Текст книги "El plan infinito"
Автор книги: Isabel Allende
Жанр:
Современная проза
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Cuando Samantha descubrió que estaba embarazada se desmoralizó por completo. Sintió que su cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa, se había convertido en un asqueroso recipiente donde crecía un ávido guarisapo imposible de reconocer como algo suyo. En las primeras semanas se agotó haciendo los más violentos ejercicios de su repertorio con la inconsciente esperanza de librarse de aquella perniciosa servidumbre, pero luego la venció la fatiga y acabó tendida en la cama mirando el techo, desesperada y furiosa con Gregory, quien parecía encantado con la idea de un descendiente y a sus quejas respondía con consuelos sentimentales, lo menos apropiado en esas circunstancias, como se lo dijo muchas veces. Es culpa tuya;
sólo culpa tuya, le reprochaba, yo no quiero hijos, al menos todavía, eres tú quien habla todo el tiempo de formar una familia, mira qué ideas se te ocurren, y de tanto hablar de semejante estupidez ahora resultó, maldito seas. No podía entender ese golpe de mala suerte, creía ser estéril, porque en tantos años sin tomar precauciones no había pasado sobresaltos. Si no lo deseo nunca ocurrirá, porfiaba como una niña consentida incapaz de tolerar una imposición desagradable. Le daban ataques de náuseas, más por repugnancia de sí misma y rechazo de la criatura que por su estado. Su marido compró un libro sobre comida naturista Y pidió ayuda a Joan y Susan para hacerle platos saludables, esfuerzo inútil, porque ella apenas toleraba un trozo de apio o de manzana. Tres meses después, cuando notó cambios en la cintura y en los senos, se abandonó a su suerte con una especie de rabia urgente. Su desgano se convirtió en voracidad y contra todos sus principios vegetarianos devoraba metódicamente grasientas chuletas de cerdo y salchichones que Gregory preparaba por la tarde y ella mordisqueaba fríos a lo largo del día. Una noche cenaron con un grupo de amigos en un restaurante español, donde descubrió la especialidad del día, callos a la madrileña, un revoltijo de tripas con la consistencia de toalla remojada en salsa de tomate. Fue tantas veces a horas intempestivas a pedir el mismo plato, que el cocinero se entusiasmó con ella y le regalaba tiestos de plástico rebosantes de su insalubre guiso. Engordó, se le cubrió la piel de ronchas y terminó por deprimirse del todo; se sentía enferma y culpable, envenenada por alimentos putrefáctos y cadáveres de animales, pero que no podía dejar de devorar, como un castigo. Dormía demasiado y el resto del tiempo veía televisión echada en la cama, con sus gatos. Reeves, alérgico a los pelos de esos animales, se trasladó a otro cuarto sin perder el buen humor ni la paciencia, ya se le pasará, son antojos de embarazada, sonreía. Samantha detestaba las labores domésticas pero al menos antes mantenía una cierta decencia en la casa, durante esos meses su relativa organización casera se transformó en caos. Gregory procuraba poner algo de orden, pero por mucho que limpiara, el olor de los gatos encerrados y de callos a la madrileña impregnaba el ambiente.
