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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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«No quiero otro demonio.»

José despertó con el ruido de la puerta al cerrarse. Se incorporó y vio la nota. La leyó. Tardó unos segundos en reaccionar. Se levantó. Se vistió. Corrió. Salió a la calle. Nadie. Entonces comenzó la búsqueda.































































































































































































































































































Algún día le dirá que la quiso, y que en mayo la estuvo buscando. Todos los días. Todos. Recorría el parque donde la conoció, buscaba en los bancos su figura pequeña, se sentaba en la barandilla del estanque y paseaba una y otra vez repitiendo los pasos que había dado con ella. El Palacio de Velázquez, el Palacio de Cristal, La Rosaleda. Y recuerda cómo rieron del nombre de la Fuente de la Alcachofa, pasearon por la Avenida de Cuba, se besaron ante el Ángel Caído: delante del ángel se besaron por primera vez. Blanca se había detenido para observar la estatua, se acercaba, se alejaba, rodeándola, mirando hacia lo alto. José la seguía y la miraba mirar.

–Se resiste a caer —dijo José.

–¿Sabes? —contestó Blanca volviéndose hacia él—. Yo no veo la caída del ángel. Veo el nacimiento de todos los demonios. Por eso es tan bello. Tiene la belleza de un alumbramiento.

–¿Te gustan más los demonios que los ángeles?

–Sí, mis demonios me acompañan siempre. Los ángeles no.

–Pues no te fíes de ellos, dice Santo Tomás que a los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad.

Blanca se detuvo, contemplaba la fuente, se dejaba hechizar. Continuó hablando sin escuchar a José.

–El amor está en esta fuente. Mira —Blanca señaló con el dedo—, la cara del ángel es una mueca de placer y dolor; una de sus alas toca siempre el cielo, desde cualquier punto que la mires, la otra se dirige hacia la tierra; su brazo izquierdo se defiende de lo alto y el derecho sucumbe a la serpiente que rodea su sexo. Así empieza el amor: es una lucha entre lo que deseas y lo que temes. El deseo vence y atrapa a los enamorados. Después, uno de los ocho demonios de la base los sujeta con sus garras y les impide escapar —Blanca señalaba las parejas de caimán y serpiente apresadas por figuras monstruosas. José sonreía, la observaba, la dejaba hablar—. Al final pasa siempre lo mismo: las parejas están unidas, sin embargo miran cada uno hacia un lado, están juntos porque un demonio les obliga, si pudieran liberarse de él huirían en dirección contraria —Blanca miró a José y le vio sonreír—. No te rías, vengo a menudo a esta fuente, busco la manera de escapar, pero no la encuentro, por eso mis demonios me acompañan siempre.

–No me río. Me gusta descubrir demonios nuevos —José rodeó la cara de Blanca con ambas manos y se inclinó hacia ella—. Por ejemplo, ése.

–¿Cuál?

–Tienes un demonio en los labios —le sujetó las mejillas un instante, los dos se miraron a la boca—. Ese demonio, ¿siempre es tuyo?

–Y tuyo cuando tú quieras —Blanca se sorprendió de su propia osadía. Retiró con sus manos las de José y le dio la espalda. Él le apartó la melena y le rozó la nuca con los labios, se acercó a su oído.

–Ahora —susurró—, ahora quiero tu endemoniada boca.

La giró hacia él, volvió a tomarle las mejillas, y la besó. Blanca dejó que le llenara la boca con su boca, y la cintura con su abrazo. Fue el primer beso de todos sus besos. Fue ante el Ángel Caído, frente al primer demonio de todos los demonios.

José buscaba a Blanca. Rodeaba la fuente. Miraba una y otra vez los ocho demonios de la base, las ocho parejas de serpiente y caimán, apresadas. Ocho, ése es mi número, le había dicho ella en La Rosaleda, porque es redondo y par, porque une la tierra y el cielo. Además es el número de la palabra, y el espejo de Amaterasu, la diosa japonesa del sol que nace de una lágrima. Y siguió enumerando motivos para preferir el ocho entre todos los números, hasta que llegaron a la fuente y le mostró ocho demonios en la base.

Buscaba a Blanca, y mirando a la gente se dio cuenta de que nadie se parecía a ella.

