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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Прочая проза


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–Mi casa se llama Aguamarina, tiene nombre de color azul, como su guión.

–Y como la piedra preferida de Molly Bloom —replicó Estanislao Valle. Tú le miraste en silencio, imaginando que su pajarita se podría echar a volar de un momento a otro—. Me parece una idea estupenda. Conozco el cortijo, es ideal para la concentración, nadie nos molestará. Trabajando allí los dos juntos, podríamos acabarlo en un par de meses.

–Un lugar aislado. Un sitio tranquilo para trabajar. Lleve a su esposa, Noguera —te sorprendió que Ulises hiciera la invitación extensiva a tu esposa y no mencionase a la de Estanislao—, yo iré a verles. Tengo que asistir al estreno de la película de Fisher Arnld, podremos ir juntos.

Aceptaste, de nuevo sin consultar a Matilde.































































































































































































































































































La reacción de Matilde no te extrañó, la esperabas. Desde el momento en que le anunciaste el viaje empezó a quejarse, primero por no haberle consultado, después por abandonar su casa recién estrenada. Rincones recién descubiertos.

–¡Dos meses! ¿Por qué no puedes ir tú solo?

–Ulises insistió, no pude rechazar la invitación —mentiste—, Además, siempre hemos dicho que una de las ventajas de mi trabajo es que no tenemos que separarnos, que tú puedes estar a mi lado mientras escribo.

Inquieta. La veías inquieta. Revolver los armarios, los cajones, decidiendo qué ropa llevar. Excitada. Enfadada contigo. Nerviosa. La veías andar deprisa; olvidar el destino de sus pasos y regresar, recorriendo la casa de un lugar a otro. Nerviosa y triste. Nerviosa y alegre. Pero siempre nerviosa.

Y a veces inmóvil, de pie, parada ante la puerta de tu estudio. Tú no te diste cuenta de que dudaba. Entrar, no entrar.

El miedo. El cortijo de Ulises. Tiempo. Oportunidad de estar a solas con él, a solas. Tiempo. Qué temía. Tú no se lo preguntaste. Tú nunca le pediste que te hablara de Ulises.

Y cuando la veías ante tu puerta sonreías, vanidoso, suponiendo que te estaba observando. Y te hacías el interesante, al creer que te contemplaba trabajar. El Modigliani de pie frente a ti, con la cabeza inclinada y triste. Nunca la invitaste a pasar.

La víspera de vuestra partida, Ulises os invitó a cenar en su casa con Estanislao Valle y su esposa. Frente al espejo, Matilde se acicalaba con esmero. Tú no le habías dicho Ponte guapa. Pero ella se arregló, aunque no para ti.

Llegaste al cuarto de baño cuando perfilaba sus labios. La viste de espaldas, semiinclinada sobre el lavabo. Matilde no te vio. Un gran escote dejaba al descubierto su columna vertebral. Sus vértebras —pensaste– parecían un adorno que dividía su espalda; besarlas, una a una. Matilde se giró para coger la barra de labios, sus vértebras formaron una curva de cuentas palpables que arrancaba en la nuca, tocarlas, una a una. Y viste sus ojos sombreados, su mirada ciega, oscura, dirigirse hacia ti. Sin decirte nada, siguió arreglándose. El carmín se adhería a sus labios con una suavidad obscena. Rojo tierno. Rojo jugoso. Rojo. Un rojo cegador, luminoso y lascivo que hubieras querido robarle con tu boca.

–¿Me quieres? —se te escapó la pregunta. Se te escapó.

–Pues claro.

–Entonces déjame que te bese.

No pediste un beso. Pediste permiso para besar. Pediste permiso. En lugar de acercarte y ofrecerte a Matilde. En lugar de acercarte y que ella se ofreciera.

–Acabo de pintarme los labios —dijo por toda respuesta. Y se perfumó con el tapón de un pequeño frasco de esencia.

Matilde perfumada y radiante. Salió del cuarto de baño dejándote allí. El espejo te devolvió tu dolor en una mueca. El daño. Tu obsesión crecida: cómo acercarte a Matilde.

La espalda de Matilde regresa para señalarte su huida.

