Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Las dos supieron al instante que jamás podrían ser amigas y la visita fue muy breve. Al salir Carmen se alegró que su mejor amigo estuviera tramitando el divorcio de esa campeona de tenis y Samantha se preguntó si cuando regresara Gregory, en el caso que lo hiciera, se convertiría en el amante de esa tipa regordeta idea que seguramente había estado en el corazón de ambos por muchos años. Que les aproveche, masculló, sin saber por qué esta perspectiva le daba rabia.
Carmen no podía pagar por mucho tiempo la pieza del motel donde había llegado, decidió buscar trabajo y un lugar donde vivir. Se instaló en una cafetería cerca de la Universidad a revisar un periódico y entre innumerables avisos de masajes holísticos, aromate–rapias, cristales milagrosos, triángulos de cobre para mejorar el color del aura y otras novedades que habrían encantado a Olga, descubrió ofertas de diversos empleos. Llamó a varios hasta que en un restaurante la citaron para el día siguiente, debía presentarse con su tarjeta del seguro social y una carta de recomendación, dos cosas que no poseía.
La primera no fue difícil, simplemente averiguó dónde inscribirse. llenó un formulario y le dieron un número, pero la segunda no sospechaba cómo conseguirla. Pensó que Gregory Reeves se la habría hecho sin vacilar, era una lástima que estuviera lejos, pero ese inconveniente no sería un tropiezo. Ubicó un sucucho donde alquilaban máquinas de escribir y redactó una carta afirmando su competencia en el negocio de cuidar niños, su honorabilidad y buen trato con el público. La redacción quedó algo florida, pero ojos que no ven, corazón que no siente, como diría su madre. Gregory no tenía para qué enterarse de los detalles. Conocía de memoria la firma de su amigo, no en vano se habían escrito por años. Al día siguiente se presentó al empleo, que resultó ser una casa antigua decorada con plantas y trenzas de ajos. La recibió una mujer de pelo canoso y rostro jovial vestida con pantalones bolsudos y chancletas de fraile franciscano. – Interesante–dijo cuando leyó la carta de recomendación-. Muy interesante… ¿Así es que usted conoce a Gregory Reeves? – Trabajé para él–se sonrojó Carmen.
– Que yo sepa, está en Vietnam desde hace más de un año, ¿cómo explica que esta carta tenga fecha de ayer?
Era Joan, una de las amigas de Gregory y ése era el restaurante ma–crobiótico donde tantas veces iba a comer hamburguesas vegetarianas y a buscar consuelo. Con las rodillas temblorosas y un hilo de voz Carmen admitió su engaño y en pocas frases contó su relación con Reeves.
– Está bien, se ve que eres una persona de recursos–se rió Joan-. Gregory es como un hijo, aunque no soy tan vieja como para ser su madre; que no te engañen mis canas. En el sofá de mi sala durmió su última noche antes de partir a la guerra. ¡Qué estupidez tan grande cometió! Susana y yo nos cansamos de decirle que no lo hiciera, pero fue inútil. Espero que vuelva con las mismas presas con que se fue, sería un desperdicio si algo le pasara, siempre me pareció un lujo de hombre. Sí eres su amiga también serás nuestra. Puedes comenzar hoy mismo. Ponte un delantal y un pañuelo en la cabeza para que no metas tus pelos en los platos de los clientes y anda a la cocina para que Susan te explique el trabajo.
Poco después Carmen Morales no sólo servía las mesas, también ayudaba en la cocina porque tenía buena mano para los aliños y se le ocurrían nuevas combinaciones para variar el menú. Se hizo tan amiga de Joan y Susan, que le alquilaron el desván de su casa, una habitación amplia repleta de cachivaches, que una vez vaciada y limpia resultó un refugio ideal–Tenía dos ventanas mirando la bahía desde la soberbia perspectiva de los cerros y una claraboya en el techo para seguir el tránsito de las estrellas.
