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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Прочая проза


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Desde que dejamos de hacer el amor, mi marido y yo hablamos menos. Durante el acto yo le preguntaba cosas y él me decía: Sí, cariño; sí, cariño. O sea, que me escuchaba. Pero desde que murió su padre debe de ser que lo habla todo con su madre.

Mi suegra nunca me ha tenido mucho aprecio. Me decía, de novios, que yo le iba a robar a su niño. Medía casi dos metros y le seguía llamando su niño. A mí, la verdad, no me hacía mucha gracia, pero no decía nada porque a él no le molestaba. Qué iba a decir yo.

Un día me enfadé. Faltaban dos meses para la boda y me dijo mi novio que la teníamos que retrasar. Su padre se había ido de casa y no podía dejar sola a su madre. Mi niño, mi niño, decía ella. Entonces sí solté por esta boquita que ya estaba bien de tanto niño. Pero me convencieron a base de lástima. ¡Pobrecita, decía mi novio, ha sido una separación muy dolorosa! ¡Nadie se lo esperaba! ¡Y mucho menos ella! ¡Mi padre no está bien, quizá cuando mejore regrese! Y así, con la esperanza de que mi suegro se lo pensara mejor, pasaron dos años. Pero mi suegro no regresó nunca con mi suegra, sólo iba a comer con ella.

Después de dos años mi suegra conoció a un representante de comercio. El se enamoró como un colegial y le propuso casarse. Ella desde el principio le puso claro el estado de las cosas: su primer marido seguiría comiendo en su casa. El representante aceptó la condición y mi suegra se dejó querer y consintió en pensar en boda.

Por fin mi novio y yo podíamos casarnos.































































































































































































































































































El marido de mi suegra le regala todos los días un clavel. Al principio ella los iba acumulando hasta que tuvo un gran ramo, la mitad estaban mustios pero ella no quería tirarlos. Cuando se dio cuenta de que tendría clavel diario, tiraba uno y reponía. Pero eso era en los comienzos, después de los años es él quien pone y quita. Yo no he visto un amor tan grande. Porque es que hay que ver lo que debe de ser llegar con el clavel, un día y otro y otro, y que ella ni siquiera los mire.

No sé qué tendrá mi suegra con los hombres, porque al primer marido también lo tenía así, embobaíto, hasta que se marchó, nunca supe el porqué.

Fue mi prima la que me dijo que mi suegro se había ido de casa. Siempre hemos sido muy buenas amigas y en cuanto se enteró vino a contármelo. Resulta que vio salir a mi suegro llorando con dos maletas, eso me extrañó y fui a ver qué pasaba.

Entonces fue cuando mi suegra y mi novio me dijeron que de momento no podíamos casarnos. Abrazados, llorando los dos, me lo dijeron. Pero sin ninguna explicación de por qué se había ido mi suegro. Cada vez que preguntaba me decían que eran cosas suyas, hasta que me cansé de preguntar.































































































































































































































































































Nadie sabe de dónde salió el representante, sólo se sabe que apareció un día del brazo de mi suegra con un clavel en la solapa. Era un hombre muy educado, nunca interrumpía a mi suegra cuando ella estaba hablando, y si era él quien hablaba y mi suegra le interrumpía, él siempre le pedía perdón. Mi suegra lo llevaba a todas partes y se decían los dos cariño mío, por eso no nos extrañó a nadie cuando dijeron que iban a casarse. A mi novio y a mí nos vino muy bien, aunque a él no le gustara nada que su madre se volviera a casar. Pero menos le gustó la idea de mi suegra de que celebráramos una doble boda. Menos mal que se negó, porque menudo lío que la madrina fuera también una novia. Además, mi marido no quería saber nada de la boda de su madre, así es que como nosotros ya habíamos esperado bastante nos casamos los primeros, los dos solos, y su madre en nuestra boda fue únicamente la madrina.































































































































































































































































































Hace años que sabe Prudencia que su marido tiene una amante. Al principio sufrió mucho, se ponía a llorar mientras planchaba y lo tenía que dejar porque mojaba la ropa, y no le parecía eso muy limpio. Poco a poco se fue acostumbrando y le encontró las ventajas: que comiera fuera de casa todos los días le evitaba hacer la comida y le salía más barato y, como dejaron de hacer el amor, ya no tenía que buscar excusas cada vez que él la requería.

