Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Por su parte Shanon no estaba mucho mejor, el camión de la mudanza desembarcó los bultos en la sala de la nueva casa y allí quedaron desparramados; apenas le alcanzaron las fuerzas para acomodar las camas y unos cuantos utensilios de cocina, mientras a su alrededor crecían el estropicio y la confusión. Era incapaz de lidiar con David.
El niño resultó una tarea sobrehumana, necesitaba un domador de fieras más que una niñera, había nacido con el organismo acelerado y vivía como un salvaje. Lo despidieron de las guarderías infantiles donde intentaron dejarlo algunas horas al día; su conducta era tan bárbara que mantenía a su madre en estado de permanente alerta porque cualquier descuido podía terminar en una catástrofe. Aprendió temprano a llamar la atención privándose de aire y perfeccionó ese recurso hasta lograr que le saliera espuma por la boca, se le voltearan los ojos y cayera en convulsiones cada vez que lo contradecían en algún capricho.
Se negaba a usar un cepillo de dientes, un peine o una cuchara, comía en el suelo lamiendo los alimentos, no podían dejarlo con otros niños porque mordía, ni entre adultos porque lanzaba un chillido vi–tricida capaz de moler los nervios al más bravo. Shanon se dio por vencida apenas la criatura comenzó a desplazarse gateando, lo cual coincidió con las peores peleas con su marido, y buscó alivio en la ginebra.
Mientras su padre se aturdía en el trabajo y los viajes, que lo mantenían siempre ausente, y su madre lo hacía en el licor y la frivolidad, ambos afanados en una guerra de enemigos irreconciliables, el pequeño David acumulaba la rabia sorda de los niños abandonados. El divorcio evitó al menos la iniquidad de esas diarias batallas campales que dejaban a toda la familia extenuada, incluyendo a la sirvienta mexicana que iba todos los días a limpiar y a cuidar al niño, pero que finalmente prefirió la incertidumbre de la calle a ese asilo de locos. Su partida fue más trágica para Shanon que la de su marido. Desde ese momento se creyó desamparada y no volvió a intentar un amago de control, dejó que su hogar y su vida se llenaran de polvo y desorden, a su alrededor se acumularon ropa y platos sucios, cuentas impagas, máquinas estropeadas y deberes que procuraba ignorar. En el mismo, estado de desconcierto comenzó su existencia de mujer divorciada; no volvió a afanarse en su papel de madre ni ama de casa, renunció a toda pretensión de decencia doméstica, vencida antes de partir, pero le quedó ánimo para salvarse del naufragio y escapar, primero a ratos robados y luego por horas hasta que por último se fue del todo.
Reeves quedó en su casa vacía, con el bote pudriéndose en el muelle y los rosales languideciendo en los barriles. No era una solución práctica para un hombre solo, como le hizo ver todo el mundo, pero en un apartamento se sentía prisionero, necesitaba amplios espacios donde estirar el cuerpo y dejar el alma suelta. Trabajaba dieciséis horas diarias, dormía menos de cinco por noche y bebía una botella de vino en cada comida.
Al menos no fumas, así es que no te consumirás de cáncer al pulmón, lo consoló Timothy Duane.
La oficina parecía una fábrica de hacer dinero, pero en realidad se sostenía en precario equilibrio mientras el contador chino hacía milagros para pagar las cuentas más urgentes. En vano Mike Tong trataba de explicar a su jefe los principios básicos de la contabilidad, para que examinara las sangrientas columnas de los libros y viera cómo hacían piruetas a tientas en una cuerda floja. No te preocupes, hombre, ya nos arreglaremos, esto no es como en la China, aquí siempre se sale adelante, esta tierra es de los atrevidos, no de los prudentes, lo tranquilizaba Reeves.
