Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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– Locos, todos locos–Opinó Carmen-. Ni muerta me muestro en cueros delante de maridos ajenos. No sabría dónde poner los ojos, Greg. Por otra parte, si algunos hombres me dan manotazos vestida, imagínate cómo sería si me desnudo. – ¡Qué india eres, mujer! Aquí nadie te miraría. – ¿Y entonces para qué lo hacen?
No me sentía cómodo en ninguna parte; el barrio donde crecí pertenecía al pasado y no había logrado plantar raíces en otro lado. De mi familia quedaba poco, mi mujer y mi hija estaban tan distantes de mí como antes lo estuvieron mi madre y Judy. También los amigos me hacían falta. Carmen se encontraba en otro planeta, no contaba mucho con Timothy porque se aburría con Samantha y creo que nos evitaba; hasta el mismo Balcescu, tan parecido a una caricatura que era casi impermeable al cambio, había dado un vuelco para convertirse en la imagen de un santón. Vivía rodeado de acólitas que veneraban el aire que exhalaba, y de tanto mirarse reflejado en el espejo de esos ojos adoradores, el estrafalario rumano acabó tomándose en serio. Junto con perder el sentido del humor, desapareció también su interés por inventar platillos exóticos o cultivar rosas, de modo que no nos quedó mucho en común. Joan y Susan conservaban su encanto y el delicioso olor de hierbas y especias que les impregnaba la piel, pero se habían puesto inaccesibles, vivían dedicadas a sus luchas feministas y a la química culinaria de sus recetas vegetarianas, eran expertas en disfrazar el tofu para que supiera a pastel de riñones. En la Escuela de Leyes no hice nuevas amistades, los estudiantes competíamos en un medio feroz, cada uno absorto en sus proyectos y ambiciones, estudiábamos sin descanso. No me quedaba ánimo para mítines y hasta las inquietudes políticas e intelectuales habían pasado a último plano. Habría sido difícil explicarle a Cyrus que por allí el único problema con la izquierda es que nadie quería ser de derecha. Al regresar a mi casa por la tarde sentía un cansancio vísceral, por el camino imaginaba la posibilidad de tomar un desvío y perderme en el horizonte, como hacía mi padre cuando recorríamos el país sin rumbo ni meta. El caos de la casa me ponía nervioso, y no es que yo sea fanático del orden, ni mucho menos. Supongo que estaba agotado por los estudios y el trabajo, seguramente no me comportaba como un buen marido y por eso Samantha ponía tan poco de su parte. A ratos parecíamos contrincantes más que aliados. En esas circunstancias uno se ciega y no vislumbra salida al callejón donde se encuentra metido, parece que uno estará siempre en la misma moledora de carne, que no hay escapatoria. Cuando tengas tu diploma todo será diferente, me consolaba Carmen a la distancia, pero yo sabía que ésa no era la única causa de mi malestar. Veía fielmente una serie de televisión sobre un astuto abogado quien se jugaba la reputación y a veces la vida por salvar de la cárcel a un inocente o castigar a un culpable. No me perdía capítulo con la esperanza de que el personaje me devolviera el entusiasmo por las leyes y me redimiera del inmenso fastidio que me provocaba esa profesión. Aún no comenzaba a ejercerla y ya estaba desilusionado. El futuro se presentaba muy diferente a la aventura imaginada en mi juventud, el último esfuerzo por terminar la carrera me aburría tanto que empecé a hablar de abandonar los estudios y dedicarme a otra cosa. El aburrimiento es rabia sin entusiasmo, me aseguró Timothy Duane. Según él, yo estaba enojado con el mundo y conmigo mismo y no era para menos, mi destino nunca fue un lecho de rosas. Me aconsejaba desprenderme de complicaciones. empezando por mi matrimonio con Samantha, que le parecía un error evidente. Me negaba a admitirlo, sin embargo llegó un momento en que al menos en ese aspecto tuve que darle razón. Fue en una fiesta