Y es que a Prudencia hacía mucho tiempo que ya no le apetecía lo más mínimo, dice que quería a su marido como a un hermano. Y digo yo que eso no tiene ni pies ni sentido, cómo alguien va a querer al hermano por marido. Pero Prudencia sí. Y en las siestas tenía que fingir. Y después ya no hubo siestas. Ya no tuvo que jadear hasta que él acabara, ni decir que sí cuando él le preguntaba si le había gustado. Porque los hombres necesitan saber que son muy hombres y hay que decirles que lo hacen muy bien.

Eso me contaba Prudencia.































































































































































































































































































No se acuerda Prudencia de cuándo empezó a pensar en el menú del día siguiente mientras hacía el amor con su marido. Sabe, eso sí, que al principio no pensaba en nada. Sentía, sólo sentía. El roce de los cuerpos, las caricias, los besos, la humedad. La invasión de los sentidos. El olor, el sabor, susurros y miradas, sin prisa. Y eso era ternura. Ella se dejaba llevar, sin cálculo, sin saber adónde. Se entregaba y recibía. Y eso era sosiego. Era también pasión cuando los dos se enredaban, cuando se comían mutuamente, con ansia, cuando coincidían en el éxtasis. Entonces se decían: Esto es como volar.

Pero llegó un día en que Prudencia empezó a pensar, y no recuerda cuándo. Un día cualquiera el placer se convirtió en búsqueda de placer. Un día en que no sintió esa invasión de los sentidos, sino la del cuerpo de su marido, su peso sobre ella, y la prisa por volver a ser dos. Ella pensaba en la cesta de la compra mientras esperaba el final con paciencia. Cuando él se retiraba, ya casi dormido, Prudencia sabía qué iban a comer mañana; y qué precio tenía que pagar. Día a día.

Hasta que llegó el asco.































































































































































































































































































¿Me conoces? ¿Me conoces? Mira quién ha venido a verte. ¿Quién es, le conoces? Todo el mundo me pregunta lo mismo, incluso Prudencia. Como si yo fuera idiota. La verdad es que no entiendo a Prudencia algunas veces, porque ella debería saber que no lo soy.

Mi marido está preocupado y vino a verme esta mañana con mi suegra. Me trajeron bombones y flores y se quedaron un ratito. Se fueron pronto porque mi suegra es muy sensible y le deprimen los hospitales.

Es Prudencia la que se queda conmigo, por eso me extraña en ella tanta tontería.































































































































































































































































































Desde que estoy en el hospital, Prudencia me mira de una forma muy rara. Me mira fijamente a los ojos y se le caen las lágrimas. No sé si le da pena que me muera o si tiene miedo a que no me muera.

Prudencia, me gustaría saber en qué piensas cuando me miras así. Sé que no querías hacerme daño. Que estás cansada y sólo puedes descansar mientras yo duermo. No me mires así. Te prometo que dormiré mucho para que tú no sufras. Pero no me des más pastillas, porque me hacen recordar tu vida, la mía. Y en medio de este sueño ya no sé cuál estoy perdiendo.

Te quedas callada como si ya lo hubieras dicho todo. Se te ha metido la tristeza tan hondo que ni siquiera buscas consuelo en hablarme. A ti que tanto te gusta. Digo yo que es mejor así, porque hoy yo no tengo ganas de escuchar tus penas.































































































































































































































































































¿Cómo pudiste creer que tu suegro se suicidó? Ya sé que cuando fue a visitarte estaba muy triste. También sé que tú no le pudiste consolar. Que te hacía unas preguntas muy raras y no le contestaste ninguna. Es verdad que el pobre lo pasaba fatal. La gente es mala y comenta. Se decía que bebía demasiado y que, más de una vez, el marido de mi prima tuvo que meterlo en la cama. No le gustaba vivir en la pensión y se pasaba el día en el bar. Dicen que seguía enamoradísimo de su ex mujer. Que tenía celos de su propio hijo y que por eso se separó.

