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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Прочая проза


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–Entonces, soy como su hija —bromeó ella.

–No. No. Mi hija no —sorprendido por su tono, vehemente en exceso, Ulises procuró seguir hablando, disimular—, no soy tan mayor como para ser su padre —una torpeza, presumir de mediana edad, pensó—. Quizá podría ser mi ahijada —no hay arreglo, qué palabra tan fea: ahijada—. Aunque mejor, dejemos las cosas como están.

Y como un niño que muestra a otro su tesoro escondido, sin ocultar su excitación, Ulises buscó una linterna en una hendidura de la roca, la encendió, dirigió el haz de luz hacia un rincón de la cueva que el sol no alcanzaba, y alumbró una caja metálica del tamaño de una maleta.

–Mi secreto —exclamó.

El metal devolvió un reflejo anaranjado. El brillo de la maleta en la oscuridad sorprendió a Matilde:

–¡Vaya!, y ¿qué hay dentro? —dijo corriendo hacia ella.

–Ábrala.

–¿Yo?

–Sí, usted.

Una colección de fotografías borrosas en color sepia, y daguerrotipos de diferentes tamaños, se amontonaba a la izquierda del interior de la caja. En el centro, varios cuadernos, apilados uno sobre otro. A la derecha, en desorden, un montón de libros. Matilde intentaba ver todo a un mismo tiempo, sin atreverse a tocar.

–Pero ¿qué es todo esto?

–Mi secreto —Ulises se agachó junto a ella, emocionado por compartir una emoción—. Mire —iluminó una de las fotografías—, cójala —Matilde la cogió—. Mi abuelo era fotógrafo, se ganaba la vida, como muchos, cubriendo actos sociales, bodas, comuniones, ya sabe. Estas son las fotografías malogradas, las que le hubiera gustado hacer bien y le salieron mal. Él encerró aquí sus frustraciones, no se las enseñó a nadie, excepto a su hijo —Ulises tomó un cuaderno y se lo mostró a Matilde—. Mi padre era abogado, un hombre de letras, los cuadernos los escribió él, novelas, malas novelas que escondió junto a las fotos mediocres de su padre.

Matilde leyó la primera página del cuaderno que Ulises sostenía en la mano, una sola palabra, escrita a plumilla en caligrafía gótica: Hiel.

Hiel.

Hiel, su tercera novela —Ulises la colocó sobre las otras, con cuidado, como si temiera romperla.

–¿Y los libros? —Matilde se lanzó a coger el que tenía más cerca.

–Mi frustración: los libros que nunca he podido leer. Los que me avergüenza no haber leído.

–¿Y por qué le avergüenza?

–Quizá porque no la conocía a usted.

Matilde buscó entre los libros, y encontró lo que buscaba: Ulises, de James Joyce. Sonrió, y volvió a dejarlo en la caja.

Ulises descubrió su sonrisa. Y sus labios, en la penumbra, se abrieron para él.































































































































































































































































































Llegaron a Aguamarina con el convencimiento de que no deberían haberse besado. Ninguno de los dos lo lamentó, pero ambos decidieron, sin decírselo al otro, que no volverían a hacerlo. Regresaron a la casa hablando del paisaje, del sol, de las rocas, del bosque, del mar. Ulises y Matilde acordaron así el olvido de un beso. Ese acuerdo fue el que impulsó a Matilde a decirte, cuando salió de la ducha y tú permanecías sentado al borde de la cama:

–Quiero irme de aquí.

Tú pensabas todavía en la arena de sus pies.

–¿Cómo?

Matilde refrenó su impulso de repetirlo, y no lo hizo. Tú no volviste a preguntar.

Aisha os anunció que el aperitivo estaba servido en el porche. Matilde se puso un vestido azul estampado con flores pequeñas. Sobre sus hombros desnudos reposaban unos finísimos tirantes, que, inservibles, resbalaron por su piel dando a su caída una provocadora indolencia.

Bajaste detrás de Matilde mirando su cabello rojizo, se lo había anudado en una trenza que le llegaba al comienzo del vestido y, al moverse en su espalda, se le colaba por el escote. Estanislao Valle se dirigió a tu mujer nada más verla, le dijo que le favorecía el peinado y aprovechó para tocarle el pelo. Ulises y Estela los miraron mientras tú mirabas a Estela.

