Текст книги "Trilogía de la huida"
Автор книги: Dulce Chacón
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Respondiste a su ruego extravagante, disparatado, convencido de que te estaba agradeciendo la adquisición. Matilde no quería perderte. Después del amor se enredó en tus brazos, largo tiempo, ronroneando como un felino.
Y al salir de la casa, te rogó que la excusaras de acudir a la cena con Ulises.
–Ulises me pregunta siempre por ti.
Ulises os esperaba sentado en la última mesa del restaurante. Se levantó cuando os vio entrar y no dejó de observar a Matilde. Ella iba detrás de ti, advirtió la mirada de Ulises y mantuvo la suya en tu espalda. Cuando llegasteis a la mesa se encontraron los ojos de ambos, y fuiste tú quien sintió miedo. Te negaste a reconocerlo, pero tu miedo aumentó —ahora lo sabes—, cuando Ulises retiró la silla donde Matilde debía sentarse. Se inclinó hacia ella, le habló en voz baja:
–Tenía ganas de verla.
Lo oíste, lo oíste bien, a pesar de que las palabras de Ulises eran casi un susurro. Matilde no contestó, dejó que la ayudara a acercarse a la mesa y colocó su servilleta sobre las piernas, antes de que vosotros os hubierais sentado. Ese pequeño movimiento, demasiado rápido, te desveló que se esforzaba en controlar sus nervios.
–Usted y yo tenemos un tema pendiente —Ulises se dirigía a Matilde.
Y contestaste tú, sin mucha curiosidad, convencido de que era una forma de iniciar la charla:
–¿Ah, sí?
Matilde te miró a ti, y Ulises a ella.
–Dejamos a medias una conversación, Matilde.
Entonces te diste cuenta: a ti te llamaba Noguera, a ella la llamaba por su nombre. Matilde.
–He leído la Odisea—le dijo tu mujer a Ulises.
–¿Ah, sí? —volviste a decir, esta vez sorprendido, desconcertado.
Había leído la Odiseay no te lo había dicho. ¿Por qué? ¿Por qué la había leído? ¿Por qué no te lo había dicho? ¿Seguro que la había leído? Matilde carecía de iniciativa para la lectura, sólo leía lo que tú le recomendabas. Sentiste de pronto un desplazamiento, una leve molestia. Y ahora, al recordarlo, reconoces el orgullo en el tono de su voz:
–He leído la Odisea.
Y escuchas orgullo también en la voz de Ulises cuando se dirigió a ella, sólo a ella, después de que tú dijeras «¿Ah, sí?»:
–Bien. Bien. Ahora podrá decirme si el texto refuerza su teoría sobre el miedo de Penélope al futuro.
Tú ignorabas por completo que Matilde tuviera una teoría, que fuera capaz de tenerla. Tu asombro aumentó con su respuesta:
–Sí —dijo mirando alternativamente al plato, a la servilleta, a Ulises, a ti—. Penélope coquetea con los pretendientes, les da esperanzas, no los acepta, pero tampoco los rechaza. Ella teme, no sólo que Odiseo no regrese sino también escoger entre uno de los pretendientes, por eso retrasa la elección y espera a Odiseo. Casi veinte años son demasiados para esperar por amor, ella espera porque teme al futuro.
Sí, Matilde la había leído, por eso llamaba Odiseo a Ulises. Tú no entendías nada, ella veía la sorpresa en tu rostro y exponía deprisa su argumento, sin respirar. Tuvo que callar para tomar aliento. Encendió un cigarrillo.
–Claro, y la espera mantiene el presente —reflexionó Ulises en voz alta.
Matilde tomó seguridad, Ulises le había prestado atención, había entendido lo que ella quería decir. Siguió hablando ante tus ojos atónitos. Matilde locuaz. La mirabas sin escuchar y, sin embargo, recuerdas perfectamente sus palabras:
–Exacto, la espera mantiene el presente. Por eso teje y desteje, y no un tapiz como yo creía, sino un sudario, una mortaja para Laertes, padre de Odiseo, que no quiere morir hasta que su hijo regrese. Penélope entretiene la vida y la muerte.