Fue la tristeza la que le mató, Prudencia. Que Dios lo tenga en su Gloria. Esas ideas que se le metieron en la cabeza. Triste se acostaba y triste se levantaba sin saber para qué.

Hay veces que los corazones se rompen de verdad.































































































































































































































































































Mi suegro, el de verdad, el primero, se tomó muy a mal la boda de su mujer. Mi prima me contó que su marido lo vio un día llorando en el bar, como un niño. Dice que nunca dejó de pensar en ella. Parece ser que intentó volver más de una vez, pero mi suegra es muy propia y no se lo consintió, eso de que la dejara plantada le dolió en el orgullo, y le dijo que las cosas estaban así, que si él había decidido separarse era ella quien decidía casarse otra vez. Y digo yo que cuando uno se separa, se separa, y eso de comer con ella todos los días no le debía de parecer a él mucha separación. Pero dicen que el pobre aceptó el divorcio y la boda. No le quedaba más remedio, y se conformó con seguir yendo a comer a su casa todos los días, aunque ya no iba tan contento como antes, porque hasta entonces no perdió la esperanza de que mi suegra le dejara volver con ella. Le falló la estrategia, la que usan algunos al marcharse para ver si el otro reacciona. Dice mi prima que muchas veces se iba al bar a tomar el café y se quedaba muy serio mirando al aire. Hay veces que uno cree que ha abierto una puerta y al abrirla la ha cerrado para siempre, decía.































































































































































































































































































Prudencia sabía pedir las cosas sin que el marido supiera que las estaba pidiendo. Pero eso era antes de que su marido fuera su hermano. No tenía más que decirle que había visto un vestido muy bonito, o que en el bar de abajo las tapas estaban muy ricas, o que habían estrenado una película estupenda, o que hacía mucho tiempo que no iban a casa de sus padres. Tenía arte para insinuar. Pero lo perdió. Como todo. Al creer que era su marido el que le tenía que dar. Empezó a pedir, y se equivocó de parte a parte, porque el marido supo que era él quien le podía dar, o no dar. Eso es el poder.

Empezó a pedir y entregó el poder.































































































































































































































































































En el banquete de nuestra boda no sabíamos dónde colocar al novio de mi suegra. Como ella era la madrina se puso a la izquierda de mi marido y a su lado sentamos a mi suegro, pero con el novio no sabíamos qué hacer. A mi derecha estaban mi padre y mi madre. Después de mucho pensar, lo colocamos en la primera mesa con mis primos.

Mi prima me contó que fue muy violento, porque no sabían de qué hablar, y que de vez en cuando mi suegra y él se miraban poniéndose ojitos tiernos, y entonces mi marido y mi suegro miraban para otro lado con cara de mal humor.

Habría sido mejor que él no fuera, pero mi suegra se empeñó.































































































































































































































































































En la noche de bodas, el marido de Prudencia llamó por teléfono a su madre. Prudencia creyó que era una costumbre y llamó a la suya. La madre le echó tal bronca que se puso a llorar. Que ya no eres una niña, le decía. Qué va a pensar tu marido. Y ella no entendía nada, la pobre. Se metió en la cama toda compungida y no supo decirle al marido el motivo de su llanto. Él pensó que tenía miedo a la primera vez. Había oído decir que el pudor de la recién casada se parece mucho al miedo. Le acarició la cabeza y le apartó las lágrimas con los dedos, la acurrucó en su hombro y esperó a que dejara de llorar. Mientras Prudencia esperaba a que le hiciera el amor, y continuaba llorando sin entender nada, él siguió esperando a que dejara de llorar. Así pasaron la noche de sus bodas.