Ella seguía a la doncella en la casa de Ulises. Y tú, detrás de los dos, caminabas con la impresión de que Matilde tenía prisa. Cuando se abrió la puerta del salón, tu productor se dirigió a tu esposa. Fue Ulises quien apresuró sus pasos cuando la vio entrar. Fue él quien caminó hacia ella, con las dos manos extendidas.

–Prometo no pedirle perdón nunca más —oíste que le decía mientras le estrechaba las manos—. ¿Me cree, Matilde?

–No sé.

Ulises se echó a reír. Ella se libró de sus manos y se apoyó en tu brazo. Matilde tímida. Ulises te saludó, efusivo y amable:

–¿Cómo está, Noguera? —sin darte tiempo a contestar—. Estupendas las notas que me envió ayer. Estupendas —añadió.

Tú no le escuchabas, ¿por qué debía pedir perdón a Matilde? ¿Se lo había pedido alguna vez? ¿Por qué se lo había pedido? ¿Por qué debía dejar de pedírselo?

–¡Qué hermosa está! —le dijo.

–En su honor —replicó ella, aunque no hubiera querido decirlo.

Matilde coqueta. ¡Coqueta! ¿En su honor? Caminabais hacia el director y su mujer, que se levantaron del sofá al veros entrar. ¡En su honor! Ulises hizo las presentaciones.

La mujer del director se llamaba Estela.

–Estela, buen nombre para la esposa de un director de cine —bromeó Ulises.

Estanislao Valle y su mujer se encontraban cómodos en aquel salón. Te diste cuenta enseguida. Pertenecían al mundo que tú querías alcanzar. Sabían moverse entre el lujo, sin asombro, conscientes de que les pertenecía por derecho. No esperaron a que Ulises os invitara a sentaros, ellos mismos os hicieron un ademán mientras tomaban asiento. Sus copas vacías señalaban que llevaban allí bastante tiempo. Ulises debió de citarlos antes que a vosotros, cavilaste desconfiado, casi envidioso. A los pocos minutos de vuestra llegada, el tiempo justo para no faltar al protocolo, os anunciaron que la cena estaba servida.

Estela era una mujer pequeña, casi diminuta. Su media melena, lisa y rubia, le tapaba la mitad de las mejillas y dejaba asomar la punta superior de sus orejas. Su cara ovalada enmarcada por el cabello, como en una figura del Renacimiento italiano, te sorprendió por su palidez. Envolvía la velocidad de sus movimientos con una elegante cadencia, y su registro de voz atiplado, estridente, le daba un contraste vulgar. Tú no dejabas de observarla. Si permanecía en silencio, te parecía un Botticelli en miniatura, y en el momento en que abría la boca, se transformaba en la prima donna de una mala opereta.

Estela era una mujer acostumbrada a acompañar a su marido, importante en los círculos importantes, y había sabido nutrirse como consorte de la importancia de él. Te impresionó su desenvoltura. Sabía manejar el barniz cultural con el que se adornaba, hacerlo brillar en el momento adecuado, demostrando que tonta, lo que se entiende por tonta, no era. Dominadora de situaciones, conseguía sin dificultad atraer la atención. Hábil sabiduría, centro del centro.

Intuitiva y perspicaz, a Estela no le pasó desapercibido tu interés por ella. Os sentaron juntos a la mesa; Matilde frente a ti, a su lado, Estanislao y presidiendo, Ulises.

La conversación partió de los orígenes brasileños de Estanislao y derivó hacia la cultura portuguesa. Estela se inclinaba mimosa sobre tu hombro mientras hablaba del sebastianismo de Fernando Pessoa. Sus conocimientos eran lo suficientemente amplios como para que no se notara que recordaba todo lo que sabía. Matilde la escuchaba en silencio y al oírla, le vino a la memoria aquella definición que oísteis juntos: La cultura es lo que queda después de haberlo olvidado todo.

La actitud seductora de Estela te asombró por su elegancia descarada, por la sutil complicidad que intentaba crear. Te miraba a los ojos con tanta ternura que tuviste que desviar la mirada, para no caer en su mimo con demasiada obviedad. Ocupado en ella, halagado por sus lisonjas, no advertiste que Estanislao Valle intentaba tocarle las piernas a Matilde por debajo de la mesa.