Ese año vino la moda de los alumbramientos naturales acuáticos, una original combinación de ejercicios respiratorios, bálsamos, meditación oriental y agua común y corriente. Era necesario entrenarse con tiempo para dar a luz dentro de una bañera, sostenida por el padre de la criatura y acompañada por los amigos y quien quisiera participar, para que el recién nacido entrara al mundo sin el trauma de abandonar el ambiente líquido, tibio y silencioso del vientre materno para aterrizar de súbito en el terror de un pabellón de obstetricia, bajo inexorables focos y rodeado de instrumentos quirúrgicos. La idea no era mala, pero en la práctica resultaba algo complicada. Samantha se había negado a tocar el tema del parto, fiel a su teoría de que si algo no lo deseaba jamás ocurriría, pero hacia el séptimo mes no tuvo más remedio que enfrentarse con la realidad, porque dentro de un plazo fijo el bebé iba a nacer y ella tendría una intervención inevitable en el evento. Parir en una bañera de agua tibia, a media luz con un par de comadronas beatíficas, le pareció menos temible que hacerlo sobre una mesa de hospital en manos de un hombre con delantal y la cara embozada para que nadie lo reconociera; sin embargo, no estaba de acuerdo en convertir aquello en una reunión social a pesar de la promesa de las comadronas naturalistas de que no debería ocuparse de nada; el costo del alumbramiento incluía las bebidas, la marihuana, la música y las fotos. – Si nos casamos en privado, no pienso parir en público y tampoco quiero que me retraten con las piernas abiertas, – decidió Samantha, poniendo fin al dilema. Se levantó finalmente de la cama y comenzó a ir con su marido a las clases, donde vio a otras mujeres en su mismo estado y descubrió que la maternidad no es necesariamente una desgracia. Sorprendida, notó que las demás lucían sus barrigas con orgullo y hasta parecían contentas. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, comprobó ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad. Los extensos preparativos para el alumbramiento incluyeron la instalación de una enorme tinaja de madera en la sala, que en principio podían alquilar, pero los convencieron de los beneficios de comprarla. Después del alumbramiento podían ocuparla para otros fines, les dijeron, ya que también empezaban a ponerse de moda los baños comunitarios entre amigos, todos desnudos remojándose en agua caliente. El artefacto resultó inútil, porque cinco semanas antes de la fecha prevista Samantha dio a luz una hija a quien llamaron Margaret, como la abuela materna muerta en espuma rosada. Gregory llegó a la casa por la tarde y encontró a su mujer sentada en el charco de sus aguas anmióticas, tan desconcertada que no se le había ocurrido pedir ayuda y ni siquiera recordaba la respiración de foca aprendida en los cursos del parto acuático. La montó en el bus que usaba para su trabajo y disparó al hospital, donde debieron practicar una cesárea para salvar a la recién nacida. Margaret no entró al mundo en una tina de madera arrullada por cánticos sedantes y nubes de incienso, como estaba previsto, se inició en la vida dentro de una incubadora, como un patético pez solitario en un acuario. Dos días más tarde, cuando la madre daba sus primeros pasos tentativos por el pasillo del hospital, el padre se acordó de llamar a las comadronas espirituales, a los parientes y a los amigos para contarles la noticia. Lamentó no tener a su lado a Carmen, la única persona con quien habría deseado compartir los apuros de esos momentos.
Para Samantha Emst el viento del desastre comenzó a soplar el mismo día de su nacimiento, cuando su aristocrática madre la puso en manos de una enfermera y se desentendió de ella para siempre, y se convirtió en un huracán que la lanzó fuera de la realidad al momento de dar a luz a su hija. Mucho más tarde confesaría a su analista con la mayor sinceridad que esa criatura diminuta respirando con dificultad dentro de una caja de vidrio, sólo le inspiraba rechazo. Secretamente agradeció no tener leche para amamantarla y tal vez en lo más profundo de su corazón deseó que desapareciera para no verse obligada a cargarla en brazos. Lo aprendido en los cursos no le sirvió de nada, le resultaba imposible considerar a Margaret una niña más entre las miles nacidas en el planeta el mismo día y a la misma hora, nunca pudo aceptarla. Tampoco se resignó a la idea de que estaba unida a ese gusano por ineludibles responsabilidades. Se miró en el espejo y vio un largo costurón atravesado en su vientre, antes liso y bronceado, ahora un pellejo flojo lleno de estrías, y lloró sin consuelo por la belleza perdida. Su marido intentó acercarse para ayudarla, pero cada vez lo apartó con virulencia demencial. «Ya se acostumbrará, es muy reciente, está desconcertada», – pensaba Gregory-, pero al cabo de tres semanas, cuando dieron de alta a la niña en el hospital y la madre todavía no dejaba de examinarse en el espejo y lamentarse, tuvo que pedir auxilio a su hermana. Tal vez su madre hubiera sido la persona más indicada en aquel trance, pero Samantha no soportaba a su suegra, nunca pudo apreciar ninguna de sus virtudes, la consideraba una viejuca estrafalaria capaz de sacar de sus casillas a una tortuga. También pensó en Olga, que tanto disfrutaba de los alumbramientos y los bebés, pero comprendió que si su mujer no toleraba a Nora, menos podría sufrir a Olga. – Te necesito, Judy, Samantha está deprimida y enferma y yo no sé nada de niños, por favor ven–clamó Gregory en el teléfono. – Pediré permiso en el trabajo el viernes y pasaré el fin de semana con ustedes, no puedo hacer más–replicó ella.