Durante tres días y tres noches Prudencia esperó con lágrimas la pérdida de su virginidad. Y el marido de Prudencia esperó a que dejara de llorar, soportando sus lágrimas con paciencia. Sin atreverse ninguno a decir al otro qué era lo que estaba esperando. Hasta que se echaron la siesta por primera vez. El marido se recostó sobre Prudencia y al sentir el roce de su pecho empezó a besarlo lentamente. Prudencia se dejó hacer mientras le acariciaba el pelo. Se excitaron los dos y comenzaron a besarse los labios. Después cerraron los ojos. Te va a doler un poco, le dijo. Y ella contestó: No importa. Y gritó con el dolor que tanto había esperado. Lloraba, esta vez los dos sabían la razón.































































































































































































































































































Si se asomaba a la ventana y veía gente por la calle, Prudencia entristecía, la miraba caminar y era como si aquellos pasos la llevaran a ella hacia ninguna parte, siempre los mismos, que acababan siempre en la misma esquina, como si le recordaran los que ella nunca había dado, la vida perdida frente a aquella ventana donde se miraba como en un espejo, donde veía sus propios pasos, repetidos, sin haberlos dado siquiera, sus días idénticos. Todo paso de otro la llevaba y la traía, y hacía que su mundo fuera cada vez más pequeño. Prudencia se daba cuenta, pero seguía mirando ensimismada, limitándose a mirar, a mirarse, entonces se veía triste y lánguida y se ponía a llorar, a compadecerse. Eso de compadecerse le encantaba a Prudencia. Sentía dolor cuando veía a una pareja besándose, pero sentía más dolor aún si los veía correr agarrados de la mano, riéndose. El amor en los otros era lo mismo que una explosión que le diera en los ojos. Daba penita verla, se tapaba la cara con las manos y lloraba tanto que aunque se la lavara con agua fría, para disimular, su marido le preguntaba siempre si le había pasado algo.

Pero también se ponía lánguida si no veía pasar a nadie. Veía en la calle desierta su propia soledad, entonces dejaba la mirada perdida y se dejaba llevar hasta hartarse, digo yo que de aburrimiento. Pero también lloraba. Es raro que a Prudencia nunca le haya dado un cólico de sí misma, aunque a lo mejor el llanto es eso.































































































































































































































































































Prudencia y yo hemos estado siempre juntas. Nadie habla con Prudencia y ella sólo habla conmigo.

Prudencia, ¿estás ahí? ¿Por qué me diste tantas pastillas? Me arde el cuerpo por dentro. Siento como si me hubieran metido una esponja mojada en la boca. Se ha secado poco a poco, está creciendo y se me cuela entre los dientes. Así tengo la boca, Prudencia, no me cabe la lengua, habla tú por mí. Dile a tu marido que hoy no quieres estar sola, que el mundo se ha hecho demasiado grande. Dile que has acabado de limpiar el comedor, has sacado brillo a los muebles y encerado el suelo del cuarto de estar. Ya has fregado la loza, ya has lavado y planchado, también la camisa que él quería esta mañana. Dile que ayer no lo hiciste porque el cansancio se te metió en el cuerpo y te pesaba tanto que no podías levantarte. Y que no se enfade más.































































































































































































































































































A la boda de mi suegra mi marido no quiso ir. No soportaba al novio. De pretendiente lo aguantaba, pero a la boda se negó rotundamente. No entendía por qué mi suegra tenía que volver a casarse. Jamás aceptará al representante como marido de su madre. Nunca lo llama por su nombre. Cuando se dirige a él dice: ¡Oiga!

Yo lo conozco poco y cuando me ve aparta la vista, como huidizo.

Creo que mi suegra lloró mucho la pobre. Fue la única vez que no pudo con su niño. Testarudo. No hubo manera de convencerle. Ni siquiera por evitar el sufrimiento de su madre. Yo hubiera ido pero, por supuesto, mi marido me lo prohibió. Mi suegro sí fue, el pobre, porque después del divorcio la quería más y valoraba mucho su amistad. Digo yo que será por eso que el representante no tragaba a mi suegro. Por eso no podía consolarla cuando se murió. Y por eso mi marido tiene que ir a comer con su madre, para darle el consuelo que no tiene en casa.































































































































































































































































































