Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Después de cada escena de violencia su erudito compañero llegaba a la casa con flores y se echaba a llorar en su regazo suplicando comprensión–el demonio se había apoderado de él–y juraba que jamás lo volvería a hacer. Pero ella no olvidaba, y entretanto absorbía información como una esponja. Le daba vergüenza admitir esas golpizas, se sentía humillada y a ratos creía merecerlas, tal vez eso era normal, ¿no le había pegado su padre muchas veces? Finalmente un día se atrevió a decírselo a Gregory Reeves en una de sus secretas conversaciones telefónicas de los lunes, su amigo puso un grito en el cielo, la trató de estúpida, la espantó con unas estadísticas de su invención y la convenció de que el antropólogo no cambiaría, por el contrario, el abuso iría en aumento hasta alcanzar quién sabe qué extremos.
Diez días después Carmen recibió de Gregory un giro bancario para un pasaje y una carta ofreciéndole ayuda y rogándole que regresara a los Estados Unidos. El regalo llegó al día siguiente de una escaramuza en la que de un manotazo el antropólogo le vació encima la olla con sopa caliente. Fue un accidente, reconocieron ambos, pero igual ella pasó dos días echándose leche y aceite de oliva en el pe cho. Apenas pudo ponerse la blusa fue a una agencia de viajes con la intención de volar a casa, pero mientras esperaba hojeando unos folletos turísticos recordó la furia de su padre y decidió que no tenía fuerzas para enfrentarlo. En un arranque de fantasía viró la brújula y compró un pasaje para Amsterdam.
Partió liviana, sin despedirse siquiera de su amante; tenía intención de dejarle una carta, pero en los afanes de hacer la maleta se le olvidó. En un bolso llevaba sus herramientas y materiales de trabajo y dos tarros de leche condensada para aliviar los sinsabores del camino.
Europa la deslumbró. La recorrió entera con una mochila a la espalda, ganándose la vida sin mayor dificultad, enseñaba inglés, vendía sus joyas cuando podía fabricarlas y si el hambre amenazaba siempre podía recurrir a Gregory para pedir ayuda. No dejó catedral, castillo ni museo sin visitar, hasta que saturada, prometió no volver a poner los pies en aquellos templos del turismo, preferible caminar por las calles disfrutando la vida. Un verano entró en Barcelona y al bajarse del tren la rodeó un grupo de gitanas gritonas que insistían en verle la suerte y venderle amuletos. Las observó deslumbrada y decidió que ése era el estilo que más le convenía, no sólo para su oficio de orfebre, sino también para vestirse. Más tarde descubrió la influencia morisca del sur de España y los colores del norte de África, que adoptó en una feliz mezcolanza. Se instaló en una pensión del barrio gótico sin un rayo de luz natural y una sonajera de cañerías gimiendo sin descanso, pero su pieza era amplia, de altos techos ar–tesonados y, contaba con una enorme mesa de trabajo. A los pocos días se había fabricado faldas de vuelos que recordaban los atuendos de Olga en sus años mozos y sus disfraces de los tiempos del mala–barismo en la plaza Pershing. No habría de quitarse esa clase de trapos nunca más, en los años siguientes los refinó hasta la perfección por el placer de usarlos, sin saber que en un futuro la harían célebre y rica.
Después de recorrer desde Oslo hasta Atenas con su equipaje a la espalda y casi sin dinero, consideró que bastaba de vagabunderías, había llegado la hora de sentar cabeza. Estaba convencida de que la única ocupación adecuada para ella era la joyería, pero en ese campo había una competencia despiadada. Para sobresalir no bastaban diseños originales; antes que nada debía descubrir los secretos del oficio. Barcelona era el lugar ideal para ello. Se inscribió en diversos cursos donde aprendió técnicas milenarias y poco a poco nació su estilo único, combinación de sólida artesanía antigua y un atrevido sello gitano con toques de África, Latinoamérica y también algo de la India, tan en boga en esa década. Fue siempre la alumna más original de la clase, sus creaciones se vendían tan rápido que no daba abasto con los pedidos.