Harta de las parrandas de Jim Morgan, el gigante pelirrojo con quien tuvo dos hijos, Judy se divorció y regresó a vivir con su madre en la misma cabaña de siempre. Nora cuidaba a los dos nietos, uno de los cuales todavía andaba en brazos, mientras Judy mantenía a la familia. Jim Morgan amaba a su mujer y la amaría hasta el fin de sus días, a pesar de que ella se había convertido en una arpía que lo perseguía por la casa a gritos, se apostaba en la puerta de la fábrica a insultarlo delante de sus obreros y recorría los bares buscándolo para armarle escándalo. Cuando lo echó definitivamente de la casa y entabló demanda de divorcio, el hombre sintió que se le terminaba la vida y se abandonó en una borrachera sin memoria de la cual despertó entre rejas. No podía explicar cómo ocurrió la desgracia, ni siquiera recordaba al hombre que mató. Algunos testigos dijeron que fue un accidente y Morgan nunca tuvo intención de liquidarlo, le dio un golpe insignificante y el infeliz se fue para el otro mundo, pero las circunstancias no beneficiaban al acusado. La víctima estaba a todas luces sobrio y era un alfeñique peso pluma que cuando empezó el altercado se encontraba en una esquina con una campanita en la mano pidiendo limosna para el Ejército de Salvación. Desde su celda Jim. Morgan no pudo ayudar con los gastos de los hijos y Judy se alegró de que así fuera, convencida de que mientras menos contacto tuvieran los niños con un padre criminal mejor sería para ellos, pero como no le alcanzaba para mantener la casa sola, volvió con su madre. Gregory fue a buscar a su hermana al aeropuerto y se espantó al ver cuánto había engordado. No pudo disimular la mala impresión y ella lo notó.
– No me digas nada, ya sé lo que estás pensando. – ¡Ponte a dieta, Judy!
– Decirlo es de lo más fácil, la prueba es que lo he hecho tantas veces. Ya he bajado como dos mil libras en total.
La mujer se trepó con dificultad al bus de Gregory y partieron en busca de Margaret al hospital. Les entregaron un pequeño bulto cubierto por un chal. tan liviano que lo abrieron para verificar su contenido. Entre la lana descubrieron una minúscula criatura durmiendo plácida. Judy acercó la cara a su sobrina y empezó a besarla y olisquearla como una perra con su cachorro, transfigurada por una ternura que Gregory no le había visto en décadas, pero no había olvidado. Todo el camino se fue hablándole y acariciándola, mientras su hermano la observaba de reojo, sorprendido al ver que Judy se transformaba, las capas de grasa que la deformaban desaparecieron revelando la radiante belleza oculta en su interior. Al llegar a la casa encontró a los gatos metidos en la cuna y a Samantha parada de cabeza en su cuarto, buscando alivio a la zozobra emocional con acrobacias de fakir. Gregory procedió a sacudir los pelos de los animales para instalar al bebé, mientras Judy, cansada por el viaje y las horas de pie, sacó de un empujón a su cuñada del nirvana y la devolvió a la posición cabeza arriba y a los groseros afanes de la realidad. – Ven que te explico cómo se prepara un biberón y cómo se cambian los pañales–le ordenó.
– Tendrás que explicárselo a Greg, yo no sirvo para esas cosas – balbuceó Samantha retrocediendo.
– Más vale que él no se acerque demasiado a la niña, no vaya a salir con las mismas chingaderas de mi padre–gruñó Judy de muy mal humor.
– ¿De qué estás hablando? – preguntó Gregory con la recién nacida en brazos.
– Sabes muy bien de qué estoy hablando. No soy retardada ¿crees que no me he dado cuenta de que siempre andas rodeado de criaturas?
– ¡Es mi trabajo!
– Claro, es tu trabajo. De todos los trabajos posibles tenías que escoger ése. Por algo será. Apuesto que cuidas niñitas también ¿no? Los hombres son todos unos pervertidos.