El segundo marido de mi suegra vigilaba de cerca al primero, debe de ser que no estaba muy seguro de que la relación con su mujer fuera simple y llanamente gastronómica. Mi prima le vio muchas veces escondido detrás de la esquina de su casa, a mediodía; se quedaba allí hasta que veía salir a mi suegro. Dice mi prima que un día el representante siguió a mi suegro, ella fue detrás, porque se temía lo peor, y vio cómo le hablaba y se metían los dos en el bar. Entonces mi prima avisó a su marido y se fueron a tomar un café, se sentaron al lado de ellos. Luego me contó que estaban muy tensos, que ninguno miraba al otro y parecía que no sabían qué decirse. Pero yo me figuro que si el representante se decidió a hablar con mi suegro sabía muy bien lo que quería decir, porque es hombre de pocas palabras. Vieron que el representante titubeaba, pero eso a mí no me extraña, el pobre lo debía de estar pasando fatal. «Su mujer, digo, perdón, mi mujer...», «... nunca me habla de usted, siempre de su hijo...», «... me habla de su hijo, en su casa, es decir, en mi casa, perdón...», «... yo no lo entiendo, porque a mí me gustaría, usted sí va todos los días, sí, sí, ya sé...», «... son amigos, pero su hijo...». Mi prima y su marido no escuchaban bien toda la conversación y vieron cómo a mi suegro se le iba demudando la color, se quedó lívido y llamó al camarero, pagó y se marchó.































































































































































































































































































Los hombres necesitan de mucho mimo y mucho cuidado. Son como los niños, que si no los tienes bien atendidos se te echan a perder. O como las plantas con eso de que hay que regarlas, también son así.

Yo disfruto teniendo a mi marido limpio y aseado. Cuando se enfada si no le tengo listo un pantalón, el que quiere ponerse, aguanto la bronca, porque sé que me la merezco. Y es que, como él dice, no tengo otra cosa que hacer y es mi obligación. Soy yo la primera que siente no haber averiguado que era el único que estaba sin planchar. Entonces tiene fácil solución porque se lo plancho en un momento.

Lo malo fue aquella mañana que justo quería la única camisa que tenía sucia. No me quedó más remedio que admitir que soy una descuidada, pedirle perdón y decirle que no volvería a pasar. Sin rechistar ni esto cuando me obligó a lavarla a mano con agua fría a las siete de la mañana, delante de él, secarla con el secador de mano, plancharla y guardarla en el armario bien dobladita, mientras él se ponía la que yo le había preparado.

Es mejor estar al tanto para que estas cosas no sucedan, espabilar y tenerlo todo al día, para que él no se disguste y no tenga que irse al trabajo de mal humor.































































































































































































































































































Hay médicos que se tendrían que haber dedicado a otra cosa. Por ejemplo éste, que me pregunta por qué me tomé las pastillas, y cuando le contesto que me las dio Prudencia, me dice que quién es Prudencia. Como si no la estuviera viendo, pobrecilla, después que se pasa conmigo todo el día.

Y es que no puede vivir sin mí, como no tiene hijos. A mí también me los negó Dios y me resigné a su sabiduría. Pero Prudencia no, cree que son una bendición y que ella está maldita. Por eso se encuentra tan sola, porque echa de menos a los hijos que no tuvo.

Los primeros años de matrimonio lloraba cuando le venía la regla, como si perdiera un hijo. Tiene que ser horroroso que se te muera uno cada mes.































































































































































































































































































Prudencia, hija, qué mal lo has hecho todo. Y ahora ya no tiene remedio. Siempre quisiste cambiarte por alguien, y nunca supiste por quién. Pero contigo misma no has estado a gusto en la vida. Con lo fácil que es. Hasta en el entierro de tu suegro te quedaste mirando la caja, como alelada, pensando que hubieras querido que la gente llorara por ti.

No sé por qué te complicas tanto la existencia. Te fabricas recuerdos que hubieras querido tener. Los piensas tanto que al final crees que son verdad. Como esa vez que me decías que la vida habría sido distinta si no llegas a casarte con tu marido. Nunca has sabido qué es lo que querías. Por eso nunca has querido escoger, por miedo a arrepentirte. Pero tampoco te conformas con lo que te toca. Fantaseas pensando que habrías tenido hijos. Inventas los nombres que tendrían. Les enseñas a hablar. Los cuidas cuando están enfermos. Los llevas a la escuela y les haces helados, que luego tengo que comer yo. Disfrutas recordando cuando empezaron a caminar y lo contento que se puso el padre cuando nació el chico. Y me lo cuentas a mí. A mí me da pena, Prudencia, y no te niego nada.