Miraba a su alrededor y veía que no era el único en esa postura, la nación entera sucumbía al aturdimiento del despilfarro, lanzada en una bacanal de gastos y una estrepitosa propaganda patriótica, diri gida a recuperar el orgullo humillado por la derrota de la guerra. Marchaba al tambor de su época, pero para hacerlo debía silenciar las voces de Cyrus con su melena de sabio y sus enciclopedias clandestinas, de su padre con la boa mansa, de los soldados sumergidos en sangre y espanto, y de tantos otros espíritus cuestionadores. No se ha visto tanto egoísmo, corrupción y arrogancia desde el Imperio Romano, decía Timothy Duane.
Cuando Carmen previno a Gregory contra las trampas de la codicia, él le recordó que la primera lección de viveza se la dio ella en la infancia, al sacarlo del ghetto y obligarlo a hacer dinero en el barrio de los burgueses. Gracias a ti crucé la calle y descubrí las ventajas de estar al otro lado; es mucho mejor ser rico, pero si no puedo serlo, al menos voy a vivir como si lo fuera, dijo.
Ella no lograba conciliar esas bravatas de su amigo con otros aspectos de su vida, que revelaba sin proponérselo en las largas conversaciones de los lunes, como su tendencia cada vez más acentuada de defender sólo a los más míseros, nunca a las empresas o las compañías de seguro, donde había ganancias sustanciales sin tanto riesgo. – No estás claro, Greg. Hablas de hacer plata, pero por tu oficina desfilan sólo los pobres.
– Los latinos siempre lo son, lo sabes tan bien como yo. – A eso voy. Con ese tipo de clientes nadie se hace rico. Pero celebro que sigas siendo el tonto sentimental de siempre, por eso te quiero. Siempre te haces cargo de los demás, no sé cómo te alcanzan las fuerzas.
Ese rasgo de su carácter no se había notado tanto cuando era una tuerca más en el complicado engranaje de un bufete ajeno, pero fue evidente al convertirse en su propio patrón. Era incapaz de cerrar la puerta a quien solicitaba ayuda, tanto en la oficina como en su vida privada. Se rodeaba de gente en desgracia y apenas lograba cumplir con todos, Ernestina Pereda hacía milagros para estirar las horas de su calendario. A menudo los clientes terminaban convertidos en amigos, en más de una ocasión tuvo viviendo en su casa a alguien que se encontró sin techo.
Una mirada agradecida le parecía recompensa suficiente, pero a menudo se llevaba chascos graves. No tenía buen ojo para detectar a tiempo a los sinvergüenzas y cuando deseaba librarse de ellos era tarde, porque se volvían como escorpiones, acusándolo de toda suerte de vicios. Cuidado con que nos metan un juicio por mal uso de la profesión, advertía Mike Tong al ver que su jefe confiaba demasiado en los clientes, entre los cuales había maleantes que sobrevivían abusando del sistema legal y tenían una historia de pleitos a la espalda, trabajaban unos meses, lograban hacerse despedir y luego entablaban demanda por haber perdido el empleo, otros se provocaban heridas para cobrar el seguro.
Reeves también se equivocaba al contratar a sus empleados, la mayoría tenía problemas con alcohol, otro era jugador y apostaba no sólo lo suyo, sino todo lo que podía sustraer de la oficina, y había uno que padecía depresión crónica y lo encontró un par de veces con las venas abiertas en el baño.
Tardó muchos años en darse cuenta de que su actitud atraía a los neuróticos. Las secretarias no daban abasto con tanto sobresalto, y pocas duraban más de un par de meses. Mike Tong y Tina Faibich eran las únicas personas normales en ese circo de alucinados. A los ojos de Carmen el hecho de que su amigo todavía no se hundiera era una prueba irrefutable de su fortaleza, pero Timothy Duane llamaba a ese milagro pura y simple buena suerte.
Entró a su oficina por la puerta de servicio, como hacía a menudo para evitar a los clientes de la sala de espera. Su escritorio era una montaña de papeles y en el suelo se apilaban también documentos y libros de consulta, sobre el sofá había un chaleco y varias cajas con campanitas y ciervos de cristal. El desorden crecía a su alrededor amenazando con devorarlo. Mientras se quitaba el impermeable pasó revista a las plantas, preocupado por el aspecto fúnebre de los helechos. No alcanzó a tocar el timbre, Tina lo esperaba con la agenda del día.