Gregory depositó a Margaret sobre la cama, cogió a su hermana de un ala y la arrastró a la cocina, cerrando la puerta a su espalda. – ¡Ahora me vas a explicar qué carajo estás diciendo! – Tienes una sorprendente capacidad de hacerte el tonto, Gregory. No Puedo creer que no lo sepas…
– ¡No! Y entonces Judy derramó el veneno que había soportado en silencio desde aquella noche en la cual no le permitió dormir junto a ella, hacía más de veinte años; el pesado secreto guardado celosamente con la sospecha de que no era en verdad un enigma y todos lo sabían, el recóndito tema de sus malos sueños y sus rencores, la vergüenza inconfesable que ahora se atrevía a exponer sólo para proteger a su sobrina, la pobre inocente, como dijo, para evitar que se repita el mismo pecado de incesto en la familia, porque esas cosas se llevan en la sangre, son maldiciones genéticas y la única herencia de Charles Reeves, ese crápula que en mala hora nos trajo al mundo, es la sucia maldad de su lujuria, y si necesitas más detalles puedo contártelos, porque nada se me ha olvidado, todo lo tengo grabado a fuego en la memoria, si quieres te cuento cómo me llevaba a la bodega con diferentes pretextos y me hacía desabrocharlo y me lo ponía en las manos y me decía que ese era mi muñeco, mi caramelo, que le diera así y así, más fuerte, hasta que… – ¡Basta! – gritó Gregory con las manos en los oídos.
Cada lunes por la mañana Gregory Reeves llamaba por teléfono a Carmen Morales, costumbre que ha mantenido hasta el día de hoy. Después del aborto que casi le cuesta la vida, su amiga se despidió de su madre y desapareció sin dejar rastro. En casa de los Morales su nombre fue borrado, pero nadie la olvidó, sobre todo su padre, que la soñaba calladamente, pero por orgullo jamás admitió que se estaba muriendo de pena por la hija ausente. La joven no volvió a comunicarse con su familia, pero dos meses más tarde Gregory recibió una tarjeta de México con un número y una pequeña flor dibujada, la inconfundible firma de Carmen. Fue el único que tuvo noticias suyas en ese tiempo, por él se enteraba Inmaculada Morales de los pasos de su hija. En las breves conversaciones de los lunes los dos amigos se ponían al día sobre sus vidas y planes. Las voces les llegaban desfiguradas por interferencias y por la ansiedad propia de las comunicaciones de larga distancia, les costaba reconocerse en esas frases interrumpidas y a ambos se les empezaba a borrar la cara del otro, eran dos ciegos con las manos extendidas en la oscuridad. Carmen se había instalado en un cuarto de mala muerte en los extramuros de la capital de México y trabajaba en un taller de orfebrería. Perdía tantas horas trasladándose en autobús de un extremo a otro de esa inmensa ciudad desesperada, que no le quedaba tiempo para otras actividades. No tenía amigos ni amores. La desilusión provocada por Tom Clayton destruyó su ingenua tendencia a enamorarse al primer vistazo y por otra parte en ese medio resultaba muy difícil hallar un compañero que entendiera y aceptara su carácter independiente. El machismo de su padre y sus hermanos era suave comparado con el que ahora soportaba y por prudencia se conformó a la soledad, como a un mal menor. La desafortunada intervención de Olga y la operación posterior la privaron de la capacidad de tener hijos, eso la hizo más libre pero también más triste. Vivía en la tácita frontera donde termina la ciudad oficial y empieza el mundo inadmisible de los marginales. El edificio era un pasillo angosto con dos hileras de cuartos a los lados, un par de grifos, un lavadero al centro y baños comunes al fondo, siempre tan sucios que procuraba evitarlos. Ese lugar era más violento que el ghetto donde se había criado, la gente debía luchar por su pequeño espacio, abundaban rencores y escaseaban esperanzas, estaba en un país de pesadilla ignorado por los turistas, un laberinto terrible en torno a la hermosa ciudad fundada por los aztecas, un enorme conglomerado de viviendas míseras y calles sin pavimento y sin luz, inundadas de basura, que se extendía hacia una periferia sin término. Deambulaba entre indios humillados y mestizos indigentes, niños desnudos y perros hambrientos, mujeres dobladas por el peso de los hijos y el trabajo, hombres ociosos y resignados a la mala suerte, con las manos en las cachas de los puñales listos para defender la dignidad y la hombría eternamente amenazadas. Ya no contaba con la protección de su familia y muy pronto comprendió que allí una mujer joven y sola era como un conejo rodeado de perros perdigueros. No salía de noche, dormía con una tranca en la puerta, otra en la ventana y un cuchillo de carnicero bajo la almohada. Cuando iba a lavar su ropa encontraba a otras mujeres que la miraban con desconfianza porque era diferente. La llamaban «gringa» a pesar de haberles explicado mil veces que su familia era de Zacatecas. Con los hombres no hablaba. A veces compraba caramelos y se sentaba en el callejón a esperar que se acercaran los niños, eran sus pocos momentos alegres. En el taller de orfebrería trabajaban unos indios herméticos, de manos mágicas, quienes rara vez le dirigían la palabra, pero le enseñaron los secretos de su arte. A ella se le pasaban las horas sin sentirlas, absorta en el laborioso proceso de moldear la cera, vaciar los metales, tallar, pulir, engarzar las piedras y montar cada minúscula pieza. Por las noches diseñaba aretes, anillos y pulseras en su cuarto, al principio los fabricaba de latón con trozos de vidrio para practicar y después, cuando pudo ahorrar algo, en plata con piedras semipreciosas. En sus ratos libres las vendía de puerta en puerta, cuidando que sus patrones no se enteraran de esa modesta competencia.