–¡Magnífico! —exclamó Ulises—, entretiene la vida y la muerte —Ulises se volvió hacia ti, por primera vez en aquella conversación—. Entretiene también la muerte, hasta que Odiseo no vuelva su padre no puede morir. ¡Magnífico! ¿Qué le parece, Noguera? —te preguntó.
Recuerdas la tímida sonrisa de Matilde, que te miraba expectante, su expresión al escuchar tu respuesta:
–Me parece que tengo una mujercita muy bonita, y muy lista.
La parálisis fijó la sonrisa en los labios de Matilde, demasiado tiempo, hasta que encontró el disimulo exacto para dejar de sonreír.
Perdiste. Ella te amaba. Ahí comenzaste a perderla.
Matilde no se había avergonzado nunca de su ignorancia. Y en aquella ocasión, se abochornó de lo que sabía, poco, pero más de lo que se esperaba de ella, de lo que tú esperabas de ella. Enrojeció.
Derivaste la conversación hacia otro terreno, sin atender a la perplejidad de Matilde. Tú habías llegado a la cita cargado de tu propio entusiasmo, habías tenido una idea. Y te urgía contársela a Ulises.
–Tengo una idea que le dará a la película un tono absolutamente original —dijiste, y zanjaste así cualquier intento de volver a los miedos de Penélope.
Desde aquel momento Matilde evitó mirar a Ulises, y Ulises evitó mirarla. Un pacto que no te incluía a ti. Desde aquel momento no se dirigieron la palabra, ambos te escucharon desde una intimidad recién descubierta, desde un silencio cómplice que no te incluía a ti. No te diste cuenta de que fue un acuerdo —ahora lo sabes—, de posponer su conversación. Matilde te observaba. Ulises también.
–Estoy impaciente por escuchar su idea —te dijo él, sin ninguna impaciencia.
Y tú no dejaste de hablar. Habías tenido una idea. Una idea sublime. Insólita. Tu idea. Y comenzaste a contársela a Ulises, orgulloso y feliz, pletórico.
–La Odiseaen Irlanda —contestaste, buscando la sorpresa en su rostro.
–¿ La Odisea... en Irlanda?
Lo habías conseguido, sorprenderle. Ulises dejó en el plato el tenedor que había comenzado a llevarse a la boca y se inclinó hacia ti para escucharte más de cerca.
–¿Cómo que la Odiseaen Irlanda?
Tú comenzaste a explicarle las dificultades de encontrar las referencias homéricas en el Ulisesde Joyce. La película haría esa búsqueda.
–Tanto la Odiseacomo el Ulisesson una relación de capítulos inconexos que cuentan una historia. Nosotros haremos la fusión de los dos textos basándonos en lo que Joyce quiso que tuvieran en común.
–¿Está seguro de lo que dice? —replicó Ulises, incrédulo.
Continuaste explicando tu idea mientras Matilde te observaba. Sorprendida de tu entusiasmo, de tu vitalidad, de tu transformación. Y comenzó a juzgarte, y cuando lo hizo, aún te amaba.
Ella te había visto por la mañana, en el apartamento recién estrenado, trabajando en tu estudio. Permaneciste de pie, frente a la ventana, con las manos juntas delante de la boca, los dedos tamborileando unos contra otros, los ojos entornados, demasiado tiempo para estar sólo mirando. Y después, te había visto sentado ante tu mesa de trabajo, rodeado de libros y cuadernos abiertos, subrayados, anotados. Te había visto, un cigarrillo en la mano izquierda y la pluma en la derecha, y observó cómo te los llevabas alternativamente a los labios mirando al aire, demasiado tiempo para estar sólo pensando.
Cuando te vio relatar tu idea con aquel entusiasmo febril, excesivamente ingenuo para resultar convincente, supo que por la mañana te encontrabas perdido. Supo que no eras capaz de pensar, que esperabas. Habías tenido una idea. Qué hacer con ella. La idea que tú creías genial planteaba problemas. Esperabas que las soluciones te encontraran, como te había encontrado la idea, sin buscarla. Esperabas recursos ingeniosos que sorprendieran a Ulises. Epatar al productor. Esperabas.
Después de cenar, Ulises volvió a invitaros a su casa a tomar una copa.
–Estoy cansada —dijo Matilde antes de que aceptaras la invitación.