como tantas otras a las cuales íbamos en esa época, en una casa como todas, muebles desvencijados, tapices indígenas cubriendo las manchas del sofá, afiches de Ho Chi Min y del Che Guevara junto a los mantras bordados de la India, las mismas parejas de amigos. los hombres sin calcetines y las mujeres sin sostén, la comida fría y pedazos de queso más y más rancios a medida que transcurrían las horas, demasiados tragos, cigarrillos y marihuana de tan mala calidad que el humo espantaba a los mosquitos. También las mismas conversaciones interminables sobre los últimos seminarios del grito primario, donde cada cual aullaba hasta desgañitarse para liberar la agresión, o del regreso al útero, donde los participantes sin ropa se colocaban en posición fetal y se chupaban el dedo. Nunca entendí esas terapias ni me presté para experimentarlas, me reventaba hablar del tema, estaba cansado de oír los múltiples cambios trascendentales en las vidas de cada uno de mis conocidos. Me instalé en la terraza a beber solo. Admito que cada día tomaba más. Había desistido de los licores fuertes porque me alborotaban las alergias y empezaba a ahogarme con las mucosas inflamadas y una terrible opresión en el pecho. Pronto descubrí que el vino me producía los mismos síntomas, pero podía consumir más cantidad antes de sentirme realmente enfermo. Horas antes había tenido una discusión a gritos con Samantha y empezaba a sospechar que nuestro matrimonio rodaba hacia un abismo.
Entraba al garaje con el automóvil, cuando vi venir a un vecino con Margaret de la mano, mi hija tenía poco más de dos años. Creo que es suya, la encontré vagando a un par de millas de aquí, para llegar tan lejos debe haber caminado desde la mañana, dijo el hombre sin disimular su reproche y su desprecio. Abracé a la niña espantado. Me latían las sienes y casi no podía hablar cuando enfrenté a mi mujer para preguntarle dónde estaba cuando Margaret salió de la casa, cómo no se dio cuenta de su ausencia en tantas horas. Me respondió con los brazos en Jarra, tan furiosa como yo, alegando que el vecino era un desgraciado y la odiaba porque los gatos se comieron su canario, que no me debía explicaciones, después de todo ella no me preguntaba dónde estaba yo todo el día, Margaret era muy independiente para su edad y no estaba dispuesta a vigilarla como un carcelero ni mantenerla amarrada con una cuerda, como hacía yo con los niños que cuidaba, y siguió rezongando hasta que no aguanté más y me fui de la pieza con un portazo. Después me di una larga ducha fría para quitarme de la imaginación las diversas fatalidades que podrían haberle ocurrido a Margaret en esas dos malditas millas, pero no fue suficiente porque en la fiesta seguía amostazado contra Samantha. Me fui a la terraza con un vaso de vino y me desmoroné en una silla, de mal humor, algo mareado y harto con la monótona música de Katmandú que llegaba desde la sala.
Saqué la cuenta del tiempo perdido en esa fastidiosa reunión; dentro de una semana debía presentar los exámenes finales y cada minuto de estudio era precioso. En eso llegó Timothy Duane y al verme acercó otra silla y se instaló a mi lado. Teníamos pocas oportunidades de estar solos. Noté que había perdido peso en los últimos años y sus rasgos se habían marcado a cincel, ya no tenía ese aire de inocencia que a pesar de sus fanfarronadas, era uno de sus encantos cuando nos conocimos. Sacó del bolsillo un tubo de vidrio, se echó cocaína en el dorso de la mano y lo aspiró ruidosamente, luego me ofreció, pero yo no puedo usarla, me mata, la única vez que la probé sentí que me clavaban un puñal helado entre los ojos, el dolor de cabeza me duró tres días y del paraíso prometido ni me acuerdo. Tim me dijo que entráramos porque estaban organizando un juego, pero yo no tenía el menor interés en ver de nuevo a todo el mundo en pelotas.
– Esto es distinto. Vamos a intercambiar esposas–insistió.