Estanislao practicó el arte de la seducción revestida del encanto de lo secreto —al contrario que su pareja, que actuaba sin ocultarse—. El director pasaba su brazo por el hombro de Matilde mientras acercaba su pierna a la de ella con notable intencionalidad y complacencia. Tú no te diste cuenta, pero Ulises miraba a Estanislao con recelo, y observaba la reacción de Matilde, su rigidez, su desconcierto.

–El sebastianismo de Pessoa es una idea demasiado romántica para una persona como él, ¿no le parece, Estanislao? —dijo Ulises para ayudar a Matilde.

El director retiró su brazo del hombro de tu esposa y deslizó con disimulo la mano bajo la mesa. Matilde se ruborizó de inmediato.

–La vuelta del rey don Sebastián es una metáfora —contestó Estanislao manteniendo la mano en la rodilla de Matilde—. Para Pessoa, es el regreso de la gloria a Portugal. La profecía de Bandarra se cumpliría con el advenimiento del Quinto Imperio.

–¿Cómo se encuentra, Matilde? —Ulises miraba a Estanislao cuando le hizo a tu mujer esa pregunta—. La noto un poco inquieta.

La mirada de Ulises hizo que la mano de Estanislao regresara a la mesa. Estela advirtió el movimiento, fijó sus ojos en los de su marido y dejó de coquetear contigo.

–¿Y a usted, querida, qué le parece el sebastianismo de Pessoa? —Estela se dirigía a Matilde, y ella sintió la pregunta como una agresión.

Tú viste que Matilde cogía aliento. Había asistido contigo, no hacía demasiado tiempo, a unas jornadas sobre poesía portuguesa. Allí, en uno de esos cenáculos de la cultura a los que acostumbrabas a llevarla, se habló del sebastianismo, y rogaste a los cielos que ella recordara algo.

–No conozco bien a Pessoa. Pero me gusta mucho la historia del rey don Sebastián. Me gusta el nombre de la batalla donde le matan, Qazalquivir.

–Alcazarquivir —le corregiste tú, y quisiste continuar por ella—. Estoy de acuerdo en que la metáfora de.

Matilde te interrumpió, recuperó la palabra manteniendo la mirada de Estela.

–Eso, Alcazarquivir. Las murallas de Alcazarquivir. Es un nombre precioso. Me gusta el nombre, da para crear la historia. Un rey al que nadie ha visto morir —Matilde había engolado su entonación, favoreciendo el contraste con la voz chillona de su oponente, y lanzaba su impostura contra Estela como quien lanza una piedra. Encendió un cigarrillo—. Un rey que muere tan joven; eso el pueblo no puede aceptarlo y crea el mito del regreso. El rey desaparece, para luego volver no se sabe cuándo.

Matilde elocuente. Respiraste aliviado.

Y ahora, al evocar la grandilocuencia de Matilde, ves la mirada ciega que te dirigió desde el espejo cuando se arreglaba para acudir a la cena; no se maquillaba el rostro, se pintaba la máscara para acompañarte a la representación.

La charla continuó con Matilde, no como mero figurante, en aquella ocasión tenía un papel, y tú la escuchaste con orgullo soltar su parlamento. Ignorabas entonces lo que descubres en este insomnio: que se burlaba de ti, de Estanislao y de Estela.

En cambio Ulises desentrañó la farsa íntima de Matilde desde que comenzó su verborrea, y respetó su actuación. Asistió en silencio a la comedia y tomó la réplica cuando ella dio por concluida la escena.

–Tomaremos el café en el salón —dijo.

Los ojos de Matilde se encontraron con los suyos, y ambos descubrieron en el otro la tristeza. Pero tú no lo viste.

No lo viste. No te extrañó que Estanislao buscara sentarse al lado de Matilde para tomar café. Ni advertiste el recelo de Estela, el especial cuidado en imponer su presencia y la forma en que llamaba a tu esposa: «querida», repitiendo la palabra detrás de cada frase, quitándole su sentido, cargándola de indiferencia.

Estela se sentó al borde del sofá, buscando una postura que no dejara sus piernas colgando, esforzándose en mantener los pies en el suelo. Se colocó a la derecha de Estanislao, que ya se había sentado junto a Matilde. Ulises y tú os acomodasteis frente a ellos, cada uno en un sillón, de manera que el juego a cuatro manos, practicado por el matrimonio en la cena, quedó reducido a una vigilancia estrecha.