Todo marchaba mejor de lo esperado hasta que se le atravesó un joven japonés, algo menor que ella y orfebre también. Carmen había logrado colocar sus joyas en tiendas de prestigio, en cambio él ofrecía las suyas con poco éxito en las ramplas, diferencia que lo humillaba. Para consolarlo ella volvió a vender en la calle con el pretexto de que allí se encontraba el alma de la ciudad.
Se instalaron juntos en la pensión crepuscular de Carmen. Rápidamente las diferencias culturales pesaron más que la atracción común, pero era tanta la necesidad de compañía que ella ignoró los síntomas. El japonés no renunció a sus costumbres ancestrales, pasaba primero y esperaba ser servido. Se remojaba por horas en la bañera caliente y luego se la cedía. Igual sucedía con la comida, la cama, las herramientas y los materiales de trabajo; en la calle caminaba adelante y ella debía seguirlo un par de pasos atrás. Sí había sol, el joven salía a vender y Carmen se quedaba trabajando en el cuarto oscuro, pero si amanecía lloviendo, a ella le tocaba pasar el día al aire libre, porque su amante sufría oportunos dolores reumáticos relacionados con la temperatura ambiental. Al comienzo tales rarezas le parecieron graciosas, cosas de orientales, se dijo con buen humor, pero después de soportarlas por un tiempo se le acabó la paciencia Y empezaron los desacuerdos.
El hombre jamás perdía su compostura y a las recriminaciones oponía un largo silencio glacial, ella sentía el vacío a su alrededor como un cerco oprimente, pero no se quejaba porque al menos éste se abstenía de darle bofetones o rociarla con sopa hirviendo. Al final cedía por no quedarse sola y porque su compañero la fascinaba, la atraían su largo pelo negro, su cuerpo pequeño todo músculos, su acento extraño y la precisión de sus movimientos. Se acercaba tímida, le ronroneaba un rato y por lo general lograba ablandarlo; se reconciliaban en la cama, donde él era un experto. Por inercia hubieran permanecido juntos, pero intervino un telegrama de Inmaculada anunciando la enfermedad de Pedro Morales y pidiendo a su hija que por amor a Dios volviera, porque era la única capaz de salvar a su padre, que se consumía de tristeza. Entonces supo cuánto amaba a ese viejo testarudo, cuánto deseaba hundir la cara en el regazo acogedor de su madre y volver a ser, aunque fuera por un instante, la niña mimada de antes. Pensando que el viaje sería sólo por un par de semanas, partió llevándose la ropa indispensable que metió apresuradamente en un bolso. El japonés la acompañó al aeropuerto, le deseó suerte y se despidió con una leve inclinación, nunca la tocaba en público.
De tanto ver la cara de la muerte aprendí el valor de la existencia. Lo único que tenemos es la vida y ninguna es más valiosa que otra. La de Juan José Morales no vale más que la de los hombres que maté, sin embargo los muertos no me pesan, andan conmigo siempre, son mis camaradas. O matas o mueres, así de simple, no es una cuestión moral para mí, las dudas y confusiones son de otra índole. Soy uno de los afortunados que salió ileso de la guerra. Cuando regresé, me fui del aeropuerto a un motel, no llamé a nadie. San Francisco estaba nublado y soplaba un viento de invierno, como siempre sucede en verano, y decidí esperar que saliera el sol para llamar a Samantha, no sé por qué se me ocurrió que el clima podía hacer más amable nuestro encuentro, la verdad es que nos separamos dispuestos a divorciarnos, no nos escribimos nunca, y el día que la llamé de Hawai fue evidente que no teníamos nada que decimos. Me sentía cansado, sin ánimo para discusiones y reproches, mucho menos para contarle a ella o a nadie mis experiencias de guerra. Quería ver a Margaret, por supuesto, pero tal vez mi hija no me reconocería, a esa edad los niños se olvidan en pocos días y ella no me veía desde hacía meses. Dejé mis cosas en la pieza y salí a buscar una cafetería, me hacía falta el buen café de San Francisco, es el mejor del mundo. Caminé por ese delirio urbano donde rara vez se ve el mar, líneas rectas que suben y bajan, trazadas de acuerdo con un diseño geométrico indiferente a la topografía de once cerros; busqué mis rincones conocidos, pero todo estaba desfigurado por la neblina. Me pareció un lugar extranjero, no identifiqué los edificios y empecé a dar vueltas desorientado en esa ciudad de contradicciones y fragancias, depravada como todos los puertos, y traviesa como una muchacha ligera de cascos.
