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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Prudencia se queja muchas veces de que su marido es de los que piensan que la mujer tiene que estar en casa, como una santa, haciéndoles la comida, eso sí, arregladitas. Ellos engordan y ellas tienen que mantener la línea.

Y digo yo, qué manía tienen los hombres con que su mujer sea una santa, como su madre.































































































































































































































































































Prudencia poco a poco le fue perdiendo el respeto a su marido, al mismo tiempo que él se lo perdía a Prudencia. No sabe si perdió antes el amor o el respeto, pero también dejó de amarle; no sabe a ciencia cierta cuándo empezó a variar la cosa. Y digo yo que de eso no se percata uno nunca, que cuando te quieres dar cuenta está batida la yema con la clara y ya no se puede separar.

Al enterarse de que él andaba con otra decidió divorciarse. Lo pensó mucho antes de decírselo al marido; no sabía cómo. Un día se armó de valor y le dijo que estaba harta de comer sola, harta de estar en casa todo el día, harta de su suegra y harta de él. Que se iba a casa de su madre por un tiempo y que ya le avisaría si pensaba volver.

El marido no podía creerlo. Jamás había visto así a Prudencia. Se puso hecho una bestia y le gritó que no le haría pasar por esa vergüenza. Que no se le ocurriera nunca más venirle con esas pamplinas. Prudencia le dijo que no eran pamplinas, que era una cosa muy seria, que la tenía muy bien pensada. ¿Quién te ha dicho a ti que tienes que pensar? Tú no te vas a ninguna parte, ni muerta te vas, se acabó la discusión. Y le dio dos bofetadas que la tiraron al suelo.

No le dolieron en la cara, sino al lado del alma, en ese rincón que no se le puede enseñar a nadie, pero a mí Prudencia sí me lo enseñó.

Y también me enseñó un dolor más negro. Porque el marido se asustó cuando vio que la había golpeado tan fuerte. Se agachó, le cogió la cabeza entre las manos, le apartó el pelo de la cara y le secó las lágrimas con los dedos.

Sois terribles las mujeres cuando os ponéis a pensar. La acurrucó en su hombro y se puso a besarla en la boca. Ella se resistía y le decía que no, que no, que por favor la dejara. Pero él siguió sin escucharla, le secó las lágrimas con la lengua. Déjame, aparta, gritaba Prudencia. Se revolvía asqueada. Entonces la miró como un poseso y se le encendieron los ojos. Quieta, nena, quieta, le decía entre dientes mientras la sujetaba. Y allí mismo, en el comedor, la violentó dos veces.































































































































































































































































































Deberías haberte rebelado contra tu marido, no contra el mundo. Sí que hay sitio para ti, lo que pasa es que no lo has buscado, el mundo te ofrece cosas pero tú prefieres no verlas, para no tener que tomar decisiones, con esa manía tuya de no saber qué escoger. Te has limitado a aceptar tus desgracias y a contármelas a mí. Eso no es suficiente, Prudencia, ya lo has visto. Ni al portal de tu casa has llegado con eso, al revés, te fuiste metiendo más adentro y acabaste conformándote con mirar la calle desde la ventana. No debiste consentir que tu marido te prohibiera salir sin él. Lo de la pierna era una excusa muy tonta, con la muleta te apañabas muy bien, igual que ibas a casa de tu suegra los domingos hubieras podido ir con tu prima y tus amigas, o a casa de tus padres.

Qué sola te quedaste. Sólo me tenías a mí, y a tu prima, que iba a verte de vez en cuando. A pesar de todo es buena persona y no le importa soportar los gestos huraños de tu marido, y menos mal que ella nunca supo cómo la ponía cuando se iba.































































































































































































































































































Se le quemó la comida justo el día que sus padres iban a comer a casa. Se puso nerviosa porque hacía muchos años que no la visitaban, desde un día que su marido despreció a Prudencia delante de ellos y no se pudieron callar. Salieron en defensa de su hija y el yerno los echó a la calle. No consintió que volvieran, y él tampoco fue a verlos más. Decía que no tenía que aguantar que nadie se metiera en su vida, que si sus suegros no le querían peor para ellos, que no les necesitaba. A partir de entonces, Prudencia iba sola a casa de sus padres de vez en cuando, hasta que se cayó en la bañera.

Hacía pocos días que le habían dado el alta y quería celebrar su recuperación. Le parecía una buena excusa para que su marido se reconciliase con sus padres. Ya habían coincidido en el hospital varias veces y se saludaron cortésmente. De manera que convenció a su marido para que la dejara invitarles a comer.

A pesar de que Prudencia andaba todavía con dos muletas, se las arregló muy bien. En la cocina trabajó sentada. Lo dejó todo dispuesto para que su madre sólo tuviera que servir la comida, eso sí que ella no podía hacerlo, pero lo demás estaba todo listo. Los aperitivos, el primer plato y el postre estaban preparados en el frigorífico y el asado lo dejó en el horno. Había acordado con su prima que ella vendría a poner la mesa y que después volvería por la tarde a recogerlo todo y se quedaría a tomar un café. De manera que ya era cuestión de esperar. Le sobró tiempo para arreglarse y rezar un rosario para que todo saliera bien.