La proximidad de Estela consiguió que los intentos de seducción de su marido fueran bastante más discretos, un leve roce en el hombro al dirigirse a tu mujer, una mirada furtiva a su escote.

Ulises no dejó de buscar los ojos de Matilde, pero ella no le miró ni una sola vez. Tú no te diste cuenta. Discutías con Estanislao la mejor manera de viajar al cortijo.

–No quiero causarle ninguna molestia.

No deseabas causar molestias. Tú no tenías ningún medio de locomoción, ni siquiera habías sentido nunca la necesidad de sacarte el carnet de conducir. Pretendías ir en tren, como te desplazabas siempre, con Matilde, a pesar de que Estanislao se había ofrecido a llevaros en su automóvil. No te diste cuenta de que el director te contestó girándose hacia Matilde. No viste que tu mujer tenía los brazos cruzados y que Estanislao le cogió una mano, y la mantuvo cerca de su pecho mientras hablaba:

–Es absurdo que ustedes vayan en tren —su mano demasiado cerca del pecho de Matilde—. Tengo un coche muy grande, amplio y cómodo. Para mí no es ninguna molestia, todo lo contrario. Me aburre viajar solo. No admito su negativa, Noguera.

La esposa del director no aceptó la copa que Ulises ofreció después del café.

–Es mejor que nos marchemos, Estanislao. Estoy muy cansada.

Estanislao se levantó al instante y estrechó tu mano y la de Ulises. Al despedirse de Matilde, la besó en los labios con tanta naturalidad que a ella apenas le sorprendió; habría creído que era una costumbre brasileña si no llega a advertir el reproche en los ojos de Estela. Se marcharon después de invitaros a cenar en su casa cuando se terminara el guión. Prometisteis ir.

Matilde aprovechó el movimiento de las despedidas para pedirte que os retirarais también.

–¿No quiere beber algo, Matilde? —como si fuera una súplica, Ulises repitió la pregunta—. ¿De verdad no quiere una copa, Matilde?

Matilde no le contestó. Se dirigió a ti:

–Es tarde.

Tú hubieras deseado quedarte. Los tres a solas. Aumentar vuestra intimidad con Ulises.

–Podríamos tomar una copa rápida.

–Es tarde, y todavía no he preparado el equipaje.

–Tendrás tiempo mañana, nos recogerán a las diez.

–Es tarde —repitió.

No quisiste insistir. No quisiste obligar a Matilde a quedarse.































































































































































































































































































SEGUNDA PARTE






Oye a quien responde en un murmullo:

necesitas una compañía ajena al universo,

explicar a lo invisible tus desgracias, vivir la

creación como tu propia naturaleza.

ADONIS































































































































































































































































































No estaba previsto que Estela acudiera a Aguamarina, pero en el último momento, y sin que tú sospecharas el porqué, decidió acompañar a su marido. Ulises llamó por teléfono para comunicártelo. Tú te encontrabas en tu estudio preparando los libros que querías llevar al cortijo. Matilde ultimaba detalles del equipaje, fue ella quien descolgó el auricular.

–¿Lo ve? Yo no tenía por qué creer que no volvería a pedirme disculpas —oíste que decía—. No, no. No se preocupe por eso, lo pasé muy bien —tú dejaste lo que estabas haciendo, y permaneciste inmóvil para oír mejor—. De acuerdo —dijo después de un silencio larguísimo—, hablaremos de eso. Le paso con Adrián.

Ulises te comunicó los cambios en los planes de viaje. Estela se unía a la aventura; y él también. El proyecto era demasiado importante, no le parecía oportuno limitar su presencia en Aguamarina a simples visitas.

–No quiero perderme la gestación de la criatura —te dijo riendo—, le prometo que no molestaré.

Palabras rápidas, un comunicado cortés. Su conversación con Matilde había durado más. «Hablaremos de eso», había dicho ella. Te hubiera gustado preguntarle qué era «eso» de lo que tenían que hablar. Pero no lo hiciste. Te limitaste a comentar que sería menos aburrida para ella la estancia en el cortijo con los dos acompañantes que se habían sumado al viaje.