No me explico el sello de elegancia de San Francisco, mal que mal fue fundada por una manga de aventureros afiebrados por el oro fácil. prostitutas y bandoleros. Un chino me rozó el brazo y salté como si me hubiera picado un alacrán, con los puños apretados, tanteando el arma que no llevaba. El hombre me sonrió, tenga un buen día, me dijo al alejarse, y me quedé paralizado, sintiendo las miradas ajenas, aunque en verdad nadie se fijaba en mí, mientras pasaban los tranvías con su anuncio de campanillazos, escolares, secretarias, los in–faltables turistas, trabajadores latinos, comerciantes asiáticos, hip–pies, prostitutas negras con pelucas platinadas, homosexuales de la mano, todos como actores de una película iluminados por una luz artificial, mientras yo permanecía a este lado de la pantalla, sin entender nada, totalmente marginado, a miles de años de distancia. Anduve por el barrio italiano, por Chinatown, por las calles de los marineros donde venden licor, drogas y pornografía–ovejas inflables era la última novedad–junto a medallas de San Cristóbal para protegerse de los azares de la navegación. Volví al motel, tomé varios somníferos y no supe de mí hasta veinte horas más tarde, cuando me despertó un sol radiante en la ventana. Cogí el teléfono para comunicarme con Samantha, pero no recordé el número de mi propia casa y después decidí esperar un poco, darme un par de días de soledad para componer un poco el cuerpo y el alma, necesitaba lavarme por dentro y por fuera de tantos pecados y recuerdos atroces. Me sentía contaminado, sucio, muerto de fatiga. Tampoco llamé a los Morales, habría tenido que ir de inmediato a Los Ángeles y me faltaba valor para tanto, no podía hablar todavía de Juan José, mirar a los ojos a Inmaculada y a Pedro y asegurarles que su hijo había muerto por la patria, como un héroe, confesado y sin dolor, casi sin darse cuenta, cuando en verdad se murió aullando y enterraron sólo la mitad de su cuerpo. No podía decirles que sus últimas palabras no fueron un mensaje para ellos, le apretó la mano al capellán y le dijo sujéteme, padre, que me estoy cayendo muy hondo. Nada es como en las películas, ni siquiera la muerte, no morimos limpiamente sino aterrorizados en un charco de sangre y mierda. En el cine nadie muere de verdad, en la guerra nadie vive de verdad. En Vietnam imaginaba que pronto encenderían las luces de la sala y saldría a la calle sin prisa a tomar un café y pronto todo se me habría olvidado. Ahora. cuando he aprendido a vivir con los estragos de la buena memoria, ya no juego a que la vida es como un cuento, la acepto con todo el dolor que trae.
