me estoy muriendo, pero no se me ocurre nada y tampoco puedo hacer ningún gesto, me he vuelto de piedra. En ese instante oigo a lo lejos mi nombre, Greg, Greg y aparece Olga en el callejón. Hay una larga pausa, un minuto eterno en el cual nada sucede, todo está quieto. Entonces vibra el aire con el largo grito, el ronco y terrible grito de Olga y enseguida los ladridos de Oliver y la voz de mi hermana como un chillido de rata, y por fin logro sacar la respiración y empiezo a gritar también, desesperado. Sorprendidos, los hombres sueltan a la chica, que toca el suelo y echa a correr como un conejo despavorido. Nos observan, el de pelo amarillo tiene algo morado en la mano, algo que no parece parte de su propio cuerpo, y trata de introducirlo dentro de los pantalones, por último dan media vuelta y se alejan, no están turbados, se ríen y hacen gestos obscenos, no quieres un poco tú también, puta loca, le gritan a Olga, ven que te lo metemos. En la calle queda la braga de la muchacha. Olga nos agarra de la mano a Judy y a mí, llama al perro y caminamos de prisa; no, corremos hacia el camión. El pueblo ha despertado y la gente nos mira.
El Doctor en Ciencias Divinas estaba resignado a difundir sus ideas entre campesinos incultos y trabajadores pobres que no siempre eran capaces de seguir el hilo de su complicado discurso, sin embargo no le faltaban seguidores. Muy pocos asistían a sus prédicas por fe, la mayoría iba por simple curiosidad, por esos lados eran pocas las diversiones y la llegada del Plan Infinito no pasaba inadvertida. Después de armar el campamento salía a buscar un local. Solía conseguirlo gratis si contaba con algunos conocidos, en caso contrario debía alquilar una sala o acondicionar una bodega o un granero. Como no tenía dinero, entregaba en garantía el collar de perlas con broche de diamantes de Nora, única herencia de su madre, con el compromiso de pagar al final de cada función. Entretanto su mujer almidonaba la pechera y el cuello de la camisa de su marido, planchaba su traje negro, reluciente por el mucho uso, lustraba sus zapatos, cepillaba su sombrero de copa y preparaba los libros, mientras Olga y los niños salían a repartir casa por casa unos volantes impresos invitando al Curso que cambiaría su vida, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, lo ayudará a alcanzar la dicha y obtener prosperidad.
Olga bañaba a los niños y les ponía sus ropas de domingo y Nora se vestía con su traje azul con cuello de encaje, severo y pasado de moda, pero aún decente. La guerra había cambiado el aspecto de las mujeres, se usaban las faldas estrechas a la rodilla, chaquetas con hombreras, zapatos de plataforma, moños elaborados, sombreros adornados con plumas y velos. Con su vestido monjil Nora semejaba una pulcra abuelita de comienzos de siglo. Olga tampoco seguía la moda, pero en su caso nadie podía acusarla de mojigatería, parecía más bien un papagayo. Por lo demás en esos pueblos ignoraban refinamientos de ese tipo, la existencia transcurría trabajando de sol a sol; los placeres consistían en unos cuantos tragos de alcohol, todavía clandestino en algunos estados, rodeos, cine, un baile de vez en cuando y seguir por la radio los pormenores de la guerra y del béisbol, Por lo mismo cualquier novedad atraía a los curiosos. Charles Reeves debía competir con los Revivals que pregonaban el nuevo despertar del cristianismo, la vuelta a los principios fundamentales de los doce apóstoles y a la letra exacta de la Biblia, evangelistas que recorrían el país con sus carpas, orquestas, fuegos de artificio, gigantescas cruces iluminadas, coros de hermanos y hermanas ataviados como ángeles y bocinas para pregonar a los cuatro vientos el nombre del Nazareno, exhortando a los pecadores a arrepentirse porque Jesús estaba en camino látigo en mano para azotar a los fariseos del templo, y llamando a combatir las doctrinas de Satanás, como la teoría de la evolución, invento maléfico de Darwin. ¡Sacrilegio! ¡El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y no de los monos! ¡Compra un bono por Jesús! ¡¡Aleluya, aleluya.! aullaban los altoparlantes. En las carpas se aglomeraban feligreses en busca de redención y circo, todos cantando, muchos bailando y de vez en cuando alguno contorsionando en los estertores del éxtasis, mientras los baldes de la colecta se llenaban hasta el tope con las dádivas de quienes adquirían boletos para el cielo. Nada tan grandilocuente ofrecía Charles Reeves, pero era mucha su carisma, su poder de convicción y el fuego de su discurso. Imposible ignorarlo. A veces alguien avanzaba hasta la plataforma rogando que lo liberara del dolor o de insoportables remordimientos, entonces Reeves, sin ningún aspaviento de santón, con sencillez pero también con gran autoridad, colocaba sus manos en torno a la cabeza del penitente y se concentraba en aliviarlo. Muchos creían ver chispas en sus palmas y los beneficiados por el tratamiento aseguraban haber sido sacudidos por un corrientazo en el cerebro. A la mayoría del público le bastaba escucharlo una vez para engancharse en el Curso, adquirir sus libros y convertirse en adepto.