–Es muy traviesa, se le mete por aquí —Estanislao movía la trenza de Matilde acariciando con ella su espalda.

–Han tardado más que nosotros en llegar —la voz metálica de Estela estalló en los oídos de Matilde—. Ulises conduce más rápido que Estanislao, ¿dónde se han metido, querida?

Matilde, por respuesta, se apartó de Estanislao y se dirigió a Ulises:

–Me ha gustado mucho el paisaje que me ha enseñado.

–Me alegro —replicó él mirándola a los ojos—. Me alegra muchísimo que lo haya visto.

–Ah, sí —dijiste tú—, el paisaje es precioso, deberíamos tenerlo en cuenta para los exteriores.

Zanjaste la cuestión, pero en tu mente resonaban las palabras de Matilde. Me molesta la arena en los pies. Quiero irme de aquí. Recuerdas el comentario que Estanislao añadió:

–La mezcla perfecta de lo escarpado de Ítaca y el verdor de Irlanda. ¿Qué le parece, Matilde?

Recuerdas. Las frases se mezclan en desorden. Me molesta la arena en los pies. El paisaje que me ha enseñado.

–No conozco Ítaca, ni Irlanda. Y no he leído Ulises, lo he intentado varias veces, no puedo leer más de diez páginas sin que me entre un sueño mortal.

–Hay gente que no se atreve a decir eso —la voz de Ulises se funde en tu recuerdo con la de Matilde.

–¿Por qué?

–Porque Joyce es un genio.

Recuerdas que Estela mencionó a Virginia Woolf. Me molesta la arena. Me alegra muchísimo que lo haya visto.

–La Woolf despreció el manuscrito de Joyce y se negó a publicarlo. No se preocupe, querida.

–No me preocupa en absoluto, querida.

Intentas poner orden en tu memoria, y recuperas a Matilde haciendo hincapié en la palabra querida, que pronunció separando las sílabas: que-ri-da.

Ahora es tiempo de que sepas que tu réplica aumentó el desprecio de Matilde hacia ti:

–Debemos disculpar a Matilde, no es fácil entender a Joyce —dijiste.

–No es fácil —intervino Ulises—, pero no creo que haya que disculpar a nadie por eso —sonrió a Matilde—. Yo lo he leído esta misma semana, y no por gusto, sino por exigencias del guión. Y no pido disculpas.

–Debe rescatarlo entonces del destierro —le contestó ella en voz baja.

Ves a Matilde acercándose a Ulises, contestándole apenas con un murmullo. Debe rescatarlo entonces del destierro. Y oyes a Estanislao al mismo tiempo:

–Es usted un hombre sagaz, Ulises.

Y a Estela añadir:

–Bueno, la Woolf también lo reconsideró, más tarde.

Eres incapaz de recordar cómo llegó Estela a hablar de las depresiones de Virginia Woolf. Por qué contó que la obligaban al reposo, y que el reposo la hacía engordar. Por qué relató con detalle el ambiente en el que vivía y la forma en que murió. Por qué enumeró a los componentes del grupo de Bloomsbury. Por qué se deleitó con la variedad de sus relaciones amorosas. ¿Por qué lo contó? ¿Para qué?

Pero no te preguntas ¿Para quién? Quizá por eso no sabes que desde ese momento Matilde detestó a Virginia Woolf. Se formó una imagen de la escritora sin haber leído sus libros, y decidió que no los leería nunca. Le bastó la admiración con que Estela se refería a « la Woolf » para sentir una antipatía profunda por ella. Virginia Woolf apareció ante los ojos de Matilde como una señorita privilegiada, histérica y gorda que se podía permitir el lujo de admitir que no le gustaba el Ulises, sin que nadie le dijera por ello No se preocupe, querida.

Las conversaciones se confunden con los días y con las horas, todo se confunde en Aguamarina, las noches también. Sin Matilde. En la cama, en la misma cama los dos, la distancia entre ambos era más grande aún que en vuestro apartamento, donde os acostabais en habitaciones diferentes. En Aguamarina, ella dormía a tu lado, tan cerca que podrías tocarla sin moverte apenas, y tú intentabas dormir, inmóvil, para no tocarla.