Pero olvidó apagar el horno. Cuando llegó su prima lo primerito que dijo fue que olía a chamusquina. Anda que sí, hija, que tienes una suerte tú. Cambiaron el asado de fuente y lo rociaron con vino para disimular el sabor. Airearon la casa y echaron ambientador por todos los rincones. Todo tiene solución, mujer, decía la prima al ver la cara de apuro de Prudencia.

Cuando el marido probó el asado la miró de reojo y dijo que sabía a quemado. La madre rió y recordó que la primera vez que fueron a comer a casa de los recién casados, a Prudencia se le quemó el pavo por arriba y por dentro le quedó crudo. ¡Cómo rieron todos en aquella ocasión de la cocinera inexperta!; acabaron comiendo huevos fritos. ¿Te acuerdas? El yerno le contestó: Ya tendría que haber aprendido a cocinar, ¿no le parece? Todos callaron. Se dirigió a Prudencia con el gesto torcido: ¿Qué vamos a comer ahora, nenita? La madre se ofreció a freír unos huevos. Siguiendo la tradición, dijo el padre, sonrió a su hija y le tomó la mano. La tradición es que quien invita a comer en su casa hace la comida, respondió el yerno, y le dijo a Prudencia que fuera con él a la cocina. Te empeñaste y ahora me estás poniendo en ridículo, añadió, mientras le colocaba las muletas bajo los brazos. Aún el suegro intentó quitar hierro al asunto y terció: Somos todos de confianza, no hay ningún problema, el asado no está tan mal, se puede comer. El marido de Prudencia respondió cogiendo la fuente y tirando la carne a la basura. Y al final comieron los huevos que frió la madre, porque no consintió que su hija cocinara haciendo equilibrismo con las muletas.

Cuando llegó la prima el ambiente estaba tan enrarecido que los padres de Prudencia aprovecharon el movimiento para salir corriendo. Fue la última vez que pisaron la casa de su hija.































































































































































































































































































En el último cumpleaños de su marido Prudencia hizo una tarta de chocolate. No le compró nada porque dice que los regalos hay que hacerlos por cariño, no por compromiso, además tenía la excusa perfecta: los regalos tienen que ser una sorpresa y si ella le pedía dinero para comprarlo anulaba la sorpresa. Digo yo que le podía haber dicho que necesitaba algo para la casa, pero a Prudencia no le gusta mentir, ni le gusta pedirle dinero a su marido, porque luego le tiene que justificar en qué se lo gasta. Tampoco él le había regalado nada en su cumpleaños a Prudencia, así es que estaban en paz.

Cuando llegó por la noche ella le estaba esperando con la tarta en la mano y las velas encendidas, esto sí que lo hizo por cumplir, para que su marido no pudiera reprocharle nunca que se hubiera olvidado de su cumpleaños.

El marido llevaba un bulto en los brazos y, al acercarle ella la tarta, el bulto empezó a ladrar. ¡Aparta eso, que lo estás asustando, apágalo! Cuando Prudencia apagó las velas y dejó la tarta encima de la mesa, había un perro mordisqueando su muleta. Es un regalo de cumpleaños de mi madre. Con eso ya no había nada que decir, porque todo lo relativo a su madre era incuestionable. Había que aceptar al perro, sin protestas, por más que el marido se hubiera negado siempre a tener un animal en casa, aunque Prudencia le rogó en muchas ocasiones que le dejara tener un gato. Te hará compañía, le dijo, mientras ella miraba desconcertada al marido y al animal. Ya sé que los perros no te gustan, pero a éste le cogerás cariño, no todos muerden, pasaste lo que pasaste porque eras una niña y no sabías que a algunos perros no se les debe meter la mano en la boca, ya es hora de que les pierdas el miedo, te digo que a éste le cogerás cariño. Y cuando quisieron darse cuenta el perro se estaba comiendo la tarta que había hecho Prudencia.































































































































































































































































































Prudencia aceptó la presencia del animal porque sabía que no le quedaba más remedio. Te hará compañía, le decía con sorna mientras lo miraba con desprecio, compañía. Tanto lo repitió que el perro creyó que era su nombre y movía el rabo cuando la oía decir: ¡Sí, sí, compañía! Y la seguía por toda la casa. Se acostumbró pronto, la acompañaba de verdad, y llegó a necesitarlo. En esta ocasión su marido tenía razón, le fue perdiendo el miedo sin darse cuenta. Le hacía gracia que mordisqueara su muleta y que la mirara con una oreja levantada, la cabeza ladeada y ojos de entenderlo todo. Le enseñó a hacer sus necesidades en la terraza y a que no se comiera sus plantas, que no mordiera el tapizado del sofá ni tirara del mantel cuando estaba la mesa puesta. Aprendió a reírse de sus gracias y a querer al animal con todo el cariño que le sobraba a Prudencia.