–¡Vamos! —replicó Ulises.
Ella te miró a los ojos, y tú no quisiste ver su súplica.
–¡Vamos! —repitió el productor—, será sólo un momento, aún no hemos acabado de hablar.
–Ah, sí. Por supuesto que no hemos acabado. Le revelaré a Ulises la relación entre Calipso y Molly Bloom.
Mientras le colocabas a Matilde su capa sobre los hombros, señalaste a Ulises con el dedo y guiñaste un ojo.
–Gibraltar-susurraste, como quien anticipa la clave de un secreto.
–Ya lo ve, Matilde. No podemos perdérnoslo. Nos espera una gran revelación. Gibraltar. Molly Bloom. Calipso —Ulises declamó los nombres, histriónico.
–Pero yo estoy cansada. Podrían ir los dos. Yo tomaré un taxi.
Te extrañaba la reticencia de Matilde. Te sorprendió que antes hubiera olvidado su discreción y ahora casi faltara a las normas de cortesía permitiendo que Ulises insistiera.
–De ninguna manera —le dijo él cogiéndole las manos; tú aún tenías las tuyas sobre sus hombros—, jamás la dejaría irse sola.
Ulises la miraba, le hablaba, por primera vez desde que la llamaste bonita y lista. Matilde te daba la espalda, por eso no viste que le miraba también. Sentía la presión de tus manos, la caricia en las manos de él.
–¡Vamos! —dijiste tú.
–¡Vamos! —le rogó Ulises.
Ella se desprendió de sus manos y de las tuyas, y contestó:
–Vamos.
De nuevo un coche de dos plazas para ellos, y un taxi para ti. Esta vez le pediste al taxista que corriera.
Y ahora te preguntas, como entonces, cuando seguías al deportivo rojo que llevaba a Ulises y a tu mujer, de qué hablarían. Veías sus cabezas desde lejos con claridad, hasta que un semáforo obligó a parar al taxista. Los perdiste, y te pareció que cuando se alejaban habían comenzado a charlar. Tu inquietud se convirtió en impaciencia al verlos desaparecer:
–Por favor, dese prisa. ¿No ve que vamos a perder a ese coche? —gritaste.
–Oiga, que no estamos en el cine. ¿No ve que está rojo?
Nunca había tardado tanto un semáforo en cambiar de color.
Tampoco entonces le pediste que te hablara de Ulises. Y ella no te contó lo que tú no habrías querido escuchar.
–Hay muchos hombres así —dijo Ulises en el interior del coche. Por el tono de su voz parecía que estuviera disculpándose—. Conozco a más de uno que se cree en la obligación de hablar en nombre de su mujer.
–Le ruego que no hablemos de él. Le amo —contestó Matilde, escudándose detrás del amor.
Matilde temía perderte. Y le dijo a Ulises que te amaba porque le temía también a él.
–Lo siento, no he querido ofenderla.
–¿Y por qué cree que me ofende?
–Es cierto. Perdóneme.
–¿Es que va a estar durante toda la noche pidiendo perdón?
–Creí que se sentiría mejor si hablara de lo que ha ocurrido esta noche.
–No ha ocurrido nada esta noche.
–Matilde, he descubierto que usted utiliza el silencio como una forma de reproche. Y no me gustaría que conmigo hiciera lo mismo.
–¿Cree que me ha descubierto y que por eso me ofende? Usted sabe ahora que yo hablo poco delante de mi marido, pero no crea por eso que me ha descubierto. Usted no sabe si yo quiero hablar, o no quiero hablar. Usted no me conoce. No sabe nada de mí.
–Es cierto, y siento no conocerla, pero también sé que su marido tampoco la conoce.
Matilde no pudo controlar por más tiempo su tono de voz. Le interrumpió. Gritó:
–Le he pedido que no hablemos de él.
Ulises quedó callado. Le sorprendió el placer que le provocaba el haberla enfurecido. Saboreó su ira unos instantes. Paró el coche. Respiró antes de volver a hablar:
–No la conozco. Es cierto. No se inquiete. No la conozco —repitió como para sí mismo—. No la conozco —entonces subió también el tono de su voz y levantó con brusquedad el freno de mano—, pero no se inquiete. Y aunque me gustaría conocerla, jamás la forzaré a hablar de lo que usted no quiera.