Te levantabas, agotado por tu parálisis voluntaria, y bajabas a desayunar sin que os hubierais dicho al despertar ni una sola palabra. Después del desayuno Matilde se marchaba a la playa con Estela y Ulises. Y tú y Estanislao os encerrabais en la biblioteca a trabajar. Os volvíais a reunir a la hora de la comida; tomabais juntos el café y en la tarde, vosotros regresabais al guión y los demás leían, escuchaban música, paseaban o jugaban a las cartas hasta la hora de cenar.

Matilde no soportaba la compañía de Estela, de manera que al quinto día de resistir sus chapoteos en el agua, bajó a desayunar con un libro de recetas y se excusó diciendo que no iría a bañarse porque le apetecía cocinar. Ulises no lo esperaba, pero fue rápido en buscar una excusa para evitar ir a la playa con la mujer de Estanislao. Dijo que debía resolver problemas burocráticos en la ciudad y desdeñó la insinuación de Estela:

–No conozco Punta Algorba.

–Hoy tienen la noche libre Pedro y Aisha. Si le parece, podríamos cenar todos en el paseo marítimo.

Deshecho el grupo. Estela se marchó sola a darse un baño. Ulises se sintió aliviado de la facilidad con que Matilde lo consiguió. Y tú recelaste de la libertad de movimiento que significó para ellos, de la búsqueda de oportunidades para encontrarse a solas que sospechaste en los dos. Una realidad que ambos desearon, y temieron.

–Quizá cuando regrese le apetezca acompañarnos, nos serán de utilidad sus opiniones acerca del guión —dijiste.

Ulises aceptó la invitación y tomó por costumbre trabajar con vosotros todas las mañanas. Resolviste así tus cavilaciones para todo el día, porque él y Matilde pasaban las tardes con Estela.

TERCERA PARTE






Mi tienda beduina es una esposa

tan suave como mis orillas,

que se contrae, se curva, se cimbrea.

Mas se cubrió de herrumbre: El resplandor

es peñasco sentado en el borde del rostro,

profeta de su propio llanto...

ADONIS































































































































































































































































































La primera mañana que Matilde se negó a ir a la playa con Estela, se dirigió a la cocina después de desayunar. Aisha se sorprendió al verla, porque hasta entonces ninguna invitada había traspasado su puerta, le gustó que le pidiera permiso para entrar y su sonrisa al darle las gracias, y le extrañó que una cocinera llevara un libro para guisar:

–¿Tú miras palabras y haces comida?, ¿todo junto, seniora?

Tu mujer nunca tuvo habilidades culinarias, su torpeza en el manejo de los utensilios y la sencillez con la que se burlaba de sí misma conmovieron a Aisha. La miraba preparar los ingredientes, consultando antes las recetas, pesándolos, colocándolos en el mostrador, y repasando luego las cantidades en el libro una y otra vez.

–Creo que se me olvida algo —Matilde esbozaba una sonrisa y la guardesa sonreía con ella.

Aisha se divirtió con las reacciones de tu esposa desde el primer día. Y esa misma mañana ya compartieron las carcajadas, cuando su gata entró por la trampilla de la puerta que daba al jardín. Tu mujer no la había visto, la gata pasó a su lado y le rozó las piernas con el rabo. Matilde pegó un grito y el animal se escondió en la alacena.

–No asuste, seniora, es Nigrita—Aisha buscó a su gata y la cogió en brazos—. Tú das miedo, ella susto tamién. Gatita bunita no asuste, seniora Matilde buena —le acarició el lomo y la besó. La gata ronroneó contra el pecho de Aisha—. ¿Ves, seniora?, si tú carinio a Nigrita, Nigritacarinio a ti. Ven, toca.

–Es que me dan un poco de miedo los gatos.

–Nigrita hace no nada. Ven, toca a lo primero un poco pequenio. Tú más grande que gata y Nigritano miedo a ti si tú toca. Ven, toca.