Un mes no pasa pronto. Tarda en pasar el mismo tiempo que dura la espera. Y tarda más cuando se espera algo probable, improbable. Vendrá. No vendrá. Mañana. Vendrá. Seguro. Mañana. Y sus días se hicieron largos. Largos. Porque los contaba.































































































































































































































































































Blanca no volvió al parque. Le dolía el abrazo de José, por el abrazo que había abandonado. Peter la esperaba. Le dolía esa obsesión. Le dolía el amor que se da por costumbre, que se convierte en hábito de amar. Peter la esperaba.

Bajó corriendo las escaleras de la casa de José. Se detuvo en el rellano para mirar hacia atrás. No la seguía nadie. Era ella misma la que seguía sus propios pasos. Una mujer apasionada que se desconocía. Y huía de ella. No recuerda cuándo fue la última vez que hizo el amor así. No recuerda cuándo fue la última vez que hizo el amor con Peter. Pero sabe, eso sí, que hace mucho tiempo.

Blanca bajó las escaleras como si descendiera al abismo. Corría por la calle conteniendo un sollozo. Sin fondo, la tristeza. Había comido con Peter. Volverás. No. No. Esa misma tarde, Blanca había utilizado su coquetería y le había salido bien. Demasiado bien. Corría, como si Peter la siguiera.

Huía de la ternura de José sabiendo que huía de su propia ternura, a la que ella debía negarse. Tenía que ver a Carmela. Contarle lo que había pasado, para explicárselo a sí misma.































































































































































































































































































Al día siguiente del traslado de Ulrike al Instituto Anatómico Forense, por la mañana, fueron al cementerio a escoger una sepultura, Peter, Maren y Blanca. Heiner y Curt no quisieron ir. Les acompañó un funcionario vestido de negro que les mostraba las plazas disponibles como quien enseña parcelas, las ventajas de la situación, norte o sur, soleadas, sombreadas, con árboles, sin ellos, de esquina o centrales. Precios.

Recorrieron el cementerio buscando con cariño «un bonito lugar» para Ulrike, como si pudieran entregarle algo todavía, lo último que podían darle. Anduvieron examinando los espacios que el funcionario les indicaba, sin decidirse, buscando en los rostros de los demás un signo de aprobación o de rechazo, ninguno les parecía bueno. Después de haber visto todos los disponibles, escogieron el primero que les habían ofrecido, bajo un árbol. Regresaron a casa satisfechos de haber encontrado el sitio que habría escogido Ulrike, cerca de su madre. Nevaba.

Durante la comida, Maren le describió a Curt la situación de la tumba, y le habló del árbol, el árbol que sería desde entonces el árbol de Ulrike. Algo sí le habían regalado.































































































































































































































































































Heiner no abrió la carta cuando Peter se la entregó, se limitó a mirarla, sonrió y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, cerca del pecho. La esperaba, pero no la leyó. Se llevó la mano al corazón como si apretara sus propios latidos.

Había visto a Ulrike escribiendo en el jardín, un día de sol, en el porche de la casita de madera.

–¿A quién escribes?

–A ti —contestó Ulrike con una sonrisa.

–Pero si estoy aquí...

–Sí, pero cuando leas esta carta seré yo la que no estaré aquí.

–¿Cómo es eso?

–Estaré contigo un poco más, aunque ya no esté. Estaré contigo cuando la leas.

–Preferiría no entender lo que me estás diciendo. Eso es rendirse —contestó Heiner de mal humor. Y cortó una rosa.

Ulrike se levantó. Salió del porche. Se agachó junto a Heiner. Cogió la rosa, le acarició con ella la mejilla, y le pidió que leyera La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag.

–Así sabrás que no puedo rendirme. Te quiero. No te enfades —le devolvió la flor.

Heiner se levantó, entró con la rosa en la casita y la colgó boca abajo, a la sombra. Ulrike le siguió, le miró hacer.

–No deberías escribir esa carta.

–¿Por qué no?

–¡Porque es macabro! —Heiner se arrepintió de haber gritado.

–¿Macabro? —gritó también Ulrike.

–¡Macabro, sí, macabro! ¿Vas a preparar así tu funeral? —Heiner se arrepintió de haberlo dicho.