El nacimiento de su hija sumió a Samantha Ernst en una discreta pero feroz depresión; no tuvo arrebatos escandalosos ni grandes cambios aparentes en su conducta, pero no volvió a ser la misma. Siguió levantándose a mediodía, viendo televisión y tomando sol como una lagartija, sin oponer resistencia a la realidad, pero tampoco participando en ella. Comía muy poco, estaba siempre somnolienta y sólo resucitaba en la cancha deportiva, mientras Margaret vegetaba en un coche a la sombra, tan abandonada que a los ocho meses todavía no era capaz de sentarse y apenas sonreía. Su madre sólo la tocaba para cambiarle pañales y colocarle el biberón en la boca. En las noches Gregory la bañaba y a veces la mecía un rato, procurando hacerlo siempre en presencia de Samantha. Quería mucho a la niña y cuando la cogía en brazos sentía una dolorosa ternura, un deseo abrumador de protegerla, pero no era capaz de mimarla como deseaba. La confesión de su hermana erguía una muralla china entre su hija y él. Tampoco se sentía cómodo con los chicos que cuidaba en su trabajo y se sorprendía examinándose en busca de cualquier detalle revelador de una supuesta índole licenciosa heredada de su padre. Al comparar a Margaret con otras criaturas de su edad la encontraba atra sada en su desarrollo; sin duda algo andaba mal, pero no quiso compartir las dudas con su mujer para no asustarla y alejarla aún más del bebé. Le hacía pruebas a ver si oía bien, tal vez era sorda y por eso parecía tan quieta, pero cuando golpeaba las manos cerca de la cuna ella se sobresaltaba. Pensaba que Samantha no se había dado cuenta, pero un día ella le preguntó cómo se sabe cuando un niño es retardado y entonces pudieron hablar por primera vez de sus temores. Después de examinar a Margaret por dentro y por fuera, en el hospital diagnosticaron que estaba sana, simplemente necesitaba un poco de aliciente, era como un animal dentro de una caja, privado de sus sentidos. Los padres tomaron un curso de estimulación precoz donde aprendieron a acariciar a su hija, hablarle en gorgojeos, señalarle poco a poco el mundo circundante y otras elementales destrezas que cualquier miserable orangután nace sabiendo y que ellos tuvieron que aprender con un manual de instrucciones. Los resultados fueron evidentes a las pocas semanas, cuando la niña comenzó a arrastrarse por el suelo y un año más tarde pronunció sus dos primeras palabras, que no fueron papá ni mamá, sino gato y tenis. Gregory estudiaba para los exámenes finales, horas, días, meses metido en los libros y agradeciendo al cielo su buena memoria, lo único que funcionaba bien mientras lo demás a su alrededor parecía deteriorarse irremisiblemente en un rápido proceso de descomposición. La guerra de Vietnam, lejos de terminar, como había calculado, adquiría proporciones de catástrofe. Junto con el alivio de recibirse finalmente de abogado estaba la inevitable pesadilla de ir al frente, porque tenía un contrato con las Fuerzas Armadas y no podía seguir posponiendo el servicio. Su familia era el principal motivo de angustia; su relación con Samantha daba tumbos y una separación sin duda acabaría de romperla, además temía dejar a Margaret, que crecía llena de rarezas. Su hija existía en forma tan solapada y misteriosa que a veces Samantha la olvidaba y cuando Gregory llegaba en la noche descubría que no había comido desde el desayuno. No jugaba con otros chicos, se entretenía por horas mirando telenovelas, nunca tenía apetito, se lavaba en forma obsesiva, sucia, sucia, decía a cada rato, arrastrando un taburete junto al lavatorio para jabonarse las manos largamente. Se orinaba en la cama y lloraba con desesperación cuando despertaba con las sábanas mojadas. Era muy bonita y seguiría siéndolo, a pesar de las agresiones que cometería contra su cuerpo, poseía la gracia noble de su abuela de Virginia y el exótico rostro eslavo de Nora Reeves, tal como se la ve en una fotografía tomada en el barco de refugiados que la trajo de Odesa. Mientras Margaret vivía en la sombra de los muebles y escondida en los rinco nes, sus padres, demasiado ocupados en sus propios asuntos y engañados por su apariencia de niña buena, no fueron capaces de ver los demonios que se gestaban en su alma.