Aisha tomó la mano de Matilde y la pasó sobre el pelo suave y negro del animal. Negrita levantó la cabeza, Matilde dio un respingo y Aisha soltó una carcajada.

Trabajaron juntas, rieron juntas. Y a partir de entonces, Matilde acudió a la cocina cada día y pasó las horas hablando con Aisha y perdiéndole el miedo a su gata.

La confianza dio paso al cariño. Aisha descubrió que podía mantener con Matilde conversaciones de mujeres. Y Matilde descubrió el mundo de Aisha.

Aisha. Tú conociste su historia a través de Matilde. Tu esposa te contaba cada noche, con detalle, sus charlas matinales. Tú le pedías que te hablara de Aisha, tan sólo por escuchar a Matilde. Creías haber encontrado un tema que no os comprometía a ninguno. Y ella pensaba que lo hacías para participar de su intimidad. Y ahora te das cuenta —y ya es tarde– de que compartió contigo sus emociones sin que tú lo supieras. Y también las de Aisha.

La guardesa le contó a Matilde que salió de Marruecos con dieciséis años. Abandonó a su padre y a su madre, a sus hermanos, a sus tías y a sus amigas, y a pesar de que había pasado ya mucho tiempo ni un solo día había dejado de pensar en ellos.

Aisha llevaba siete años casada con Pedro. Se encontraron en una clase de alfabetización, ella había ido a aprender el idioma y Pedro a leer y a escribir. Los dos conocieron las letras a la vez, y a la vez supieron juntarlas para formar palabras.

–La vida empuje a Aisha a aprender, para papeles necisito espaniol.

Había solicitado la nacionalidad, y uno de los requisitos indispensables consistía en una entrevista con un juez que valoraría su nivel del idioma.

Cuando conoció al que sería su marido, empezó a superar el dolor de un naufragio, y el pánico que la acompañaba desde que sobrevivió al hundimiento de una patera.

–Aisha no morí, mi Munir sí morió.

Ella recuerda cómo su novio cayó al mar, sus ojos de espanto, la profunda tristeza que vio en ellos cuando supo que la miraba por última vez. Sueña todavía con esos ojos abiertos, muchas noches. Aisha se lanzó tras él para intentar salvarle. Ella viajaba abrazada a su bolsa de basura, donde llevaba ropa seca como único equipaje, y la soltó cuando lo vio caer.

–Todo lo mío en borsa plástico, no sitio, muchos hombres y mujeras en barca pequenia. Noche, muy noche, no luna, muy noche. Mucho aire. Olas más muy grande que barca. Aisha mucho miedo agarré borsa y vi hundirse Munir y tamién hundió y escapó borsa. Todo lo mío agua.

No sabe nada más, del mar recuerda el peso de sus ropas adheridas a su cuerpo, tirando de ella hacia el fondo.

Y al despertar, estaba seca. Aisha le contó a Matilde que abrió los ojos en una casa de acogida. Alguien la llevó allí, no sabe cómo, no sabe cuándo, no sabe quién.

Un olor a desinfectante la espabiló, y se encontró sola y pequeña en un antiguo hangar, adaptado a dormitorio de mujeres en un centro de ayuda al refugiado. Desde la litera contigua a la suya, una mujer la miraba. Farida. Superviviente de otro naufragio. Ella le dijo que los que llegaban en pateras se reunían en casas abandonadas. Allí se volvían a encontrar los que se habían dispersado en la carrera hacia la playa. Entre escombros se recibían noticias de los que no habían conseguido alcanzar la costa, de los que fueron detenidos al desembarcar, y también de los ahogados. Con Farida asistió por primera vez a un encuentro con inmigrantes ilegales, ella buscaba a su marido y a sus tres hijos, y Aisha buscaba a Munir.

Día tras día acudió Aisha a aquellas ruinas que aumentaban su desolación. Al principio esperaba encontrar a su novio, y después a alguien que lo hubiera visto morir, o alguno que hubiera visto a quien lo vio.

