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El plan infinito
  • Текст добавлен: 14 октября 2016, 23:46

Текст книги "El plan infinito"


Автор книги: Isabel Allende



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La ilusoria tranquilidad de esos meses en el villorrio terminó para Reeves antes de lo previsto. Los primeros síntomas fueron similares a los de una disentería, culpó al agua contaminada y a las extrañas comidas, y se limitó a pedir un medicamento por radio. Le enviaron una caja con varios frascos y una hoja impresa con instrucciones. Empezó a hervir el agua, trató de rechazar las invitaciones sin ser ofensivo y se administró los remedios metódicamente. Por unos días se sintió mejor, pero luego regresó el malestar con mayor fuerza. Pensó que era la resaca del mal anterior y no se preocupó, dispuesto a matar el virus con indiferencia, no era cosa de lloriquear como una vieja, los hombres no se quejan, mano, pero empeoraba a ojos vista, bajó de peso, no podía con sus huesos, le costaba un esfuerzo descomunal levantarse de la cama y fijar la vista en las letras para preparar sus clases o revisar las tareas de sus alumnos. Se quedaba con la tiza en la mano, sin ánimo para mover el brazo, mirando la negra superficie del pizarrón con aire atontado, sin saber que significaban las patas de gallina escritas por él mismo ni qué era ese calor abrasante consumiéndolo por dentro. Is this pencil red? no, this pencil is blue, y no lograba recordar de cuál lápiz se trataba ni a quién le podía importar un cuerno que fuera rojo o azul. En menos de dos meses perdió dieciocho kilos y cuando alguien comentó que se estaba reduciendo de tamaño y poniéndose color de calabaza. replicó con una sonrisa débil que un buen espía debía mimetizarse en el ambiente. Para entonces ya nadie en el pueblo hacía misterio de sus mensajes en clave y él mismo se permitía chistes al respecto. La gente consideraba su presencia como una inevitable consecuencia de la guerra, no se trataba de algo personal, si no era Reeves, sería otro, no había escapatoria. De los incontables extranjeros que habían desfilado por allí, amigos o enemigos, ése era el único con el cual se sentían cómodos, le habían tomado cariño.

A veces aparecía un chiquillo a soplarle al oído que se avecinaba una noche de tormenta y sería conveniente mantener las luces apagadas, cerrar bien las puertas y no salir por ningún motivo. Por lo general el clima no parecía alterado, Reeves atisbaba la herradura lívida de la luna por una rendija de la ventana, escuchaba los gritos de pájaros nocturnos y hacía oídos sordos a otros tráficos en las callejuelas del villorrio. No informaba sobre esos episodios, sus superiores no entenderían que para sobrevivir la gente no podía más que doblegarse ante los más fuertes, de uno y otro lado. Una palabra suya sobre lisas extrañas noches de silenciosas diligencias y una expedición punitiva acabaría con sus amigos y dejaría el pueblo reducido a un montón de chozas calcinadas, tragedia que de ningún modo cambiaría los planes de los guerrilleros. La falta de noticias pareció sospechosa en su batallón y fueron a recogerlo para hacerle algunas preguntas personalmente.

Camino a la base se desmayó en el jeep y al llegar tuvieron que bajarlo entre dos hombres y arrastrarlo hasta una silla a la sombra. Le pasaron un botellón de agua que se bebió entero sin un respiro y enseguida vomitó. Los exámenes de sangre descartaron los males habituales y el médico, temiendo una infección contagiosa, lo mandó por avión directamente a un hospital de Hawai.