–¿Y esa rosa? ¿Por qué secas precisamente esa rosa? ¿Acaso crees que será la última que yo toque? ¿No es eso macabro? —Ulrike también se arrepintió.

–No quiero que pienses en esas cosas —Heiner zarandeó a Ulrike, le apretaba los hombros—. Te estás rindiendo, ¿no te das cuenta?

–No, no me doy cuenta. Eres tú quien no se da cuenta: esto no es una guerra, no me tienes que obligar a luchar. No puedo rendirme porque esto no es una guerra. No es una guerra —sollozaba Ulrike—. No es una guerra.

Se pidieron perdón. Se prometieron no atacarse mutuamente. Se mimaron. Se acurrucaron el uno junto al otro. Se acariciaron. En el sofá. Se desearon. Se consolaron. Se besaron. Se entregaron. Se amaron. Querido mío, susurraba Ulrike. Querido mío.

–No me dejes sola frente a la muerte. No quiero morir.

–No vas a morir, mi amor.

Querido mío. Heiner aprieta la carta contra sí. No quiere abrirla. «Estaré contigo un poco más.» Sabe que mientras mantenga la carta cerrada tiene pendiente una conversación con Ulrike. «Estaré contigo cuando la leas.» Es un nuevo encuentro con ella, una cita, hasta que no abra la carta, Ulrike le espera, y él espera a Ulrike. Heiner está en la casita del jardín. A unos trescientos metros de la casa de Ulrike, una parcela que adjudicó el Gobierno a su familia después de la guerra para que hicieran un huerto, para sobrevivir. Después de la hambruna construyeron una casita, y un jardín.

La carta convierte el pasado en presente, y el presente le ofrece futuro con ella. Se sienta en el porche, donde vio escribir a Ulrike. Ha cogido la rosa, se sienta en el porche con la rosa seca en las manos y la carta golpeándole el pecho. No tiene frío, mira la nieve y repite las palabras del doctor Bäalt que le había enseñado a Ulrike. «La enfermedad se funde como la nieve en presencia del sol.» En primavera. Heiner sabe esperar. Abrirá la carta en primavera.































































































































































































































































































Querida Maren:

Cuántas veces me has reprochado que quiera controlarlo todo. Espero que esta carta no la tomes como control.

Nos hemos peleado tanto, me gustaría que estas pocas palabras fueran nuestra definitiva reconciliación.

Sé que muchas veces he sido injusta contigo. He deseado que fueras una mujer demasiado pronto. Tal vez porque necesitaba ayuda, pero nunca he sabido pedírtela, en lugar de eso te daba órdenes. Te he exigido mucho, te he obligado a madurar deprisa, me doy cuenta ahora.

La vida no ha sido fácil para ninguna de las dos. Yo tuve que asumir mi fracaso al escoger a tu padre, pero tú te viste obligada a padecer mi error: vivir sin él. Te costó mucho. Sobre todo cuando eras pequeña y venías del colegio llorando porque tus compañeros decían que tu padre había muerto. Algún día vendrá, replicabas, querrá verme y vendrá. Más tarde, eras tú misma la que consolabas a tu hermano. Vendrá, le decías. Estabas tan segura, que yo muchas veces intenté encontrar a vuestro padre. He vuelto a buscarle. Esta vez lo he encontrado. Heiner le avisará cuando yo me vaya. Espero que no sea demasiado tarde para vosotros.

Os he fallado en muchas cosas, a tu hermano y a ti, no he sabido hacerlo mejor. Los padres nos equivocamos siempre.

Me negué a verte crecer, ésa es mi gran contradicción, quería que crecieras y no supe ver cómo crecías. Cuando entraste en la adolescencia, imaginé que te apartabas de mí, que ya no me querías. Te alejabas, y yo sentí un desgarro, como si me arrancaran parte de mí. Yo pensaba que eras mía. Caí en esa torpeza de considerar que los hijos son una propiedad. Te rebelaste. Te negabas a mis caricias y no querías besarme. Creía que me pertenecías, y que te estaba perdiendo. No supe reconocer tus ansias de independencia. Tú no querías ser mía, ni de nadie, pero querías que yo te quisiera. Ahora sé que tu rebeldía era una forma de reclamar mi cariño, un cariño mejor entendido, libre de estúpidas posesiones, entonces no lo supe y me volqué en tu hermano, él sí se dejaba acariciar, me fui por el camino más fácil.