Se vivían tiempos de grandes alteraciones y de sorpresas continuas. La novedad del amor libre, después de tantos siglos de mantenerlo en cautiverio, se regó con rapidez y lo que comenzó como otra fantasía de los hippies se convirtió en el juego predilecto de los burgueses. Asombrado, Gregory vio cómo las mismas personas que poco antes defendían las ideas más puritanas ahora practicaban el libertinaje en pequeñas orgías de índole doméstica. Cuando estaba soltero resultaba casi imposible conseguir una muchacha dispuesta a hacer el amor sin una promesa matrimonial, el placer sin culpa y sin miedo era impensable antes de las píldoras anticonceptivas. Tenía la impresión de haber pasado los primeros diez años de su juventud dedicado a conseguir mujeres, todo el empeño y la imaginación se le iban en esa agobiante cacería, por lo general en vano. De pronto las cosas se dieron vuelta y en cuestión de un par de años la castidad dejó de ser una virtud para convertirse en un defecto del cual había que curarse antes de que los vecinos se enteraran. Fue un viraje tan brusco que Gregory, enfrascado en sus problemas, no tuvo tiempo de adaptarse a los dramáticos cambios, la revolución le llegó tarde. A pesar de su fracaso con Samantha, no se le pasó por la mente la idea de aprovechar las insinuaciones de algunas audaces compañeras de estudios o madres de los niños que cuidaba.
Un sábado de primavera los Reeves fueron invitados a cenar en casa de unos amigos. Ya no era costumbre sentarse a la mesa, la comida esperaba en la cocina y cada comensal se servía en platos de cartón y se acomodaba como mejor pudiera equilibrando un vaso lleno, un plato chorreado de salsa, un pan, una servilleta y a veces hasta un cigarrillo. Se bebía demasiado y se fumaba marihuana. Gregory había tenido un día pesado, se sentía cansado y se preguntaba si no estaría mejor en su casa que ocupado en despedazar un pollo sobre sus rodillas sin echárselo encima. Después de los postres se inició una maniobra colectiva, la gente se quitó la ropa y se metió en una gran bañera de agua caliente instalada en el jardín a la luz de la luna. La moda de los partos acuáticos pasó sin grandes consecuencias, pero a muchas familias les quedó de recuerdo una tina monumental. Los Reeves aun tenían la suya en la sala y servía de corral para Margaret y depósito donde iba a parar lo que recogían del suelo y se destinaba al olvido. Otros más audaces convirtieron los artefactos en centro de atracción, inspirados en la idea de los baños comunitarios del Japón, hasta que la industria nacional puso en el mercado gran des tinajas especiales para tal fin. Gregory no se sintió tentado de salir recién comido a enfriarse al patio, pero le pareció de mal gusto quedarse vestido cuando los demás estaban en cueros, no fueran a pensar que tenía algo de qué avergonzarse. Se quitó la ropa, observando de reojo a Samantha y extrañado de la naturalidad de su mujer para exhibirse. No tenía pudores, se sentía orgulloso de su cuerpo y a menudo circulaba desnudo en su casa, pero esa exposición pública lo puso un poco nervioso, en cambio los otros participantes de la reunión parecían tan a gusto como cualquier aborigen del Amazonas. Las mujeres procuraban mantenerse dentro del agua, pero los hombres aprovechaban cualquier pretexto para lucirse, los más arrogantes ofrecían el espectáculo de su desnudez mientras servían tragos, encendían pitos o cambiaban los discos, algunos incluso se ponían en cuclillas al borde de la bañera a pocos centímetros de la cara de una esposa ajena. Gregory comprendió que no era la primera vez que sus amigos se encontraban en esa situación y se sintió traicionado, como si todos compartieran un secreto del cual había sido excluido a propósito. Sospechó