De día Carmen gozaba de luz natural y de noche se alumbraba con dos grandes lámparas victorianas rescatadas del mercado de las pulgas. Trabajaba por la tarde y parte de la noche en el restaurante, pero por la mañana disponía de tiempo libre. Adquirió herramientas y materiales y en los ratos de ocio volvió a su oficio de orfebre, comprobando con alivio que no había perdido la inspiración ni los deseos de trabajar. Los primeros aretes fueron para sus patronas, a quienes debió abrirles hoyos en las orejas para que pudieran usarlos, quedaron ambas un poco adoloridas, pero sólo se los quitaban para dormir, persuadidas de que resaltaban su personalidad, feministas sin dejar de ser femeninas, se reían. Consideraban a Carmen la mejor colaboradora que habían tenido, pero le aconsejaban no perder su talento atendiendo mesas y revolviendo ollas, debía dedicarse por completo a la joyería.
– Es lo único que te conviene. Cada persona nace con una sola gracia y la felicidad consiste en descubrirla a tiempo–le decían cuando se sentaban a tomar té de mango y contarse las vidas. – No se preocupen, soy feliz–replicaba Carmen con plena convicción. Tenía la corazonada de que las penurias pertenecían al pasado y ahora comenzaba la mejor parte de su existencia.
De vuelta en el mundo de los vivos, Gregory Reeves juntó los recuerdos de la guerra–fotos, cartas, cintas de música, ropa y su medalla de héroe–los roció con gasolina y les prendió fuego. Sólo guardó el pequeño dragón de madera pintada, recuerdo de sus amigos en la aldea, y el escapulario de Juan José. Tenía intención de devolverlo a Inmaculada Morales una vez que descubriera la forma de quitarle la sangre seca. Había jurado no comportarse como tantos otros veteranos enganchados para siempre en la nostalgia del único tiempo grandioso de sus vidas, inválidos de espíritu, incapaces de adaptarse a una existencia banal ni de liberarse de las múltiples adicciones de la guerra. Evitaba las noticias de la prensa, las protestas en la calle, los amigos de entonces que habían regresado y se juntaban para revivir las aventuras y la camaradería de Vietnam. Tampoco deseaba saber de los otros, los que estaban en sillas de ruedas o medio locos, ni de los suicidas. Los primeros días agradecía cada detalle cotidiano; una hamburguesa con papas fritas, el agua caliente en la ducha, la cama con sábanas, la comodidad de su ropa de civil, las conversaciones de la gente en la calle, el silencio y la intimidad de su cuarto, pero comprendió pronto que eso también encerraba peligros. No. no debía celebrar nada, ni siquiera el hecho de tener el cuerpo entero. El pasado estaba atrás, si tan sólo pudiera borrar la memoria. En el día lograba olvidar casi por completo, pero en las noches sufría pesadillas y despertaba bañado de sudor, con ruido de armas explotándole por dentro y visiones en rojo asaltándolo sin tregua. Soñaba con un niño perdido en un parque y ese niño era él, pero soñaba sobre todo con la montaña, donde disparaba contra sombras transparentes. Estiraba la mano en busca de las píldoras o la yerba, tanteaba la mesa, encendía la luz medio aturdido, sin saber dónde se encontraba.
Mantenía el whisky en la cocina, así se daba tiempo de pensar antes de tomarse un trago. Ideaba pequeños obstáculos para ayudarse: nada de alcohol antes de vestirme o comer algo, no beberé si es día impar o si todavía no ha salido el sol, primero haré veinte flexiones de pecho y escucharé un concierto completo. Así retrasaba la decisión de abrir el mueble donde guardaba la botella y por lo general lograba controlarse, pero no se decidía a eliminar el licor, siempre tenía algo a mano para una emergencia.