– Tú no tienes, que yo sepa.
– Traje a una amiga.
– Tiene facha de puta tu amiga.
– Lo es–se rió, arrastrándome a la sala.
Los hombres se habían reunido alrededor de la mesa del comedor, pregunté por las mujeres y me informaron que esperaban en los automóviles. Parecían nerviosos, se palmoteaban las espaldas, hacían bromas de doble sentido y las celebraban con grandes risotadas. Explicaron las normas: prohibido echar pie atrás, nada de arrepentirse ni de intentar cambios. Apagaron la luz, pusieron sus llaves sobre una bandeja, alguien las revolvió y cada participante tomó una al azar.
A pesar de la nebulosa del alcohol y del desconcierto, que me impidió precipitarme sobre la bandeja como los demás, cuando encendieron la luz vi claramente mi llavero en manos de un dentista algo barrigón y pedante, considerado una pequeña celebridad porque sacaba muelas con agujas chinas clavadas en los pies como única anestesia. Tomé el último llavero, deseando coger al dentista por la ropa y reventarle la cara con uno de aquellos certeros puñetazos que me había enseñado el Padre Larraguibel en el patio de la Iglesia de Lourdes, pero me detuvo el temor de hacer el ridículo. Los otros salieron rumbo a los carros entre carcajadas y bromas, y yo partí a la cocina a poner la cabeza bajo un chorro de agua fría para sacudirme el aturdimiento. Me serví los restos de café de un termo y me senté en un taburete a evocar los tiempos en que la vida era más sencilla y cualquiera entendía las reglas. Poco después me encontró en el mismo sitio la compañera que me había tocado en suerte, una rubia pecosa y simpática, madre de tres niños y profesora de matemáticas en una escuela primaria, la última persona con quien se me hubiera ocurrido practicar el adulterio. Te estoy esperando desde hace un buen rato, me dijo con una sonrisa tímida.
Traté de explicarle que no me sentía bien, pero creyó que la rechazaba porque no me gustaba; pareció encogerse en el umbral de la puerta como una niña pillada en falta. Le sonreí lo mejor que pude y se acercó, me tomó de la mano, me ayudó a ponerme de pie y me llevó al automóvil con una mezcla de delicado pudor y de firmeza que me desarmó. Manejó hasta su casa. Encontramos a sus hijos dormidos frente a la televisión y los llevamos en brazos a sus camas. Mi amiga les puso piyamas, los besó en la frente, les acomodó las cobijas y se quedó con ellos hasta que volvieron a dormirse. Después fuimos al dormitorio, donde la fotografía del marido vestido con toga de graduación presidía sobre la cómoda. Ella anunció qué se pondría algo más cómodo y desapareció en el baño, mientras yo abría la cama sintiéndome como un imbécil porque no podía quitarme a Samantha y el dentista de la mente y preguntándome por qué diablos no era capaz de participar en esos juegos con el desenfado de los demás, por qué me daban tanta rabia. La rubia volvió sin maquillaje y cepillándose el pelo, vestida con una bata acolchada color helado de fresa, perfecta para una madre que madruga para preparar el desayuno de su familia, pero muy poco adecuada a las circunstancias. No había ninguna coquetería en sus gestos, como si fuéramos un viejo matrimonio en las últimas rutinas antes de ir a la cama después de una jornada de trabajo.
Se sentó sobre mis rodillas y procedió a desabotonarme la camisa. Tenía una acogedora sonrisa, la nariz respingada y un fresco aroma de jabón y pasta dentífrica, pero no me provocaba ninguna excitación. Le dije que me perdonara, que había tomado mucho y me molestaba la alergia.
– La verdad es que no sé para qué vine. No me gustan estos juegos, no me gustan nada y creo que a Samantha tampoco–le confesé por último.
– ¿Qué dices? – y se echó a reír encantada-. Tu mujer se acuesta con varios de tus amigos y dicen que con algunas de tus amigas ¿por qué no te diviertes tú también un poco?