que Samantha había estado antes en fiestas parecidas y no había considerado necesario contárselo. Procuró no mirar a las mujeres, pero los ojos se le iban a los senos perfectos de la madre de la dueña de casa, una matrona de casi sesenta años, en quien no se había fijado hasta que aparecieron flotando en el agua esos atributos inesperados en una persona de su edad. En su inquieto destino Reeves habría de pasearse por tantas geografías femeninas que le sería imposible recordarlas todas, pero nunca olvidaría los senos de esa abuela. Entretanto Samantha, con los párpados cerrados y la cabeza echada hacia atrás, más relajada y contenta de lo que su marido nunca la había visto, canturreaba a sus anchas, con un vaso de vino blanco en una mano y la otra perdida bajo el agua, a su parecer demasiado cerca de las piernas de Timothy Duane. En el camino de regreso a casa él trató de hablar del tema, pero ella se durmió en el automóvil. Al día siguiente, ante una taza de café humeante en la cocina iluminada por el sol, la fiesta nudista parecía un sueño lejano y ninguno de los dos la mencionó. A partir de esa noche Samantha aprovechaba toda oportunidad de experimentar nuevas sensaciones en grupo, en cambio en la privacidad de la cama matrimonial seguía siendo tan fría como antes. ¿Por qué privarse? No hay que restar sino sumar experiencias a la vida, de cada encuentro uno sale enriquecido y tiene, por lo tanto, más para ofrecer a su pareja, el amor alcanza para muchos, el placer es un pozo inagotable del que se puede beber hasta la saciedad. aseguraban los profetas del matrimonio abierto. Gregory sospechaba que había alguna tram pa en esos razonamientos, pero no se atrevía a manifestar sus dudas por temor a parecer un troglodita. Se sentía como un forastero en ese medio, la promiscuidad no acababa de convencerlo y al ver la aceptación entusiasta de todos sus amigos imaginó que le pesaba su pasado del barrio y por eso no lograba adaptarse. No quería admitir cuánto le molestaba que otros hombres manosearan a Samantha con el pretexto de hacerle masajes desintoxicantes, activar sus puntos holísticos o estimular el crecimiento espiritual mediante la comunión de los cuerpos. Ella lo confundía, creía que le ocultaba aspectos de su personalidad y mantenía una existencia secreta, nunca mostraba su verdadero rostro sino una sucesión de máscaras. Le parecía perverso acariciar a otra mujer delante de la suya. pero tampoco deseaba quedarse atrás. Cada semana los sexólogos de moda descubrían nuevas zonas erógenas y por lo visto había que explorarlas todas para no pasar por ignorante; en su mesa de noche se acumulaban manuales esperando turno para ser estudiados. En una oportunidad se atrevió a objetar un método de encuentro con el Yo y despertar de la Conciencia mediante la masturbación colectiva y Samantha lo acusó de ser un bárbaro, un alma incipiente y primitiva. – ¡No sé qué tiene que ver la calidad de mi alma con el hecho perfectamente natural de que no me guste ver los dedos de otros hombres entre tus piernas! – Típico de una cultura subdesarrollada y foránea – anotó ella sorbiendo impasible su jugo de apio. – ¿Cómo? – preguntó desconcertado.
– Eres como esos latinos entre los cuales te criaste. Nunca debiste salir de ese barrio.
Gregory pensó en Pedro e Inmaculada Morales y trató de imaginarlos en pelotas en una bañera de agua caliente con sus vecinos escarbándose mutuamente el Yo y la Conciencia. La sola idea le desinfló la rabia y se echó a reír a carcajadas. El lunes siguiente se lo comentó por teléfono a Carmen y a través de miles de kilómetros de distancia oyó la risa incontrolable de su amiga; ninguno de esos modernismos había llegado al ghetto de Los Ángeles y mucho menos a México, donde ella vivía.