Ulises se giró hacia Matilde, la miró a la boca, advirtió que le temblaba ligeramente el labio inferior.
–No me inquieto. Pero le ruego que haga el favor de no meter a mi marido en esto.
–Bien. Bien. Hablaremos siempre sin mencionar a Adrián —replicó Ulises, recobrada la calma, con dulzura.
Adrián. A ella sí le dijo tu nombre. Callaron los dos. Matilde esperó a que él hablara de nuevo. Y Ulises temió que ella volviera a utilizar su mutismo. Matilde estaba desconcertada, le miró. Él jugó a desconcertarla aún más:
–Y a usted, Matilde, ¿qué le parece la Odiseaen Irlanda? —arrancó el coche mientras lanzaba la pregunta.
Matilde sonrió ante aquel giro inesperado de la conversación:
–No lo sé —contestó—. No he leído a Joyce.
–Yo tampoco.
–¡¿Usted tampoco?! —exclamó sorprendida, estupefacta.
La tensión acumulada estalló. Ambos se miraron, y los dos comenzaron a reír.
Tú no podrías haber sospechado nunca que Ulises no hubiera leído el Ulises. Ahora lo sabes, cuando insistes en reconstruir el desastre. Rieron los dos, ante aquella insólita revelación, mientras tú viajabas inquieto hacia la casa de Ulises.
El semáforo cambió de color, el conductor del taxi arrancó de mala gana —te pareció– y condujo aún más despacio —volvió a parecerte—, fastidiado por el improperio que le habías dirigido.
–Ahí tiene el coche rojo —te dijo al llegar, viendo que estaba aparcado ante la puerta.
Le diste las gracias. Pagaste sin dejar propina. Saliste disparado hacia el portal. Te precipitaste hacia el ascensor y corriste a llamar al timbre.
La lentitud de los pasos de la doncella al salón te exacerbó. Te obligó a caminar despacio. Abrió la puerta y te invitó a pasar. Buscaste a Matilde con la mirada. Ella te observó desde que entraste. Sentada en el sofá, fumando, distante y bella, te miraba desde una lejanía que no abandonaría jamás.
–Creo que estoy aburriendo a su esposa, Noguera —te dijo Ulises cuando te vio entrar.
–Usted no podría aburrirme —le contestó ella.
–De todas formas —replicó Ulises mirándote a ti—. Me temo que lo conseguiremos si continuamos hablando de nuestro guión. Brindemos por Gibraltar —añadió ofreciéndote una copa—, pero hablemos de su relación con Calipso y Molly Bloom en otro momento. ¿Le parece?
–Te encuentro fatigado —te dijo Matilde sin levantarse, alzando la copa que Ulises le sirvió para brindar por Gibraltar. Y tú contestaste:
–¿Ah, sí?
Le diste la mano en el ascensor, al bajar de la casa de la casa de Ulises. Matilde, con el pretexto de colocarse el bolso bajo el brazo, la retiró. Se volvió hacia el espejo, casi dándote la espalda, y se arregló el peinado. Tú no volviste a cogerle la mano, ni ella te la pidió. Matilde ofendida.
Os dirigíais al nuevo apartamento, en silencio. Era la primera vez que dormiríais allí, lo habíais estrenado esa misma mañana. Matilde, con una actividad frenética, consiguió amueblarlo en tan sólo diez días.
Ella misma cosió las cortinas y confeccionó una colcha a juego para vuestra cama. Se había encargado del traslado de los pocos enseres que poseíais, y había organizado tu estudio. Compró una estantería, y colocó por orden tus libros, uno por uno, balda por balda, en el mismo lugar que ocupaban en la habitación realquilada, respetando la anarquía controlada que sólo dominabas tú. La pared frente a tu escritorio la adornó con una reproducción de Modigliani. Puso en tu mesa un jarrón de cristal y lo llenó de flores que ella misma compró. «Para que mires cosas bonitas cuando estás pensando», te dijo. Y tú te pusiste a escribir, nada más llegar.
Regresabais a vuestro hogar, donde Matilde te dijo por la mañana que se sentía como una recién casada, y os acompañaba el silencio.