Aquellos no fueron buenos tiempos para mí. Mi vida ha sido una suma de tropiezos, pero ahora, a los cincuenta años, cuando miro hacia atrás y saco la cuenta de los esfuerzos y las desgracias, creo que ese período fue el peor porque algo fundamental se me torció en el alma y ya no volví a ser el mismo. Supongo que tarde o temprano se pierde el candor. Tal vez es mejor, porque no se puede andar por el mundo como un ingenuo, en carne viva y sin defensas. Me crié peleando en la calle. Debí endurecerme mucho antes, pero no fue así. Ahora, cuando ya le he dado la vuelta al dolor varias veces y puedo leer mi destino como un mapa lleno de errores, cuando no tengo ninguna lástima de mi mismo y soy capaz de revisar mi existencia sin sentimentalismos porque he encontrado cierta paz, sólo lamento la pérdida de la inocencia. Echo de menos el idealismo de la juventud, la época en que todavía existía para mí una nítida línea divisoria entre el bien y el mal y creía que es posible actuar siempre de acuerdo a principios inamovibles. No era una postura práctica ni realista, ya lo sé, pero había una limpia pasión en esa intransigencia que todavía me conmueve cuando la encuentro en otros. No puedo decir en qué momento comencé a cambiar y me convertí en el hombre duro que soy ahora. Sería fácil atribuirlo todo a la guerra, pero en verdad el deterioro empezó antes. O bien podría decir que el oficio de abogado requiere una buena dosis de cinismo, no conozco a ninguno que se libre de ello, pero esa también es una respuesta incompleta. Carmen dice que no me preocupe, que por mucho cinismo que tenga nunca será suficiente para vivir en este mundo y por lo demás estas dudas son pura majadería de mi parte; a pesar de las apariencias sigo siendo el mismo animalote rudo y combativo pero de corazón manso que ella adoptó como hermano hace mucho tiempo, pero yo me conozco bien y sé cómo soy por dentro.
Colegas, mujeres, amigos y clientes me han traicionado, pero ninguna traición me ha dolido tanto como la de Samantha, porque no la esperaba. A partir de entonces siempre desconfío, ya no me sorprendo cuando alguien me falla.
Esa noche no volví a mi casa. Le quité la bata de helado de fresa a la maestra de matemáticas y rodamos en su cama matrimonial. No debe guardar un buen recuerdo de mí, seguro esperaba un amante imaginativo y experto y se encontró con alguien dispuesto a salir del paso lo antes posible. Luego me vestí y me fui caminando al apartamento de Joan y Susan, donde llegué a las tres de la mañana extenuado y con rastros evidentes de haber bebido. Me colgué del timbre por varios minutos, hasta que aparecieron en camisa de dormir y descalzas. Me acogieron sin hacer preguntas, como si estuvieran habituadas a recibir visitas a esa hora. Mientras una me preparaba una taza de camomilla, la otra improvisó una cama en el sofá de la sala. Algo deben haber echado a la camomilla, porque desperté doce horas más tarde con el sol en la cara y el perro de mis amigas echado a los pies. Creo que en esas hoyas de sueño terminó mi juventud. Cuando me levanté tenía en la mente y el corazón las resoluciones que guiarían mi vida en los años futuros, aunque en ese momento lo ignoraba. Ahora, que puedo ver el pasado con cierta perspectiva, me doy cuenta de que en ese instante empecé a ser la persona que fui por mucho tiempo, un hombre arrogante, frívolo y codicioso que siempre detesté y de quien me ha costado tanto desprenderme. Me quedé con mis amigas cinco días sin comunicarme con Samantha. Se turnaron para acompañarme y escuchar con paciencia el recuento mil veces repetido de mis nostalgias, desesperanzas y quejas. El viernes me presenté a los exámenes finales sin angustia, porque no tenía ilusión, el título de abogado no me interesaba, en verdad sentía una profunda indiferencia por el futuro. Un par de meses más tarde me avisaron al otro lado del mundo que obtuve el diploma al primer intento, lo cual rara vez ocurre en esta torcida profesión. Del examen fui directamente a la oficina de reclutamiento de las Fuerzas Armadas. Debí entrenar durante dieciséis semanas, pero la guerra estaba en su apogeo y se había reducido el curso a doce. En algunos aspectos esos tres meses fueron peores que la guerra misma. pero salí de allí con noventa kilos de músculos, la resistencia de un camello y totalmente embrutecido, listo para destrozar a mi propia sombra si me lo hubieran ordenado.
