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Trilogí­a de la huida
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Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Ulrike































































































































































































































































































Peter y Blanca se despidieron de Heiner, de Maren, de Curt. Entonces fue cuando Heiner le dijo:

Du wirst mich niemals verlassen, selbst wenn Du gehst, entonces fue cuando Peter tradujo: Nunca te irás de mí, aunque te vayas. Blanca no supo desligar los labios de Peter de las palabras de Heiner.

Regresaban a Madrid. Prometieron volver.

Atravesaron Alemania. Blanca no dejó de morderse el nudillo del dedo. Fue un viaje largo, y Peter sabía que no era de regreso. No era volver. Era precipitarse hacia la ausencia. Era el principio de la huida. El silencio le enseñaba que la echaría de menos. El hueco empezaba a abrirse. Peter la miraba. Blanca no miraba a Peter.

Blanca pensaba en la ruptura como en un camino ya descubierto. Un dolor antiguo que se aposenta. Llegaría a Madrid, viviría tranquila con Carmela, disfrutaría de la mirada de Casilda, los besos de Carlota, las risas de Mario. No pensaba en José.

Llegó a Madrid y se despidió de Peter con un beso en la mejilla. Él quiso decirle te amo. No lo hizo. Por pudor.

No se dijeron adiós.































































































































































































































































































Carmela tenía dispuesta la urdimbre en el telar de bajo lizo. Se disponía a empezar una orla para el tapiz de Amaterasu que había tejido con Blanca. Deseaba terminarlo antes de que su hermana regresara de Alemania. Contemplaba a la diosa del sol, aprisionada aún en la trama. Poco faltaba para su liberación. Cuando la orla estuviera acabada desataría los hilos que unían el tapiz al bastidor. Intentaba tejer. Escoger los colores de las sedas para enhebrar la lanzadera.

Sentada ante su telar, con los ojos fijos en la urdimbre, miraba los hilos en paralelo sin verlos siquiera. Veía a Casilda.

Llovía. Carmela había ido a recoger a sus hijos a la parada del autobús, nadie podía prohibirle que los viera en la calle. Los niños la convencieron de que subiera a merendar con ellos. No supo negarse. Volvió a entrar en la que había sido su casa. Volvió a ver los cuadros que ella había colgado en las paredes. Las plantas que había regado. Los muebles que compró con Carlos justo el mes anterior a la boda. Al ver sus cosas, se dio cuenta de que las echaba de menos. Todo estaba en su lugar, y lejos, todo le señalaba su propia ausencia. Ya era de noche. Ya les había contado a los niños una vez más la historia de Amaterasu, nacida del ojo izquierdo de su padre, destinada a reinar en el País de la Llanura Celestial. Ya había enumerado los poderes de sus gemas, los atributos de su espejo. Mario le había pedido que repitiera las travesuras del hermano de Amaterasu, Susanoo, dios de la tormenta. Carlota quiso volver a escuchar la muerte de una de las doncellas tejedoras, atravesada por una lanzadera en el Cuarto de los Tejidos.

–Os lo cuento otra vez y después me voy, ¿vale?

Carmela tenía que marcharse antes de que su marido llegara, Casilda lloraba, no quería que se fuera.

–Acompáñame abajo, así paseas al perro, nos despedimos en la calle y estamos juntas un ratito más —le dijo.

La niña se puso su impermeable amarillo. Caminaron juntas por la acera, se besaron, se separaron. La madre continuó sola, unos pocos pasos, miró hacia atrás.

Carmela veía a Casilda, tapada con la capucha, agarrando la correa del perro con una mano y diciéndole adiós con la otra. Lloraba.

–Anda, sube ya a casa, se va a poner malo el perrito si se moja —dijo la madre desde lejos—, yo esperaré aquí hasta que entres en el portal.

Casilda se dio la vuelta, tiró de la correa con ambas manos e hizo girar al perro, un cócker negro de orejas largas, caminaba tras él casi a rastras volviendo la cabeza hacia su madre. La capucha del impermeable amarillo le tapaba la mitad de la cara.

No veía su telar, no veía siquiera la habitación donde estaba, Carmela veía a Casilda bajo la lluvia, apartándose los rizos mojados de la frente con su pequeña mano, diminuta.