Debería pasarla en brazos, pensaste, sin atreverte a decirlo. Pero lo dijiste, casi sin decirlo, casi sin atreverte.
–Debería pasarte en brazos —te arrepentiste en el momento mismo en que las palabras se escaparon. Te arrepentiste aún más cuando escuchaste su respuesta:
–Eso sólo se hace en las bodas.
–Pero esta mañana me dijiste que.
–Eso era esta mañana. Además, ya he pasado.
Matilde entró directamente al dormitorio, buscó un camisón en el armario y se encerró en el baño, con pestillo. Ella nunca echaba el pasador.
–¿Qué haces?
–Me estoy cambiando.
–Ah, sí. Claro.
No te atreviste a decirle que lo hiciera delante de ti, que te gustaba verla desnudarse.
–Has hecho un buen trabajo en la casa. Tenemos una casa preciosa.
–Sí —contestó—, ha quedado bien.
–Tenemos una casa preciosa —repetiste, apoyado en el quicio de la puerta cerrada, mientras la imaginabas bajándose la cremallera del vestido.
Sus dedos recorriendo su espalda, lentamente. La seda negra cayendo hacia sus pies. Lentamente. Sus manos resbalando en sus muslos, retirando las medias lentamente —lo has visto muchas veces, pero aquella vez no lo viste—. Su ropa interior, desprendida de su cuerpo. Desnuda. La ves, alzar los brazos, meterse el camisón, sus axilas sin sombra. Su cabello en desorden cayendo a lo largo de su espalda, lentamente.
–¿Qué haces ahí? —te preguntó al salir del baño.
–Esperarte.
Matilde te miró a los ojos, por primera vez desde que salisteis de la casa de Ulises.
–No quiero dormir contigo —te dijo.
Tú sentiste un golpe invisible, un dolor intenso en alguna parte inexistente del cuerpo. Tragaste saliva y apretaste los labios. Matilde supo de tu herida por la forma en que le cogiste los hombros.
–Me haces daño —gimió.
–¿Es que ya no me quieres?
–Sí, claro que te quiero. Me haces daño.
–Perdona —aflojaste los dedos, pero no la soltaste—, perdóname, no quiero hacerte daño.
–Pues me estás haciendo daño.
Dejaste caer tus manos de sus hombros, y buscaste las suyas, te aferraste a ellas.
–Pero ¿es que te he hecho algo?
Tú no podías saber que se sentía humillada, que por primera vez le dolía el silencio.
–No, no me has hecho nada.
Le soltaste las manos. Matilde salió de vuestro dormitorio dejándote solo, desarmado, abatido. Mi mujer. Mi esposa. Tú la mirabas caminar por el pasillo. Antes de entrar en la habitación de invitados se volvió hacia ti:
–Buenas noches.
Y tú, en un impulso dramático, desesperado, le gritaste:
–Déjame que te haga el amor.
–¿Ahora? —se sorprendió ella.
–Sí.
Fue un sí lastimero y suplicante, un sí que despertó algo en ella, algo, no sabes muy bien qué, un sí que la hizo volver. Caminó despacio hacia ti, y al llegar a tu lado te dijo:
–Bueno.
Se quitó el camisón y se tendió en la cama. Te hubiera gustado desnudarla tú. Besarle la nuca. Besarle los ojos, la nariz, la boca, el cuello. Te esperaba en silencio, con las piernas juntas.
–Ven —te dijo, viendo que ya te habías desnudado. Y separó entonces las piernas.
Te hubiera gustado que te desnudara ella. Decirle palabras de amor, y que te contestara con deseo. Olerla. Acariciarle el vientre, y darle la vuelta. Sentir en tu pecho sus muslos desnudos, abrazarlos. Recorrer con tus mejillas sus nalgas. Acariciarla. Hablarle. Besarla. Pero te diste cuenta de que fuiste directamente a poseerla, en silencio, y supiste entonces, y de golpe —otro golpe, otra herida—, que siempre había sido así.
No fue sólo tristeza lo que te produjo aquella revelación, ni fue sólo asco.
–Te quiero —le dijiste, y te retiraste.