– La Creación se rige mediante el Plan Infinito. Nada sucede por azar. Los seres humanos somos parte fundamental de ese plan porque estamos colocados en la escala de la evolución entre los Maestros y el resto de las criaturas, somos intermediarios. Debemos conocer nuestro lugar en el cosmos–comenzaba Charles Reeves galvanizando a su auditorio con su voz profunda, vestido de pies a cabeza en su negro atavío, solemne ante la naranja colgada del techo y con la boa a sus pies como un grueso rollo de cuerda marinera. El animal era totalmente abúlico y salvo alguna provocación directa permanecía siempre inmóvil-. Presten mucha atención, para que comprendan los principios del Plan Infinito, pero si no los entienden no importa, basta con que cumplan mis mandamientos. El universo entero pertenece a la Suprema Inteligencia, que lo creó y es tan inmensa y perfecta que el ser humano jamás podrá conocerla. Por debajo de ella están los Logi, delegados de la luz y encargados de llevar partículas de la Suprema Inteligencia a todas las galaxias. Los Logi se comunican con los Maestros Funcionarios a través de quienes hacen llegar los mensajes y las normas del Plan Infinito a los hombres. El ser humano se compone de Cuerpo Físico, Cuerpo Mental y Alma. Lo más importante es el Alma, que no pertenece a la atmósfera terrestre, sino que opera desde la distancia; no está dentro de nosotros, pero domina nuestra vida.
En este punto, cuando los oyentes, algo aturdidos por su retórica, comenzaban a intercambiar miradas de temor o de burla, Reeves galvanizaba a la audiencia de nuevo señalando la naranja para explicar el aspecto del Alma flotando en el éter, como un borroso ecto–plasma que sólo algunos expertos ocultistas podían ver. Para probarlo invitaba a varias personas del público a mirar fijamente la naranja y describir su aspecto. Invariablemente describían una esfera amarilla, es decir, una naranja vulgar, él en cambio, veía el Alma. Enseguida presentaba los Logi que se encontraban en la sala en estado gaseoso y por lo tanto invisible, y explicaba que ellos mantenían en marcha la maquinaria precisa del universo. En cada época y en cada región los Logi elegían Maestros Funcionarios para comunicarse con los hombres y divulgar los propósitos de la Suprema Inteligencia. Él, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, era uno de ellos. Su misión consistía en enseñar las pautas a los simples mortales, y una vez cumplida esa etapa pasaría a formar parte del privilegiado contingente de los Logi. Decía que todo acto y pensamiento humano es importante, porque pesa en el equilibrio perfecto del universo, por lo tanto cada persona es responsable de cumplir los mandamientos del Plan Infinito al pie de la letra. Luego enumeraba las reglas de la sabiduría mínima, mediante las cuales se evitaban errores gafarrales, capaces de descalabrar el proyecto de la Suprema Inteligencia. Quienes no captaban todo esto en una sola charla, podían tomar el curso de seis sesiones, donde aprenderían las normas de una buena vida, incluyendo dieta, ejercicios físicos y mentales, sueños dirigidos y diversos sistemas para recargar las baterías energéticas del Cuerpo Físico y el Cuerpo Mental, así se asegurarían un destino decoroso y la paz del Alma después de la muerte.