La experiencia del hospital fue decisiva para Gregory Reeves, porque tuvo ocasión de pensar en el futuro, lujo que hasta entonces desconocía. Rara vez había dispuesto de tanto tiempo sin actividad, se encontraba en una burbuja flotando en el vacío, las horas se le hacían eternas. En los meses de batalla había afinado los sentidos y ahora, en el relativo silencio de su cama de enfermo, se sobresaltaba cuando un termómetro caía sobre una bandeja metálica o se cerraba una puerta. Le molestaba el olor de comida, le daba náuseas el de medicamentos, y le producía arcadas incontrolables el de una herida. El roce de las sábanas era un suplicio para su piel y la comida sabía a arena en su boca. Lo alimentaron con sueros durante varios días y luego la paciencia de una enfermera, que le daba papillas de recién nacido a cucharadas, le devolvió el apetito. Los primeros días se concentró en sí mismo, los cinco sentidos puestos al servicio de sanarse, pendiente de los altibajos de sus males y las reacciones de su organismo, pero cuando se sintió mejor pudo mirar a su alrededor. Al desintoxicarse de las drogas con las cuales había funcionado desde el comienzo del servicio, se le despejó la neblina de la mente y una despiadada lucidez le permitió verse a sí mismo. Tendido de espaldas, con los ojos clavados en el ventilador del techo, pensaba que le tocó nacer entre los de abajo y hasta ese momento su vida había sido sólo trabajo y escasez. Logró salir del arrabal donde se crió y convertirse en abogado, más de lo obtenido por cualquiera de sus compañeros de infancia, pero no se libró del estigma de la pobreza. Su matrimonio no alivió esa sensación; los melindres y la abulia de su mujer que antes le producían curiosidad, ahora lo molestaban. Timothy Duane decía que el mundo se dividía en abejas reinas destinadas al placer y en obreras cuya misión era mantener a las primeras. La gente como Samantha y Timothy habían recibido todo antes de nacer, eran seres sin preocupaciones, siempre había alguien dispuesto a pagar sus cuentas, si la herencia no bastaba. Malditos sean, mascullaba al compararse con ellos. Juro que le quebraré la mano a la suerte, se repetía, procurando no pensar en que su suerte podría conducirlo al cementerio. No, eso no puede pasar, me quedan menos de dos meses, jamás me enviarán otra vez al frente, se consolaba. Sentía simpatía por los otros pacientes, perdedores, como él, pero le molestaban sus gemidos, sus lentos paseos arrastrando las zapatillas sobre el linóleo, sus mezquindades y miserias. Escuchaba esas mínimas conversaciones y quejas pensando que eran desechables, sólo un número en las listas administrativas, nada importante, bien podí an desaparecer mañana y no quedaría ni rastro de su paso por el mundo.

¿Y yo? ¿Me recordaría alguien? Nadie, no tengo mujer, ni hija que me lloren. tampoco mi madre. ¿Y Carmen? Todavía estará afligida por su hermano, adoraba a Juan José, el único que se mantuvo en contacto cuando los demás la repudiaron. Cuidado otra vez, ahora me estoy poniendo sentimental. La verdad es que me importa un ca–rajo ser recordado, lo que quiero es ser rico, tener poder. Mi padre lo tenía en el mundo de marginales donde se movía, era capaz de hipnotizar a una sala repleta y dejar a la gente convencida de que era el representante de la Suprema Inteligencia; nos hizo creer a todos que conocía los planes y reglamentos del universo, pero igual murió amarrado a una cama echando espumarajos de sangre por la boca y pus por veinte cráteres en la piel. loco de atar. Sé lo que estás murmurando, Cyrus, que sólo cuenta el poder moral. Tú eras buen ejemplo de eso, pero pasaste años encerrado en un ascensor sin aire ni luz, leyendo a hurtadillas y supongo que todavía anda tu ánima escarbando libracos. ¿De qué te sirvió ser tan buen hombre? A mí me diste mucho, no puedo negarlo, pero tú no tenías nada, vivías miserable y solo. Pedro Morales es otro hombre justo. Cuando yo era un chiquillo creía que era poderoso, temía su vozarrón de patriarca y su rostro pétreo de indio con dientes de oro. Pobre Pedro Morales, incapaz de matar una mosca, otra víctima en esta chingada sociedad; dicen que desde la partida de Carmen está acabado, ha envejecido y ahora se le suma la muerte de Juan José. Yo tendré el verdadero poder del dinero y del prestigio, ese que nunca vi en mi barrio, nadie me mirará para abajo ni me levantará la voz. Tu ánima en pena debe estar revolcándose con mi cinismo, Cyrus, trata de entender, el mundo es de los fuertes y ya estoy harto de andar en las filas de los débiles. Basta. Lo primero es curarme, no puedo levantar los brazos para pasarme un peine, me cuesta respirar y siento el cerebro a punto de hervir y eso nada tiene que ver con esta condenada enfermedad, viene de antes, me están consumiendo las alergias. No probaré más las drogas, me están matando, a lo más un poco de marihuana para soportar el día, pero nada de pastillas ni de inyectarme porquerías, debo regresar al mundo de los sanos. No seré otro veterano en silla de ruedas, alcohólico, drogado y vencido, ya hay muchos de ellos. Seré rico, carajo.