Cuando al fin llamó a Samantha le ocultó que llevaba más de dos semanas a sólo veinte millas de su casa; le hizo creer que acababa de regresar y le pidió que lo recogiera en el aeropuerto, donde la esperó recién bañado, afeitado y sobrio, en ropa de civil. Se sorprendió al ver cuánto había crecido Margaret y lo bonita que se había puesto, parecía una de esas princesas dibujadas a plumilla en los cuentos antiguos, con ojos de un azul marítimo, crespos rubios y un extraño rostro triangular de facciones muy finas. También notó cuán poco había cambiado su mujer, llevaba incluso los mismos pantalones blancos de la última vez que la vio. Margaret le tendió una mano lánguida sin sonreír y se negó a darle un beso. Tenía gestos coquetos copiados de las actrices de telenovelas y caminaba bamboleando su minúsculo trasero. Gregory se sintió incómodo con ella, no lograba verla como la niña que en realidad era sino como una indecente parodia de mujer fatal y se avergonzó de sí mismo, tal vez Judy tenía razón, después de todo, y la índole perversa de su padre estaba latente en su sangre como una maldición hereditaria. Samantha le dio una tibia bienvenida, se alegraba de verlo en tan buena forma, estaba más delgado pero más fuerte, le quedaba bien el bronceado, que evidentemente la guerra no había sido tan traumática para él, en cambio ella no estaba del todo bien, lamentaba tener que decirlo, la situación económica era pésima, se le habían terminado los ahorros y le resultaba imposible sobrevivir con un sueldo de soldado; no se quejaba, por supuesto, comprendía las circunstancias, pero no estaba acostumbrada a pasar penurias y Margaret tampoco. No. No pudo continuar con la guardería de niños, era un trabajo muy pesado y aburrido, además debía cuidar a su hija ¿no? Al subir al automóvil le comunicó suavemente que le había reservado un cuarto en un hotel, pero no tenía inconveniente en guardar sus cosas en el garaje hasta que se instalara mejor. Si Gregory se había hecho algunas ilusiones sobre una posible reconciliación, esas pocas frases fueron suficientes para percibir una vez más el abismo que los separaba.
Samantha no había perdido su cortesía habitual, tenía un control admirable sobre sus emociones y era capaz de mantener una conversación por tiempo indefinido sin decir nada. No le hizo preguntas, no deseaba enterarse de situaciones desagradables, mediante un esfuerzo descomunal había logrado permanecer en un mundo de fantasía, donde no había cabida para el dolor o la fealdad. Fiel a sí misma, pretendía ignorar la guerra, el divorcio, el rompimiento de su familia y todo aquello que pudiera alterar su horario de tenis. Gregory pensó con cierto alivio que su mujer era una página en blanco y no tendría remordimientos en empezar otra vida sin ella. El resto del camino intentó comunicarse con Margaret, pero su hija no estaba dispuesta a darle ninguna facilidad. Sentada en el asiento trasero se mordía las uñas pintadas de rojo, jugaba con un mechón de pelo y se observaba en el espejo retrovisor, respondiendo con monosílabos si su madre le hablaba, pero callando tenazmente si él lo hacia.
Alquiló una casa al otro lado de la bahía, cuyo principal atractivo era un muelle prácticamente en ruinas. Pensaba comprar un bote en el futuro, más por fanfarronada que por el gusto de navegar, cada vez que salía en el barco de Timothy Duane terminaba convencido que tanto trabajo sólo se justificaba para salvar la vida en un naufragio, pero jamás como pasatiempo. Con el mismo criterio adquirió un Porsche; esperaba provocar la admiración de los hombres y llamar la atención de las mujeres.
Los coches son símbolos fálicos, no sé por qué el tuyo es chico, estrecho, chato y tembleque, se burló Carmen cuando lo supo. Tuvo al menos el buen criterio de no comprar muebles antes de conseguir un empleo seguro y se conformó con una cama del tamaño de un ring de boxeo, una mesa de múltiples usos y un par de sillas. Ya instalado partió a Los Ángeles, donde no había estado desde que llevó a Margaret para presentarla a la familia Morales, varios años atrás.