Charles Reeves era un adelantado para su época. Veinte años más tarde varias de sus ideas serían divulgadas por diversos mentalistas a lo largo y ancho de California, la última frontera, donde llegan los aventureros, los desesperados, los inconformistas, los fugitivos de la justicia, los genios desconocidos, los pecadores impenitentes y los locos sin remedio, y donde proliferan todavía todas las fórmulas posibles para evitar la angustia de vivir. Sin embargo no se puede culpar a Charles Reeves de haber iniciado estos estrafalarios movimientos. Hay algo en ese territorio que alborota los espíritus. O tal vez quienes llegaron a poblar esa región iban tan apurados en busca de fortuna o de olvido fácil, que se les quedó el alma rezagada y todavía la están buscando. Incontables charlatanes se han beneficiado ofreciendo fórmulas mágicas para llenar ese vacío doloroso que deja el espíritu ausente. Cuando Reeves predicaba, muchos ya habían descubierto allí la manera de enriquecerse vendiendo intangibles beneficios para la salud del cuerpo y consuelos para el alma, pero él no era de ésos, tenía a honor su austeridad y decoro y así ganó el respeto de sus seguidores. Olga, en cambio, vislumbró la posibilidad de utilizar a los Logi y a los Maestros Funcionarios en algo más rentable, tal vez adquirir un local y formar una iglesia propia, pero ni Charles ni Nora compartieron jamás esa codiciosa idea, para ellos la divulgación de su verdad era sólo una pesada e inevitable carga moral y en ningún caso un negocio de mercachifes.
Nora Reeves podía señalar el día exacto en que perdió la fe en la bondad humana y comenzaron sus silenciosas dudas sobre el significado de la existencia. Era de esas personas capaces de recordar fechas insignificantes, así es que con mayor razón se le grabaron las dos bombas de proporciones cataclísmicas que pusieron punto final a la guerra con el Japón. En los años venideros se vistió de luto para ese aniversario justamente cuando el resto del país se volcaba en celebraciones. Se agotó su interés hasta por las personas más cercanas, es cierto que el instinto maternal nunca fue su principal característica, pero a partir de ese momento pareció desprenderse por completo de sus dos hijos. También se alejó de su marido sin el menor alboroto, con tanta discreción que no pudo reprocharle nada. Se aisló en un claustro secreto donde se las arregló para permanecer intoca–da por la realidad hasta el final de sus días; cuarenta y tantos años más tarde murió convertida en princesa de los Urales sin haber participado jamás de la vida. Aquel día se festejaba la derrota final del enemigo de ojos oblicuos y piel amarilla, tal como meses antes se había celebrado la de los alemanes. Era el fin de una larga contienda, los japoneses habían sido vencidos por el arma más contundente de la historia, que mató en pocos minutos ciento treinta mil seres humanos y condenó a una lenta agonía a otros tantos. La noticia de lo ocurrido produjo un silencio de horror en el mundo, pero los vencedores ahogaron las visiones de cadáveres chamuscados y ciudades pulverizadas en una algazara de banderas, desfiles y bandas de música, anticipando el regreso de los combatientes. – ¿Se acuerda de ese soldado negro que recogimos por el camino? ¿Vivirá todavía? ¿Volverá a su casa él también? – preguntó Gregory a su madre antes de ir a ver los fuegos artificiales. Nora no respondió. Estaban en una ciudad de paso y mientras su familia bailaba con la muchedumbre, ella se quedó sola en la cabina del camión. En los últimos meses las noticias provenientes de Europa habían minado su sistema nervioso y la devastación atómica acabó de sumirla en la incertidumbre. Por la radio no se hablaba de otra cosa, los periódicos y el cine mostraban dantescas imágenes de los campos de concentración. Seguía paso a paso el relato minucioso de las atrocidades cometidas y de los sufrimientos acumulados, pensando que en Europa los trenes no se detenían, llevando implacables su carga a los hornos crematorios, y también calcinados perecían millares en el Japón en nombre de otra ideología. Nunca debí traer hijos a este mundo, murmuraba espantada. Cuando Charles Reeves llegó eufórico con la noticia de la bomba, ella consideró obsceno alegrarse por semejante masacre; también su marido parecía haber perdido el juicio, como los demás.