Pero ahora vamos a dejarnos de sueños. Estoy cansada. Tú también estás cansada. La fábrica de los recuerdos posiblemente tiene un fallo muy grande: tú recuerdas a tus hijos pero sabes que tus hijos no te recordarán.































































































































































































































































































Prudencia se levanta todos los días antes que su marido. Le prepara el desayuno y la ropa que va a ponerse, y luego enciende la radio para que él se despierte con las noticias. Hace muchos años que lo hace así.

Cuando se casaron se levantaba antes el marido, sin hacer mucho ruido para no despertarla, y tomaba el café en el bar de la esquina. De esta forma, ella podía dormir un poco más.

Prudencia sospechó que a su marido le molestaba que se quedara en la cama cuando empezó a hacerle reproches con bastante frecuencia. Si ella decía que no había tenido tiempo de hacer algo, o aunque dijera que estaba cansada, él siempre le contestaba lo mismo, que se pasaba el día durmiendo. Pero cuando se dio cuenta definitivamente fue cuando él, al levantarse, tiraba de las mantas dejándole las espaldas al aire. Prudencia volvía a taparse y el marido ponía la radio a todo volumen mientras se afeitaba. Como ella no podía volver a dormir, se levantaba y preparaba el desayuno y él le decía: ¡Ay qué bien, cariño, un café calentito! Aunque no lo hiciera con cariño.

Así fue como ella se acostumbró a hacer el café todos los días y él dejó de llamarla cariño.































































































































































































































































































Cuando Prudencia se cayó al salir de la bañera estuvo en el suelo tirada cinco horas. Resbaló. A veces pasa. Lo malo no fue el dolor, sino el frío. Dice que pasó más frío que en toda su vida. Menos mal que, como pudo, alcanzó una toalla y se tapó, no le servía de mucho pero de vez en cuando se la quitaba un ratito y cuando sentía que se helaba se volvía a arropar. Así se consolaba de que podía ser peor. Gritó pidiendo socorro hasta quedarse ronca. La voz le salía muy rara con la tiritona, como la de las muñecas antiguas que decían mamá. Calculó el tiempo por los rosarios que rezó pidiendo que su marido llegara pronto. Aprendió a rezarlo contando con los dedos y desde entonces lo reza siempre así.

Dice que no paró de llorar en todo el rato. Le cogió tal miedo a la bañera que no se atreve a meterse sola, y mucho menos a salir. Se arrastró hasta la puerta, pero no pudo levantarse a descorrer el pestillo. La pobre, en medio de la tiritona, el llanto y el rosario, se pasó las cinco horas esperando el ruido de las llaves al abrir la puerta, como un milagro. Y el ruido no acababa de llegar, porque el marido, justo ese día, se fue a jugar la partida de mus sin avisar a Prudencia.

Para que luego le preguntara qué hacía tirada en el suelo arropada con una toalla. Eso fue lo primerito que le preguntó. Al llegar a casa, y ver que Prudencia no estaba en la cama, se puso a llamarla a gritos. Hasta que pasó un buen rato no oyó cómo ella pedía socorro con la poquita voz que le quedaba. Y le echó la bronca por no haber hecho un esfuerzo por levantarse. Enfadado porque tuvo que romper la puerta del cuarto de baño para entrar.

Y es que hay gente que cuando le remuerde la conciencia arremete contra los demás. Como Prudencia sabe que tiene un elemento así en casa, no se atrevió a decirle a qué hora se había caído, para que él no se sintiera culpable por llegar tan tarde. Cuando se lo preguntó, contestó que sólo hacía un ratito.

Fue Prudencia quien le dijo que pidiera ayuda, porque él no la podía levantar solo y se puso tan nervioso que no hacía más que gritar. La ingresaron con una pierna rota y con pulmonía.