Por su sorpresa, comprendiste que Ulises no le había dicho a ella que Estela y él irían con vosotros a Punta Algorba. Matilde cerró la maleta de un golpe seco al oír tus palabras.

–No soporto a esa mujer —dijo como excusa de su repentino mal humor.

Tú te echaste a reír. Interpretaste su reacción como un súbito ataque de celos. Matilde no era celosa. Asistió a las carantoñas que Estela te prodigaba divertida por la excentricidad de su juego. Divertida aún más por su incapacidad para soportar que su marido jugara a lo mismo.

–¿Estás celosa de Estela?

Matilde no contestó. No te había escuchado siquiera.

–Quien calla otorga.

Ella no pensaba en Estela. Le inquietaban los dos meses que tenía por delante. La convivencia con Ulises. Temía encontrarse de nuevo con su mirada, con su desasosiego ante el asedio de Estanislao, el que advirtió en su semblante la noche anterior. Matilde pensaba en Ulises. Y tú le volviste a decir:

–Quien calla otorga.

–Sí —te lanzó sin pensarlo—. Sí, sí —te dijo.

Y te llegó un mensaje equivocado, sin intención de mentir: Matilde estaba celosa.

A la hora convenida, las diez en punto, Estanislao y Estela acudieron a recogeros a la puerta de vuestra casa. Pocos minutos después y sin haberlo anunciado, apareció Ulises. Os disponíais a acomodaros en el automóvil de Estanislao cuando le visteis llegar, la sorpresa iluminó vuestros rostros.

–No sabía que usted viniera hoy. Me alegro, iba a ser eterno esperar su llegada en su propia casa —sin disimular su intención de halago, Estela le tendió la mano—. Me alegro de veras —añadió, y su voz estridente sonó como un mal canto.

–Bienvenido al club —bromeaste tú, pensando que era un detalle por su parte acudir a la puerta de tu casa.

–Vaya, haremos caravana —exclamó Estanislao como si anunciara un juego nuevo.

–Si están listos, podemos salir. Propongo que no hagamos parada si no es necesario. Llegaremos con el tiempo justo para tomar allí el aperitivo.

–De acuerdo —contestó Estanislao.

–Y usted, Matilde, ¿no se alegra de verme? —Ulises se dirigió a tu mujer con la mitad de una sonrisa.

–Sí —contestó ella con una sonrisa entera, y se miró la indumentaria. Se lamentó de haber escogido esos pantalones, cómodos para el viaje, aunque le habría sentado mejor una falda—. Me alegro de verle —en el momento de decirlo descubrió que se alegraba realmente. Y su alegría la desconcertó.

Ulises abrió entonces la portezuela derecha de su deportivo rojo. Dirigiéndose a Matilde, sonriendo ya abiertamente, preguntó, como si os lo dijera a todos:

–No me dejarán viajar solo, ¿verdad?

Matilde dio un paso hacia atrás y se agarró a tu mano.

–Vaya usted con él, querida —intervino Estela—. Nosotros cuidaremos de su esposo —y la empujó suavemente por la espalda hacia Ulises.

–Parece que Matilde desea viajar con su marido —replicó Estanislao—. Quizá sería mejor que fueras tú con Ulises, cariño —y enfatizó la palabra cariño al dirigirse a su esposa.

Ulises, señalando su automóvil rojo, bromeó:

–¡Hela aquí: la manzana roja de la discordia!

–Matilde, querida, no sea tan posesiva —insistió Estela, y volvió a empujarla—. Déjenos disfrutar a los demás de la compañía de su esposo.

Tú notaste que Matilde te apretaba la mano. Y sentiste en la presión que repetía su mensaje de celos. Le diste un beso en la mejilla.

–Anda, no seas tonta —le susurraste, al tiempo que la empujabas también hacia Ulises. Con ternura.

Matilde te lanzó una mirada furtiva. Con desprecio. Ella subió al automóvil de Ulises, y tú al de Estanislao.