Aisha y Farida transformaron juntas el motivo de su búsqueda, primero esperaban hallar a los suyos, después necesitaron rastrear los cadáveres. El ánimo de verlos con vida desapareció poco a poco. Ambas convirtieron su inquietud en certeza al mismo tiempo, y compartieron idéntico desaliento: la ausencia de la confirmación de sus difuntos. Y se resignaron a que jamás volverían a ver a los que amaban, ni vivos ni muertos.

Aisha encontró en Farida el consuelo. La aliviaba con su ternura y con la forma que tenía de llamarla: Auisha, el diminutivo de su nombre que siempre había negado a los otros porque la hacían sentirse una niña pequeña. Juntas rezaban sus oraciones y juntas pasaban hambre en el Ramadán.

De Farida aprendió que debía mentir a la policía si le pedían los papeles. Fue ella quien le enseñó a adaptarse a su situación de ilegal. Tenía que darles un nombre falso, y decir que era argelina, para que no la expulsaran del país. Farida le enseñó a Aisha los trucos que había aprendido nada más llegar.

A las dos las detuvieron juntas. Pidieron un recurso de acogida, pero sólo una vez. Tuvieron suerte. Juntas acudieron al programa de alfabetización, y juntas conocieron a Pedro, y a Yunes.

Pedro se enamoró de Aisha nada más verla. Y Aisha se fue enamorando poco a poco.

–Aisha pena nigra en alma. Tarda olvido.

Aisha consiguió la nacionalidad después de cinco años de trámites, cuando ya estaba casada con Pedro. Y Farida y Yunes no consiguieron papeles jamás.

–Guapo Yunes argelino moreno rizos en pelo. Farida enamora y casan antes Pedro y mí. Tú conoce algún día. Farida tamién guapa, grande pero guapa enamora a Yunes tamién.

Y Aisha le cuenta a Matilde —y después ella te lo contaría a ti– que Yunes escapó de Argelia huyendo del integrismo, cuando un grupo parapolicial asesinó a su hermana Maryam, casada con un profesor universitario, embarazada de ocho meses. Le atravesaron el vientre antes de degollarla, para que no naciera otro intelectual. Y después, mataron a su marido.

Fugitivo a través de Marruecos, Yunes llegó a pie a Calamocarro, un miserable campamento a las afueras de Ceuta, y allí volvió a sentirse acosado, recluido en un lugar infecto, rechazado por los ciudadanos que prefieren ignorar la miseria que les viene de fuera, y obligan a los fugitivos a alzar sus propias murallas.

–A Yunes aprieta corazón en Calamocarro. País de él está en muy dentro de Yunes. Dice muralias pero no muralias, sólo canias y yerba hacen pared y cartones tamién donde vive. Mucho tarda venir en España a vivir y llora.

Matilde se había llevado las manos a la boca para reprimir un grito, cuando escuchó la historia de Maryam. Ahora se tapaba la cara.

–Yunes busca en ruina noticias pueblo suyo. Dicía que a veces más muy bien alguno veniera de allí. Farida, Yunes, Pedro y Aisha todas semanas primero todos estamos en ruina después menos.

Yunes convenció a las mujeres de que dejaran de buscar a sus muertos. Y las dos comenzaron a esperar noticias de los que habían dejado en Marruecos.

–¿Y nunca escribiste una carta?

–Aisha mucha culpa dentro. A lo primero pena madre de Munir, espero que aparece para no dicir que no aparece, después pena más grande escribir que muerto, después vergüenza no escribido antes.

Con Pedro, y con sus amigos Farida y Yunes, asistía a las reuniones periódicas en casas abandonadas. Ella no había perdido la esperanza de encontrar entre los recién llegados a algún familiar o conocido que le trajera noticias de su pueblo. Pedro quiso llevarla a Marruecos en más de una ocasión, pero ella se negó siempre, Aisha pensaba que la añoranza era un castigo y que los castigos deben cumplirse para limpiar el alma. Los intentos de su marido para que abandonara la dureza con la que se trataba a sí misma fueron siempre en vano, y la llevaba a Punta Algorba cada vez menos, para evitarle la desolación del regreso de una búsqueda inútil.