Los pensamientos se atropellaban en su mente, cerraba los ojos y veía una espiral de imágenes girando y girando, los abría y en la superficie gris del techo se proyectaban sus recuerdos. Le costaba mu cho dormir, en la noche se quedaba despierto en la oscuridad, luchando por pasar el aire a los pulmones.

Identificaron la infección, le administraron antibióticos y en tres semanas estaba en pie. Había recuperado peso pero nunca más tendría la fortaleza de antes y terminó por comprender que la musculatura nada tenía que ver con la hombría. Se atenuaron los efectos de la alergia, cedió el dolor de cabeza, ya no respiraba a borbotones ni tenía los ojos inyectados en sangre, pero aún se sentía débil y el menor esfuerzo le nublaba la vista. Incrédulo, un día escuchó al médico darlo de alta y recibió órdenes de regresar al frente. No imaginó que volvería a empuñar un arma, esperaba cumplir las semanas de servicio que le faltaban en alguna misión burocrática o de vuelta en la aldea. Lo llevaron a Saigón con dos días de permiso y órdenes terminantes de aprovechar esas cuarenta y ocho horas para acabar de afirmarse en las piernas. Aprovechó esas horas para buscar a Thui, la novia de Juan José Morales. Mediante algunas indagaciones de su amigo Leo Galupi, para quien el mundo carecía de secretos, logró ubicarla por teléfono y se dieron cita en un modesto restaurante. Gregory la esperaba angustiado, no tenía idea de cómo suavizar el golpe para darle la noticia de lo ocurrido.

Thui anunció que se vestiría de azul con un collar de cuentas blancas, para que la reconociera. Reeves la vio entrar al local y antes de acercarse se tomó unos segundos para examinarla a la distancia y domar los latidos precipitados de su corazón. La mujer no era bonita, tenía la piel sin luz, como si estuviera enferma, la nariz aplastada y las piernas cortas, lo único notable eran los ojos muy separados y oblicuos, dos perfectas almendras negras. Le tendió una mano pequeña, que desapareció en la de él, y lo saludó en un murmullo sin mirarlo a la cara. Se sentaron ante una mesa con cubierta de plástico, ella esperaba impasible con las manos sobre la falda y la vista baja, mientras él examinaba el menú con una dedicación absurda preguntándose por qué diablos la había llamado, ahora estaba en un lío y lo único que deseaba era escapar de allí. El mozo les trajo cervezas y un plato con un picadillo difícil de identificar, pero sin duda mortífero para un convaleciente de infección intestinal. El silencio se volvió incómodo, Gregory se palpaba el escapulario de la Virgen de Guadalupe bajo la camisa. Por fin Thui levantó los ojos y lo miró sin ninguna expresión.

– Ya lo sé–le dijo en su inglés machucado.

– ¿Qué? – y de inmediato lamentó haberlo preguntado.

– Lo de Juan José. Ya lo sé.