– Debemos hacer algo con esta calefacción; me está matando las plantas.
– Hoy tiene una declaración a las once y acuérdese que en la tarde debe ir a los tribunales. ¿Puedo acomodar un poco aquí? Esto parece un basural, si no le importa que se lo diga, Sr. Reeves. – Bien, pero no me toque el archivo de Benedict; estoy trabajando en eso. Escriba otra vez al club de Navidad para que no me manden más chirimbolos. ¿Me puede traer una aspirina, por favor? – Creo que le harán falta dos. Su hermana Judy ha llamado varias veces, es urgente–anunció Tina y salió.
Reeves tomó el teléfono y llamó a su hermana, quien le comunicó en pocas palabras que Shanon había pasado temprano a dejar a David en su casa antes de emprender viaje con rumbo desconocido. – Ven a buscar a tu hijo cuanto antes porque no pienso hacerme cargo de este monstruo; bastante tengo con mis hijos y mi madre. ¿Sabes que ahora usa pañales?
– ¿David?
– Mi mamá. Veo que tampoco sabes nada de tu propio hijo. – Hay que internarla en una residencia geriátrica, Judy. – Claro, ésa es la solución más fácil, abandonarla como si fuera un zapato gastado, es lo que tú harías, sin duda, pero yo no. Ella me cuidó cuando era chica, me ayudó a criar a mis niños y ha estado a mi lado en todas las necesidades. ¡Cómo se te ocurre que voy a ponerla en un asilo! Para ti no es más que una vieja inútil, pero yo la quiero y espero que se muera en mis brazos y no botada como un perro. Tienes una hora para recoger a tu hijo–No puedo, Judy, tengo tres clientes esperando. – Entonces se lo entregaré a la policía. En el corto rato que lleva en mi casa metió el gato a la secadora de ropa y le cortó el pelo a su abuela–dijo Judy procurando dominar el timbre histérico de su voz. – ¿Shanon no dijo cuando regresaba?
– No. Dijo que tiene derecho a hacer su vida, o algo por el estilo. Olía a alcohol y estaba muy nerviosa, casi desesperada, no la culpo, esa pobre mujer no tiene ningún control sobre su vida, cómo podría tenerlo sobre su hijo. – ¿Y qué vamos a hacer ahora?
– No sé lo que harás tú. Debiste pensarlo mucho antes, no sé para qué echas hijos al mundo si no tienes intención de criarlos. Ya tienes una hija drogada ¿no es suficiente? ¿O quieres que David siga el ejemplo de su hermana? Si no puedes estar aquí exactamente en una hora, anda a la policía, allí encontrarás a tu chiquillo–y colgó el teléfono.
Reeves llamó a Tina para pedirle que cancelara las citas del día. Ella lo alcanzó en la puerta poniéndose el chaquetón, con su paraguas en la mano, segura de que en semejante trance su jefe la necesitaba. – ¿Qué opina de una mujer que abandona a su hijo de cuatro años, Tina? – preguntó Reeves a su secretaria a medio camino. – Lo mismo que opino de un padre que lo abandona a los tres – replicó ella en un tono que jamás usaba y así concluyó la conversación; el resto del viaje fueron callados, escuchando un concierto en la radio y procurando mantener a raya las turbulencias de la imaginación. Cualquier cosa podían esperar de David.
Judy aguardaba con los bártulos de su sobrino en la puerta, mientras el niño, vestido de soldado, correteaba por el jardín lanzando piedras a la perra inválida.