Con mí hermana nos habíamos distanciado mucho; desde que nació Margaret dejamos de vernos, no quise llamarla y tampoco a mi madre, ¿de qué hubiéramos hablado? Se oponía a la guerra, consideraba más decente desertar que matar, toda forma de violencia es vergonzosa y perversa, acuérdate de Gandhi, me decía, no podemos apoyar una cultura de las armas, estamos en este mundo para celebrar la vida y promover la compasión y la justicia. Pobre vieja, desprendida de la realidad vagaba por los ámbitos del Plan Infinito detrás de mi padre, medio mal de la cabeza, pero con una lucidez incuestionable en sus divagaciones. Partí a Vietnam sin despedirme porque no quise herirla, para ella se trataba de un asunto de principios, nada tenía que ver con mi seguridad personal. Supongo que me quería a su manera. pero siempre hubo un abismo entre los dos. ¿Qué me habría aconsejado mi padre? Jamás me hubiera dicho que fuera a prisión o al exilio, me habría invitado a cazar y en el silencio helado del amanecer acechando a los patos me habría dado una palmada en el hombro y nos hubiéramos comprendido sin necesidad de palabras, como a veces nos entendemos entre hombres. Pasé los tres primeros días encerrado en el motel frente al televisor con varias cajas de cerveza y botellas de whisky; después me fui con un saco de dormir a la playa y pasé dos semanas mirando el mar, fumando yerba y charlando con el fantasma de Juan José. El agua estaba fría, pero igual nadaba hasta sentir la sangre congelada en las venas y el cerebro entumecido, sin recuerdos, en blanco. El mar de allá es tibio, sobre la arena hormigueaban los soldados; tres días de juegos, cerveza y rock para compensar meses de lucha.
Por dos semanas no hablé una frase completa con nadie, apenas lo suficiente para pedir una pizza o una hamburguesa, creo que en el fondo deseaba regresar a Vietnam porque al menos en el frente tenía camaradas y algo que hacer, aquí estaba sin amigos, solo, no pertenecía a ningún sitio. En la vida civil nadie hablaba el idioma de la guerra no existía un vocabulario para contar las experiencias del campo de batalla. pero de haberlo, de todos modos no había quien deseara escuchar mi historia, no hay interés en las malas noticias. Sólo entre ex combatientes podía sentirme en confianza y hablar de aquellas cosas que jamás le diría a un civil, ellos entenderían por qué uno se cierra al afecto y tiene miedo de acercarse, saben que es mucho más fácil el coraje físico que el emocional, porque también perdieron amigos tan queridos como hermanos y decidieron ahorrarse en el futuro ese dolor insoportable, es mejor no amar a nadie con mucha intensidad.
Sin darme cuenta empecé a rodar por ese abismo donde tantos se pierden, empecé a ver el lado glamoroso a la violencia, a pensar que nunca me sucedería nada tan apasionante, que tal vez el resto de mi existencia sería un desierto gris.
Creo haber descubierto el secreto que explica la permanencia de la guerra. Joan y Susan sostienen que es un invento de los machos viejos para eliminar a los jóvenes porque los odian, los temen, no desean compartir nada con ellos, mujeres, poder, o dinero, saben que tarde o temprano los despojarán, por eso los envían a la muerte, aunque sean sus propios hijos. Para los viejos hay una razón lógica, pero ¿por qué la hacen los jóvenes? ¿cómo en tantos milenios no se han rebelado contra esas masacres rituales? Tengo una respuesta. Hay algo más que el instinto primordial de combate y el vértigo de la sangre: placer. Lo descubrí en la montaña. No me atrevo a pronunciar esa palabra en alta voz, me traería mala suerte, pero la repito calladamente, placer, placer. El más intenso que se puede experimentar, mucho más que el del sexo, la sed saciada, el primer amor correspondido o la revelación divina, dicen quienes saben de eso. Esa noche en la montaña estuve a una fracción de segundo de la muerte. La bala pasó rozándome la mejilla y le dio en la mitad de la frente al soldado que estaba detrás de mi. El pánico me paralizó un instante, quedé suspendido en la fascinación de mi propio espanto, luego hubo un desgarro de la conciencia y empecé a disparar frenéticamente, gritando y maldiciendo, incapaz de detenerme o de razonar, mientras zumbaban las balas, ardían los fogonazos y explotaba el mundo en un fragor de cataclismo.