La urdimbre era blanca. Los hilos que escogiera Carmela para la lanzadera la atravesarían de color.

Sonó el teléfono.

Escuchaba, sin llegar a creerlo, la voz de Carlos. Los niños la echaban de menos. Él estaba demasiado ocupado y pasaba poco tiempo con ellos. Consideraba que era mejor que estuvieran con su madre. Podría llevárselos a vivir con ella cuando tuviera una casa. Carmela comenzó a saltar.































































































































































































































































































Cuando Blanca abrió la puerta de su casa, encontró a Carmela bailando sola. Su hermana le quitó las maletas de las manos, la tomó por la cintura y la obligó a bailar con ella. El salón estaba lleno de rosas rojas. La paseó al ritmo de la danza enumerando los ramos. Ocho ramos de rosas rojas. Ocho rosas en cada ramo. No había ninguna tarjeta.

–José llamó esta mañana, muy temprano, para saber a qué hora llegabas. De paso me preguntó si yo iba a estar aquí. Debe de haberlas enviado él.

–Son de José —replicó Blanca sin entusiasmo.

–Pero ¿qué te pasa? ¿No te ha gustado la sorpresa?

–Peter y yo nos hemos separado.

Carmela intentó convencerla de que era lo mejor que podrían haber hecho. Demasiadas veces había visto sufrir a Blanca en su relación con Peter.

–Carmela, tengo miedo.

No supo al decirlo que su miedo se acrecentaría esa misma tarde, cuando su hermana se atreviera por fin a decirle que las flores no eran el motivo de su alegría, a contarle la conversación con Carlos. Carmela se iba. Casilda, Mario, Carlota. Ya no trasladarían colchones y mantas los fines de semana. Su hermana le prometió que seguirían tejiendo juntas, todas las mañanas. Carmela se iba. Buscaría piso cerca de la casa de Blanca. Estarían mucho tiempo juntas. Cerca. Estarían muy cerca. Le sería fácil ver a los niños siempre que quisiera.

Blanca intentaba fingir alegría, Carmela intentaba ocultarla.































































































































































































































































































Ocho, ése es mi número. Ocho ramos de rosas rojas. Ocho rosas en cada ramo. José lo recuerda ahora mientras espera a Blanca. Esta vez vendrá. Él ya ha preparado la cena. Ha apagado las luces. Ha encendido las velas. No será como el día de su regreso de Alemania. Ella le llamó para agradecerle las flores y rehusó su invitación a cenar alegando cansancio. José insistió. Tampoco al día siguiente quiso verle, Blanca volvió a agradecerle las rosas. Yo te llamaré, le dijo. Y tardó dieciocho días en llamar.

Dieciocho días en los que José imaginó nombres y rostros. Me esperan en Amsterdam. Ternura. Abrazos. Amor. Blanca no llamaba. Me esperan en Amsterdam. Blanca no llamaría. Pensó en desconectar el contestador, para evitarse la ansiedad durante el camino hacia su casa, la decepción al llegar. No lo hizo. Noche tras noche, tres llamadas, siete, cinco, las voces registradas en el aparato eran silencios de Blanca. Decimoctavo día. Una sola llamada.

–Hola, soy Blanca, espero que no sea demasiado tarde para que me invites a cenar, si puedes me llamas. Un beso.































































































































































































































































































Dieciocho días en los que Blanca ayudó a Carmela a buscar piso. Dieciocho días en los que Peter no la llamó ni una sola vez. ¿Por qué no dijiste te quiero?, le hubiera preguntado. Esas cosas no hace falta decirlas, le contestaría él. Necesitaba oírlo. Te amo. Ya es tarde.

Dieciocho días en los que ella pensaba en José. Deseaba llamarle. Y no quería llamar. Dejaría que el tiempo pasara. Olvidaría a Peter. Recuperaría el sabor de la soledad, su lugar hacia dentro. Sola. Se acostumbraría a vivir sin Carmela. Aprendería a cuidarse sola. Tejería escuchando música. Leería los libros que nunca tuvo tiempo de leer. Visitaría exposiciones. Asistiría a conciertos. Estudiaría inglés. Cambiaría los muebles de sitio. Iría al cine, al teatro. Sola. Ella podría hacerlo. Sola. No necesitaba a José.