Tina abrió su gigantesco paraguas y lo hizo girar como una rueda de carrusel, eso tuvo el poder de detener en seco a David. El padre avanzó con la intención de cogerlo de la mano, pero el chico le tiró un piedrazo y salió disparado en dirección a la calle. No alcanzó a llegar. En una maniobra de ilusionista Tina cerró el paraguas, le enganchó una pierna con el mango, lo lanzó de boca al suelo y enseguida lo atrapó por la ropa, lo levantó en vilo y lo introdujo de viva fuerza en el automóvil, todo eso sin perder su habitual sonrisa. Se las arregló para mantenerlo inmovilizado todo el camino de vuelta a la ciudad. Esa tarde Gregory Reeves se presentó en los tribunales con más ganas de pelea de lo habitual, mientras su invencible secretaria lo aguardaba afuera controlando a David con cuentos, papas fritas y uno que otro pellizco.
Así comenzó la convivencia de Gregory con su hijo. No estaba preparado para esa emergencia y no había espacio en sus rutinas para una criatura, menos para una tan fregada como la suya. Era tanta la inseguridad de David que no podía estar solo ni un momento; por la noche se introducía en la cama de su padre para dormir aferrado a su mano.
Los primeros días Gregory tuvo que llevarlo consigo a todos lados, porque no tenía edad para quedarse solo y no consiguió a nadie dispuesto a hacerse cargo, ni siquiera Judy, a pesar de su inclinación natural por los niños y la bonita suma que le ofreció. Si en pocos minutos le peló la cabeza a mi madre, en una hora se la corta, fue la respuesta de Judy a su petición.
La casa y el coche de Reeves se llenaron de juguetes, comida rancia, chicles mascados, pilas de ropa sucia. A falta de otra solución lo llevó a la oficina, donde al principio sus empleados trataron de congraciarse con el niño, pero pronto se dieron por vencidos, reconociendo honestamente que lo odiaban. David corría por encima de los escritorios, se tragaba los clips y enseguida los escupía sobre los documentos, desenchufaba las computadoras, inundaba los baños de agua, arrancaba los cables de teléfono y tanto viajó en el ascensor que la máquina se trancó. Por sugerencia de su secretaria, Gregory contrató a una inmigrante ¡legal salvadoreña para cuidarlo. pero la mujer sólo duró cuatro días. Fue la primera de una larga lista de niñeras que desfilaron por la casa sin dejar recuerdos.
Al diablo con los traumas, yo le daría una buena zurra, recomendó Carmen por teléfono, aunque ella no había tenido ocasión de hacerlo con Daí. El padre prefirió consultar a un psiquiatra infantil, quien aconsejó una escuela especial para niños con problemas de conduc ta, recetó pastillas para calmarlo y tratamiento inmediato porque, según explicó, las heridas emocionales de los primeros años de vida dejan cicatrices imborrables.
– Y de paso sugiero que usted entre a terapia también, porque la necesita más que David. Si no arregla sus problemas no podrá ayudar a su hijo–agregó; pero Reeves descartó esa idea sin un segundo pensamiento. Se había criado en un medio donde, esa posibilidad no se planteaba y en ese período todavía creía que los hombres deben arreglárselas solos.
– Ése fue un año difícil para Gregory Reeves. Es el peor de tu destino. ya no tienes que preocuparte porque el futuro será mucho más fácil – le aseguró Olga más tarde, cuando trató de convencerlo del poder de los cristales para contrarrestar la mala suerte. Se le juntaron varias desgracias y el frágil equilibrio de su realidad se desmoronó. Una mañana Mike Tong se presentó descompuesto para anunciarle que debía al banco una suma imposible de pagar y los intereses estaban estrangulando a la firma, además no había terminado con los gastos de su divorcio.