Me envolvió el calor, el humo y el tremendo vacío del oxígeno succionado en cada llamarada, no recuerdo cuánto tiempo duró todo eso ni lo que hice ni por qué lo hice, sólo recuerdo el milagro de encontrarme vivo, la descarga de adrenalina y el dolor en todo el cuerpo, un dolor sensual, un placer atroz, distinto a otros placeres conocidos, mucho más formidable que el más largo orgasmo, un placer que me invadió por completo, volviéndome la sangre de caramelo y los huesos de arena, sumiéndome finalmente en un vacío negro.
Llevaba casi dos semanas en el motel de la playa cuando desperté una noche gritando. En la pesadilla me encontraba solo en la montaña al amanecer, veía los cuerpos a mis pies y las sombras de los guerrilleros trepando hacia mí en la niebla. Se acercaban. Todo era muy lento y silencioso, una película muda. Disparaba mi arma, la sentía recular, me dolían las manos, veía los chispazos, pero no había un solo sonido. Las balas atravesaban a los enemigos sin detenerlos, los guerrilleros eran transparentes, como dibujados sobre un cristal, avanzaban inexorables, me rodeaban. Abría la boca para gritar, pero el horror me había invadido por dentro y no salía mi voz sino trozos de hielo. No pude volver a dormir, atorado con el ruido de mi propio corazón. Me levanté, tomé mi chaqueta y salí a caminar por la playa. Está bien, basta ya de lamentos, anuncié a las gaviotas al amanecer.
Carmen Morales no se atrevió a llegar directamente donde su familia porque no sabía cómo la recibiría su padre, a quien no había visto en siete años. En el aeropuerto tomó un taxi a casa de los Reeves. Al pasar por las calles de su barrio se sorprendió de las transformaciones: se veía menos pobre, más limpio, organizado y mucho más pequeño de lo que recordaba. Además de los cambios reales, pesaba en su mente la comparación con los inmensos vecindarios marginales de México. Sonrió al pensar que ese conjunto de calles había sido su universo por muchos años y que huyó de allí como una exiliada, llorando por la familia y el terruño perdidos. Ahora se sentía forastera. El chofer la miraba con curiosidad por el espejo retrovisor y no pudo resistir la tentación de preguntarle de dónde era. Nunca había visto a nadie como esa mujer de faldas multicolores y pulseras ruidosas, no se parecía tampoco a esas sonámbulas hippies envueltas en trapos similares, ésta tenía la actitud determinada de una persona de negocios.
– Soy gitana–le notificó Carmen con el mayor aplomo. – ¿Dónde es eso?
– Los gitanos no tenemos patria, somos de todas partes. – Habla muy bien inglés–anotó el hombre.
Le costó ubicar la cabaña de los Reeves, en esos años había crecido la maleza tragándose el huerto y el sauce tapaba la vista de la casa. Echó a andar por el sendero a través del patio. Reconoció el lugar donde había enterrado a Oliver siguiendo las instrucciones de Gregory, quien deseaba que los restos de su compañero de infancia descansaran en la casa familiar, en vez de ir a parar a la basura como los de cualquier perro sin historia. Sentada en el porche, en la misma desvencijada silla de mimbre donde siempre la había visto, encontró a Nora Reeves. Era ya una anciana gastada con un moño de merengue y un delantal tan desteñido como el resto de su persona. Se había reducido de tamaño y tenía una expresión dulce y un poco idiota, como si su alma no estuviera realmente allí. Se levantó vacilante y saludó a Carmen con gentileza, sin reconocerla. – Soy yo, doña Nora, soy Carmen, la hija de Pedro e Inmaculada Morales…
La mujer tardó casi un minuto en ubicar a la recién llegada en el mapa confuso de su memoria, se la quedó mirando con la boca abierta, sin poder relacionar la imagen de la muchacha de trenzas oscuras que jugaba con su hijo, con esta aparición escapada del harén de un jeque. Por último le tendió las manos y la abrazó temblorosa. Se sentaron a tomar té caliente en vasos de vidrio, y se pusieron al día sobre las noticias del pasado. Al poco rato irrumpieron con alboroto los hijos de Judy que venían de la escuela, cuatro chiquillos de eda des indefinidas, dos pelirrojos exuberantes y dos de aspecto latino.