Dos días antes de embarcarme la computadora me seleccionó para el Instituto de Idiomas en Monterrey. Supongo que haberme criado en el barrio mexicano y estar acostumbrado al ruso de mi madre y al italiano de sus óperas me entrenó el oído. Estuve casi dos meses en un paraíso de costas abruptas con focas tomando sol sobre las rocas, casas victorianas y atardeceres de tarjeta postal, estudiando vietnamita a tiempo completo con profesores que se rotaban cada hora y con la amenaza de que si no aprendía pronto sería juzgado por traición a la patria. Al final del curso chapuceaba ese idioma mejor que la mayoría de mis compañeros.
Partí a Vietnam acariciando la secreta fantasía de morir para no tener que enfrentar los trabajos y las pesadumbres de la existencia. Pero morir es mucho más difícil que seguir viviendo.
Tercera parte Gente.
La guerra es gente. La primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella es gente: nosotros, mis amigos, mis hermanos, todos unidos en la misma fraternidad desesperada. Mis compañeros, y los otros, esos hombres y mujeres pequeños, de rostros indescifrables, a quienes debo odiar, pero no puedo, porque en las últimas semanas he aprendido a conocer. Aquí todo es en blanco o negro, no hay medias tintas ni ambigüedades, se acabó la manipulación, la hipocresía, el engaño. Vida o muerte, matas o mueres. Nosotros somos los buenos y ellos son los malos, sin esa certeza estamos jodidos y en cierta forma ese desvarío es refrescante, es una de las virtudes de la guerra.
A este agujero llega de todo, negros escapando de la miseria, campesinos pobres que todavía creen en el sueño americano, algunos latinos afiebrados por una rabia de siglos, aspirantes a héroes, psicópatas, y otros como yo, que andan escapando de fracasos o de culpas, pero en combate somos iguales, no importa el pasado, una bala es la gran experiencia democrática. Debemos probar cada día que no somos hombres, somos guerreros, resistir, soportar el dolor y la incomodidad, no quejarse nunca, matar, apretar los dientes y no pensar, no averigües, obedece, para eso nos domaron como a los caballos, nos entrenaron a punta de patadas, insultos y humillaciones. No somos individuos, en este trágico teatro de la violencia somos máquinas al servicio de la chingada patria. Uno hace cualquier cosa por sobrevivir, me siento bien cuando he matado porque al menos por esta vez estoy vivo. Acepto la demencia y no intento explicarla, simplemente me aferro a mi arma y disparo. No pensar, para no confundirse y vacilar; si lo haces mueres, es la ley inequívoca de la guerra.
El enemigo no tiene cara, no es humano, es un animal, un monstruo, un demonio, si pudiera creerlo en el fondo del corazón sería más sencillo, pero Cyrus me enseñó a cuestionarlo todo, me obligó a llamar las cosas por sus nombres: matar, asesinar. Vine para sacudirme la indiferencia y sumergirme en algo apasionante, vine con una actitud cínica, dispuesto a coleccionar experiencias temerarias para darle sentido a mi vida. Vine por culpa de Hemingway, en busca de la hombría, del mito del macho, de una definición de masculinidad, orgulloso de los músculos y la resistencia adquirida en los entrenamientos, dispuesto a probar mi valor, porque en el fondo siempre sospeché que soy cobarde, y a probar mi fortaleza, porque estaba harto de que me traicionaran los sentimientos. Un rito de iniciación tardío. A los 28 años nadie viene a esta perdición.