Las mujeres con quienes salía fueron desapareciendo una a una a medida que tuvieron ocasión de conocer a David, ninguna tuvo fortaleza de carácter para compartir al amante con aquella indómita criatura. No era la primera vez que lo acosaban las circunstancias, pero ahora se sumaba el cuidado de su hijo. Madrugaba para alcanzar a arreglar la casa, preparar desayuno, oír las noticias, programar la comida y vestir al niño, lo dejaba en la escuela una vez que las pastillas sedantes le hubieran hecho efecto y manejaba a la ciudad. Esos cuarenta minutos de viaje eran el único momento de paz del día; al pasar entre las soberbias torres del puente del Golden Gate, como altos campanarios chinos de laca roja, con la bahía a un lado, un espejo oscuro cruzado de veleros de placer y botes de pesca, y la silueta elegante de San Francisco al frente, se acordaba de su padre. El lugar más hermoso del mundo, lo llamaba. Escuchaba música, tratando de mantener la mente en blanco, pero casi nunca era posible, porque la lista de asuntos pendientes resultaba interminable. Tina fijaba sus citas temprano, así podía recoger a David a las cuatro; se llevaba documentos a la casa con intención de estudiarlos por la tarde, pero no le alcanzaba el tiempo, jamás imaginó que un niño ocupara tanto espacio, hiciera tanto ruido y necesitara tanta atención. Por primera vez tuvo lástima de Shanon y hasta llegó a entender que hubiera desaparecido. Además el chico coleccionaba mascotas y a él le tocaba lavar el tanque de los pescados, alimentar a las ratas, limpiar la jaula de las caturras y pasear al perro, un ovejero amarillo a quien llamaron Oliver en recuerdo del primer amigo de Gregory.
– Eso te pasa por tonto. En primer lugar no debiste comprar ese zoológico–le dijo Carmen – Podías haberme advertido antes, ahora no hay nada que hacer.
– Claro que sí, regala al perro, suelta los pájaros y las ratas y echa los pescados a la bahía. Todos saldrán ganando.
Los papeles se acumulaban sobre los cajones que le servían de mesa de noche. Debió renunciar a los viajes y entregar los casos de otras ciudades a sus empleados, quienes no siempre estaban sobrios o sanos y cometían costosos errores. Terminaron los almuerzos de negocios, las partidas de golf, la ópera, las escapadas a bailar con mujeres de su lista y las jaranas con Timothy Duane, ni siquiera podía ir al cine por no dejar al niño solo. Tampoco pudo recurrir a los videos porque David sólo aceptaba películas de monstruos y de extrema violencia; mientras más sangrientas más le gustaban. Asqueado de tantos muertos, torturados, zombis, hombres lobos y pérfidos extra–terrestres, Gregory trató de iniciarlo en comedias musicales y dibujos animados, pero se aburrían ambos por igual.
Imposible invitar amigos a su casa, David no soportaba a nadie, consideraba a cualquiera que se aproximara a su padre como una amenaza y le daban escandalosas pataletas de celos que invariablemente precipitaban la huida de las visitas. A veces, si tenía una fiesta o una cita con una conquista interesante, conseguía que alguien vigilara al chiquillo por unas horas, pero siempre al regresar encontraba la casa barrida por un huracán y la cuidadora desolada o al borde de un ataque de nervios. El único con suficiente paciencia y aguante fue King Benedict, quien resultó bien dotado para el papel de niñero y también gozaban con juegos de video y películas de horror, pero vivía demasiado lejos y por otra parte era tan desvalido como el niño. Al dejarlos solos Gregory partía intranquilo y regresaba apurado, imaginando las innumerables desgracias que podían ocurrir en su ausencia. Los fines de semana los dedicaba completos a su hijo, a limpiar la casa, ir al mercado, reparar los destrozos, cambiar la paja de las ratas y lavar el tanque de los peces, que solían amanecer flotando desvanecidos porque David les echaba de un cuanto hay en el agua. Hasta dormido lo perseguían las deudas impagas, los impuestos atrasados y la posibilidad de verse en un lío sin salida porque no confiaba en sus abogados y él mismo había descuidado a algunos clientes. Para colmo debió suprimir el seguro profesional por falta de fondos, ante el espanto de Mike Tong, quien profetizaba toda suerte de catástrofes financieras y sostenía que trabajar en ese campo sin la protección de un seguro era una actitud suicida. A Reeves no le alcanzaban el dinero, las fuerzas ni las horas, estaba muy cansado, añoraba un poco de soledad y silencio, necesitaba al menos una semana de vacaciones en alguna playa, pero resultaba imposible viajar con David.