¿Y qué hacer cuando no supiera qué hacer? Cuando sentarse ante su telar fuera tan sólo ocupar el tiempo, cuando tuviera que volver a leer la página de un libro, una vez y otra y otra. Cuando su urgencia por olvidar a Peter le negara el olvido, y la llevase a negar un deseo: el encuentro con José. Qué temía de él. Entregarlo todo. Perderlo todo. Desde el primer momento se dio cuenta de que ejercía sobre José una fascinación que ella ignoraba que podía ejercer. Blanca se obligaba a pensar que no le amaba, le había gustado su olor y la forma en que la besó. No le amaba, ni quería amarle. Pero deseaba hundir la nariz en la esquina de su cuello, y que él le apartara la cabeza tirándole del pelo, para ofrecerle su boca como un pozo invertido. Qué hacer cuando el recuerdo de las manos de José le acariciara el rostro. Cuando ir al cine fuera la esperanza de volver a coincidir. Cuando buscara perderse en El Bosco y le viera desnudo, hombre alado que vuela en El Jardín de las Delicias. Cuando escuchara una canción y su gabardina flotara al compás de la música, en una danza aérea, verde. Cuando cambiara los muebles de sitio y se sorprendiera jugando a descubrir el lugar que Peter escogería para sentarse, a adivinar si sería el contrario el que preferiría José. Qué hacer para que no apareciera, recurrente, siempre que intentaba olvidar a Peter. Se decidió a llamarle. Conocer al enemigo es empezar a combatirlo, olvidarlo es haberlo vencido. Conocería a José, olvidaría a Peter, y ambos dejarían de ocuparla, le permitirían leer, asistir a un concierto, sola, admirar un cuadro, estudiar, tejer.

Llamó a José. Cenarían juntos. Le conocería. Le olvidaría. La cita. Permaneció frente al espejo durante dos horas, cambiándose de vestido. Demasiado ajustado. Demasiado rojo. Mejor, pantalones. No. El verde me sienta bien, resalta el color de mis ojos. Verde. No. Quien de verde se viste a todo se atreve. Por qué no. Sí. Escogió el vestido verde.































































































































































































































































































Carmela iba a recoger a sus hijos. Carlos la esperaba con ellos en el portal de la casa. Cuando la vieron por la acera, corrieron a su encuentro con los brazos abiertos. ¿Quién me quiere a mí? Yo. Yo. Yo. Casilda. Mario. Carlota.

–Mamá, ¿de verdad vamos a vivir contigo? —preguntó Carlota.

–Sí, mi amor.

–Pues ahora ya te puedo decir una cosa —le susurró al oído.

–¿Sí, cuál?

–Me enfadé contigo cuando te fuiste.

–Ya no vas a enfadarte nunca más —la madre la abrazó.

El traslado era una fiesta. Carmela había encontrado un piso cerca de la casa de Blanca. Había conseguido unos pocos muebles con el dinero que le dieron por sus anillos de oro, sus cadenas, la medalla de su primera comunión, un reloj que le había regalado su suegra. Blanca se encargó de los colchones y las mantas, almohadas también. Carlos les llevó a todos en coche hasta la puerta, con sus equipajes. Arriba esperaba Blanca. Los niños se despidieron de su padre y corrieron hacia el portal impacientes por ver la casa nueva. Una puerta de forja de hierro daba paso a una segunda de cristal y madera donde podía leerse: HAY ASCENSOR, escrito sobre el cristal con grandes letras.

–Hay ascensor —gritaban los niños. Reían.

Blanca oía los gritos desde arriba. Su hermana y sus sobrinos intentaban entrar con los equipajes en el ascensor, se tropezaban unos con otros, con las bolsas de viaje, con las maletas. Reían. Reían.