La intimidad. Matilde escuchó las confidencias de Aisha, y ella las de Matilde. Con Aisha verbalizó tu mujer sus temores. A ella le confesó que estaba perdiendo al hombre que amaba. A ella le dijo que te perdía, sin saber el porqué, pero que no se sentía culpable, como Aisha tampoco debía sentirse por la muerte de su novio.

Matilde le contó a Aisha tu historia, y a ti te contó la historia de Aisha. De noche, frente a la ventana de vuestro dormitorio, conmovida, emocionada, compartiendo contigo el insomnio. Y tú, ahora, no puedes dormir.































































































































































































































































































No puedes dormir. Y pasas las noches sentado ante la reproducción del Modigliani que Matilde enmarcó para ti, recordando a Ulises, a Estanislao, a Estela, a Pedro y Aisha, a Yunes y Farida. Analizando el hecho que ves con claridad: la influencia que ejerció cada uno de ellos en Matilde, porque sabes que tu mujer comenzó a marcharse al tiempo que ellos comenzaron a llegar. Desmenuzando la historia, intentas reconstruirla con los detalles que puedes manejar. Soportando el sabor amargo de los datos que no conoces.

Sabes que Estanislao Valle comenzó a ausentarse del despacho cuando Matilde dejó de ir a la playa. Todas las mañanas abandonaba el trabajo durante cinco o diez minutos. Se ausentaba con una pequeña excusa, pequeña, para un período pequeño de tiempo, sin molestarse mucho en buscar: necesidades fisiológicas, tomar un poco de aire, algún objeto olvidado en su habitación. Pero no sabes que eran torpes intentos de encontrarse a solas con tu mujer, ni que Ulises lo sospechó enseguida y esperaba inquieto su regreso.

Matilde se dio cuenta de las intenciones de Estanislao la primera vez que lo vio entrar en la cocina. Ella untaba mantequilla con los dedos en el fondo de una flanera. Negrita se enredaba en sus pies. Aisha dejó de rallar limones y fue a coger a su gata para que Matilde no se asustara.

–¿Nicisitas algo el senior?

–Sí, por favor, un vaso de agua.

–Agua Aisha coloqué hielo tamién en el carrito de bibidas como siempre esta maniana, senior, o ¿olvidé?

Estanislao no respondió, se quedó absorto en las manos de Matilde, sus dedos resbalando en círculos, cremosos, acariciando el interior del molde. Matilde advirtió en su mirada su secreta lascivia. Se limpió en el delantal la mantequilla adherida a sus manos, sin lavárselas siquiera:

–Vamos, Estanislao. Le daré agua fresca.

Aisha se acercó a él, desconfiando de su posible despiste:

–¿Aisha olvidé agua, senior?

Él se marchó sin contestar mientras Matilde le servía un vaso.

Cuando Estanislao regresó al despacho, propuso trabajar en la escena donde Leopold Bloom prepara el desayuno para Molly. Planteó que podríais darle un ambiente sensual. Tú aceptaste su propuesta y comenzaste a escribir, sin saber que Estanislao te lo pidió pensando en Matilde.

Secuencia 2

Interior/día.

Leopold-Molly-Gata negra.

Leopold unta de manteca el fondo de una sartén para freír unos riñones. Los come con deleite. La gata ronronea, lustrosa y brillante, negra, pasea alrededor de la pata de la mesa haciendo sonar su cascabel. El sonido se funde a un tintineo de arandelas metálicas, de la cama de Molly, que espera su desayuno, semidesnuda. Tendida espera las tostadas que su marido unta de mantequilla en la cocina, una, dos, tres, despacio, la mantequilla se desprende del cuchillo y se adhiere cremosa al pan. Leopold deja el cuchillo, unta con los dedos la mantequilla que Molly se llevará a la boca, y se pasa la lengua por los labios.

Durante la comida, Estela quiso saber en qué secuencia habíais trabajado por la mañana. Preguntó a Estanislao. Y tú le contaste la escena delante de Matilde. Ella oyó de tus labios la sensualidad que pretendíais plantear, y se escandalizó al escucharte describir cómo Leopold Bloom untaba con los dedos la mantequilla. Se ruborizó, al escuchar a Estela:

–Genial, no es necesario dar más claves, Bertolucci ya usó la mantequilla como una referencia sexual.