– Lo siento. No sé qué decirle, soy muy torpe para estas cosas… sé que ustedes se querían mucho. También yo le tenía cariño–balbuceó Gregory y la tristeza le cortó el discurso y sintió el alma llena de lágrimas imposibles de verter, mientras golpeaba la mesa con el puño. – ¿Qué puedo hacer por usted? – quiso saber ella. – Soy yo quien debe preguntarlo. Justamente por eso la llamé. Discúlpeme, debo parecerle un entrometido… ¿Juan José le habló de mí?

– Me habló de su familia y de su país. ¿Usted es su hermano, no? – Digamos que sí. También me habló de usted, Thui, me dijo que estaba enamorado por primera vez en su vida, que usted era una persona muy dulce y cuando terminara la guerra se casarían y se la llevaría a América. – Sí.

– ¿Necesita algo? A Juan José le gustaría que yo…

– Nada, gracias.

– ¿Dinero?

– No.

Se quedaron sin más que decirse por un buen rato y por último ella anunció que debía regresar a su trabajo y se puso de pie. Su cabeza apenas sobrepasaba unos cuantos centímetros la de Gregory, que aún estaba sentado. Le colocó su mano de niña en el hombro y sonrió, una sonrisa tenue y algo traviesa que acentuaba su aire de duende.

– No se preocupe, Juan José me dejó todo lo que necesito–dijo.

Miedo. Terror. Me estoy asfixiando de miedo, algo que no sentí en los meses anteriores, esto es nuevo. Antes estaba programado para esta chingadera, sabía qué hacer, no me fallaba el cuerpo, estaba siempre alerta, tenso, un verdadero soldado. Ahora soy un pobre tipo enfermo, crispado de impotencia, una bolsa de trapos. Muchos mueren en los últimos días de servicio porque se relajan o se asustan. Tengo miedo de morir en un instante, sin tiempo de despedirme de la luz, y otro miedo peor, el de morir lentamente. Miedo de la sangre, de mi propia sangre escapando en un manantial; del dolor, de sobrevivir mutilado, de volverme loco, de la sífilis y de otras pestes que nos contagian, de caer prisionero y terminar torturado dentro de una jaula de monos, que me trague la jungla, de dormirme y soñar, de acostumbrarme a matar, a la violencia, a las drogas, a la mugre, a las putas, a la obediencia estúpida, a los gritos. Y que después–si hay un después–no pueda andar por la calle como una persona nor mal y acabe violando ancianas en los parques o apuntando con un rifle a los niños en el patio de una escuela. Miedo de todo lo que me espera. Valiente es quien se mantiene sereno ante el peligro, me lo subrayaste en el libro, Cyrus, me decías que no fuera pusilánime, que el hombre noble no se desalienta y que vence al temor, pero esto es diferente, éstos no son peligros ilusorios, no son sombras ni monstruos de mi imaginación, es fuego de fin de mundo, Cyrus. Y rabia. Debiera sentir odio, pero a pesar de los entrenamientos, de la propaganda y de lo que veo y me cuentan, no puedo sentir el odio necesario; culpa de mi madre, tal vez, que me llenó la cabeza de prédicas Bahai, o culpa de mis amigos en la aldea, que me enseñaron a ver las similitudes y olvidar las diferencias. Nada de odio, pero sí mucha rabia, una ira tenaz contra todos, contra el enemigo, esos cabrones moviéndose bajo tierra