Nora explicó que los primeros eran de Judy y los otros vivían con ella, aunque eran hijos anteriores de su segundo marido. La abuela les sirvió leche y pan con mermelada.
– ¿Viven todos aquí? – preguntó Carmen sorprendida.
– No. Yo los cuido después de la escuela hasta que su madre viene a buscarlos por la noche.
A eso de las siete apareció Judy, quien tampoco reconoció a su amiga. Carmen la recordaba enorme, pero no imaginó posible seguir aumentando de peso hasta adquirir semejantes dimensiones, la mujer no cabía en ninguna de las sillas disponibles, se desparramó con dificultad en las gradas del porche, dando la impresión de que se necesitaría una grúa para movilizarla. Sin embargo se veía radiante. – Esta no es pura grasa, estoy embarazada otra vez–anunció orgullo–sa.
Tanto los hijos propios como los ajenos corrieron a treparse en la amable humanidad de su madre, quien los acogió con risas y los acomodó entre sus rollos con una destreza nacida de la práctica y del cariño, al tiempo que distribuía buñuelos empolvados, echándose de paso varios a la boca. Al verla jugando con los niños, Carmen comprendió que la maternidad era el estado natural de su amiga y no pudo evitar un pinchazo de envidia.
– Después de cenar te acompañaré a tu casa, pero antes llamaremos a doña Inmaculada, para que le prepare el ánimo a tu padre. ¿No tienes una ropa más normal? Acuérdate que el viejo no acepta extravagancias en las mujeres. ¿Así es la moda en Europa? – preguntó Judy sin asomo de ironía.
Pedro Morales esperaba a su hija con su traje del funeral, pero enfiestado por una corbata roja y un clavel de su patio en el ojal. Inmaculada le había anunciado la noticia con la mayor cautela, previendo una reacción violenta, y quedó sorprendida cuando a su marido se le iluminó la cara como sí le hubieran quitado veinte años de encima.
– Cepíllame la ropa, mujer–fue lo único que atinó a decir mientras se soplaba la nariz tras un pañuelo para ocultar la emoción. – La niña debe haber cambiado mucho, con el favor de Dios… – le advirtió Inmaculada.
– No te preocupes, vieja. Aunque venga con el pelo pintado de azul yo la reconoceré.
Sin embargo no estaba preparado para la mujer que entró a la casa media hora después y, tal como ocurriera con Nora y Judy, tardó unos segundos en cerrar la boca. Creyó que Carmen había crecido, pero luego notó las sandalias de tacones altos y un montón de pelo crespo y alborotado sobre la cabeza que agregaban un palmo a su estatura. Se había puesto tantos adornos como un ídolo, tenía los ojos pintados con rayas negras e iba disfrazada de algo que le recordó un afiche turístico de Marruecos pegado en la pared del bar «Los Tres Amigos». De cualquier modo le pareció que su hija lucía muy bella. Se abrazaron largamente y lloraron juntos por Juan José y por esos siete años de ausencia. Después ella se acurrucó a su lado para contarle algunas de sus aventuras, omitiendo lo necesario para no escandalizarlo. Entretanto Inmaculada se afanaba en la cocina repitiendo gracias bendito Dios, gracias bendito Dios, y Judy, colgada al teléfono, llamaba a los hermanos Morales y a los amigos para anunciarles que Carmen había regresado convertida en una zíngara estrafalaria y melenuda, pero en el fondo seguía siendo la misma; que trajeran cervezas y guitarras porque Inmaculada estaba haciendo tacos para celebrar.