– Regálalo a un laboratorio, siempre necesitan niños para hacer experimentos, – le sugirió Timothy Duane, quien tampoco aparecía en casa de su amigo por terror a enfrentarse con el chiquillo. Gregory sentía la cabeza llena de ruido, como en los peores tiempos de la guerra; el descalabro crecía incontenible a su alrededor, empezó a beber demasiado y sus alergias no le daban tregua, se ahogaba como si tuviera los pulmones llenos de algodón. El alcohol le producía una euforia breve y luego lo sumía en una tristeza larga y al día siguiente amanecía con la piel enrojecida, un zumbido en los oídos y los ojos hinchados.
Por primera vez en su vida sintió que el cuerpo le fallaba; hasta entonces se había burlado del fanatismo californiano por mantenerse en forma, pensaba que la salud es como el color de la piel, algo irrevocable que se trae al nacer, y de lo cual ni siquiera vale la pena hablar. Nunca se había preocupado del colesterol, el azúcar refinado o las grasas saturadas, permanecía indiferente a los alimentos orgánicos y la fibra, también a la manía del aceite bronceador o de correr, a menos que tuviera que llegar pronto a alguna parte. Estaba convencido de que no tendría tiempo para sufrir enfermedades, no moriría de viejo, sino de accidente repentino.
Por primera vez disminuyó su interés por las mujeres; eso le creaba cierta angustia, pero al mismo tiempo se sentía aliviado, por una parte temía perder la virilidad y por otra pensaba que sin esa obsesión su vida hubiera sido más llevadera. Las citas se hicieron menos frecuentes, se redujeron a encuentros apresurados al mediodía, porque en la tarde debía volver con David. La sexualidad, como el hambre o el sueño, era para él un apremio que debía satisfacer de inmediato, no era hombre de largos preámbulos, y su deseo tenía una condición desesperada. – Me estoy poniendo quisquilloso. – Debe ser la edad–comentó a Carmen.
– En buena hora. No entiendo cómo un hombre tan selectivo para la ropa, la música y los libros, que goza en un buen restaurante, com pra el mejor vino, viaja en primera y se aloja en hoteles de lujo, puede andar con esas pindongas.
– No exageres, algunas no están nada mal–replicó, pero en el fondo le daba la razón a su amiga, tenía mucho que aprender en ese campo. El único placer en el cual se recreaba sin apuro, con la intención de hacerlo durar, era la música. Durante la noche, cuando no podía dormir y la impaciencia le impedía leer, se echaba en la cama a mirar la oscuridad acompañado por un concierto.
A finales de marzo murió Nora Reeves de una pulmonía. O tal vez se había ido muriendo de a poco desde hacía más de cuarenta años y nadie se dio cuenta. En los últimos años su mente divagaba por caracoleados senderos espirituales y para no perder el rumbo andaba siempre con la invisible naranja del Plan Infinito en la mano. Judy le rogaba que la dejara en casa cuando salían, no fuera la gente a pensar que su madre llevaba la mano estirada para pedir limosna. Nora se creía de diecisiete años en un palacio blanco donde la visitaba su novio, Charles Reeves, quien aparecía a la hora del té con sombrero de vaquero, una serpiente mansa y una bolsa de herramientas para arreglar los desperfectos del mundo, tal como la había visitado religiosamente todos los jueves desde el día lejano en que se lo llevó la ambulancia para otro mundo. La agonía comenzó con fiebre intermitente y cuando la anciana entró en estado crepuscular, Judy y su marido la trasladaron al hospital. Allí permaneció un par de semanas, tan débil que parecía volatilizarse de a poco, pero Gregory estaba seguro que su madre no agonizaba. Le regaló un equipo de sonido para que escuchara sus discos de ópera, notó que movía levemente los pies bajo las sábanas al ritmo de las notas y algo así como una sonrisa infantil le rozaba la boca, prueba concluyente de que no pensaba marcharse.