El coqueteo de Estela durante todo el trayecto hacia el cortijo, en presencia de su marido, te hizo sentir incómodo, pero no hiciste nada por evitarlo. Tú viajaste en el asiento delantero, junto a Estanislao, y Estela se colocó detrás de ti; para hablar se acercaba a tu respaldo y colocaba las manos en tu reposacabezas. Contestaste a sus requiebros con las mismas galanterías sutiles con las que ella te obsequiaba, con el mismo disimulo. Los celos que pretendías haber descubierto en Matilde te llevaron a favorecer el equívoco de la falsa conquista. Entonces no lo sabías, pero ahora lo sabes. Entraste en el juego. Provocaste a Estela para provocar a Matilde. Creaste una corriente de seducción con la meticulosidad de un relojero, empujado por lo que no había dejado de obsesionarte: recuperar a Matilde. Disfrutaste con tu estrategia, coqueto y feliz, tranquilo, pensando que Matilde viajaba con Ulises angustiada por ti.

Y con la misma tranquilidad escuchaste las palabras de Estela, sin entender su intención, concentrado en el movimiento de sus dedos buscando la piel de tu nuca bajo el cabello:

–Ulises tiene prisa por llegar. Ya no se ve su coche.

Te duele haberla perdido, tanto como ignorar por qué la perdiste. Por eso, en esta noche de insomnio, buscas lo que no sabes de ella. Tú prefieres saberlo todo. Las palabras que pronunció en tu ausencia, las que escuchó en el viaje hacia Aguamarina, mientras el coqueteo de Estela se enredaba en ti.

–Matilde, cuando habla conmigo, del miedo de Penélope, por ejemplo, ¿también me está tomando el pelo? —le preguntó Ulises.

–¿Por qué me dice eso?

–La he descubierto.

–Siempre pretende haberme descubierto, Ulises.

Era la primera vez que pronunciaba su nombre. Y al hacerlo, abandonó la rigidez con la que había subido al automóvil.

–Dígalo otra vez.

–Que le diga qué.

–Mi nombre.

–¿Su nombre?

–Sí, mi nombre.

–Ulises.

Él sintió que las eses de Ulises resbalaban en la boca de Matilde, que acariciaban su lengua jugosa y tierna. Y Matilde volvió a decirlo.

–Ulises —ella supo el efecto que había provocado, lo repitió despacio, para arrepentirse enseguida y añadir—: ¿Por qué cree que me ha descubierto?

Entonces fue cuando Ulises pisó el acelerador del deportivo y escapó de Estanislao que le seguía de cerca. Matilde se volvió hacia el automóvil donde viajabas tú:

–Vamos a perderlos.

–No importa, Estanislao sabe llegar al cortijo. A él no le gusta correr, ganaremos más de media hora. Quiero enseñarle mi secreto.

La velocidad a la que puso el vehículo exigía la concentración de Ulises. Condujo sin dirigirse a Matilde, ajeno a los signos evidentes del pánico de su acompañante; su espalda apretada contra el respaldo, la cabeza inclinada hacia atrás, el cuello rígido, las manos aferradas al cinturón de seguridad, los ojos fijos en el cuentakilómetros.































































































































































































































































































Ante la puerta del caserón de Aguamarina encontrasteis a los guardeses. Habían oído el motor del automóvil de Estanislao y salieron a recibiros. No viste a Matilde, ni a Ulises, y te extrañó que no fueran ellos los que esperaban. Supusiste que estarían dentro, tomando el aperitivo anunciado por el anfitrión antes de salir.

El guardés se acercó a coger el equipaje, su mujer le ayudó. Estanislao y Estela se dirigieron a la entrada de la casa con las manos vacías. Aún quedaban maletas en el portaequipaje. Tú miraste a los cuatro sin saber qué hacer. Te decidiste por imitar a los huéspedes.

–El señor Ulises no ha venido otavía. Yo me llamo Pedro, y ésta, Aisha, estamos pa servirles.

Pedro se dirigió a vosotros soltando las maletas de un golpe en el suelo del zaguán. Su mujer, Aisha, bastante más delicada que él, dejó las que llevaba sobre un banco de madera y se acercó a Pedro, le tiró del borde de su chaleco a modo de reprensión:

–Pedro, cuidao —se dirigió después a Estela—. El senior Ulises mi dijo prepara dos alcobas dobles. Dos parijas mi dijo vienen dos hombres con sus mujeras, ¿falta de venir una mujera o una parija, seniora? —a Estela le costó comprender que Aisha pedía una orientación para distribuir las habitaciones a los invitados.