como topos y multiplicándose a la misma velocidad en que los exterminamos, iguales en apariencia a los hombres y mujeres que me invitaban a comer a sus casas en la aldea. Rabia contra cada uno de los corruptos bastardos que se hacen ricos con esta guerra, contra los políticos y los generales, sus mapas y sus computadoras, su café caliente, sus mortíferos errores y su infinita soberbia; contra los burócratas y sus listas de bajas, números en largas columnas, bolsas de plástico en interminables hileras; contra los que se quedaron en sus casas y queman sus tarjetas de conscripción y también contra los que agitan banderas y nos aplauden cuando aparecemos en la pantalla del televisor y tampoco saben por qué nos estamos matando. Carne de cañón o heroicos defensores de la libertad, nos llaman los hijos de puta, ninguno puede pronunciar los nombres de los lugares donde nosotros caemos, pero todos opinan, todos tienen sus ideas al respecto. ¡Ideas así es lo que menos falta hace aquí, malditas ideas. Y rabia contra estas cataratas de agua, esta lluvia que todo lo ensopa y lo pudre, este clima de otro planeta donde nos congelamos y hervimos alternativamente, contra este país arrasado y su jungla desafiante. Estamos ganando, por supuesto, así me dice siempre Leo Galupi, el rey del mercado negro, que cumplió sus dos años y luego regresó a quedarse y no piensa marcharse nunca porque esta chingadera le encanta y además se está haciendo millonario vendiéndonos a nosotros marfiles de contrabando y a los otros nuestros calcetines y desodorantes. En cada escaramuza salimos vencedores, según Galupi, no sé por qué entonces tenemos esta sensación de derrota. El bien siempre triunfa, como en el cine, y nosotros somos los buenos ¿no? Controlamos el cielo y el mar, podemos reducir este país a cenizas y dejar en el mapa un solo cráter, un solo inmenso crematorio donde nada crecerá durante un millón de años, es cuestión de apretar el famoso botón, más fácil que en Hiroshima ¿se acuerda todavía, mamá, o ya se le olvidó? No ha vuelto a mencionarlo hace años, vieja ¿de qué habla ahora con el fantasma de mi padre? Esas bombas están pasadas de moda, tenemos otras que matan más y mejor, qué le parece, ¿eh? Pero las guerras no se ganan en el aire ni en el agua, se ganan sobre la tierra, palmo a palmo, hombre a hombre. Extrema brutalidad. Por qué no lanzamos un ataque nuclear a ver si podemos volver a casa de una vez por todas, dicen los Marines a la segunda cerveza. No quiero estar en estos alrededores cuando lo hagamos. No debo pensar en los amigos desaparecidos, los reventados, los caseríos en llamas, las masas de refugiados, los monjes ardiendo en gasolina; tampoco en Juan José Morales o el pobre muchacho de Kansas, ni acordarme de mi hija cada vez que veo una de estas criaturas llenas de cicatrices, ciegas, quemadas. En lo único que debo pensar es en salir con vida de aquí, no hay lugar para sentimentalismos, salir con vida, sólo eso. No puedo mirar a nadie a los ojos, estamos señalados por la muerte, me espantan los ojos vacíos de estos chicos de dieciocho años, todos con un negro abismo en la mirada.