– Nada volverá a ser como antes, Charles. La humanidad ha cometido algo más grave que el pecado original. Esto es el fin del mundo – comentó descompuesta, pero sin alterar su largo hábito de buenas maneras.
– No digas tonterías. Debemos aplaudir los progresos de la ciencia. Menos mal las bombas no están en manos enemigas, sino en las nuestras. Ahora nadie se atreverá a hacernos frente. – ¡Volverán a usarlas y acabarán con la vida en la tierra! – Terminó la guerra y se evitaron males peores. Muchos más hubieran sido los muertos si no lanzamos las bombas. – Pero murieron cientos de miles, Charles. – Ésos no cuentan, eran todos japoneses–se rió su marido. Por primera vez Nora dudó de la calidad de su alma y se preguntó si era realmente un Maestro, como decía. Muy tarde en la noche regresó su familia. Gregory venía dormido en brazos de su padre y Judy traía un globo pintado con estrellas y rayas. – Por fin se terminó la guerra. Ahora tendremos mantequilla, carne y gasolina–anunció Olga radiante agitando los restos de una bandera de papel. Aunque pasó casi un año entre la depresión de su madre y la agonía de su padre, Gregory recordaría ambos eventos como uno solo; en su memoria ambos hechos estarían siempre relacionados. fue el comienzo del estropicio que acabó con la época feliz de su niñez. Poco después, cuando Nora parecía recuperada y ya no hablaba de los campos de concentración y de, las bombas, se enfermó Charles Reeves. Desde un principio los síntomas fueron alarmantes, pero contaba con su fortaleza y no quiso aceptar la traición de su cuerpo. Se sentía joven, todavía era capaz de cambiar una rueda del camión en pocos minutos o pasar varias horas sobre una escalera pintando un mural sin calambres en la espalda. Cuando se le llenó la boca de sangre lo atribuyó a una espina de pescado que probablemente se le había clavado en la garganta y la segunda vez que le ocurrió no se lo dijo a nadie, compró un frasco de Leche de Magnesia y empezó a tomarla cuando sentía el estómago en llamas. Pronto dejó de comer y subsistía con pan remojado en leche, sopas aguadas y papillas de recién nacido; perdió peso, se le llenaron los ojos de niebla, no podía ver con claridad el camino y Olga debió tomar el volante. La mujer adivinaba cuando el enfermo ya no podía más con los sobresaltos del viaje, entonces se detenía y acampaban. Las horas se hacían muy largas, los niños se entretenían correteando por los alrededores, porque su madre había guardado los cuadernos y ya no les hacía clases. Nora no se había puesto en el caso de que Charles Reeves fuera mortal, no lograba entender por qué se apagaba su energía, que era también la suya. Por muchos años su marido había controlado todos los aspectos de su existencia y la de sus hijos, los reglamentos minuciosos del Plan Infinito, que administraba a su antojo, no dejaban espacio para dudas. A su lado ciertamente no tenían libertad, pero tampoco los asediaban inquietudes o temores. No hay razón para alarmarse, se decía, en verdad Charles nunca tuvo mucho pelo y esas arrugas profundas no son nuevas, se las marcó el sol desde hace tiempo. está más delgado, es cierto, pero se recuperará en pocos días apenas empiece a comer como antes, seguro esto es una indigestión ¿verdad que hoy está mucho mejor? preguntaba a nadie en particular. Olga observaba sin hacer comentarios. No intentó curar a Reeves con sus bebedizos y cataplasmas, se limitaba a ponerle paños húmedos en la frente para bajarle la fiebre. A medida que el enfermo empeoraba, el miedo entró inexorable en la familia; por primera vez se sintieron a la deriva y percibieron el tamaño de su pobreza y su vulnerabilidad. Nora se encogió como un animal apaleado, incapaz de pensar en alguna solución; buscó consuelo en su fe Bahai y dejó a Olga a cargo de los problemas, incluyendo el cuidado de su marido. Ella no se atrevía a tocar a ese viejo sufriente, era un desconocido, imposible reconocer al hombre que la había seducido con su vitalidad. Se desmoronaron la admiración y la dependencia, bases de su amor, y como no supo construir otras, el respeto se le transformó en repugnancia. Apenas encontró una buena disculpa se instaló en la tienda de los niños y Olga se fue a dormir con Charles Reeves para atenderlo durante la noche, según dijo. Gregory y Judy se acostumbraron a verla casi desnuda en la cama de su padre, pero Nora ignoró la situación, dispuesta a fingir indefinidamente que nada había cambiado.