Nora Reeves lo recibió con naturalidad, como sí lo hubiera visto el día anterior, le ofreció una taza de té y le contó las noticias del barrio y de su padre, que seguía comunicándose con ella todas las semanas para mantenerla informada sobre la marcha del Plan Infinito. No se refirió a la guerra y por primera vez Gregory comparó las semejanzas entre Samantha y su madre, la misma frialdad, indolencia y cortesía, idéntica determinación para ignorar la realidad, aunque para su madre esto último había sido más difícil porque le había tocado una existencia mucho más dura. En el caso de Nora Reeves no bastaba la indiferencia, se requería una voluntad muy firme para que los problemas no la rozaran. A Judy la encontró en cama con un recién nacido en los brazos y otras criaturas jugando a su alrededor. Cubierta por la sábana se disimulaba su gordura, parecía una opulenta madona renacentista. Ocupada en los afanes de la crianza, no atinó a preguntarle cómo estaba, dando por sentado que si se encontraba aparentemente entero frente a sus ojos no había mayor novedad. El segundo marido de su hermana resultó ser dueño de un taxi, viudo, padre de dos de los chicos mayores y del bebé. Era un latino nacido en el país, uno de esos chicanos que hablan mal el español, pero tiene el inconfundible sello indígena de sus antepasados, pequeño, delgado, con un largo bigote caído de guerrero mogol. Comparado con su antecesor, el gigantesco Jim Morgan, parecía un mequetrefe desnutrido. Gregory no supo si este hombre amaba a Judy más de lo que la temía, imaginó una riña entre los dos y no pudo evitar una sonrisa, su hermana sería capaz de partirle el cráneo a su marido con una sola mano, igual como rompía los huevos del desayuno. Cómo harán el amor, se preguntó Gregory fascinado.
Los Morales le dieron el recibimiento que nadie le había dado hasta ese momento, lo abrazaron por varios minutos, llorando. Gregory estuvo tentado de pensar que se lamentaban porque era él y no su hijo Juan José quien regresaba ileso, pero la expresión de absoluta dicha de sus viejos amigos le quitó esas mezquinas dudas del corazón. Retiraron la funda de plástico de uno de los sillones y allí lo instalaron para interrogarlo en detalle sobre la guerra. Se había hecho el propósito de no hablar del tema, pero se sorprendió contándoles lo que quisieron saber. Comprendió que eso era parte del duelo, entre los tres estaban enterrando por fin a Juan José. Inmaculada olvidó encender las luces y ofrecerle comida, nadie se movió hasta bien entrada la noche, cuando Pedro partió a la cocina en busca de unas cervezas. A solas con Inmaculada, Gregory se quitó del cuello el escapulario y se lo entregó. Había desistido de la idea de lavarlo porque temió que en el proceso se desintegrara, pero no tuvo necesidad de explicar el origen de las manchas oscuras. Ella lo recibió sin mirarlo y se lo puso, ocultándolo bajo la blusa.
– Sería pecado tirarlo a la basura, porque está bendito por un obispo, pero si no pudo proteger a mi hijo es que no sirve para nada – suspiró.
Y entonces pudieron referirse a los últimos momentos de Juan José. Los padres, sentados lado a lado en el horrendo sofá color rubí, y tomados de la mano por primera vez delante de alguien, escucharon temblorosos aquello que Gregory Reeves había jurado no decirles, pero no pudo callar. Les contó de la reputación de afortunado y valiente de Juan José, de cómo lo encontró por milagro en la playa y cuánto hubiera dado por ser él y nadie más que él quien estuviera a su lado para sostenerlo en sus brazos cuando iba cayendo, padre, sujéteme que me estoy cayendo muy hondo. – ¿Tuvo tiempo de acordarse de Dios? – quiso saber la madre. – Estaba con el capellán. – ¿Sufrió mucho? – preguntó Pedro Morales. – No lo sé, fue muy rápido… – Tenía miedo? ¿Estaba desesperado? ¿gritaba? – No. Me dijeron que estaba tranquilo.
– Al menos tú estás de vuelta, bendito Dios–dijo Inmaculada, y por un momento Gregory se sintió perdonado de toda culpa, redimido de la angustia, a salvo de sus peores recuerdos y una oleada de agradecimiento lo sacudió entero.
Esa noche los Morales no le permitieron alojarse en un hotel, lo obligaron a quedarse con ellos y le acomodaron la cama de soltero de Juan José. En el cajón de la mesa de noche encontró un cuaderno escolar con poemas escritos a lápiz por su amigo. Eran versos de amor.
Antes de tomar el avión de vuelta visitó a Olga. Se le habían venido los años encima, nada quedaba de su antiguo aspecto de papagayo, estaba convertida en una bruja despelucada, pero no había mermado su energía de curandera y vidente. A esas alturas de su existencia ya estaba plenamente convencida de la estupidez humana, confiaba más en sus brujerías que en sus hierbas medicinales porque apelaban mejor a la insondable credulidad ajena. Todo está en la mente, la imaginación obra milagros. sostenía. Su vivienda también mostraba desgaste, parecía un bazar de santero atiborrado de empolvados artículos de magia, con más desorden y menos colorido que antaño. Del techo aún colgaban ramas secas, cortezas y raíces, se habían multiplicado las estanterías con frascos y cajas, el antiguo aroma a incienso de las tiendas de los pakistanos había desaparecido, tragado por los olores más poderosos.