Nos rodean, conocen nuestras mínimas intenciones, escuchan nuestros susurros, nos huelen, nos siguen, nos vigilan, esperan. Ellos no tienen alternativa: ganar o morir, no se preguntan qué mierda hacen aquí, han nacido en este suelo desde hace miles de años y pelean desde hace por lo menos cien. El chiquillo que nos vende fruta, la mujer sin orejas que nos guía a los burdeles, el anciano que quema la basura, todos son enemigos. O tal vez ninguno lo es. Durante tres meses en la aldea volví a ser un hombre, no un guerrero, un hombre, pero ahora soy otra vez un animal acosado. ¿Y si fuera una pesadilla? Una pesadilla… pronto despertaré en un desierto limpio, de la mano de mi padre, mirando el atardecer. Aquí los cielos son formidables, es lo único que la guerra aún no ha devastado. Los amaneceres son largos y el sol se mueve lentamente, naranja, púrpura, amarillo, el sol es un disco enorme de oro puro.

Nunca pensé que me enviarían de vuelta a este infierno, me queda sólo un mes, menos de un mes, exactamente veinticinco días. No quiero morir ahora, sería un final estúpido, no es posible haber sobrevivido a las pateaduras de los pandilleros del barrio, a las carreras contra un tren en marcha, a la masacre de la montaña y trece meses bajo el fuego para terminar sin pena ni gloria en una bolsa, exterminado en el último momento, como un idiota, No puede ser. Tal vez Olga tiene razón, tal vez soy diferente a los demás y por eso salí sa no y salvo de la montaña; soy invencible e inmortal. Eso cree todo el mundo, si no fuera así no podríamos seguir peleando, también Juan José se sintió inmortal. Suerte, karma, destino… Cuidado con esas palabras, las estoy empleando demasiado, no existe nada de eso, son patrañas de mi padre y de Olga para embaucar ignorantes. El destino se lo forja uno a golpes y trabajos, yo haré con mi existencia lo que me dé la gana… siempre que salga vivo y pueda volver a casa. ¿Y acaso eso no es suerte? El regreso no depende de mí, nada que haga o deje de hacer puede asegurarme que no perderé las piernas o los brazos o la vida en estos veinticinco días.

Inmaculada Morales comprendió que su marido estaba mal antes de su primer ataque, lo conocía bien y notó los cambios que él no percibía. Pedro gozaba de espléndida salud, como único medicamento de confianza usaba esencia de eucalipto para frotarse la espalda adolorida por exceso de trabajo y la única vez que le administraron anestesia fue para cambiarle los dientes sanos por otros de oro. No se conocía su edad exacta, había encargado su certificado de nacimiento a un falsificador en Tijuana, cuando llegó el momento de legalizar sus papeles de inmigración, y escogió la fecha al azar. Su mujer le calculaba más o menos cincuenta y cinco para la época en que Carmen se fue de la casa. Después de eso Pedro Morales no volvió a ser el mismo, se convirtió en un hombre taciturno, de expresión hieráti–ca, con quien la convivencia era difícil. Los hijos jamás cuestionaron su autoridad, no se les habría ocurrido desafiarlo o pedirle explicaciones. Tiempo después, cuando los mayores se casaron y le dieron nietos, se suavizó un poco su carácter, al ver a los niños balbuceando en media lengua y arrastrándose como cucarachas a sus pies sonreía como en los buenos tiempos. Inmaculada nunca pudo hablarle de Carmen. Lo intentó una vez y él estuvo a punto de golpearla; mira lo que me obligas a hacer, mujer! rugió al sorprenderse con el brazo alzado en el aire. A diferencia de tantos otros hombres del barrio, consideraba una cobardía pegarle a su compañera; con las hijas es muy diferente, decía, porque debía educarlas. A pesar de su anticuada severidad, Inmaculada adivinaba cuánta falta le hacía Carmen y se le ocurrió una forma para mantenerlo informado. Inició con Gregory Reeves una esporádica correspondencia en la cual el único tema era la muchacha ausente. Ella le enviaba tarjetas postales con flores y palomas para darle noticias de la familia, y su «hijo gringo» respondía comentando su última conversación telefónica con Carmen, así supo de los pormenores de la vida de su hija, su estadía en México, su viaje a Europa, sus amores, su trabajo.

Dejaba las tarjetas olvidadas donde el padre podía leerlas sin poner a prueba su orgullo ofendido. En esos años las costumbres cambiaron drásticamente y el tropezón de Carmen pasó a ser cosa de cada día, costaba mucho seguir recriminándola como si fuera un engendro de Satanás. Los embarazos fuera del matrimonio eran tema preferido de películas, seriales de televisión y novelas, en la vida real las actrices famosas tenían hijos sin que se supiera la identidad del padre, las feministas predicaban el derecho al aborto y los hippies copulaban en parques públicos a la vista de quien quisiera observarlos, de manera que ni siquiera el severo Padre Larraguibel entendía la intransigencia de Pedro Morales.