Blanca escuchaba las risas de Carmela. Por fin. Carmela había salido a flote. Había superado su propio naufragio. Todo el mundo pensaba que a Carmela el agua le llegaba al cuello. Que Carmela tenía vocación de ahogada. «Un barco demasiado pequeño para el mar.» Ahora demostraba al mundo que no. Que la profundidad del mar depende de los pies. De los pasos que uno esté dispuesto a dar hacia dentro. Hay gente a la que el mar le llegará siempre a la cintura, sólo a la cintura. Y otros que se quedan en la playa toda la vida. Carmela no. Ella se había atrevido a entrar hasta lo profundo. A Carmela el agua le llegaba al cuello, pero había aprendido a nadar.































































































































































































































































































En el sofá, sentada con un cojín sobre su regazo, Blanca parecía armada de un escudo. José se sentó a su lado. Ella se retiró al extremo del sofá, aferrada al cojín como si temiera caer, como si quisiera protegerlo, protegerse. Se hundió en el asiento marcando distancia.

–¿Por qué has desaparecido? —le preguntó José.

–No he desaparecido, estoy aquí.

José no sabía si acercarse a ella. Cruzó las piernas y apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento. Con la mano le tocaba el pelo. Blanca abrazaba el cojín.

–Ven aquí. No necesitas protegerte con esto —le quitó el cojín—. No tienes por qué tenerme miedo.

–Ya te lo dije: no quiero otro demonio —contestó ella cruzando los brazos sobre el pecho.

–Te demostraré que hay demonios que dejan de serlo.

Se acercó a besarla y Blanca retiró la boca. No, le dijo. Se levantó del sofá. José la siguió. Se colocó a su espalda y rozó su oído con los labios. Blanca se estremeció. No. No. Casi un gemido. Iba a dar un paso hacia delante. José la inmovilizó con los brazos. Sus manos en las de ella cruzadas sobre el pecho. No, no.

–Así te besé por primera vez. ¿Te acuerdas?

La giró hacia sí y la besó. La ternura de José en sus labios. Se conmovió. Blanca dejó que su ternura le alcanzara en la boca. Volvió a estremecerse. Quiso retirarse. Decir no otra vez, no. No. No. José se aferró a ella.

–No tengas miedo —dijo.

Blanca cedió a su estremecimiento, lo paladeó mientras se convertía en excitación. Entreabrió la boca a la boca de José. Le besó. Se rindió. Todo su cuerpo le besaba. Era de noche. Era julio. Hacía calor. Se entregó. Se abandonó al deseo. Los dos se abandonaron al deseo.

–Blanca, eres la mezcla de todas las cosas que me gustan.

Los cuerpos se reconocieron. Se atraparon. El sudor de uno resbalaba en el otro.

Después de hacer el amor, se ducharon juntos. José enjabonó a Blanca. La secó envolviéndola en una manta de baño. La cogió en brazos y la llevó al comedor. La sentó en una silla frente a la mesa. La cena estaba preparada.

–Ahora sí voy a cuidarte —dijo.

–Ahora yo sé cuidarme sola —le contestó Blanca.

Cenaron desnudos. Sentados el uno al lado del otro. Se miraban. Se tocaban. Se besaban. Se reían. Se reían. Se reían. Volvieron a hacer el amor. Volvieron a ducharse juntos. José volvió a secar a Blanca. La cogió de nuevo en brazos, y la llevó a la cama.

–Me encanta tu olor —dijo Blanca ovillándose en el hueco del hombro de José.

–¿A qué huele? —él la abrazó esperando la respuesta que ya sabía, la que deseaba escuchar.

–A ti.

Y se durmieron juntos. Abrazados. Unidos. Pegados.































































































































































































































































































Las ventanas abiertas. La brisa despertó a Blanca. Tenía frío. Se arropó con la colcha abandonada en el suelo y arropó a José. No pudo volver a dormir. No recuperaba el calor. Se abrazaba al cuerpo dormido y pensaba en la insensatez. Hay demonios que dejan de serlo. Entregarlo todo. Perderlo todo. Se levantó sin hacer ruido. Miró a José. Conocer al enemigo no era necesario, podría ser el principio de su propia derrota. Mejor huir. Buscó su vestido verde y lo encontró arrugado en el suelo. Se agachó, lo miró como quien se mira una herida, y se quedó en silencio y quieta, examinándolo. Así permaneció, inclinada sobre su vestido sin tocarlo, hasta que advirtió que José la miraba.

–Tengo que irme —dijo de espaldas a José, cubriéndose con su vestido.

–¿Por qué? —él se incorporó.

–Tengo que irme.

Comenzó a vestirse ante la mirada perpleja de José.