Qué necia he sido, tu ternura es profunda y silenciosa, mi enfermedad me lo ha enseñado, la manera que tienes de cuidarme, siempre pendiente de mí, soportándome, sin hacer caso de mi mal humor. Mi pequeña, qué difícil ha tenido que ser para ti.

Heiner me dijo en muchas ocasiones, cuando me veía discutir contigo, que estabas más cerca de mí de lo que yo pudiera suponer. Ahora lo sé, estabas muy cerca y yo no lo veía. La vida compensa a veces de la manera más extraña: mi enfermedad me ha servido para verte, para disfrutar de ti. Aún tengo tiempo. Tengo tiempo para ti. Esa es la ventaja de mi enfermedad, alguna tenía que tener, me ha enseñado a valorar el tiempo que me queda. Nos queda tiempo. Ahora soy capaz de dejarme querer, y sé cómo quererte. Lamento no haber sabido hacerlo antes. Pero tenemos tiempo aún. Esa es nuestra suerte. Yo me iré, pero antes te habré dado todo mi amor. Mi amor quedará contigo para siempre.

Sé que recordarás lo mejor de mí, aunque yo no te lo pida. Pero te ruego que recuerdes estos momentos, la felicidad que me has dado. Y piensa que cuando discutía contigo era porque te quería y no supe decírtelo nunca.

Te quiero.

Mamá































































































































































































































































































La cama de Ulrike permaneció deshecha durante dos días. Nadie se atrevía a tocarla. La puerta de la habitación quedó cerrada desde que Blanca depositara en un rincón la bolsa que trajo del hospital. Fue la última que cerró aquella puerta y la primera que se decidió a abrirla de nuevo, para evitarle a Maren la desolación de la cama vacía, su camisón vacío. Retiró el camisón y las sábanas y los echó a lavar, estaban limpios. Ordenó las prendas de vestir que estaban sobre la silla, posiblemente eran las que iba a ponerse Ulrike para ir a la sesión de quimioterapia, las dobló y las colocó encima de la cama, aún siguieron allí durante tres días más. Sacó la ropa de la bolsa de plástico, el sujetador estaba cortado a tijera por la mitad. Manchas de barro en la parka y el pantalón eran las señales de la caída. No había sangre.

Maren entró entonces en la habitación.

–¡La sortija! —dijo con el temor de una pérdida—. Mi madre llevaba siempre una sortija. Nadie nos la ha dado.

Blanca buscó en el fondo de la bolsa y la encontró anudada en una venda.

–Aquí está.

Maren cogió el anillo y se dirigió al comedor, donde estaba Curt.

–¿Puedo quedármelo? —le preguntó mientras se lo ponía.

–Claro —Curt estaba leyendo su carta. Cogió la mano de Maren y miró la sortija que había sido de su madre y de su abuela—. A mamá le gustará que la lleves tú.































































































































































































































































































Querido Curt:

Ayer me preguntaste si tenía miedo a morir, has sido el único que se ha atrevido a preguntármelo, no sé si supe contestarte. Sé que me has ayudado a reconocer la mentira que se empeñan en construir a mi alrededor, la curación, y que muchas veces yo misma quiero creer. Negarse a nombrar la muerte no es evitar que exista. Admiro el valor que has tenido, siempre que intento hablar de este tema la gente lo rehúye, yo no quiero esconder la cabeza, tú tampoco. Supiste acercarte a mí, sin morbosidad, con pudor, y compartir mi miedo. No te pregunté si temías mi muerte, porque lo vi en tus ojos, eso no te atreviste a decírmelo. Has sabido enfrentarte a mi verdad, también debes enfrentarte a la tuya. No sé cómo ayudarte, mi miedo se acaba conmigo, tú debes aprender a superar el tuyo. Ahora ya eres adulto, lo demostraste ayer. Has de reconocer tu dolor, compartirlo, y buscar consuelo. No intentes hacerte el fuerte, como hice yo cuando murieron mis padres y mis abuelos. Yo necesitaba que mi tía me consolara, hundirme en sus brazos. Necesitaba que ella supiera que me dolía en el cuerpo la muerte de mi padre, la de mi madre. Que su ausencia me pesaba en los brazos, y me dolían de no abrazarles. Que me dolían los labios de los besos que no les podía dar. Necesitaba que ella me explicara por qué sentía un hueco dentro, un agujero grande y oscuro. La muerte fue el primer dolor que yo no supe reconocer. No la entendía. A pesar del bombardeo, la casa destruida, el techo en el suelo. Era Miércoles de Ceniza, estábamos esperando a Peter y a su madre, me encontraron en la calle, ante la casa, con una pierna herida, los ojos muy abiertos y la cara completamente negra de hollín. Mi tía me abrazó, es un milagro, dijo, y no recuerdo más. Me amparó, pero no pude buscar consuelo en ella, porque me ocultó su dolor para no aumentar el mío, y yo tuve que ocultarlo para no verla llorar. Ahora pienso que ambas nos habríamos ayudado más si hubiésemos sabido consolarnos. Si no hubiéramos gastado nuestras fuerzas en hacernos las fuertes.