Era una mezcla de impotencia y de miedo, de verdad y mentira, que se estrelló contra ti.
–Dormiré yo en el cuarto de invitados.
Y la dejaste en la que nunca sería vuestra cama. Y ahora, no puedes dormir.
Desde aquella noche, vuestra vida cambió, desde que fuiste consciente de que tu intimidad con Matilde no existía, de que en realidad no había existido nunca.
Antes de irte a dormir, entraste en tu estudio. Observaste la delicadeza con que Matilde lo había preparado para ti. ¿No era eso amor? Te sentaste en el sillón que ella había situado frente a la ventana, junto a una lámpara de pie, «Un rinconcito para leer —te había dicho al enseñarte la habitación—, para cuando te canses de trabajar».
No encendiste la luz. En la penumbra, veías las flores que Matilde había comprado, en tu mesa de trabajo desordenada por ti esa misma mañana, cuando te encontrabas perdido. Perdido. Penélope, Calipso, Molly Bloom. Matilde, Matilde, Matilde. Y de pronto, reconociste el lugar donde Matilde te había hecho el amor hacía apenas dos semanas. Un estremecimiento súbito te llevó al llanto. Era allí, en el estudio, bajo la ventana, en el lugar que ocupabas ahora sentado en el sillón.
Lloras, mientras te preguntas si aquella entrega en la casa desnuda fue un acto de amor. Y buscas respuestas. Sí, así podría ser siempre. Sí, su desmesura indicaba cómo podía ser vuestro matrimonio, o lo que podría haber sido. O quizá se había prostituido entre tus brazos en aquella ocasión. No. No. En la entrega con desgana de esta noche. Su entrega repetida y pasiva, la acostumbrada, la convertía en prostituta a tus ojos. Cómo acercarte, a partir de ahora, a Matilde.
Te levantaste del sillón como si hubieras sido despedido de él, catapultado, y te acercaste a los libros abiertos, a los cuadernos, a las notas, a tu ambición. El desorden que veías en tu mesa señalaba otros desórdenes. Y resolviste, de pronto, que la manera de recuperar a tu esposa pasaba por demostrar tu talento. Pero no a ella, se lo demostrarías a Ulises. Ulises lo reconocería, y Matilde asistiría a ese reconocimiento. Doble conquista. Y los uniste a los dos en el empeño.
Olvidaste las lágrimas, encendiste la luz, y te pusiste a escribir.
NOTAS
—El color de la película será el azul, como las tapas que Joyce quiso para la primera edición de Ulises.
–Se desarrollará a lo largo del día 16 de junio, fecha en la que Joyce sitúa su Ulisespara recordar el primer paseo nocturno con su mujer, Nora Barnacle.
–Ha de ser una película donde lo que importe sea el pequeño detalle.
–Homero era ciego, se dice. La ceguera obliga a mirar hacia dentro, a la reflexión más profunda. En el Ulises, Joyce obliga a sus personajes también a esa mirada, y nos lo muestra con la palabra interior, lo que algunos llaman monólogo interior.
–Podríamos darle a las escenas los títulos que Joyce dio a los capítulos de Ulises. Encontraremos ahí suficientes referencias homéricas.
–Marion Bloom (Molly) nació en Gibraltar.
–Odiseo a la búsqueda de recuperar a su esposa, Leopold a la búsqueda de recuperar el sexo que Molly le niega desde que murió su hijo Rudy.
–Joyce escribe el 15 casi como un guión, es el más cinematográfico de todos.
Buscas las claves en tus libros subrayados. Consultas los diccionarios. Es frío este amanecer, pero tú no lo notas. Tienes tabaco, café, tu máquina de escribir, papel, y están contigo Homero y Joyce. Silencio. Lees los apuntes que hiciste en los márgenes de la Odisea, los comparas con los que escribiste en el Ulises. Y te detienes en un párrafo que te llama la atención, un párrafo que no recuerdas haber subrayado, que te debió de gustar cuando lo leíste por primera vez: Nora, la esposa, fidelísima, de James Joyce, era una mujer inculta, criada de hotel cuando la conoció, jamás leyó sus libros. Tampoco Matilde lee lo que escribes tú.
Fumas mientras piensas. Perdido. Perdido de nuevo. Mejor pasar las notas que tomaste en la primera lectura de la Odisea.