Muchos potes aún conservaban nombres sugerentes: No–me–olvides, Negocio–seguro, Conquistador–irresistible, Venganza–solapada, Placer–violento, Quítale–todo.
Con su ojo entrenado para descubrir lo invisible Olga notó al punto los cambios en Gregory, el cerco imposible de cruzar a su alrededor, la mirada dura, la risa estridente y sin alegría, la voz más seca y ese gesto nuevo en la boca que hubiera sido despectivo en unos labios finos, pero en los suyos parecía más bien burlón. Irradiaba una fuerza de animal rabioso, pero debajo de la coraza ella distinguió los pedazos de un alma quebrada. Adivinó que no era el momento de ofrecerle su amplia práctica de consejera porque estaba hermético, y prefirió hablarle de sí misma.
– Tengo muchos enemigos, Gregory–confesó-. Una trata de hacer el bien, pero pagan con envidias y rencores. Ahora dicen por allí que tengo tratos con el diablo. – Fatal para el negocio, me imagino…
– No creas, mientras exista gente asustada o adolorida este oficio nunca está de baja–replicó Olga con un guiño de Picardía-. Y a propósito ¿hay algo que pueda hacer por ti? – No lo creo, Olga. Lo que yo tengo no se cura con ensalmos.
Los Morales dieron a Reeves la dirección de Carmen. La creía todavía en Europa y le costó imaginar que vivieran a un puente de distancia. Sus llamadas de los lunes se habían interrumpido y la correspondencia sufría enormes atrasos en Vietnam, el último contacto fue una postal de Barcelona para contarle de un amante japonés. Le pareció una coincidencia extraña que su amiga se hubiera instalado en casa de Joan y Susan, la realidad resultaba a veces tan improbable como las absurdas novelas de televisión que Inmaculada seguía fielmente.
A lo largo de su destino aventurero, sobre todo cuando se sentía acosado por la soledad después de enredarse con una nueva mujer y descubrir que tampoco ésa era quien buscaba, Gregory Reeves se preguntó a menudo por qué con Carmen no pudieron ser amantes. Cuando se atrevió a hablarlo ella replicó que en ese tiempo él estaba cerrado para la única clase de amor que podían compartir. Se protegía con un manto de cinismo que a fin de cuentas de poco le servía, ya que la menor brisa lo dejaba otra vez desvalido ante los elementos, pero era suficiente para aislarle el alma.
– En esa época estabas emperrado en el dinero y el sexo. Era una especie de obsesión. Echemos la culpa a la guerra, si te parece. aunque se me ocurre que había otras causas, también arrastrabas muchas cosas de la infancia–dijo Carmen muchos años más tarde, cuando ambos habían recorrido sus propios laberintos y pudieron encontrarse a la salida. Lo extraño es que bastaba raspar un poco la superficie para ver que detrás de tus defensas clamabas por ayuda. Pero yo tampoco estaba lista para una buena relación, no había madurado y no podía darte el amor inmenso que necesitabas.
Después de su visita a los Morales, Gregory postergó con renovados pretextos el encuentro con su amiga. La idea de verla lo intimidaba, temía que los dos hubieran cambiado y no se reconocieran, o peor aún, que no se gustaran. Por último fue imposible inventar nuevas excusas y un par de semanas más tarde fue a visitarla. Prefirió sorprenderla y se apareció en el restaurante sin previo aviso, pero allí se enteró que había dejado el trabajo hacía pocos días. Joan y Susan lo recibieron exultantes, lo revisaron de pies a cabeza para comprobar si estaba entero, lo atosigaron de lasaña vegetariana y pasteles de pistacho y miel y por último le indicaron la calle donde podía hallar a Carmen.