Querido Curt, no tengas miedo a mostrar tu dolor, busca consuelo en tu hermana, deja que ella lo encuentre en ti.

Ya no te puedo tratar como a un niño, pero déjame darte un calentito, como cuando eras pequeño y no querías llorar. Te abrazabas a mí, Dame un calentito, y yo te apretaba con fuerza, ¿te acuerdas? No te dé miedo llorar, te decía yo. A veces es necesario. Creías que ser hombre era conseguir no llorar. Ahora ya puedes llorar. Busca consuelo en tu hermana.

Te quiero tanto,

Mamá

Curt levantó la vista del papel y miró a su hermana. Maren estaba acariciando la sortija, ensimismada, no se dio cuenta de que Curt lloraba.































































































































































































































































































Por la noche llamó Carmela. Blanca estaba sentada en el sillón donde Ulrike solía leer.

–Me gustaría estar contigo.

–Estás conmigo —contestó Blanca, casi en un gemido.

–Sí, pero abrazarte.

Blanca lloró con su hermana como sólo con ella podía hacerlo. Las dos eran capaces de transmitirse sus emociones hasta el punto de sentir las mismas. Desde niñas.

–Y tú, Carmela, ¿estás bien?

–Sí, sí, no te preocupes.

–Precisamente ahora...

La separación de Carmela no había sido fácil. Carlos, su marido, amenazó con suicidarse si se llevaba a sus hijos. Carmela decidió dejarlos con él hasta que se acostumbrara a la situación, pero era ella la que no se acostumbraba a vivir sin los niños. Blanca lamentaba no poder cuidarla como siempre había hecho.

Carmela fue una niña enfermiza, durante dos años estuvo en cama a causa de una tuberculosis. La enfermedad unió a las hermanas de una forma natural, disfrutaron de cada minuto de esa unión. Carmela, que había tenido celos de su hermana pequeña, dejó de tenerlos al sentirse mimada por ella, y Blanca dejó de ser la pequeña al mimar a su hermana mayor. Aprendieron a compartirlo todo, cosas y afectos. Siempre juntas. Y juntas aprendieron el dolor, un 16 de septiembre. La muerte de su padre. Un día después del cumpleaños de Blanca. Él le había regalado unos patines y ella esperaba una bicicleta. Blanca le dio las gracias por compromiso, le besó en la mejilla. Un beso huidizo, un roce apenas que durante muchos años quedaría en los labios de Blanca como el último beso que le dio a su padre, el beso que no le dio.

–¿Sabes, Carmela? He llenado a Ulrike de besos, pero no sé si se ha enterado.

–Seguro que sí —contestó Carmela sin convicción, para tranquilizarla.

–Yo quería hablarle, pero Peter me dijo que no podía oír. No sé si sentía algo. Por si acaso, yo la he llenado de besos.































































































































































































































































































Es tiempo para el recuerdo. Para Blanca. Huyó de la ternura de José, y de su propio poder de seducción. Debía contárselo a Carmela, para que fuera cierto.

Cuando Blanca llegó a casa, su hermana estaba llorando, acurrucada en un rincón al lado de la mesa de la cocina, con la cabeza escondida entre las piernas y un vaso de whisky en las manos.