–¡Por favor! —le rogó desde la cama.

–Tengo que irme —ella pudo mirarle a los ojos—. Tengo que irme —corrió hacia la puerta.

José la dejó marchar sintiendo que la perdía. Te quiero, balbuceó, cuando Blanca ya se había ido.

Creer que el tiempo todo lo cura es negar las enfermedades crónicas. José no creía en los poderes mágicos del tiempo. Sabía que el amor tiene sus exigencias, tendría que soportar su dolor. Algún día, cuando vuelva a encontrarla, le dirá que la quiso.

Desnudo, como lo había dejado Blanca, apoyó la frente en la puerta cerrada. Se miró el pecho, los brazos, el sexo. Reconocerse en su dolor. Acercó sus manos a la nariz. Hueles a ti. Olerse. Regresó a la cama para buscar su propio olor, no el de ella, que lo llevaba dentro.

Era domingo, y julio.































































































































































































































































































Blanca caminaba por el parque arrastrando los pies. Hay demonios que dejan de serlo. O tal vez no.

Deambuló por la ciudad oliéndose las manos. Oliendo a José. Llegó a las puertas del parque sin saber cómo. Hay veces que el tiempo logra pasar sin ser visto. Sin verla recorrió Blanca la madrugada, y amaneció sin que viera amanecer. Eres la mezcla de todas las cosas que me gustan. Se dirigía hacia la estatua del Ángel Caído. Te quiero. Esas cosas no hace falta decirlas. Debía de haber una forma de huir. Tenía que encontrarla. Sola. Pequeñas porciones de azul marino se colaban entre los árboles. «Ese pedazo de toldo azul que los cautivos llaman cielo.» En la distancia, el ángel era sombra retorcida, informe. Blanca caminaba hacia él sin percibir el olor a verde, a frescor, a mañana. Aún no había sol, pero ya la claridad empapaba el cielo de naranjas, y Blanca no lo veía. Peter. José. La mirada fija en la estatua. Encontraré la forma. ¿Cuánto tiempo necesita la luz para hacer el día? ¿Cuánto aguantará la luna, ahí? Y al mirar la luna descubrió la espada. De la confusión de las formas de la estatua emergía nítida una espada. Blanca aceleró el paso. Llegó a la fuente sin dejar de mirarla. Te busco, y tú me muestras una espada.

El parque empezaba a habitarse, a despertar. Despertar. Era la primera vez que Blanca iba al parque a la hora de despertar. El ángel despierta. Blanca miraba extasiada. El ángel también despierta, su cuerpo retorcido se despereza, el ala extendida hacia lo alto, la espada dispuesta. Hay demonios que dejan de serlo. Es un bostezo, su boca. La tensión del pie sobre la piedra le sirve para tomar impulso y levantarse. Se apagaron las farolas. Blanca asistió a la invasión de la luz. Cuando levante el sol, te dará en la cara. Queda poco tiempo. Una cuadrilla de barrenderas uniformadas de verde atravesó la explanada arrastrando sus carros de limpieza. Esperas. Yo también espero. Nos queda poco tiempo. Blanca dio la vuelta a la fuente, miró la espalda del ángel, hendida en el espinazo, sosteniendo el peso de las alas. Mantente, álzate. Empieza el vuelo. Retuércete, escapa.

No esperó a que el sol iluminara la estatua. Estás solo. Se alejó despacio, girando la cabeza. Te miro. Pero tú, ocupado en levantarte, no me mirarás. Todos estamos solos. Contempló al ángel armado, recordando dolores antiguos, el ala, reconociendo el miedo al dolor, la espada. El primer paso.

En el Molino El Tejar.

En Villanueva del Rosario, 1996.































































































































































































































































































... hasta su misma caída fue para él

sólo un pretexto de ser:

su nacimiento último.

RAINER MARIA RILKE


A Miguel Ángel

A Sharon y Pepe

HÁBLAME, MUSA, DE AQUEL VARÓN

A mi madre, y a mi padre.































































































































































































































































































Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas del Sol, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

HOMERO,

Odisea

PRIMERA PARTE






Habito donde la ciudad dormita

y se demora en largos suspiros,

en los campos de lágrimas,

en un lecho que tiene por frazada el llanto,

en el angosto corredor

que se abre entre el cielo y sus párpados.