NOTAS A LA ODISEA
—Primera aparición de los personajes en la Odisea: todos se quejan:
Zeus: se queja de que los mortales culpen siempre a los dioses de su infortunio.
Telémaco: se queja de que los pretendientes dilapiden su hacienda.
Penélope: llora al escuchar una canción que le recuerda a Odiseo. (Ya desde su primera aparición, representa la fidelidad conyugal.)
Odiseo: también llora, mirando al mar. Se queja de no poder regresar a Ítaca. Permanece obligado junto a Calipso, duerme con ella que le ama, él no la ama. (Los estudiosos sitúan la isla de Calipso en Gibraltar.) (Es infiel a Penélope, ya en su primera aparición.)
(Para la escena 1)
1. Exterior/día.
2. El escenario primero podría ser la torre redonda, a las afueras de Dublin, donde comienza el Ulises.
3. Penélope se mira en el espejo partido que le tiende Buck Mulligan después de afeitarse. El espejo es un símbolo del arte irlandés. El espejo partido de una criada.
4. Las voces de los pretendientes: el griterío juvenil en el cuarto de Clive Kempthorpe. (Aquí habría una toma de primer plano: una mano pulsando las cuerdas de un arpa.) Un fundido a Penélope que llora mientras escucha la música que le recuerda a Odiseo. Telémaco se aleja por la playa ante la mirada de su madre. Los pretendientes se disponen al festín del desayuno. Buck se queja de que no hay leche. Una nube de humo y vapores de grasa frita envuelven a Penélope mientras se escuchan en off las risas de los glotones.
Piensas. Fumas y miras la reproducción de Modigliani que Matilde enmarcó para ti. Una joven de cabello rojizo sentada en una silla, la cabeza ladeada y los ojos vacíos pintados de oscuro, una mirada que no ve en unos ojos que miran. Expresión lánguida, serena. Cabello rojizo. Ojos vacíos. Piensas en Matilde. Matilde, tumbada en la cama, diciéndote «Ven». Y ya no puedes escribir más.
Apagas el cigarrillo en el cenicero repleto de colillas y te diriges a la habitación de invitados. Y no puedes dormir, como ahora, no puedes dormir.
Recuperar a Matilde se convirtió en tu obsesión. Todo iría bien si la película conseguía el triunfo. El éxito dependía en gran medida de Ulises. Él debía escoger un director que rodara el guión tal como tú pensabas que debía rodarse. La gloria vendría acompañada de abundancia y le comprarías a Matilde un chalet adosado. Una casa grande, con un pequeño jardín. Una nueva oportunidad, un dormitorio común, Matilde no se atreverá a negarse a compartir su cama por segunda vez.
Conseguiste olvidar el dolor de aquella noche, la que ahora te duele, más, mucho más, en la memoria. Olvidaste el daño para poder seguir viviendo con él. Y un día, cualquier día de los días siguientes, no recuerdas cuál, te acercaste a ella; con las palmas de tus manos enmarcaste sus mejillas y le inclinaste la cabeza hacia un lado:
–¡Claro!, eres el Modigliani.
Ella sonrió de un modo casi imperceptible y te miró sin saber que te miraba:
–Entonces ¿valgo mucho?
–Ya lo creo.
Te hubiera gustado besarla. Ella lo supo, y permaneció con la cabeza inclinada.
Tú dudaste, aturdido por sus ojos cerrados. Cómo besarla sin estar seguro de que ella deseaba un beso. Mejor dárselo cuando te lo pidiera. No te lo pidió. Matilde aún esperaba todo de ti.
–Tengo que ir a ver a Ulises —dijiste.
Y la distancia entre los dos creció un poco más, hacia lo profundo, un poco más.
A partir de ese momento, cuando trabajabas, frente al cuadro de tu pintor favorito, veías a Matilde. Sentada en la silla, con la cabeza inclinada. Leías en voz alta para ella lo mejor de lo que hubieras escrito. Matilde te escuchaba en silencio desde la ausencia. Añadiste a tu mujer hermosa un nuevo valor, abandonaste la idea de que no podía leer tu obra porque sería incapaz de entenderla, y la transformaste en tu confidente. Un interlocutor mudo y extraño, clavado en la pared.