–¿Qué te pasa? —Carmela no respondió. No levantó la cabeza—. ¿Qué te pasa? —su cabello caía sobre sus rodillas, inmóvil.

Blanca se agachó, intentó quitarle el whisky. Su hermana se agarraba al vaso como quien se aferra al palo de una embarcación durante una tormenta.

–Carmela, escúchame.

Carmela apretaba los dientes, contenida, ahogándose en las ganas de gritar.

–Pero qué ha pasado, dime, qué ha pasado.

Carmela levantó la cabeza y Blanca le apartó el pelo de la cara. Los ojos enrojecidos, las cejas caídas, la frente fruncida, los labios apretados dentro de la boca, mordidos en un gesto de anciana desdentada. La tristeza. La miraba en silencio pidiéndole ayuda.

–Vamos, levántate, haz un esfuerzo —Blanca pudo arrancarle el vaso de las manos.

La levantó del suelo y la abrazó. Y por fin, entre sus brazos, pudo gritar. Fue el llanto disparado por la posibilidad de un consuelo.

–Mis niños —decía—, mis niños. No me dejan verlos —se abrazaba a Blanca con la desesperación de un náufrago—. Los pierdo, los pierdo, los he perdido.

–Todo va a arreglarse, ya lo verás. Es cuestión de tiempo, hasta que se canse.

Poco a poco el llanto fue haciéndose más pausado. Mientras Carmela se iba calmando, Blanca apretaba a su hermana contra sí, disimulando el dolor. Después de las lágrimas, se deshizo el abrazo.































































































































































































































































































Peter le había dicho que la esperaría. Me llamarás, y yo estaré aquí, cuando tú quieras. Por qué tenía tanta seguridad de que le llamaría. Por qué le hacía sentir esa sensación opresiva de ser esperada, peor aún que la de esperar. Llamarle. Para qué. Nada puede recuperarse cuando está perdido. ¿Dónde estamos nosotros, los de antes? En Lisboa, donde tanto te quise y me querías. ¿Dónde está lo vivido? Blanca caminaba hacia casa de Peter. Recuerdos. Recuerdos que le hacían pensar que quizá pudo ser. Quizá si siguieran juntos podrían recuperar el entusiasmo aquel que les llevó a Lisboa. Huir. Escapar. Dejar que me esperes. Escapar de ti. Cerrar la puerta. Con el tiempo, será con el tiempo. Peleas y reconciliaciones se habían sucedido en una dinámica viciada, y Blanca estaba cansada. Deseaba hablar con Peter, rogarle que no la esperara más. Demasiadas veces había vuelto Blanca. Demasiadas veces Peter había sabido que volvería.

Ella le conocía bien, su seguridad se basaba en la paciencia. El resultado de la espera no depende de la manera de esperar. Lo había aprendido en su niñez, cuando su padre debía regresar de la guerra. Su héroe. Pero su padre no regresó nunca, y jamás fue un héroe. Como tampoco lo fue su abuelo materno, a quien el niño admiraba, por las charreteras de su uniforme militar, por la Cruz de Hierro prendida en su pecho.

Fue el tiempo el que le enseñó a esperar. Esperar. Desear. Que acabara la guerra. Esperar. Y la guerra acabó. Tres meses después de llegar a Hamburgo con su madre y Ulrike huyendo de Dresden. Hitler ha caído, oyó decir a su abuelo, Hitler ha caído, repetía, y la madre obligó a los niños a retirarse a su habitación. Esperar, de nuevo. A que sus vidas cambiaran poco a poco. Sin dejar de esperar. Esperar, desear, que la madre volviera intacta de retirar escombros, con su pañuelo anudado a la cabeza, blanco al marchar y de regreso, pardo de miedo y polvo. Y su madre volvía siempre, llorara o no llorara el niño, temiera o no temiera el abuelo que una bomba, que no hubiera explotado al caer, estuviera oculta entre las ruinas e hiciera volar su pañuelo blanco, y los pañuelos de las desescombreras que se inclinaban junto a ella.

Fue su primera niñez el tiempo del orgullo, en brazos de su abuelo, el hombre más grande que el niño había visto jamás. Y más tarde, la humillación. El padre de su madre hundido en un sillón tapándose la cara con las manos, reducido a la mitad de su tamaño, después de haber sido obligado a firmar un documento para reincorporarse a la vida civil: la abjuración de su pasado hitleriano.