Los primeros cuatro meses fueron como un juego fatídico, una apuesta constante contra mí mismo, me observaba desde cierta distancia y me juzgaba con ironía, me acosaba el pasado y buscaba los extremos del riesgo, el dolor, el cansancio, el embrutecimiento, y entonces, cuando alcanzaba el límite, no lo podía soportar. Las drogas ayudan. Pero de pronto un día desperté sintiéndome vivo, esencialmente vivo, más vivo de lo que nunca antes había estado, enamorado de esta hoguera que es la existencia. Comprendí que soy muy mortal, una cáscara de huevo, una insignificancia que en un instante se hace polvo y no queda ni el recuerdo. Cuando llegan los nuevos contingentes voy a mirar a los hombres, los examino con cuidado, he desarrollado un sexto sentido para leer las señales, sé quiénes morirán y quiénes tal vez no. Los más valentones y atrevidos morirán primero porque se creen invencibles, a esos los mata la soberbia. Los más asustados morirán también porque se paralizan o se trastornan, disparan a ciegas y pueden darle a un compañero, no conviene tenerlos cerca, traen mala suerte, no los quiero en mi pelotón. Los mejores se mantienen tranquilos, no corren riesgos inútiles, no tratan de ganar ni de llamar la atención, tienen una tremenda voluntad de v¡da. Me gustan los latinos, son callados y hoscos por fuera, como dinamita por dentro, explosivos, mortíferos, no les asusta la muerte. No sólo son bravos, también son buenos camaradas. Trago a puñados las píldoras de anfetaminas, todas juntas, un garrotazo en el estómago, el gusto amargo en la boca, hablo tan rápido que no sé lo que digo, al poco rato no puedo hablar, masco chicle para no mascarme la lengua, después me aturdo de alcohol y somníferos para poder dormir un poco. Sueño con ríos de sangre, mareja das de gasolina en llamas, heridas abiertas, labios de mujer, vulvas, pilas de muertos, cabezas decapitadas, niños ardiendo en napalm, esas repugnantes fotografías que coleccionan los soldados, todo en rojo, sólo rojo.
He aprendido a dormir en fragmentos, cinco o diez minutos cada vez que puedo. tirado en cualquier parte, envuelto en mi poncho de plástico, siempre con los sentidos alerta. Se me ha desarrollado el oído, puedo escuchar las patas de un insecto arrastrándose por la tierra, y se me ha afinado el olfato; puedo oler a los guerrilleros a varios metros de distancia, comen salsa de pescado y cuando están asustados y transpiran el olor se reparte. ¿A qué olemos nosotros? A loción de afeitar, supongo, porque la bebemos como si fuera whisky, tiene cuarenta por ciento de alcohol. Cuando logro dormir un par de horas sin pesadillas quedo como nuevo, pero no siempre se puede. Si no estoy de guardia o en alguna misión, paso la noche en el campamento tiritando bajo un toldo ensopado de lluvia en una tienda fétida a orines, botas, humedad, restos de raciones descompuestas, sudor, escuchando las carreras diligentes de las ratas y las rutinas de los hombres, con mosquitos hasta en la boca. A veces despierto llorando como un imbécil; cómo se reiría de mí Juan José, cuántas veces me llevó a un rincón en el patio de la escuela para que los demás no me vieran llorar, cállate, gringo maricón, los hombres no lloran, me sacudía furioso y, como las amenazas lejos de resolver el problema lo empeoraban, optaba por suplicarme que por favor me callara, por lo que mas quieras, mano, antes que nos agarren a patadas a los dos por mujercitas. Para empezar a funcionar tomo aspirinas con café, frío, por supuesto, me fumo la primera yerba del día y antes de partir me zampo las anfetaminas.