El despacho de Ulises se encontraba en la última planta de un moderno rascacielos acristalado. La vista de la ciudad desde los inmensos ventanales te llevó a pensar que no es extraño que determinada gente crea que tiene el mundo a sus pies. Si la miseria nos hace miserables, como habías creído siempre, qué hará con nosotros el poder —cavilabas, mientras te acercabas a Ulises—. Su mediana estatura se magnificaba en aquel entorno. Su sobrepeso se convertía en fortaleza. Sus ojos, pequeños y demasiado juntos, adquirían una proporción de sagacidad que no habías observado antes.
Ulises te esperaba con el director desde hacía rato.
–Lo siento, he llegado un poco tarde —te disculpaste.
–¿Otro accidente en un taxi? —replicó Ulises sonriendo.
–No, he venido dando un paseo —no le seguiste la broma—, y cuando he querido darme cuenta.
–No importa —te interrumpió Ulises—. No importa, en la espera hemos repasado sus notas. Adrián Noguera, Estanislao Valle —añadió a modo de rápida presentación—. Siéntense por favor.
El director te estrechó la mano. Estanislao Valle era una figura reconocida en el mundo del cine. Sus películas, aun huyendo del tono comercial, conseguían atrapar al gran público. Había comenzado en la profesión con el llamado en su tiempo «Arte y ensayo», y su trabajo conservaba un sello personal. Tú le admirabas, por sus premios en festivales internacionales, y nunca habías entendido el fracaso de su última película. La elección de aquel director suponía que Ulises confiaba en ti. Estanislao Valle era una vieja gloria que volvía a trabajar después de nueve años sin estrenar, y lo haría con tu guión.
–Su idea es arriesgada. Difícil. Pero interesante —te dijo—, muy interesante. Las dificultades que plantea suponen un reto para encontrar soluciones. Y a mí me encantan los retos.
Simpático, Estanislao Valle se te hizo simpático con la primera frase. El director sostenía una pipa apagada en la mano, mordisqueaba la boquilla; sus palabras resbalaban silbando desde la comisura de su boca y la pajarita anudada a su cuello se movía al ritmo que marcaba el movimiento de sus labios:
–Con su perspectiva se puede hacer un buen trabajo. Una buena película es un buen estímulo para hacerme volver.
–Hemos pensado —intervino Ulises– que sería bueno que Estanislao colaborase en el guión.
–Estupendo —contestaste sin pensarlo, creyendo que sería una colaboración limitada y externa: lecturas, consultas, aprobación.
–Bien. Estaba seguro de que aceptaría, Noguera —dijo Ulises, demasiado satisfecho a tu parecer por algo tan natural—. Estanislao y usted escribirán juntos el guión —a él le llamaba Estanislao, a ti Noguera—. Me he tomado la libertad de redactar un nuevo contrato. Por supuesto, las condiciones económicas no varían —extendió el documento sobre la mesa, y te ofreció su propia pluma sacándola del bolsillo de su chaqueta.
Firmaste. Qué otra cosa podías hacer. Tu simpatía inicial hacia el director se convirtió en recelo. Ya no aparecería tu nombre en solitario detrás de la palabra guión en los títulos de crédito.
En cada letra de tu nombre que garabateabas, sentías que te arrebataban una pequeña parte de tu idea; completaste tu nombre despacio, rubricaste, y aceptaste compartir la idea entera. Tu idea. La entregaste.
–¿Cómo está su esposa, Noguera? —te dijo Ulises mientras guardaba su pluma.
Y sin esperar tu respuesta añadió:
–Salúdela de mi parte. Por favor.
A continuación, Ulises os propuso que escribierais el guión en un cortijo que poseía junto al mar, una propiedad que heredó de su padre, muy cerca de Punta Algorba, la costa de moda que acogía a la intelectualidad y donde se celebraba todos los años un prestigioso festival de cine. Una zona tomada por pintores, escritores, cineastas, que habían acudido a la llamada de la inspiración, detrás del primero que se instaló allí. Tú siempre habías deseado ser uno de ellos. Algún día tendrías tu propio chalet, y sería otro el que te envidiaría a ti.