Fue el tiempo el que enseñó al niño a descubrir el triunfo en aquella derrota, a transformar la vergüenza personal en vergüenza histórica. Fueron muchos años de esperar. Comprender. Llegar a comprender. Hasta poder levantar la frente y saber que el error no había sido suyo.

Peter sabía esperar. Había visto Hamburgo destruida cuando el niño apenas contaba seis años. La ciudad de su madre y sus abuelos, la de sus vacaciones de verano, y Navidades, y Pascua, los huevos de colores escondidos en la casa y el jardín. Hamburgo, la Puerta al Mundo. La había visto caer y después, la había visto levantarse sin que él se explicara cómo, y crecer, hacia Altona, hacia Blankenese. Y así pudo mostrársela a Blanca, la primera vez que pasearon a orillas del Elba. Presumió ante ella de los tejados verdes reflejados en el Alster. La llevó al muelle flotante, y se jactó en el puerto de saber entonar el saludo de los hamburgueses: el grito de Hummel-Hummel. Mors-Mors. Un aguador llamado Hummel, le explicó, era objeto de burla por parte de los niños, le gritaban Hummel-Hummel, riéndose de él, Hummel contestaba enseñándoles el trasero, que en bajo alemán es Mors, y gritándoles Mors-Mors.

Blanca se dirigía a casa de Peter acompañada de recuerdos que le impedían recordar. Cerrar la puerta. El trébol de cuatro hojas que encontraron en el césped, cuando iban hacia el mercado de las flores, aún lo llevaba en su cartera junto a las fotografías de los hijos de Carmela. El teatro de títeres donde Peter resultaba demasiado grande para las butacas, risas. Lübeck. El baño a la luz de la luna, desnudos los dos, el frío al salir del agua, la pareja que se detuvo a mirar, pudor, carcajadas. Travemünde. Y el Báltico con su playa de césped, donde él se negó a pasar porque cobraban la entrada a un lugar público. Recuerdos que no le dejaron recordar a qué iba a casa de Peter, cuando éste le abrió la puerta y la invitó a pasar, con una sonrisa. Su sonrisa, la que ella adoraba, la que dejaba ver los dientes de Peter mordiendo su labio inferior.

Hablaron del pasado, y del futuro. Peter le propuso visitar Holanda. Tenía que ir pronto, se encontrarían en Amsterdam y después irían a Hamburgo, aprovecharían para visitar a Heiner, le habían prometido hacerlo antes de que empezara el verano.

–Bonito viaje para una reconciliación. De acuerdo, podemos intentarlo en Amsterdam.

Hay amores que se mantienen de los réditos, de los intereses de un tiempo feliz que alimentan el deseo de recuperarlo. Es entonces cuando el amor no se vive: se padece, pensaba Blanca.

–Estoy enferma de ti —le dijo a Peter.

–Ojalá no te cures nunca —contestó él.































































































































































































































































































Era domingo y junio. Una tarde propicia a la melancolía. Blanca y Carmela intentaban terminar un encargo para una pareja de diplomáticos japoneses, un tapiz que las dos tejían juntas: el nacimiento de Amaterasu. Carmela pensaba en sus hijos, Blanca en Peter, que estaba en Holanda. Ambas se esforzaban en superar la desgana frente al telar. Ninguna lo conseguía. Se levantaban, iban a la cocina, regresaban, ponían música, se sentaban. Una escogía un color, la otra lo rechazaba. Tejían. Destejían. Sin conseguir la calma precisa para tejer, las hebras se enredaban, la paciencia necesaria para destejer, los hilos se rompían. El tedio.

La solución era una buena película que les diera el entusiasmo que les negaba la tarde. El cine. Irían al cine.

Varias salas, diferentes películas, decidir. Optaron por un drama. Por el rostro de la protagonista, por su expresión ausente, donde ambas se reconocían.