–Aisha quiere saber si falta una señora o si sobra un señor —apostilló Pedro.

Tu llegada, sin Matilde, había desconcertado a la guardesa. Estela aclaró el enredo con desgana, fastidiada por tener que dar explicaciones a los sirvientes: Tu mujer vendría con Ulises.

–Los seniores mi acompanian por favor y Aisha ensenio alcobas que están arriba preparás y mi dicen maletas cuales son cada uno y Pedro y Aisha la subemos arriba, seniora —dijo Aisha, como si se tratara de un rezo aprendido, dirigiéndose siempre a Estela.

–¿De dónde eres? —le preguntó ella.

–De Marroco, seniora.

–¿De Marruecos?

–De Marroco, seniora.

Subiste inquieto las escaleras detrás de Aisha. Inquieto, ahora sí. Inquieto entraste a la habitación que te indicó, un amplio espacio decorado, como el resto de la casa, con una mezcla de mobiliario conforme a la estética moderna. Los muebles rústicos antiguos y los de diseño conseguían juntos una extraña armonía. Miraste la cama de matrimonio y aumentó tu inquietud. Matilde dormiría contigo. ¿Dónde estaban Ulises y Matilde? ¿Por qué tardaban tanto en llegar? La lógica te señalaba que ya deberían estar allí. El tiempo de su retraso alimentaba tu ansiedad.

Cuarenta y cinco minutos. Ulises había mirado el reloj cuando se aproximaba al cortijo y calculó que faltarían al menos cuarenta y cinco minutos para que vosotros llegarais. Tiempo suficiente.

Pedro y Aisha se encontraban en la casita de los guardeses, una pequeña vivienda aislada del edificio central. Aisha afeitaba a su marido para que el señor lo encontrara presentable. Utilizaba la maquinilla eléctrica que Ulises le había regalado, reservada para las grandes ocasiones. Las cosquillas que Pedro sentía en la cara les hacían reír a los dos.

–Si tú no eres quieto llega senior Ulises y ve pelo en cara, feo eso es. Y a mí no gusta —Aisha le propinó una palmada sonora en el trasero.

–Pero adónde se ha visto cosa iguá. Ven aquí, morita, que te vas a enterá, que te voy a dá una zotaina pa arreglarte er cuerpo.

Aisha salió corriendo, y Pedro la persiguió por toda la casa sin intención de atraparla demasiado pronto.

–Enredaban los diablos cuando te conocí, reina mora, en qué estaría yo pensando. ¿Tú no tas enterao otavía que er macho es er que tiene que zurrá?

La algarabía que formaron con sus juegos les impidió oír el ruido del motor que se acercaba.

Matilde y Ulises habían llegado a la puerta principal de la casa, pero él no detuvo el automóvil. Disminuyó la velocidad y bordeó el edificio para tomar un camino de tierra. Un sendero arbolado y estrecho, flanqueado por arbustos tupidos que arañaban el deportivo rojo a su paso. Ulises aceleró, y los ramajes golpearon con violencia los laterales del coche.

–Cierre la ventanilla, Matilde. Podría golpearle una rama.

–Conduce demasiado deprisa —se atrevió por fin a decir ella.

–Normalmente voy a pie por este camino —replicó Ulises—, otro día lo haremos a pie, pero hoy no tenemos tiempo.

–Va a destrozar su coche.

–No se preocupe por el coche.

–¿Dónde me lleva? ¿No podríamos esperar a los demás?

–Tampoco se preocupe por los demás. No tema, regresaremos antes de que ellos lleguen.

–Pero ¿dónde me lleva?

–No tenga miedo, Matilde. No debe tener nunca miedo.

No era miedo lo que le rondaba a Matilde. Era algo que ella no sabía descifrar. Un cosquilleo efervescente. Una agitación extraña. Un impulso de huir y una voluntad de permanecer junto a Ulises. Una emoción eléctrica. Una rara ansiedad. El deseo de sentir, y de no hacerlo.

El camino acababa en una gran explanada rodeada de rocas al borde del mar. Ulises detuvo el automóvil y volvió a mirar el reloj. Siete minutos. Y otros siete para volver. Tenemos el tiempo justo.