Notó la transformación en la apariencia de las dos mujeres, llevaban unos pendientes visibles a la distancia, se habían cortado el pelo y Joan lucía colorete, a juzgar por el rubor injustificado de sus mejillas. Le explicaron entre risas que no podían seguir usando trenzas de piel roja o moños de abuela, los aretes de Tamar exigían algo de coquetería, eso nada tenía de malo, según habían descubierto algo tardíamente, es cierto, pero pensaban recuperar el tiempo perdido. Se puede ser feminista con estos chirimbolos en las orejas y con algo de maquillaje, no te asustes, hombre, no hemos renunciado a ninguno de nuestros postulados, le aseguraron.
Gregory quiso saber quién era Tamar y se apresuraron a explicarle que Carmen se había cambiado el nombre porque ahora se dedicaba tiempo completo a la fabricación de joyas, pretendía imponer un estilo y un nombre, y el suyo le parecía poco exótico. Se trasladaba cada mañana a la calle de los hippies a ofrecer su mercancía en una bandeja con patas.
Los puestos se sorteaban en una lotería diaria, sistema que evitaba las trifulcas de años anteriores cuando los vendedores ambulantes defendían a golpes el pequeño territorio de su preferencia. Para conseguir buena ubicación se debía madrugar, pero ella era muy disciplinada, dijeron Joan y Susan, así es que con seguridad la encontraría en la primera esquina, el sitio más solicitado porque quedaba cerca de la Universidad, donde se podían usar los baños.
Bordeaban la calle por ambas veredas comerciantes y modestos artesanos que se ganaban el pan con las ventas del día y sobrevivían de ilusiones metafísicas, ingenuidades políticas y drogas. Entre ellos pululaban unos cuantos dementes, atraídos quien sabe por qué misterioso imán. El gobierno había recortado los fondos para los servicios médicos, dejando sin recursos a los ya empobrecidos hospitales psiquiátricos, que se veían en la obligación de soltar a los pacientes. Los enfermos se las arreglaban mediante la caridad ajena en verano y luego eran recogidos en invierno para evitar el bochorno de los cadáveres ateridos en la vía pública. La policía ignoraba a esos pobres locos, a menos que fueran agresivos.
Los vecinos los conocían, les habían perdido el miedo y no tenían inconveniente en alimentarlos cuando empezaban a languidecer de hambre. A menudo no se distinguían de los hippies drogados, pero algunos eran inconfundibles y famosos, como un bailarín vestido con malla traslúcida y capa flamígera de arcángel caído, que flotaba silencioso en punta de pies sobresaltando a los pasantes distraídos. Entre los más célebres estaba un infeliz visionario que leía la suerte en unos naipes de su invención y andaba siempre gimiendo por los horrores del mundo. Desesperado ante tanta maldad y codicia, un día no pudo más y se arrancó los ojos con una cuchara en el medio de la vía pública. Lo retiró un ambulancia y poco después estaba de regreso, callado y sonriente porque ya no veía la cruel realidad. Alguien perforó huecos en sus naipes para que pudiera diferenciarlos y continuó adivinando la suerte a los transeúntes, ahora con mayor éxito porque se había convertido en leyenda.
Entre ellos Gregory buscó a su amiga. Se abrió paso en el tumulto y el bullicio de la calle sin verla, se encontraban en época de Navidad y una muchedumbre bullente ocupaba las veredas en los afanes de las últimas compras. Cuando por fin dio con ella, tardó unos segundos en acomodar esa imagen a la que guardaba entre sus recuerdos. Estaba sentada en un banquillo detrás de una mesa portátil donde se exponían sus obras en refulgentes hileras; el pelo le caía en desorden sobre los hombros, llevaba un chaleco de odalisca bordado de arabescos, los brazos cubiertos de pulseras y un extraño vestido oscuro de algodón atado como una túnica a la cintura por una cadena de monedas de plata y cobre. Atendía a una pareja de turistas que seguramente hicieron el viaje desde su granja en el medio este para ver de cerca los espantos de Berkeley que habían atisbado por televisión. No se percató de la presencia de Gregory y él se mantuvo a distancia, observándola disimulado por el trajín de la gente. En esos minutos recordó cuántas cosas había compartido con ella, los calientes sueños de la adolescencia, las ilusiones que ella le había provocado, y creyó amarla desde la época remota en que durmieron en la misma cama, el día de la muerte de su padre. Le pareció muy cambiada, había seguridad y apostura en sus modales, sus rasgos latinos se habían acentuado: los ojos más negros, los gestos ampulosos, la risa más atrevida. Los viajes habían agudizado la intuición de su amiga y la habían hecho más astuta, de ahí su cambio de nombre y de estilo. Para entonces se había acuñado la palabra «étnico» para designar lo proveniente de sitios que nadie podía ubicar en el mapa y ella se la apropió, porque adivinó que en ese medio nadie luciría con orgullo las joyas de una humilde chicana. En su mesa había un letrero anunciando Tamar, joyas étnicas.