En ese momento Aisha se disponía a servir el flan de limón que Matilde había preparado. Tú no supiste por qué Matilde se levantó mirando a Estanislao. Por qué le arrebató a Aisha el postre de las manos.

–Lo siento, Aisha. Perdónenme, acabo de recordar que no le puse azúcar, no podemos comerlo.

Se retiró con Aisha a la cocina y lo arrojó a la basura. No estaba dispuesta a que Estanislao se llevara el flan a la boca. Ahora lo sabes.

Desde entonces, Matilde huyó al jardín por la puerta de la cocina siempre que llegaba Estanislao. Aisha entró en el juego, la avisaba cuando le oía acercarse y la rescataba de su escondite cuando ya se había marchado. Las dos mujeres se divertían con la torpeza del director.

–Corre, corre, seniorita, oigo pies en suelo de senior que pide agua y no bebe agua.

Matilde escapaba y Negritase iba con ella. Cuando Aisha iba a buscarla, tu mujer regresaba con la gata en brazos.

–¿Ves? Nigritacarinio a ti. Aisha gusta que tú carinio a Nigrita.

Estanislao continuó yendo a buscar agua fresca y marchándose sin haber bebido, hasta que un día encontró a Estela a su regreso de la playa y abandonó sus excursiones.

–¿No estás trabajando, cariño?

–Vengo del baño —le contestó, señalando la puerta de la cocina.

–¿De qué baño?

–No, es que después he ido a beber agua —su turbación le delató.

–No mientas, Estanislao.































































































































































































































































































Había pasado más de un mes desde que llegasteis a Aguamarina. Se mantenía entre vosotros una entente cordial que evitaba que surgieran los afectos. Tú continuaste respondiendo al coqueteo de Estela para provocar los celos de Matilde. Estanislao medía sus galanteos hacia ella, vigilado de cerca por su esposa, intimidado por las miradas de Ulises. Y él y Matilde reprimían su deseo de recordar un beso.

Tu mujer alimentaba el cariño de Aisha en sus conversaciones de cocina, a las que ambas permitían que se sumara Pedro, pero sólo de vez en cuando.

–Anda, Pedro, vete que seniora y Aisha hablan de mujeras y tú no entiende.

–Señora Matilde, tenga cuidao con ésta, que es muy mandona. Y aunque le parece chica es más grande de lo que parece.

A Matilde le gustaba escuchar a Pedro, le exigía mucha atención poder comprenderle, y el esfuerzo le valía después para entender mejor a Aisha, porque ella había aprendido a manejar el idioma con él.

–A mí me hizo que me hiciera musurmán, porque ésta no se casaba con un cristiano. Ven mal eso de casarse con un cristiano, ¿sabe? Y yo tuve que pasar por el aro, y pasé, claro que pasé, porque esta cosa tan chica me tenía sorbío el seso. Y otavía me lo tiene y son muchos años pa mayo. Pero el nombre no me lo cambió, no señora, el nombre que me dio mi madre no me lo cambian a mí tan fácilmente, aunque por casi lo consigue la morita y a lo primero de conocerla atendía yo por Butrus —Pedro se quedó pensativo unos instantes—. ¿A usted le gusta Butrus, señora Matilde?

–La seniora y Aisha hablamos la mitad de una cosa que a ti no interesa, Pedro.

–Aisha, déjale que se quede un ratito.

–Seniora, tú sabe que Pedro tiene cabezota, se queda cuando quiere cuando no quiere no se queda pero Aisha no hablo de boda delante de Pedro.

Aisha siempre encontraba un tema del que no pudiera hablar delante de Pedro. Y él se marchaba refunfuñando.

–Butrus, Butrus, ésa no es manera de llamarse ninguno que tenga argo de conocimiento.

En el fondo, a Aisha le gustaba más conversar con Matilde, las dos solas. A ella le podía contar que no le molestaba que Pedro no hubiese arabizado su nombre. Aisha le llamó Butrus el día que lo conoció, porque le costaba mucho pronunciar Pedro, pero después aprendió, y como Butrus no era un nombre musulmán, sino la traducción del San Pedro cristiano, le daba igual llamarle Butrus que Pedro. Y él siempre creyó que Aisha había cedido en algo.