–Quítese los zapatos —dijo mientras él se apresuraba a quitarse los suyos.

Matilde obedeció. Se liberó primero del cinturón que la ataba al respaldo. Abrió la portezuela buscando comodidad para desabrocharse las sandalias, tres tiras abrazaban los empeines de sus pies. Ulises ya se había descalzado, dio la vuelta al automóvil. La observaba, de pie frente a ella inclinada. Las manos de Matilde liberaban uno a uno los pequeños botoncillos de sus ojales. Sus pies desnudos se mostraron a los ojos de Ulises sin que ella lo viera.

–Vamos —le dijo tendiéndole una mano, sin dejar de mirarle los pies; ella los puso en el suelo, pero hubiera deseado ocultarlos.

Matilde aceptó la ayuda que le tendían para levantarse. Ulises tomó su mano, pero no la soltó cuando ella estuvo en pie. Comenzó a correr hacia las rocas con una alegría infantil. Arrastró a Matilde tras de sí, un chiquillo seguido de una chiquilla.































































































































































































































































































Tú viste llegar el deportivo rojo, desde la ventana del dormitorio. Apoyado en el alféizar, te inclinaste para verlos bajar del automóvil. Los guardeses se habían acercado a recibirlos. Matilde estrechó la mano de Pedro y le dio dos besos a Aisha. No hiciste intención de bajar. Esperaste a que le indicaran a tu mujer la habitación que os habían destinado y te sentaste en la cama.

–Es un cortijo precioso —te limitaste a decirle cuando entró.

Ella, por respuesta, te dijo que necesitaba ducharse:

–Me molesta la arena en los pies.

Tú no le preguntaste por qué tenía arena en los pies. Y ahora te lamentas de no haberlo preguntado. Continuaste sentado al borde de la cama, muy al borde.

–Es una casa preciosa, ¿verdad? —dijiste.

–Sí —contestó Matilde abriendo una maleta.

Te dijo que le molestaba la arena. ¿Por qué lo hizo? Piensas. Piensas. Quizá deseaba que le preguntaras, contarte lo que pasó, o lo que ella temía que pasara. A Matilde no le gustaba mentir. Si le hubieras preguntado —no preguntaste—, te habría contado por qué tenía arena en los pies. Ella no toleraba el engaño. No te mintió. Piensas. Piensas. Tengo arena en los pies, era pedirte que le evitaras la traición de amar a Ulises. Tú siempre le habías dicho que no soportabas la traición. Ella no podía soportarla. Matilde te lo habría contado si tú hubieras sido capaz de hacerle la pregunta exacta. ¿Te lo habría contado?

Quizá habría empezado por decir que siguió a Ulises por la playa con los pies descalzos. Y que corrían. Desde que bajó del automóvil no dejó de correr detrás de Ulises. Se paró cuando él lo hizo y se hincó de rodillas en la arena cuando él se arrodilló.

–Ya hemos llegado —dijo jadeante.

–¿Es éste su secreto? —Matilde también jadeaba.

–Mire —Ulises señaló una roca—. Vamos a descansar un momento y se lo enseñaré. Ya casi hemos llegado —se desprendió de la mano de Matilde con una suave caricia—. ¡Abracadabra! —gritó.

–¡Abracadabra! —Matilde se sumó a su grito y los dos se echaron a reír.

A él le hubiera gustado que se abriera la roca, para Matilde. Comenzó a trepar invitándola a que lo hiciera también. Matilde se alegró de haberse vestido con pantalones y le siguió hasta una cueva horadada en la piedra.

La entrada a la gruta se encontraba semioculta por unos matorrales. Ulises no los apartó para entrar, se deslizó por el hueco que los separaba de la roca, y desde dentro le extendió la mano a Matilde.

–Sólo se puede entrar cuando la marea está baja. Le tengo cogido el tiempo a la marea. Vengo aquí desde que era un niño y nunca me ha pillado, aunque una vez estuvo casi a punto —Ulises sonrió al recordar su travesura, pero no quiso aburrir a Matilde con ella y no acabó de contársela—. Este es el secreto de mi abuelo, que se lo enseñó a mi padre, y él a mí. Yo no tengo hijos, no se lo he enseñado a nadie, pero voy a enseñárselo a usted.


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