Desde el jugar donde se encontraba, Gregory escuchó su charla con los clientes, les decía que era gitana y ellos vacilaban, temiendo que los engañara en la transacción. Hablaba con un ligero acento que antes no tenía. Gregory la sabía incapaz de fingirlo por afectación, pero bien podía haberlo adoptado por travesura, igual como se inventaba un pasado misterioso, más por amor a la broma que por vocación de embustera. Si alguien le hubiera recordado que era la hija repudiada de un par de inmigrantes ilegales de Zacatecas, ella misma se hubiera sorprendido. En sus cartas le contaba la extravagante autobiografía que iba creando en capítulos, como un folletín de televisión, y él le advirtió en más de una ocasión que tuviera cuidado, porque de tanto repetir esas mentiras acabaría creyéndolas. Ahora, al verla a pocos metros de distancia comprendía que Carmen se había transformado en la protagonista de su propia novela y que Tamar calzaba mejor a la pintoresca vendedora de abalorios. En ese instante ella levantó la vista y al verlo se le escapó un grito.
Se abrazaron largo como un par de niños perdidos y finalmente ambos buscaron la boca del otro y se besaron trémulos con la pasión que habían cultivado en años de fantasías secretas. Carmen guardó todo de prisa, plegó su mesa y los dos partieron empujando un carrito de mercado donde iban las cajas con joyas, mirándose con avidez, en busca de un lugar donde hacer el amor.
La urgencia era tal que no se dieron tiempo para hablar de nada, necesitaban tocarse, explorarse y comprobar que el otro era tal cual lo habían imaginado. Ella no quiso compartir a Gregory con Joan y Susan, temió que si iban a su casa el encuentro sería inevitable y por muy discretas que las dos mujeres fueran sería bien difícil eludir su compañía, él pensó lo mismo y sin consultarla la condujo a un motel pobretón sin otra ventaja que la cercanía. Allí se desnudaron atropelladamente y rodaron sobre la cama aturdidos de ansiedad, hambrientos. El primer abrazo fue intenso y violento, se embistieron sin preámbulos en un tumulto de jadeos y sábanas, se agredieron sin darse tregua y después cayeron derrotados en un sopor profundo durante unos minutos.
Carmen despertó primero y se incorporó para observar a ese hombre con quien había crecido y sin embargo ahora le parecía un extraño. Había soñado infinitas veces con él y ahora lo tenía desnudo al alcance de su boca. La guerra lo había tallado a martillazos, estaba más delgado y musculoso, los tendones resaltaban como cuerdas bajo la piel y en una pierna tenía las venas marcadas y azules, resabios del accidente de sus tiempos de peón. Aun dormido estaba tenso. Lo besó con melancolía, había imaginado un encuentro muy diferente, no esa especie de mutua violación, esa batalla descarnada, no habían hecho el amor, sino algo que la dejó con sabor a pecado. Le pareció que él no estaba enteramente allí, su espíritu andaba ausente, no la había abrazado a ella sino a quien sabe cuál fantasma de su pasado o de sus pesadillas, faltó ternura, complicidad, buen humor, no lo oyó murmurar su nombre ni la miró a los ojos. Tampoco ella había estado en su mejor día, pero no supo en qué había fallado, Gregory marcó el ritmo y todo sucedió tan desesperadamente que ella se perdió en una oscura jungla y ahora emergía caliente, húmeda, un poco adolorida y triste.