Con Matilde podía lamentarse de las diferencias de sus bodas. La real, la que hizo con Pedro, y la imaginaria, la que podría haber celebrado con Munir en Esauira.

Si Aisha se hubiera casado en Esauira, su boda habría durado tres días. La fachada de su casa estaría adornada con bombillas de colores y dentro no dejarían de sonar las arbórbolas, el pandero y la gaita; toda la vecindad se enteraría de la fiesta. Fatma y Malika, sus dos tías más pequeñas, casi de su misma edad, habrían ido a su casa una semana antes y se habrían quedado a dormir con ella, como todas sus primas, las demás tías, sus hermanas, las amigas, las amigas de su madre y las vecinas. Las mujeres habrían llegado con sus maletas, alborotando, cantando arbórbolas desde el momento de traspasar el umbral y ver a Aisha. Entonarían canciones de boda mientras amasaran harina para las pastas de té, y gritarían el uel uel cada vez que apareciera la novia o se cruzaran con ella por la casa.

–Fatma y Malika persiguen a Aisha toda la casa para cantar todo el rato, si caso en Esauira. Siempre mucho reímos juntas siempre más amigas que tías de Aisha.

Aisha resplandecía al contar su boda en Esauira. Al imaginarla en voz alta se emocionaba de tal modo que parecía que la hubiera vivido realmente.

Los regalos del novio llegarían en bandejas, en procesión por la calle, acompañados de música y al descubierto, sin envolver en papel. Munir le habría enviado un cinturón de oro, ropa interior de nailon, y una caja de maderas de diferentes colores hecha con sus propias manos. El padre de Munir mandaría aceite, azúcar, harina, una jarra de miel, y un toro, para dar de comer a todos los familiares que acudieran a casa de la novia.

Su madre habría contratado a Salima para que embelleciera a Aisha, la misma mujer que había adornado a Malika y a Fatma. A ella le alquilaría los collares, los pendientes, unos aros enormes con colgantes de abalorios y flecos de oro, las pulseras, y una diadema jalonada de piedras brillantes que Aisha ceñiría en su frente, y que también sus tías alquilaron.

Salima le pintaría las manos y los pies con alheña, el primer día. Las mujeres amasarían los dulces y Aisha, vestida de blanco, con una túnica sencilla y un velo, miraría los dibujos finísimos que la alheña dejaba en sus manos, diferentes en cada palma, intentando aprendérselos para que fueran un regalo en su memoria. Con paciencia, soportando la postura incómoda, se abandonaría al frío de la alheña en su piel, sin dejar de mirar los dibujos florales y geométricos que parecían enfundarla en guantes de encaje.

Fatma y Malika habrían sido las encargadas de vendarle las manos y los pies con trapos blancos, cuando Salima hubiera acabado su trabajo. Aisha permanecería sentada y envuelta durante varias horas, hasta que la alheña se secara. Y esa noche, alquilarían el hamam y lo convertirían en una fiesta exclusiva para las invitadas a la boda de Aisha, que la habrían acompañado cantando canciones y arbórbolas hacia el baño público, donde el agua arrastraría el barrillo negro de alheña y sus manos y sus pies aparecerían teñidos de filigranas rojizas. Durante los quince días siguientes, el tiempo aproximado que tarda en desaparecer el tinte, Aisha seguiría memorizando cada línea dibujada en sus manos para que no se le borraran nunca.

Toda la vecindad se enteraría al verlas en procesión hacia el hamam, al escuchar los cantos de boda, de que la madre de Aisha casaba a su hija.

–Por si alguno no sabe con bombillas en casa de Aisha, y panderos y gaitas y uel uel.

–Aisha, nunca he oído una arbórbola. ¿Puedes gritarla para saber cómo suena? —le suplicó Matilde.

–Mala sombra si no es en fiesta, seniorita Matilde. Sólo en fiesta.

Aisha se negó a gritar, pese a la insistencia de Matilde.

–Sólo en fiesta. Contrimás, los seniores trabajan más muy cerca. Susto grande si Aisha uel uel.


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