La presencia de su hija devolvió el buen humor a Pedro Morales. Ante la majadería de Carmen y el resto de la familia, aceptó finalmente ver un médico, que diagnosticó diabetes avanzada. Ninguno de mis antepasados tuvo nada semejante, ésta es una novedad americana, no pienso pincharme a cada rato como un apestoso, ese doctor no sabe lo que dice, en los laboratorios cambian las muestras y cometen errores garrafales, mascullaba el paciente ofendido, pero una vez mas Inmaculada se impuso, lo obligó a ceñirse a una dieta y se encargó de administrarle medicinas a horas puntuales. Prefiero discutir contigo todos los días antes que quedarme viuda, amansar a otro marido cuesta mucho trabajo, determinó. A él no se le había pasado por la mente que pudiera ser reemplazado en el corazón aparentemente incondicional de su mujer y el desconcierto le quitó las ganas de seguir porfiando. Nunca admitió la enfermedad, pero se resignó al tratamiento para darle gusto a esta «loca», como decía.
Pronto el barrio le quedó chico a Carmen Morales, al cabo de algunas semanas viviendo con sus padres se consumía de asfixia. Durante su ausencia había idealizado el pasado, en los momentos de mayor soledad añoraba la ternura de su madre, la protección de su padre y la compañía de los suyos, pero había olvidado la estrechez del lugar donde nació. En esos años había cambiado, el polvo de mucho mundo se acumulaba en sus zapatos. Se paseaba por la casa como un leopardo enjaulado llenando el espacio y alborotando la paz con el remolino de sus faldas, el ruido de sus pulseras y su impaciencia. En la calle la gente volteaba a mirarla y los niños se acercaban para tocarla. Imposible ignorar la reprobación y los cuchicheos a su espalda, mira cómo se viste la menor de los Morales, en esa cabeza no ha entrado un peine en siglos, seguro que se metió a hippie o a puta, decían.
Tampoco había trabajo para ella, no estaba dispuesta a emplearse en una fábrica como Judy Reeves y en el barrio no había mercado para sus joyas, las mujeres usaban oro pintado y diamantes falsos, ninguna se pondría sus pendientes de aborigen. Supuso que no sería difícil colocarlos en algunas tiendas al centro de la ciudad, donde compraban actrices, damas sofisticadas y turistas, pero encerrada en casa de sus padres no había estímulo para la creatividad, se le secaban las ideas y las ganas de trabajar. Daba vueltas por los cuartos agobiada por las figuras de porcelana, las flores de seda, los retratos de familia, los muebles de felpa color rubí cubiertos con fundas de plástico, símbolos de la nueva elegancia de los Morales. Esos adornos, orgullo de su madre, le provocaban pesadillas; prefería mil veces la vivienda de la infancia, donde creció con sus hermanos en la mayor modestia. No soportaba los programas de radio y televisión que atronaban día y noche con las novelas de romance y tragedia y los anuncios a gritos de diferentes marcas de jabón, ventas de automóviles y juegos de fortuna. Lo peor era esa vocación generalizada por los chismes, todos vivían pendientes de los demás, no se movía un pelo en el vecindario sin provocar comentarios. Se sentía como un marciano en visita y se consolaba con los platos de su madre, quien se había adaptado a la estricta dieta de su marido sin perder nada del sabor de sus recetas y pasaba horas entre sus cacharros, envuelta en el perfume delicioso de salsas y especias.
Carmen se aburría; aparte de jugar damas con su padre, ayudar en los quehaceres domésticos y atender a la parentela los domingos, cuando la familia se reunía a almorzar, no había otras distracciones. Pensó regresar a España, pero tampoco allá pertenecía y, por otra parte, a la distancia no sentía igual atracción por su amante. Le había escrito y llamado, pero sus respuestas eran gélidas. Lejos de sus músculos color de avellana y su negra melena, recordaba con un estremecimiento el baño frío y demás humillaciones y sentía un profundo fastidio ante la idea de volver a su lado.