Ese miércoles aciago, dos jóvenes oficiales se presentaron a casa de la familia Morales; un par de muchachos asustados que intentaban ocultar su desazón tras la absurda rigidez de los soldados y la formalidad de un discurso muchas veces repetido. Traían la noticia de la muerte de Juan José. Habría un servicio religioso y si la familia estaba de acuerdo, el cuerpo sería sepultado dentro de una semana en el cementerio militar, dijeron, y entregaron a los padres las condecoraciones ganadas por su hijo en acciones heroicas más allá del deber. En la noche Pedro Morales sufrió el tercer ataque. Sintió una repentina debilidad en los huesos, como si el cuerpo se le hubiera puesto de cera blanda y se desplomó exangüe a los pies de su mujer, quien no pudo levantarlo para ponerlo en la cama ni se atrevió a dejarlo solo para pedir ayuda. Cuando Inmaculada vio que no respiraba le lanzó agua fría a la cara, pero el remedio no tuvo efecto alguno, entonces se acordó de un programa de televisión y procedió a darle aire boca a boca y a golpearle el pecho con los puños. Un minuto después su marido despertó mojado como un pato y apenas se le pasó el mareo bebió dos vasos de tequila y devoró medio pastel de manzana. Se negó a ir al hospital, seguro de que eran sólo nervios, el malestar se le pasaría durmiendo, dijo, y así fue. Al día siguiente se levantó temprano como de costumbre, abrió el taller y después de dar órdenes a los mecánicos, partió a comprar un traje negro para el funeral de su hijo. Del desmayo no le quedó más secuela que un fuerte dolor en las costillas que su mujer le había machucado a puñetazos. Ante la imposibilidad de llevarlo al médico, Inmaculada decidió consultar a Olga, con quien se había reconciliado después del trágico accidente de Carmen, porque comprendió que la curandera sólo quiso ayudarla. Conocía su larga experiencia, no se hubiera arriesgado a practicar un aborto tardío si no se hubiera tratado de la muchacha, a quien quería como a una sobrina. Las cosas habían salido mal, pero pensaba que no fue culpa suya sino la voluntad de Dios.

Olga ya sabía de la muerte de Juan José y se preparaba, como todo el barrio, para asistir a la misa del Padre Larraguibel. Las dos mujeres se abrazaron largamente y después se sentaron a tomar café y comentar los desvanecimientos de Pedro Morales. – No es el mismo de siempre. Se está adelgazando. Toma litros de limonada, ya debe tener huecos en la panza de tanto limón. No tiene fuerzas ni para regañarme, – con decirle que algunos días no va al taller.

– ¿Algo más? – Llora dormido.

– Don Pedro es muy macho, por eso no puede llorar despierto. Tiene el corazón lleno de lágrimas por la muerte de su hijo, es normal que se le salgan dormido.

– Esto empezó antes de lo de Juan José, que Dios lo tenga en Su Santo Seno.

– Una de dos: o se le ha descompuesto la sangre o lo que tiene es congoja.

– Yo creo que está muy enfermo. Así fue con mi madre ¿se acuerda de ella?

Olga la recordaba bien, hizo historia cuando salió por televisión al cumplir ciento cinco años. La abuela chiflada, que normalmente era una persona alegre, despertó una mañana bañada en llanto y no hubo forma de consolarla, se iba a morir y le daba lástima irse sola, le agradaba la compañía de su familia. Creía que aún se encontraba en su aldea en Zacatecas, nunca se enteró que había vivido treinta años en los Estados Unidos, sus nietos eran chicanos y más allá de los límites de su barrio se hablaba inglés. Planchó su mejor vestido porque pretendía ser enterrada con decencia, y se hizo conducir al camposanto para ubicar la tumba de sus antepasados. Los muchachos Morales habían encargado a toda prisa una lápida con los nombres de los padres de la señora y la colocaron estratégicamente para que pudiera verla con sus propios ojos. ¡Cómo se reproducen los muertos!, fue su único comentario al ver el tamaño del cementerio del condado.

En las próximas semanas siguió llorando su propia partida por anticipado, hasta consumirse como una vela y quedarse sin luz.