De esto hace ya mucho tiempo, pero todavía cojea.































































































































































































































































































¿Oyes mi corazón, Prudencia? Me golpea en la boca como si llamara a una puerta. Dile al médico que me mire la garganta, porque es muy raro que yo sienta ahí el corazón. Acércate. ¿Lo ves tú? No me deja respirar. Va cada vez más deprisa y, a veces, se para en seco y me parece que me voy a caer. No sé qué es más angustioso. Este ahogo. La carrera. El vértigo. La caída. Ponme en el suelo. Quiero estar cerca de la tierra. Prudencia, Prudencia, escúchame, ponme en el suelo. Quítame el suero. Dile al médico que me mire la boca, porque sigue ahí el corazón y no me deja dormir. Quiero dormir. Diles que me dejen dormir. Pero en el suelo, que me dejen dormir en el suelo.

Dame la mano, que me voy a caer.































































































































































































































































































El primer beso a mí no me gustó nada. Estábamos mi novio y yo en el parque. Él me había dado la mano por primera vez. Paseábamos. Me acariciaba la mano y me miraba de reojo para ver si yo la retiraba. Pero no la retiré. No señor. Yo estaba encantada, porque hacía meses que me rondaba sin atreverse. Cuando me cogió la mano, yo me hice la loca como si no fuera mía. Entonces fue cuando me miró con disimulo, y me la apretó muy suavemente. Yo se la apreté a él, y así tomó confianza. Se volvió hacia mí. Se inclinó hacia mis labios. Cerré los ojos. Sus labios en mis labios. Mi estómago saltaba. Creí que era un beso. Abrió mi boca con su boca. Se taponaron mis oídos. Mis dientes contra sus dientes. Mis piernas temblaban. Y la lengua. Eso ya no. Sentí su lengua en mi boca como un cuerpo extraño y húmedo; yo no esperaba semejante penetración, quedé turbada. Le miré con una mezcla de escrúpulos, asombro y desencanto, y salí corriendo pensando que era un pervertido. Mi novio corrió detrás. Me alcanzó enseguida, claro. Yo estaba llorando. Me secó las lágrimas con los dedos y me acarició la nariz. Nenita, me dijo, mi nenita.































































































































































































































































































Es normal que los hombres vayan de putas. Eso es lo que dice mi prima. Que los hombres necesitan más sexo que las mujeres y que como nosotras nos negamos a su apetito voraz, ellos tienen que saciarlo de alguna manera. Y dice que es mejor que vayan de putas a que se echen una amante. Porque las amantes traen más complicaciones, con aquello de la costumbre les cogen cariño y luego ellas creen que tienen derechos, sobre todo si les da por parir.

Yo creo que mi prima dice eso para consolarse, porque su marido es un putero. Cuántas veces la habremos oído quejarse en las meriendas, que si acompaña a los amigos no le importa, porque de alguna manera se tienen que divertir, pero, a nada que se descuida, se le va solo de putas. Y eso no le hace ninguna gracia a mi prima. Digo yo que no sé qué necesidad tendrá el marido de contárselo, porque es que se lo cuenta. Ella se enciende y nos lo cuenta a nosotras, porque a ella le encanta contarlo todo. Y encima pretende que le demos la razón cuando nos dice que es normal, que los hombres van de putas por variar.































































































































































































































































































Prudencia deseaba un hijo, sin embargo Dios se lo negó desde el principio. Ni ella era estéril ni su marido tampoco. Dicen que de tanto desearlo no podía quedarse embarazada. A medida que pasaban los meses, y los años, se le fue viniendo una tristeza que no compartió nunca con nadie. Sólo a mí me contaba Prudencia sus cosas. Se volvió arisca con su marido. Su marido se volvió arisco con ella, y no la soportaba. Ya no dormían juntos la siesta. Él decía que se iba a comer con su madre todos los días con la excusa de que su padre había muerto. Pero Prudencia sabía bien que no era precisamente en casa de su madre donde comía.

Prudencia cometió un error. Y los errores se pagan. Creyó que su vida era la de su marido y, cuando quiso darse cuenta, el marido tenía su vida y ella no tenía la propia. Todo lo hacía calculando si a él le gustaría y jamás se preguntó qué le gustaba a ella.