Fue Olga quien le recomendó explorar Berkeley, porque con un poco de suerte Gregory Reeves regresaría en un futuro no lejano y podría ayudarla, era el sitio perfecto para una persona tan original como ella, a juzgar por las noticias de la prensa, donde cada semana comentaban un nuevo escándalo en los jardines de la Universidad. Carmen estuvo de acuerdo en que nada se perdía con probar. Llamó por teléfono a su amante para pedirle sus ahorros y sus herramientas de orfebre, él se comprometió a hacerlo cuando tuviera tiempo, pero pasaron varias semanas y otras cinco llamadas sin noticias del envío, entonces ella comprendió cuán ocupado estaba y no insistió más. Decidió lanzarse a la aventura con el mínimo de recursos, como tantas otras veces lo había hecho, pero cuando Pedro Morales supo de sus planes, lejos de oponerse, le extendió un cheque y le pagó el pasaje. Estaba feliz de haber recuperado a su hija, pero no era ciego ante sus necesidades y le daba lástima verla estrellándose contra las paredes como un pájaro con las alas quebradas.
En Berkeley Carmen Morales floreció como si la ciudad hubiera nacido para servirle de marco.
En la muchedumbre de la calle sus atuendos no llamaban la atención y el contenido de su blusa no provocaba silbidos descarados, como ocurría en el barrio latino. Allí encontró desafíos similares a los que la fascinaron en Europa y una libertad desconocida hasta entonces. También la naturaleza de agua y de cerros parecía hecha a su medida. Calculó que tomando precauciones podría subsistir unos meses con el regalo de su padre, pero decidió buscar empleo porque planeaba fabricar joyas y necesitaba herramientas y materiales. Gregory Reeves sin duda le hubiera ofrecido un sofá en su casa para instalarse por un tiempo, pero ni soñar con la misma generosidad por parte de Samantha. No conocía a la mujer de su amigo, sin embargo adivinó que la recibiría sin entusiasmo, mucho menos ahora que estaba en pleno proceso de divorcio. Hizo una cita por teléfono para conocer a la pequeña Margaret, de quien tenía varias fotografías enviadas por Gregory, pero cuando llegó Samantha no estaba, le abrió la puerta una niña tan delicada y frágil que costaba imaginar que fuera hija de Gregory Reeves y su atlética madre. La comparó con sus sobrinos de la misma edad y le pareció una criatura extraña, la miniatura perfecta de una mujer bella y triste. Margaret la hizo pasar anunciándole con afectada pronunciación que su mamá jugaba tenis y volvería pronto.
En un comienzo se interesó vagamente en las pulseras de Carmen, luego se sentó en completo silencio con las piernas cruzadas y las manos sobre la falda. Fue inútil sacarle palabra y acabaron las dos instaladas frente a frente sin mirarse, como forasteras en una antesala. Por fin entró Samantha con la raqueta en una mano y una cani lla de pan francés en la otra, y tal como Carmen había previsto, la recibió con frialdad. Se observaron sin disimulo, cada una llevaba una imagen de la otra por las descripciones de Gregory y ambas se sintieron aliviadas de que sus fantasías fueran diferentes a la realidad. Carmen esperaba una mujer más bonita, no esa especie de muchacho vigoroso con la piel cuarteada por el sol, cómo será dentro de unos años; las gringas envejecen mal, se dijo. Por su parte Samantha se alegró de que la otra vistiera con esos trapos sueltos que le parecieron horrorosos, seguro ocultaba varios kilos entre las costillas, además era evidente que no había hecho ejercicios en su vida y a ese paso pronto seria una matrona rolliza, las latinas envejecen mal, pensó con satisfacción.