– Voy a darle jarabe de la Magdalena, es muy bueno en estos casos. Si don Pedro no mejora habrá que llevarlo a un médico–recomendó Olga-. Disculpe la intromisión, doñita, pero hacer el amor es saludable para el cuerpo y para el espíritu. Yo le recomiendo que sea cariñosa con él.

Inmaculada se sonrojó. Ese era un tema que jamás podría discutir con nadie.

– En su lugar yo también llamaría a Carmen para que vuelva. Ha pasado mucho tiempo y su padre la necesita. Es hora de hacer las paces.

– Mi marido no me lo perdonaría, doña Olga.

– Don Pedro acaba de perder un hijo ¿no le parece que sería un buen consuelo que resucitara la niña que considera muerta? Carmen siempre fue su favorita.

Inmaculada se llevó el jarabe de la Magdalena para no pecar de mal agradecida. No tenía demasiada fe en los brebajes de la adivina, pero confiaba a ciegas en su buen criterio como consejera. Cuando llegó a su casa tiró el frasco a la basura y buscó en la caja de lata donde guardaba las postales de Gregory Reeves hasta que encontró la última dirección de su hija.

Carmen Morales vivió cuatro años en ciudad de México. Los dos primeros fueron de tanta soledad y penurias que le tomó gusto a la lectura, lo que nunca imaginó posible. Al principio Gregory le enviaba novelas en inglés, pero luego se inscribió en una biblioteca pública y comenzó a leer en español. Allí conoció a un antropólogo veinte años mayor, quien la inició en el estudio de otras culturas y en el respeto por su herencia indígena. Tan fascinado estaba él con el escote de la muchacha como ella lo estaba por los conocimientos de su nuevo amigo.

En un comienzo Carmen se horrorizó del pasado de violencia y sangre de ese continente, no encontraba nada admirable en unos sacerdotes cubiertos de sangre seca ocupados en arrancar el corazón de las víctimas de sus sacrificios, pero el antropólogo le hizo ver el significado de aquellos rituales, le contó antiguas leyendas, le enseñó a descifrar jeroglíficos, la llevó a museos y le mostró tantos libros de arte, mantos de plumas, tapicerías, bajorrelieves y esculturas, que acabó apreciando esa estética feroz.

Su mayor interés eran los diseños y colores de telas, pinturas, cerámicas y ornamentos, se entretenía horas interpretándolos en un cuaderno de dibujo para aplicarlos en sus joyas.

De tanto andar juntos observando momias y escalofriantes estatuas aztecas, el antropólogo y su pupila se convirtieron en amantes. El le pidió que vivieran juntos para compartir amores y gastos, ella dejó el cuartucho pestilente donde había sobrevivido hasta entonces y se trasladó al apartamento de su enamorado en pleno centro de la ciudad.

La contaminación del aire era alarmante, a veces los pájaros caían muertos del cielo, pero al menos disponía de un baño con agua caliente y una habitación asoleada donde instaló su taller de orfebrería. Creyó haber encontrado la felicidad e imaginó que podría adquirir sabiduría por contacto físico, estaba ávida de aprender, vivía en permanente estado de admiración y sorpresa ante su amante, cada migaja de conocimiento que él esparcía caía en terreno fértil. A cambio de las magníficas lecciones del antropólogo estaba dispuesta a servirlo, lavar la ropa, limpiar la casa, preparar la comida y hasta cortarle las uñas y la melena, amén de entregarle todo lo que ganaba vendiendo sus adornos de plata a las turistas. El hombre no sólo sabía de indios fantasmagóricos y cementerios de cántaros apolilla–dos, también era experto en películas, libros, restaurantes; decidía la forma en que ella debía vestirse, hablar, hacer el amor y hasta pensar.

A la joven la sumisión le duró mucho más de lo esperado en una persona de su temperamento; durante casi dos años le obedeció con reverencias, soportó no sólo que tuviera otras mujeres y la informara con profusión de detalles escabrosos «porque entre nosotros no debe haber secretos», sino también que la abofeteara cuando de tarde en tarde se tomaba unas copas de más.


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