– Si todavía se conmueve con la música, es que no se está muriendo. – No te hagas ilusiones, Greg. No come, no habla, casi no respira. – Lo hace por joder. Verás que mañana estará bien–replicaba él, aferrado al recuerdo de su madre joven.
Pero una madrugada lo llamaron del hospital y amaneció con su hermana junto a una camilla donde yacía el cuerpo leve de una mujer sin edad. Su madre iba para los ochenta años, pero se había despedido de la existencia hacía mucho, abandonándose a una locura benigna que la ayudó a evadirse por completo de los dolores de la existencia, aunque sin afectar sus modales educados ni la delicadeza de su espíritu.
A medida que avanzaba la decrepitud de su cuerpo, Nora Reeves retrocedía a otro tiempo y a otro lugar, hasta que perdió la cuenta del olvido. Al final de sus días creía ser una princesa de los Urales y deambulaba cantando arias por las albas habitaciones de un lugar encantado.
Desde hacía mucho tiempo sólo reconocía a Judy, a quien, por otra parte, confundía con su abuela y le hablaba en ruso. Regresó a una juventud imaginaria, donde no existían deberes ni sufrimientos, sólo tranquilas diversiones de música y libros. Leía por el placer de comprobar las infinitas variaciones de veinticuatro signos impresos sobre el papel, pero no recordaba las frases ni se daba cuenta del tema; hojeaba con el mismo interés una novela clásica o el manual de instrucciones de un aparato eléctrico.
Con los años se había encogido al tamaño de una muñeca transparente, pero con los cosméticos milagrosos de sus fantasías, o tal vez simplemente con la inocencia de la muerte, recuperó la frescura perdida en tanta vida y al morir se veía tal como Gregory la recordaba cuando era niño y ella le revelaba las constelaciones en el firmamento.
Las semanas de fiebre, el prolongado ayuno y el cabello cortado a mechones por las tijeras de su nieto, que ya no volvió a crecerle, no lograron destruir esa ilusión de belleza. Se le fue el alma con la dulce timidez que le era propia, de la mano de su hija. La enterraron sin aspavientos ni lágrimas un día de lluvia. Judy puso en una bolsa lo poco que quedó: dos vestidos muy usados, una caja de lata con algunos documentos que probaban su paso por este mundo, dos cuadros pintados por Charles Reeves y su collar de perlas amarillentas por el uso. Gregory se llevó sólo un par de fotografías.
Esa noche, después de bañar a David y luchar con él para que se acostara, Gregory alimentó a las bestias domésticas, echó la ropa sucia en la lavadora, recogió los juguetes regados por todas partes y los tiró dentro de un armario, llevó la basura al garaje, limpió la cocina, devolvió a las estanterías los libros que el niño había usado para fabricar una fortaleza y por fin se encontró solo en la habitación, con su maletín repleto de documentos que debía revisar para el día siguiente.
Puso una sinfonía de Mahler, se sirvió un vaso, de vino blanco y se sentó sobre la cama, único mueble de su pieza. Ya era medianoche y necesitaba por lo menos un par de horas de trabajo para desenmarañar el caso que tenía entre manos, pero no se hallaba con fuerzas para hacerlo. De dos tragos se bebió la copa, se sirvió otra y luego otra más hasta terminar la botella. Echó a correr el agua del baño, se quitó la ropa y se miró en el espejo, el cuello grueso, las espaldas anchas, las piernas firmes. Tan acostumbrado estaba a que su cuerpo le respondiera como una máquina exacta, que no podía imaginarse enfermo.
Las únicas oportunidades en que guardó cama en su vida fueron cuando se le reventaron las venas de la pierna y en aquel hospital de Hawai, pero eran episodios casi olvidados. Ignoraba taimadamente los campanazos de alarma llamándolo al orden, las alergias, el dolor de cabeza, la fatiga, el insomnio.
Se pasó las manos por el pelo y comprobó que no sólo se le estaba poniendo blanco; también se le caía. Recordó a King Benedict, que se pintaba el cráneo con betún negro de zapatos para disimular esa calvicie que lo desconcertaba, porque todavía se creía en plena juventud. Observó su imagen buscando la huella de su madre y la encontró en las manos de dedos largos y en los pies finos, el resto pertenecía a la sólida herencia de su padre.