Cuando se casó jugaba a las cartas con sus amigas los martes y los jueves. Después de la partida merendaban juntas y hablaban de sus cosas. Los martes en casa de mi prima y los jueves en la suya. Hasta que el marido le dijo que hacían un nido de cotillas. Cuéntame lo que le cuentas a tu primita, decía. Tanto hablar, tanto hablar, pero ¿de qué tenéis que hablar? ¿No tenéis otra cosa mejor que hacer? Y si algún martes él no iba a trabajar, cuando la veía arreglarse para salir, le decía que se fuera con sus amiguitas, que seguro que se lo pasaba mucho mejor que con él. Qué barbaridad, qué poco te gusta estar en casa. Con lo a gusto que estaríamos aquí los dos viendo la tele.

Hasta que Prudencia empezó a aburrirse con sus amigas, a pensar que él tenía razón. Las oía hablar de sus problemas y poco a poco fue perdiendo el interés. Escuchaba la charla desde lejos. Un día le dijo el marido que los pasteles engordan, con tanta merienda, y ella le dio la razón. Abandonó las partidas y las meriendas y le contó al marido que ya estaba cansada de tanta arpía.

Desde entonces, como las cartas no le han dejado de gustar, Prudencia juega solitarios por las tardes y eso al marido no le importa.































































































































































































































































































Es raro cómo cambian las cosas después del matrimonio. Y a Prudencia le extraña. Recuerda que, cuando eran novios, su marido estaba muy pendiente de ella, le hacía regalos, le mandaba flores y la llamaba por teléfono todo el rato. Después que se casaron, él perdió el interés. Y ella se quejaba a sus amigas. Lloraba y les decía que ya no la quería.

No fue un cambio repentino. Estaban muy enamorados cuando se casaron. El caso es que Prudencia anduvo mucho tiempo dándole vueltas y no encontró ninguna explicación.

No entendía por qué su marido empezó a ponerse arisco con ella. Un día Prudencia le pidió una caricia. ¡Ay hija, qué pesada eres!, le dijo; y le dio un beso en la mano, como a un obispo. Tampoco sabía por qué dejó de sacarla de paseo por las tardes y se iba con los amigos a jugar al mus. La pobre, si le decía que le apetecía salir, él le preguntaba si no tenía cosas que hacer en casa. Su marido empezó a tomar decisiones sin contar con ella y Prudencia empezó a sufrir. Prudencia aprendió a esperar, y su marido aprendió a hacerla esperar. Un día no la llamaba para decir que no iría a cenar, otro se olvidaba de su aniversario. Ella se ponía muy triste y él le decía que no era para tanto.

Prudencia estaba que daba lástima, la pobre, y mi prima intentaba consolarla diciéndole que los hombres son todos así, raritos, y que cuando se casan creen que han firmado un contrato de compraventa y que ya son dueños de la mujer y no tienen que preocuparse de más.

En el fondo, mi prima y las amigas disfrutaban mucho viendo a Prudencia perder la cara de contenta que tenía cuando se casó, eso les hacía sentirse mejor, por comparación, no porque ellas fueran más felices, sino porque eran un poco menos desgraciadas que Prudencia.































































































































































































































































































Los maridos se quejan si sus mujeres engordan, si no se cuidan, y si les reciben en bata cuando llegan a casa. Hay que ver qué pintas tienes, hija, le dice su marido a Prudencia cuando la encuentra sin arreglar. Y es que es verdad, a veces está hecha una facha. A ella le parece una tontería eso de arreglarse, total, para asomarse a la ventana, incluso si saliera a la calle le daría lo mismo. No se da cuenta de que es normal que a los hombres les guste presumir de mujer ante la gente, y también que la quieran disfrutar en casa. Ella dice que sería normal si ellos lo hicieran también, que lo que no es de recibo es que ellos no se tengan que cuidar, que se dejen crecer la barriga, por ejemplo, la curva de la felicidad la llaman, cuando sólo es dejadez. La tripa es el trofeo de una batalla ganada sin luchar.


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