Los fracasos en el amor no habían destruido su capacidad de ternura. Abierta para recibirlo, se estrelló contra la insospechada resistencia de este amigo a quien había esperado desde la niñez, pero lo atribuyó a las privaciones de la guerra y no perdió la esperanza de encontrar una rendija por donde metérsele en el alma. Se inclinó para besarlo otra vez y él despertó sobresaltado, a la defensiva, pero al reconocerla sonrió y por primera vez pareció relajado. La tomó por los hombros y la atrajo.
– Eres solitario y peleador, como vaquero de película, Greg. – No he montado un caballo en mi vida, Carmen.
No sabía cuán acertado era el diagnóstico de su amiga ni cuán profé–tico. La soledad y la lucha determinaron su destino. Le volvieron en tropel los recuerdos que procuraba mantener a raya, y sintió una profunda amargura, imposible de compartir con nadie, ni siquiera con ella en ese instante de intimidad. Había crecido como la maleza del patio de su casa, sin agua ni jardinero, entre los desvaríos meta–físicos de su padre, los silencios inconmovibles de su madre, el rencor tenaz de su hermana y la violencia del barrio, soportando agresiones por el color de su piel y por las rarezas de su familia, dividido siempre entre los llamados de un corazón sentimental y esa fiebre combativa, esa energía salvaje que le hacía arder la sangre y perder la cabeza. Una parte lo doblegaba ante la compasión y otra lo impulsaba al desenfreno. Vivía atrapado en la perenne indecisión de esas fuerzas opuestas que lo partían en dos mitades irreconciliables, una zarpa desgarrándolo por dentro, separándolo de los demás. Se sentía condenado a la soledad. Acéptalo de una vez y deja de pensar en eso, Gregory, nacemos, vivimos y morimos solos, le había asegurado Cyrus, la vida es confusión y sufrimiento, pero sobre todo es soledad. Hay explicaciones filosóficas. pero si prefieres el cuento del Jardín del Edén, considera que ése es el castigo de la raza humana por haber mordido el fruto del conocimiento. Esa idea le provocaba a Reeves un fogonazo de rebeldía, no había renunciado a la ilusión de su infancia, cuando esperaba que la angustia de estar vivo desapareciera por encanto. En esos años, cuando se escondía en la bodega de su casa preso de un miedo irracional, imaginaba que un día despertaría liberado para siempre de ese dolor sordo al centro de su cuerpo, todo era cuestión de ajustarse a los principios y reglamentos de la decencia. Sin embargo no había sido así. Pasó por los ritos de iniciación y las sucesivas etapas de la ruta hacia la virilidad, se formó solo, con callado aguante, a golpes y porrazos, fiel al mito nacional del individuo independiente, orgulloso y libre. Se consideraba un buen. ciudadano dispuesto a pagar sus impuestos y defender a su patria, pero en alguna parte había una trampa insidiosa y en vez de la supuesta recompensa seguía empantanado. No fue suficiente cumplir y cumplir, la vida era una novia insaciable, exigía siempre más esfuerzo y más coraje. En Vietnam aprendió que para sobrevivir era necesario violar muchas reglas, el mundo no era de los tímidos sino de los audaces, en la vida real le iba mejor al villano que al héroe. No había una resolución moral en la guerra, tampoco había vencedores, todos formaban parte de la misma descomunal derrota. y ahora en la vida civil le parecía que también era así, pero estaba determinado a escapar a esa maldición. Treparé a los Palos superiores de este gallinero, aunque tenga que pasar por encima de mi propia madre, se decía a menudo cuando se afeitaba frente al espejo del baño, a ver si de tanto repetírselo lograba superar la sensación de abatimiento con que se despertaba cada mañana. No estaba dispuesto a hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con Carmen. Sintió en la boca el roce del pelo de ella, aspiró su olor de sirena brava y se abandonó de nuevo a los reclamos del deseo. Vio su cuerpo cimbreante en la penumbra de las cortinas, oyó su risa y sus quejidos, sintió el temblor de sus pezones en las palmas de sus manos y por un instante demasiado breve se creyó redimido de su anatema de solitario, pero enseguida los latidos acelerados de su vientre y el tambor caótico de su corazón terminaron con esa quime ra y se sumergió más y más en el abismo absoluto del placer, el último y más profundo aislamiento.