... Murió el grito del retorno.

ADONIS































































































































































































































































































Tú nunca le pediste que te hablara de Ulises. Ahora ya es tarde. La fatalidad te ha enseñado que las palabras que evitabas decir, y también las que dijiste, forman parte de la distancia que alimentó el desprecio de Matilde hacia ti.

–Adrián —ella tenía que repetir siempre tu nombre—, Adrián.

–¿Me llamabas? —contestabas sin mirarla.

–Sí. Quería decirte que.

–¿Cómo?

–Que quería decirte que —tú seguías sin mirarla.

–¿Qué?

Y ella se cansaba de repetir.

–No, nada.

Gozaste del amor de tu esposa, durante casi dos años. La amaste, y ella te amó. Matilde no había comenzado a juzgarte, y tú aún no dudabas del amor de Matilde.

Tus limitados ingresos te permitían pagar tan sólo una habitación realquilada con derecho a cocina. Tiempos de penuria económica. Y ahora te preguntas, al recordar aquella escasez, si realmente erais felices. ¿Lo erais? ¿No os lo inventasteis? ¿No era más fácil afrontar las dificultades siendo «felices»? Malabarismo. Hicisteis juegos malabares con la palabra felicidad. Fuisteis cómplices. Y dejasteis de serlo.

Tú vivías en paz con tus grandes aspiraciones literarias y Matilde sin ninguna gran aspiración. Hasta que llegó Ulises. Tus sueños se convirtieron en codicia y no pudiste confesarlo. Entonces fue cuando ella comenzó a sentir el silencio. Y empezaste a perderla. Matilde encontró la complicidad en una tercera persona; y al tiempo, y de forma paulatina y severa, se fue llenando de desprecio hacia ti.

Tú lo sabes, y por eso no puedes dormir. Sabes que el origen de su huida debes buscarlo en la primera cena con Ulises, a la que tú la obligaste a acompañarte.

–No quiero ir a esa cena —fue un ruego lo que ella te hizo.

Cuántas veces te había acompañado a los encuentros con tus colegas, cuántas. Matilde os escuchaba en silencio, convencida de que su opinión carecía de importancia; nadie se la preguntaba ni a ella le inquietaba expresarla. Se mantenía al margen a sabiendas de que su presencia pasaba desapercibida, a todos, excepto a ti. Ella nunca se negó a acompañarte, sabía que la llevabas para asegurarte un espectador, atento siempre a tu discurso. A Matilde le gustaba agradarte, te escuchaba, reía tus bromas, y a ti te bastaba su risa y su silencio, su discreción.

Ella sabía que alardeabas de mujer hermosa. Eso no le importaba. Pero esta vez era una reunión de trabajo. Un famoso productor había leído el ensayo sobre la Odiseaque publicaste en una revista literaria; tu propuesta le resultó ambiciosa, y quiso conocerte. Así es como te ofreció escribir el guión de su próxima película, realizar tu sueño. Tú le habías hablado a Matilde de Ulises con admiración. Lo describiste como un gran conversador, un productor culto, inteligente, irónico y mordaz. Ella temía encontrarse con él. Insistió en su ruego:

–Los tres solos..., si fuera más gente... Mejor yo no voy.

–¿Cómo?

–Que mejor vayas tú solo.

–Ulises es muy amable. No tienes ni siquiera que hablar, no te preocupes. Ponte guapa, ya verás, se quedará impresionado.

Tú obligaste a tu mujer a acudir a esa cita. Ponte guapa, le dijiste. Y se puso el único vestido de noche que tenía. Estaba realmente hermosa. La recuerdas así, hermosa. Seda negra resbalando hasta sus pies calzados con tacones altos. La recuerdas, durante la cena, sujetándose sobre los hombros semidesnudos el chal blanco que le trajeron de Turquía, alguien, no sabes bien quién, su madre, su hermana, tú mismo, quizá.

Después de cenar, Ulises os invitó a una copa en su casa. Te interesaba ir, hablaríais del guión, y aceptaste sin consultar a Matilde.

–Lo siento —había dicho Ulises—, el coche sólo tiene dos plazas.

–Ve tú, Matilde. Yo cogeré un taxi.