Echo de menos una comida caliente, una ducha, una cerveza helada, estoy harto de estas raciones que nos lanzan desde el aire en paquetes azules y amarillos, frijoles con cochino y ensalada de fruta. Aquí vuelvo a ser como un niño, es una extraña sensación, no hay responsabilidades con uno mismo, no hay interrogantes, sólo obedecer, aunque en verdad me cuesta bastante, sirvo para dar órdenes, pero no para obedecerlas a ciegas, nunca seré un buen militar. Es fácil pasar desapercibido, borrarse como una sombra. A menos que uno cometa una estupidez descomunal los días transcurren uno detrás de otro con la única meta de sobrevivir, esta tremenda maquinaria invencible se hace cargo de todo, los de arriba toman las decisiones y se supone que saben hacerlo, no tengo preocupaciones, puedo desaparecer en las filas, soy igual a los demás, soy un número sin cara, sin pasado y sin futuro. Es como volverse loco, uno flota en un limbo de tiempo eterno y de espacios torcidos, nadie puede pedirme cuenta de nada, basta con cumplir mi trabajo y en lo demás puedo hacer lo que me dé la gana.
Nada más peligroso que sentirse superior, te quedas solo como un ombligo, me previno Juan José a través del humo de un pito de marihuana empapado en opio ese día en la playa. Cierto, lo único que te salva es la obstinada fraternidad de los soldados. Siento una lástima furiosa, ganas de llorar por el dolor acumulado, el propio y el ajeno, de coger una ametralladora y salir a matar, no aguanto las ganas de gritar hasta que reviente el universo entero, tengo un bramido inacabable atravesado en la garganta. Estás loco, mano, en la guerra no hay piedad.
Nos encontramos con Juan José en la playa en un par de días de permiso, un milagro que entre medio millón de combatientes estuviéramos en el mismo lugar al mismo tiempo. Nos estrechamos sin poder creer en tamaña casualidad, qué fantástica suerte venir a vemos aquí, mano, y nos palmoteábamos y reíamos, felices, olvidando por un momento dónde estábamos y para qué. Tratamos de ponemos al día del pasado, tarea imposible porque no nos veíamos desde hacía diez años, desde que él entró a las Fuerzas Armadas y andaba pavoneándose en su uniforme, mientras yo me había convertido en obrero de dólar cincuenta la hora.
Cada uno partió a lo suyo, él a su destino de soldado y yo a trabajar de lomo mojado por un año, hasta que Cyrus me obligó a salir del barrio. No pienso seguir en el pinche garaje de mi padre, hermano, me dijo Juan José en esa ocasión, mi viejo es un negrero, la milicia es lo mejor que puedo hacer, sirvo en esa chingadera hasta los treinta y ocho o cuarenta años, luego me jubilo con una buena pensión y el mundo es mío, mano, ¿qué otra cosa puedo hacer con mi color de piel y mi cara de indio? y además a las mujeres les encantan los uniformes. Nos reíamos como locos en la playa.
– ¿Te acuerdas cuando nos robábamos los cigarros de Pito–de–Lirio y el vino de misa del cura Larraguibel?, ¿y de las peleas con bosta de caballo?, ¿y cuando afeitamos a Oliver y le echamos mercurocromo y lo llevamos a la escuela con el cuento de que tenía peste bubónica?, ¿qué mierda es la peste bubónica, mano?, con ese cariño brusco y disimulado, esa rudeza salpicada de palabrotas y de buenas intenciones con que nos tratábamos desde niños. Me contó que se había enamorado de una muchacha vietnamita y al mostrarme la fotografía que guardaba en un sobre de plástico en su billetera se puso serio y le cambió la voz. Era una de esas instantáneas de mala calidad, con demasiada exposición, donde el rostro de la mujer parecía una luna pálida enmarcada por la sombra del cabello. Me llamaron la atención los ojos, pero el resto me pareció igual a tantas otras caras asiáticas que he visto en estos meses.
– Se llama Thui–me dijo.
– Es un nombre de duende.
– Significa agua.