Por un tiempo se suspendió la divulgación del Plan Infinito, porque el Doctor en Ciencias Divinas carecía de ánimo para dar esperanza a otros, si él mismo comenzaba a perder la suya y a preguntarse en secreto si acaso el espíritu realmente trasciende o basta un dolor de vientre para hacerlo añicos. Tampoco podía dedicarse a pintar. Los viajes continuaron con grandes penurias y sin un propósito determinado, como si buscaran algo que siempre estaba en otra parte. Olga ocupó con naturalidad el lugar del padre y los demás no se preguntaron si era esa la mejor solución; decidía la ruta, manejaba el camión, se echaba al hombro los bultos más pesados, reparaba el motor cuando daba guerra, cazaba liebres y pájaros y con la misma autoridad impartía órdenes a Nora o propinaba un par de nalgadas a los niños cuando se sublevaban. Evitaba las grandes ciudades por la competencia despiadada y el celo de la policía, salvo que pudiera acampar en zonas industriales o cerca de los muelles, donde siempre encontraba clientes. Dejaba a los Reeves instalados en las carpas, cogía sus bártulos de nigromante y partía a vender sus artes. Para viajar usaba toscos pantalones de obrero, camiseta y gorra; pero para ejercer su oficio de clarividente rescataba de su baúl chillona falda de flores, blusa escotada, ruidosos collares y botas amarillas. Se maquillaba a brochazos, sin el menor cuidado: las mejillas de payaso, la boca roja, los párpados azules, el efecto de esa máscara, esos vestidos y el incendio de su pelo era atemorizante y pocos se atrevían a rechazarla por miedo a que de una morisqueta los convirtiera en estatuas de sal. Abrían la puerta, se encontraban ante esa grotesca aparición con una bola de vidrio en la mano y el estupor los dejaba boquiabiertos, vacilación que ella aprovechaba para introducirse en la casa. Era muy simpática si tenía necesidad de serlo; a menudo regresaba al campamento con un trozo de pastel o carne, regalos de clientes satisfechos no sólo por el futuro prometido en los naipes mágicos, sino sobre todo por el chispazo de buen humor que encendía en el aburrimiento perenne de sus vidas. En ese período de tantas incertidumbres la maga afinó el talento; apremiada por las circunstancias desarrolló fuerzas desconocidas y creció hasta convertirse en ese mujerón formidable que tanta influencia tendría en la juventud de Gregory. Al entrar a una vivienda le bastaba olisquear el aire por unos segundos para impregnarse del clima, sentir las presencias invisibles, captar las huellas de la desgracia, adivinar los sueños, oír los susurros de los muertos y comprender las necesidades de los vivos. Pronto aprendió que las historias se repiten con muy pocos cambios, las personas se parecen mucho, todos sienten amor, odio, codicia, sufrimiento, alegría y temor de la misma manera. Negros, blancos, amarillos, todos iguales bajo la piel, como decía Nora Reeves, la bola de cristal no distinguía razas, sólo dolores. Todos querían escuchar la misma buena fortuna, no porque la creyeran posible, sino porque imaginarla servía de consuelo. Olga descubrió también que hay sólo dos clases de enfermedades: las mortales y las que se curan solas a su debido tiempo. Echaba mano de sus frascos de píldoras de azúcar pintadas de colores diversos, de su bolsa de hierbas y de su caja de amuletos para vender salud a los recuperables, convencida de que si el paciente ponía su mente a trabajar en favor de sanarse, lo más probable es que eso ocurriera. La gente confiaba más en ella que en los gélidos cirujanos de los hospitales. Sus únicas intervenciones importantes eran casi todas ilegales: abortos, extracciones de muelas, costuras de heridas, pero tenía buen ojo y buena mano, de modo que nunca se metió en un lío serio. Le bastaba una mirada para percibir las señales de la muerte y en tal caso no recetaba en parte por escrúpulo y en parte para no perjudicar su propia reputación de curandera. Su práctica en asuntos de salud no sirvió para ayudar a Charles Reeves, porque estaba demasiado cerca, y si vio síntomas fatídicos no quiso admitirlos. Por orgullo o por temor el predicador se negó a ver un médico, dispuesto a vencer el sufrimiento a fuerza de obstinación, pero un día se desmayó y desde entonces el poco mando que le quedaba pasó por completo a manos de Olga. Estaban al este de Los Angeles, donde se concentraba la población latina, y ella tomó la decisión de conducirlo a un hospital. En esa época la atmósfera de la ciudad ya estaba cargada de cierto tinte mexicano, a pesar de la obsesión únicamente americana de vivir en perfecta salud, belleza y felicidad. Centenares de miles de inmigrantes marcaban el ambiente con su desprecio por el dolor y la muerte, su pobreza, fatalismo y desconfianza, sus violentas pasiones, y también la música, comidas picantes y atrevidos colores. Los hispanos estaban relegados a un ghetto, pero por todas partes flotaba su influencia, no pertenecían a ese país y en apariencia no deseaban pertenecer, pero en secreto aspiraban a que sus hijos se integraran.