La recuerdas subiendo al automóvil. Se inclinó para entrar, y viste su cuello más largo que nunca, su nuca despejada. Puedes ver incluso el pasador que adornaba su pelo recogido en un moño. Tu regalo en vuestro primer aniversario de boda. La plata destacaba en su cabello rojizo.

No quisiste ver la rabia en sus ojos mientras cerrabas la portezuela del automóvil, no la miraste.

Y ahora te preguntas qué pasó entre ellos en ese espacio que no te pertenece, que no compartiste con ella. Por qué no le pediste esa misma noche que te hablara de Ulises, por qué dibujaste con tu silencio una línea infranqueable.

El taxi en el que viajabas chocó contra un turismo; tú esperaste sentado en el interior hasta que los conductores terminaron de discutir. Tranquilo. Tardaste demasiado en llegar.

De qué hablaron durante aquel primer encuentro, los dos solos, mientras te esperaban más tiempo del previsto.

Y ahora no puedes dormir.































































































































































































































































































Tal vez si le hubieras pedido que te lo contara, habrías sabido entonces que el chal de Matilde resbaló de su hombro y cayó sobre la palanca de cambio; y que antes de que ella lo advirtiera, Ulises se lo colocó:

–Va vestida de ajedrez.

Matilde se sujetó el chal sobre el pecho con ambas manos.

–Blanco y negro —insistió Ulises—. Muy elegante, como el ajedrez. O como las damas —añadió sonriendo—, el juego de la elegancia.

–Gracias —y Matilde también sonrió.

–Vaya, he arrancado una sonrisa del cerco de sus dientes.

Ulises miró a Matilde buscando su reacción, pero Matilde no reaccionó, continuó con la mirada fija en el parabrisas.

–Es una frase de Homero. La Odisea.

–No la he leído —contestó ella sin rubor.

–Sí, lo sé, me di cuenta en la cena cuando felicitó a su marido por su ocurrencia, «La aurora de rosáceos dedos» es también de Homero. Los dos nos hemos pasado de pedantes.

Matilde supo entonces por qué le apretaste la mano cuando os servían los postres, y ella te dijo que era una frase preciosa, por qué la miraste condescendiente y sintió en tu mirada la vergüenza.

–Lo siento —añadió Ulises ante el silencio de tu esposa—. No era mi intención ponerla en evidencia.

Matilde le sorprendió con su candidez:

–No he leído el libro. Pero he visto una película. Es una historia muy bonita.

Ulises le pidió que le hablara de Ulises, de Penélope, de Telémaco.

–No sé gran cosa, sólo me sé la historia —contestó con timidez.

–En una adaptación al cine, lo que queda es la historia. Cuénteme la historia.

–¿Por qué? ¿Por qué quiere que yo le cuente algo que usted ha leído y yo no?

–Porque lo que usted conoce de la Odiseaes lo mismo que saben los espectadores que irán a ver mi película, la mayoría de ellos sólo conoce la historia.

Ulises descubrió la versión de la Odiseade quien no ha leído la Odisea. Pretendía acercarse a una visión de Homero ajena a los prejuicios literarios.

El interés que Ulises mostraba era real, y a Matilde la desconcertó. El reputado productor de cine que iba a contratar a su marido la escuchaba con atención, a ella, como nadie hasta ahora. La miraba, preguntaba, asentía.

Aquella primera cita fue el punto de partida de tu desencuentro con Matilde. Cuando llegaste al salón de la casa de Ulises, ella dejó de hablar. Regresó a su discreción, a su recato. Recordó las palabras que usaste, Ponte guapa, se quedará impresionado, y se preguntó por qué habías tardado tanto. Te miró, y en los ojos castaños de Matilde adivinaste un reproche.

–Estábamos hablando de la Odisea. De los miedos de Penélope —dijo Ulises—. Es muy interesante la visión de su esposa.

Tú creíste que lo decía por hablar, por romper la frialdad que os rodeó a los tres en un instante.

–¿Ah, sí? —contestaste.

Miraste a tu mujer con cierta perplejidad. ¿Cómo podía tener ella una visión de la Odisea? Qué hermosa está —pensaste—, y te dirigiste a Ulises para exponer las diferencias que podrían encontrarse en la obra de Homero, según fuera contada por un hombre o por una mujer.