Cuando caminaban hacia las butacas, Blanca cambió súbitamente de dirección y se escondió detrás de Carmela. Le habló en voz baja, se tapó la boca con la mano y giró la cabeza. Aquel que acaba de sentarse es José, el que conocí en El Retiro, le dijo. Se mordió el nudillo del dedo índice, como siempre que estaba nerviosa. No había olvidado aquel encuentro. Iba solo. Blanca seguía mordiéndose el nudillo. No, no había olvidado aquel encuentro. Tienes en los ojos todos los ríos del mundo. Muchas veces, en la soledad de la cama, había pensado en él, en soledad, sobre todo. Las caricias. Sus dedos abriéndose camino en José. Los de él, en ella. Blanca le miraba. José. Es que soy el mar. No tenía que haber dejado aquella estúpida nota. ¿Qué pensaría de ella?

Vería a José a la salida. Averiguaría qué pensaba de ella. Sacó un espejito del bolso y se pintó los labios. Intentaba concentrarse. La música. Observaba a José, su perfil aguileño, levemente aguileño. Recorrer aquella nariz con las puntas de sus dedos. La película acabó sin que Blanca se hubiera enterado de nada. Volvió a sacar el espejito y retocó el perfil de sus labios. José. Había pasado un mes desde que se conocieron. Le encontraría a la salida. Quizá la había olvidado.

Se encendió la luz. José avanzaba hacia la puerta, Blanca le seguía con la mirada.

Cuando Blanca y Carmela consiguieron salir del cine, José caminaba por el otro extremo de la calle, deprisa. Blanca le miró marchar. Se mordió el nudillo. Se manchó el dedo de rojo.































































































































































































































































































Un hervidero de maletas. Abrazos. Despedidas. Lágrimas. Besos. Bienvenidas. El aeropuerto. A Blanca le encantaba esa ebullición. La alegría contagiosa ante el abrazo de dos amantes de los que nada se sabe. El regreso. La carrera del niño hacia su padre, que vuelve para alzarle más allá de los brazos. Los consejos de la madre al hijo que viaja solo por primera vez. A Blanca le fascinaba el viaje, el entusiasmo del que se va. Pero esta vez pensaba en Carmela.

–Son sólo tres semanas —dijo como pidiendo disculpas.

Mientras Carmela le contestaba, a Blanca se le abrieron los ojos con cara de sorpresa, o de espanto. Carmela miró hacia el mostrador, y ambas exclamaron: ¡José!

José oyó su nombre y giró hacia ellas.

–Hola —dijo Blanca tragando saliva.

José la miró a los ojos. Tardó en reaccionar.

–¡Vaya! ¡El mar! —contestó quedándose por un momento con la boca casi abierta. Movió la cabeza, la sacudió de un lado a otro para recuperarse de su estupor—. ¿Vas a Amsterdam?

–Te voy a presentar a mi hermana.

–Encantado. ¿Vais a Amsterdam?

–No. Sí. Es decir, yo, voy yo sola a Amsterdam —contestó Blanca en medio de un mal disimulado aturdimiento—. ¿Y tú?

–Yo también voy a Amsterdam, solo —José sonrió feliz. Acarició la cabeza de Blanca, y se inclinó hacia su oído—. Es difícil escapar de un avión —le dijo.

Les dieron asientos contiguos. Ventanilla para Blanca. Despegar mirando a tierra. Ver cómo el suelo se aleja. Desaparece. La sensación de huir, de levantarse, dejarlo todo atrás, abajo. El vuelo. Y el cielo azul.

Pero Blanca olvidó mirar por la ventanilla. Olvidó abrocharse el cinturón, saludar a la tripulación al entrar, sacar en el control la tarjeta de embarque, olvidó poner el bolso en la cinta. José sonreía, asistía enternecido a sus torpezas, indicándole lo que debía hacer.

–Ha sido una sorpresa encontrarte.

–Para mí sí que ha sido una sorpresa. Te busqué, y no te encontré. Y ahora te encuentro sin buscarte.

–¿Me buscaste?, ¿dónde?

–En El Retiro. Pero no importa, de aquí no te escapas.

–Me esperan en Amsterdam.

Algún día le dirá que al encontrarla le vino a la piel un estremecimiento, que en sus ojos recordó sus besos, y la inquietud con que la había buscado. Le dirá que no dejó de desearla desde entonces y que guarda su nota, «No quiero otro demonio», entre los versos de Hierro: «Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar». Le dirá que alguna vez, aun sin saberlo, había buscado su perfume en otras caricias, y sus caricias entre sus propias manos.


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