Aprendían inglés a medias y lo transformaban en un Spánglish de raíces tan firmes que con el tiempo acabó aceptado como la lengua chicana. Aferrados a su tradición católica y el culto a las ánimas, a un enmohecido sentimiento patriótico y al machismo, no se asimilaban y permanecían relegados por una o dos generaciones a los servicios más humildes. Los americanos los consideraban gente malévola, impredecible, peligrosa y muchos reclamaban que cómo diablos no era posible atajarlos en la frontera, para qué sirve la maldita policía, carajo, pero los empleaban como mano de obra barata, aunque siempre vigilados. Los inmigrantes asumían su papel de marginales con una dosis de soberbia: doblados si, pero partidos nunca, hermano. Olga había frecuentado ese barrio en varias oportunidades y allí se sentía a sus anchas, chapuceaba el español con desfachatez y casi no se notaba que la mitad de su vocabulario se componía de palabras inventadas. Pensó que allí podía ganarse la vida con su arte. Llegaron en el camión hasta la puerta del hospital y mientras Nora y Olga ayudaban a bajar al enfermo, los niños, aterrados, enfrentaban las miradas curiosas de quienes se asomaron a observar aquel ex traño carromato con símbolos esotéricos pintados a todo color en la carrocería.
– ¿Qué es esto? – inquirió alguien.
– El Plan Infinito, ¿no lo ve? – replicó Judy señalando el letrero en la parte superior del parabrisas. Nadie preguntó más. Charles Reeves quedó interno en el hospital, donde pocos días después le quitaron la mitad del estómago y le suturaron los agujeros que tenía en la otra mitad. Entre tanto Nora y Olga se acomodaron temporalmente con los niños, el perro, la boa y sus bultos, en el patio de Pedro Morales, un mexicano generoso que había estudiado años atrás el curso completo de las doctrinas de Charles Reeves y ostentaba en la pared de su casa un diploma acreditándolo como alma superior. El hombre era macizo como un ladrillo, con firmes rasgos de mestizo y una máscara orgullosa que se transformaba en una expresión bonachona cuando estaba de buen humor. En su sonrisa flameaban varios dientes de oro que se había puesto por elegancia después de hacerse arrancar los sanos. No permitió que la familia de su maestro quedara a la deriva. – Las mujeres no pueden estar sin protección, hay muchos bandidos por estos lados–dijo-, pero no había espacio en su casa para tantos huéspedes, porque tenía seis hijos, una suegra desquiciada y algunos parientes allegados bajo su techo. Ayudó a armar las carpas e instalar la cocina a queroseno de los Reeves en su patio, y se preparó para socorrerlos sin ofender su dignidad. Trataba a Nora de doña con gran deferencia, pero a Oiga, a quien consideraba más cercana a su propia condición, la llamaba sólo señora. Inmaculada Morales, su mujer, permanecía impermeable a las costumbres extranjeras y a diferencia de muchas de sus compatriotas en esa tierra ajena, que andaban maquilladas, equilibrándose en tacones de estilete y con rizos quemados por las permanentes y el agua oxigenada, ella se mantenía fiel a su tradición indígena. Era pequeña, delgada y fuerte, con un rostro plácido y sin arrugas, llevaba el cabello en una trenza que le colgaba a la espalda hasta más abajo de la cintura, usaba delantales sencillos y alpargatas, excepto en las fiestas religiosas cuando lucía un vestido negro y sus aros de oro. Inmaculada representaba el pilar de la casa y el alma de la familia Morales. Cuando se le llenó el patio de visitas no se inmutó, simplemente aumentó la comida con trucos generosos echándole más agua a los frijoles, como decía, y cada tarde invitaba a los Ree–ves a cenar, órale comadre, venga con los chamacos para que prueben estos burritos, o para que no se pierda el chile, miren que hay mucho, bendito Dios, ofrecía tímida. Algo avergonzados, sus huéspedes se sentaban a la hospitalaria mesa de los Morales.