Ulises te escuchaba y miraba a Matilde. Tú no supiste ver en ello que deseaba incluirla en la conversación, y continuaste hablando.

Los dos hombres estabais de pie, y ella sentada y hermosa fumaba en el sofá, ruborizada. Ahora sí, ruborizada ante Ulises, por las palabras que había pronunciado cuando se encontraban los dos a solas, por las que no se atrevía a decir desde que tú llegaste. Habría sido mejor callar también antes.

La velada se desarrolló como tantas otras. Matilde permaneció callada, pero esta vez su conversación anterior con Ulises señalaba su silencio. Y su reserva habitual incluía un nuevo elemento: el rencor.

El rencor. Hacia ti, que habías hablado por ella. Hacia Ulises, que supo hacerla hablar y fue testigo de su incapacidad para seguir hablando. Hacia sí misma, que se avergonzó por primera vez, tanto de su palabra como de su mutismo.

–Escribir este guión es muy importante para mí —le dijiste al salir a la calle. Y le cogiste la mano.

–Entiendo —contestó ella. Y su mano escapó de la tuya como se escabulle un pez.































































































































































































































































































El punto de partida. El comienzo de tu carrera literaria. El primer guión. Y después vendrían otros. Y la fama. La oportunidad de escribir una novela, de publicarla en la mejor editorial. Las traducciones. Reconocerían el genio que había en ti, y cultivaste tu aspecto de intelectual para facilitar el reconocimiento. Te dejaste crecer el pelo y estudiaste frente al espejo ademanes que lo hicieran caer sobre tus gafas con naturalidad; para retirarlo luego te resultó más fácil encontrar un gesto sencillo. Procuraste que tu vestimenta conservara el desenfado del artista y te adornaste de un cierto aire de desaliño con una barba de tres días. Un escritor debía parecerlo. Te encargarían obras de teatro que representarían los actores más brillantes, las más bellas actrices, en los mejores teatros. Tu nombre escrito en todas partes. Adrián Noguera. Tu nombre repetido en los círculos intelectuales de todo el país. Adrián Noguera. La fama. Entrevistas en prensa, radio, televisión. La superación de la penuria arrastrada.

Tu sueño crecía paralelamente a tu ambición, y eso no podías compartirlo con Matilde. Ella era tu esposa, cómplice en el terreno de lo doméstico, disfrutaría de las mejoras económicas. Le comprarías una casa, que ella podría amueblar a su gusto.

Dos meses habían pasado desde el primer encuentro de Matilde con Ulises. Ella quería olvidarlo, y tú no la dejaste olvidar. Ahora, la memoria te trae sus negativas a acompañarte a una segunda cena con tu productor, y tu insistencia. Y no puedes dormir.

–Ulises me pregunta siempre por ti. Le impresionaste.

Dijiste, para después añadir, como si hablaras de otro tema:

–Vamos a firmar el contrato. Me pagará un buen anticipo. Podré dar la entrada de un apartamento.

Habían pasado dos meses, y ella temía un nuevo encuentro. Tú no entendías su miedo, y para animarla le propusiste visitar la casa que deseabas comprar.

Recuerdas aquel mediodía soleado —lo recuerdas bien, porque has pensado en él muchas veces—. Intentas explicarte la reacción de Matilde, la alegría que viste en ella al entrar en el piso vacío. Intentas explicártelo, una y otra vez, y no puedes. Te limitas a considerar que el agradecimiento era motivo suficiente para su alborozo. Se agarró a tu brazo, y recorrió las habitaciones prendida a ti. Matilde no quería perderte. Prendida. Interpretaste mal su gesto, y también los siguientes, cuando te besó en los labios con una pasión insólita, cuando te acarició, y se entregó a tu boca, y te pidió, allí mismo, en el suelo desnudo, que le hicieras el amor. Ella no quería perderte, por eso se quitó el vestido y se ofreció desnuda en la casa desnuda. Te sorprendió, y no la entendiste porque jamás se había arrebatado de esa forma. Ella no conocía la desmesura, y tú no reconociste a tu esposa. Le hiciste el amor, o ella te lo hizo, y te asustó, porque era la primera vez que os entregabais así.


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