Margaret tenía las hechuras de su abuela, un rostro de gato con pómulos altos, mirada angélica, suavidad en los gestos. ¿Qué sería de ella? La última vez que la vio fue en la cárcel. De la calle a la cárcel, de la cárcel a la calle, de un desatino en otro, así transcurría su existencia desde que escapó de la casa de Samantha por primera vez. Era muy joven, pero ya había recorrido los círculos del infierno y tenía la actitud aterradora de una cobra dispuesta al ataque. Quería imaginar, contra toda evidencia, que bajo la caparazón de los vicios aún le quedaban resabios de pureza.
Pensó que tal como Nora Reeves se había transfigurado en la muerte, Margaret podría salvarse de la corrupción y por un milagro resucitar entre sus cenizas. Su madre había vegetado varias décadas into–cada por las groseras pruebas del mundo y, estaba seguro, se convertiría en niebla dentro de su ataúd, a salvo del diligente oficio de las larvas de la descomposición.
Del mismo modo se preservaría su hija; tal vez el largo calvario que la había conducido tan lejos en un camino degradante, no había destruido aún aquella esencial belleza y bastaba una de esas purgas colosales que recetaba Olga y un buen baño con jabón y cepillo para dejarla limpia, sin una sola huella, sin picaduras de agujas, arañazos, machucones ni llagas, la piel de nuevo luminosa, los dientes sin manchas, el cabello vivo y el corazón lavado de culpa para siempre.
Se sintió un poco mareado, no veía bien. Se introdujo en la tina y se dejó invadir por el bienestar del agua caliente, tratando de relajar los miembros agarrotados por la tensión sin pensar en nada, pero los acontecimientos del día acudieron a su mente en tropel, los trámites de la muerte en el hospital, el breve servicio religioso, el solitario funeral donde la única nota de color fueron los grandes ramos de claveles rojos que compró para acallar la conciencia por no haberse ocupado de su madre en tantos años. Recordó la lluvia, el silencio obstinado y sin lágrimas de Judy, su propia incomodidad, como si la muerte fuera una indiscreción; la única falta de cortesía y de buenas maneras de Nora Reeves.
Durante el viaje al cementerio iba pensando en el trabajo acumulado en la oficina, en que debía arreglar el caso de King Benedict o decidirse a ir a juicio con riesgo de perderlo todo, había perseguido como un perro obstinado cada pista, por insignificante que pareciera, pero no tenía nada concreto a lo cual aferrarse. Sentía especial cariño por su cliente, era como un niño bueno en el envoltorio anacrónico de un cincuentón, pero sobre todo admiraba a Bel Benedict, esa mujer admirable que merecía sacudirse la pobreza de encima. Por ella debía anticipar las maniobras de los otros abogados y derrotarlos en su propio terreno, no gana quien tiene la razón, sino quien pelea mejor, había sido la primera lección del viejo de las orquídeas. Se odió por distraerse en esas consideraciones en aquel momento, cuando el cadáver de su madre aún no se enfriaba. Recordó los últimos años de Nora Reeves, reducida a la condición de una niña retardada a quien Judy cuidaba con una solicitud brusca e impaciente, como a una criatura más en su tribu de ocho hijos. Al menos su hermana estaba con ella, en cambio él siempre encontraba disculpas para no verla, se limitaba a pagar las cuentas cuando era necesario, y hacerle una breve visita un par de veces al año. Le angustiaba que no lo reconociera, que su mente no registrara la existencia de un hijo llamado Gregory; se sentía castigado por la amnesia senil de su madre, como si el olvido fuera sólo otro pretexto para borrarlo definitivamente de su corazón. Siempre sospechó que no lo quería y cuando intentó librarse de él colocándolo en el orfelinato o en la casa de los granjeros, no actuó movida por la miseria, sino por la indiferencia.