Yo había oído rumores de mi amigo, los soldados hablan, corren chismes en susurros. Me confirmó lo que circulaba secretamente: una misión difícil, el oficial a cargo del pelotón era nuevo, se vieron rodeados, comenzó el fuego, cayeron cinco y el oficial ordenó retirarse sin llevarse a los heridos. Mira qué cabrón, mano, cómo íbamos a dejarlos allí, imagínate que fueras tú, yo no te abandonaría en manos del enemigo, eso fue lo que traté de explicarle, pero el hijo de su chingada madre estaba histérico, mano, sacó la pistola, nos amenazó, gritaba y movía los brazos sin control. Yo no esperé que se calmara, no había tiempo, le disparé a quemarropa. Cayó sin darse cuenta. Nos batimos en retirada cargando a los nuestros, como debe ser, mano. Los salvamos a todos menos a uno, que no tenía vuelta, se le habían vaciado las tripas. Pobre chavo, se sujetaba los intestinos con las manos y me miraba desesperado, no me dejes vivo, Buena Estrella no me dejes, suplicó… Y tuve que darle un tiro en la sien, que Dios me perdone.
Maldita chingadera esta, mano.
Los cuerpos debieran estar en bolsas con su nombre en una etiqueta, pero no siempre se cumplen las formalidades, falta tiempo o faltan bolsas, los cogen de las muñecas y los tobillos y los tiran dentro de los helicópteros, o los amarran como paquetes, envueltos en sus ponchos, cubiertos de moscas; en unas cuantas horas los cadáveres están hinchados, deformes, comidos por las larvas, hirviendo en el caldo de la descomposición.
Los helicópteros son pájaros de hacer viento, aterrizan en un tornado levantando el polvo, los desperdicios y el barro inmundo a treinta metros a la redonda. Cuando los muertos han estado muchas horas esperando en el calor o la lluvia, salen trozos de carne en el remolino y si estás cerca te pueden dar en la cara. En la montaña me negué a subir los cuerpos. Ayudé a los heridos, pero después me volví de piedra y nadie se atrevió a darme órdenes, parece que yo estaba más allá de la vida y de la muerte, desquiciado. Crisis nerviosa, brote psicótico, no me acuerdo el nombre que le dieron.
Lavan los helicópteros con manguera, pero el olor no desaparece. Tampoco el eco de los gritos, los muertos jamás se van del todo. No estoy llorando, es la maldita alergia o el humo, vaya uno a saber, ando siempre con los ojos irritados, uno vive respirando porquería. Cada vez doy gracias por no ser yo uno de los que viajan en bolsas de plástico, o peor aún, uno de los otros, los que llevan el pecho abierto como una fruta reventada, muñones rojos donde tenían los brazos o las piernas, pero todavía viven y tal vez sigan haciéndolo por muchos años, perseguidos siempre por los malos recuerdos. Gracias por estar aún vivo, gracias Dios mío, gritaba en inglés, allá en la montaña, ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, agregaba en español, pero nadie me escuchaba, ni yo mismo me podía oír entre el fuego de la batalla y los aullidos de los heridos, chingada–madre–de–dios sácame vivo de aquí, clamaba con el escapulario de la Virgen de Guadalupe al cuello, un trapito negro y duro por la sangre seca de Juan José. Me lo dio un capellán varias semanas después que mataron a mi hermano. Le tocó cerrarle los ojos, me dijo que ya tenía el color gris de los fantasmas cuando se quitó el escapulario y le pidió que me lo entregara para darme suerte, a ver si yo salía con vida de aquí. ¿Cuáles fueron sus últimas palabras? fue lo único que se me ocurrió preguntarle al capellán. Sujéteme, padre, que me estoy cayendo, sujéteme porque allá abajo está muy oscuro, fue lo último que dijiste, mano, y yo no estaba allí para oírte ni para sujetarte firme y arrebatarte a la muerte a tirones. ¡mierda, maldita mierda! ¡De qué te sirvió el escapulario, mano!