Varios meses costó a Judy y Gregory comprender las reglas de la vida sedentaria. Se vieron rodeados por una calurosa tribu de chiquillos morenos que hablaban un inglés chapuceado y no tardaron en enseñarles su lengua, comenzando por «chingada» la palabra más sonora y útil de su vocabulario, aunque no era prudente mencionarla delante de Inmaculada. Con los Morales aprendieron a ubicarse en el laberinto de las calles, a regatear, distinguir de una mirada a los muchachos enemigos, esconderse y escapar. Con ellos iban a jugar al cementerio y a observar de lejos a las prostitutas y de cerca a las víctimas de accidentes fatales. Juan José, de la misma edad de Gregory, tenía un olfato infalible para la desgracia, siempre sabía dónde ocurrían los choques de ^ automóviles, los atropellos, las peleas a navajazos y las muertes. Él se encargó de averiguar en pocos minutos el sitio exacto donde un marido a quien su mujer abandonó por seguir a un vendedor viajero, se suicidó parándose delante del tren, porque no pudo con la vergüenza de ser llamado cornudo. Alguien lo vio fumando calmadamente de pie entre las dos líneas y le gritó que se apartara porque venía la máquina, pero él no se movió. El chisme llegó a oídos de Juan José antes de que ocurriera la tragedia. Los niños Morales y los Reeves fueron los primeros en aparecer en el sitio de la muerte y, una vez superado el espanto inicial, ayudaron a recoger los pedazos, hasta que la policía los sacó de allí. Juan José se guardó un dedo como recuerdo, pero cuando comenzó a ver al difunto por todas partes comprendió que debía desprenderse de su trofeo. Sin embargo, ya era tarde para devolverlo a los deudos porque los fragmentos del suicida habían sido sepultados hacía días. El muchacho, aterrorizado por el alma en pena, no supo cómo disponer del dedo, lanzarlo a la basura o dárselo a la boa de los Reeves no le pareció una forma respetuosa de reparar el mal. Gregory consultó en secreto a Olga y ella sugirió la solución perfecta: dejarlo discretamente sobre el altar de la iglesia, lugar consagrado donde ningún ánima en su sano juicio podría sentirse ofendida. Allí lo encontró el Padre Larraguibel, a quien todos llamaban simplemente Padre por la dificultad de pronunciar su apellido, un cura vasco de alma atormentada, pero gran sentido práctico, quien lo echó al excusado sin comentarios. Bastantes problemas tenía con sus numerosos feligreses como para perder tiempo indagando el origen de un dedo solitario. Los hermanos Reeves fueron a la escuela por primera vez en sus vidas. Eran los únicos rubios de ojos azules en una población de inmigrantes latinos donde la regla de sobrevivencia era hablar español y correr rápido. Los alumnos tenían prohibición de usar su lengua nativa, se trataba de aprender inglés para integrarse pronto. Cuando a alguien se le salía una palabra castiza al alcance del oído de la maestra, recibía un par de palmetazos en el trasero. Si a Cristo le bastó el inglés para escribir la Biblia, no se necesita otro idioma en el mundo, era la explicación para tan drástica medida. Por desafío los niños hablaban castellano en toda ocasión posible y quien no lo hacía era calificado de besa–culo, el peor epíteto del repertorio escolar. Judy y Gregory no tardaron en percibir el odio racial y temieron ser convertidos en papilla en cualquier descuido. El primer día de clases Grego–ry estaba tan asustado que no le salía la voz ni para decir su nombre.