El marido también le tenía mucho cariño. Jugaba con él, le hacía caricias y lo cogía en brazos para ver la televisión. Le cambió el humor, se le alegraba la cara al entrar en casa y ver que le estaba esperando en la puerta para subírsele encima y darle lametones en la cara. Ya no se enfadaba cuando había que sacar la basura, porque se llevaba al perro y daban un paseo. En una ocasión el perro se puso enfermo y el marido se quedó toda la noche cuidándolo.

A Prudencia no le gustaba mucho mirarlos, había olvidado lo tierno que su marido podía ser, se quedaba callada observándolos sin poder evitar la melancolía.































































































































































































































































































«Felicidades, mi amor, espero que mi regalo de cumpleaños te acompañe, para que no te sientas tan solo cuando no estoy contigo. Dale mucho cariño, es muy mimoso, se parece a ti.»

No era la letra de su suegra. Prudencia encontró la nota en la chaqueta de su marido, por casualidad, al ir a buscar la tarjeta del veterinario porque el perro se había comido un bote de pastillas. Así fue como se enteró de que el perro era un regalo de la amante. Así supo que no era ella la única que se sentía sola.

El animal no paraba de vomitar. Prudencia lo veía sufrir mientras deseaba su muerte. Ella sufría también, dejarlo morir así, cuando la había acompañado tanto. Avisó al veterinario. Y llamó a su prima para que viniera corriendo a casa. Le enseñó la nota. Qué lista es la tipa esta, ¿te das cuenta de cómo se ha metido en tu casa? Si hay una nota puede haber más. Y a Prudencia se le abrieron los ojos, miró a su prima y miró a su alrededor y se puso a buscar en los cajones, entre los libros, en las cajas de zapatos, parecía que se hubiera vuelto loca, detrás de los muebles, en los bolsillos. Ayúdame a buscar, gritaba entre lágrimas. Volvieron la casa patas arriba y el veterinario las encontró en mitad de la faena. Prudencia no podía hablar. Señora, no se ponga usted así, que le va a dar algo. Espere a que lo vea antes de angustiarse tanto, quizá no es tan grave como usted cree. Quería consolarla pero no había manera de que dejara de llorar. Prepárele una tila mientras yo atiendo al perro, le dijo a la prima. Está bastante mal, aunque parece que lo ha vomitado todo. Como la señora está tan nerviosa convendría llamar a su marido. Prudencia lo oyó, a pesar de que el veterinario hablaba en voz muy baja. No, mi marido no, todavía no, no, todavía no. Señora, el incauto insistía en el consuelo creyendo que Prudencia sufría por el perro, usted no tiene la culpa, estas cosas pasan.

Por fin se fue el veterinario, tan preocupado por la dueña como por el animal, después de dar todo tipo de indicaciones para curar al uno y serenar a la otra.

Prudencia y su prima siguieron buscando y no encontraron nada.































































































































































































































































































El marido llegó tarde esa noche. Prudencia le estaba esperando. No se atrevió a decirle que había encontrado la nota pero le exigió que sacara al animal de su casa, sin darle más explicaciones. El perro o yo. Y el marido comprendió que hablaba en serio y no quiso indagar el motivo de su determinación. ¿Adónde lo llevo? Fue tu madre quien te lo dio, ¿no? Devuélveselo.

Prudencia se sintió victoriosa el día siguiente al ver salir a su marido, con el perro en los brazos, hacia casa de su madre. Sintió a la vez ternura cuando el animal la miró con ojos lánguidos. Seguía enfermo. No había parado de gemir en toda la noche. Le acarició la cabeza y el perro cerró los ojos y movió el rabo con la poquita fuerza que le quedaba. Pobre animal, él no tiene la culpa de nada, dijo mientras se lo quitaba al marido de los brazos, déjalo aquí.

A los dos días el perro murió, y Prudencia se quedó sin Compañía.































































































































































































































































































Querido mío:

Siento mucho lo que le ha pasado al perrito. Te lo regalé para que te hiciera compañía y te ha hecho sufrir. Lo siento. Yo también sufro, por otras razones, y estoy cansada.

Me pides tiempo. Me pides paciencia. Bien. Pero las dos cosas se acaban sin poderlas controlar. Estoy cansada. Cansada de ser paciente, de que el tiempo se me cuele dentro, o pase sobre mí sin rozarme siquiera. Cansada de que estemos juntos sólo a ratos, cansada de no cansarme nunca de ti.

Me pides que sea discreta. Bien. Pero estoy cansada, no sólo de mi discreción, también de la tuya.

Me pides que deje de trabajar. Bien. Ahora podrás demostrar que es cierto que no vienes más a menudo porque nunca estoy en casa. Estaré aquí. Esperándote.

Tuya, impaciente.































































































































































































































































































Prudencia cree que hablar arregla las cosas. Y yo creo que a veces las estropea. Cuando ella me las cuenta siempre acaba llorando, así es que no creo que le sirva de consuelo. Sufre mientras me cuenta y después se queda callada mucho tiempo, a veces días enteros está a mi lado sin hablar. Además, siempre se corre el riesgo de arrepentirse, porque lo que se ha dicho queda, por más que uno se empeñe en explicar que no lo quiso decir, o que quiso decirlo de otra forma.

Con esa manía de hablar, Prudencia pregunta cosas que no tiene que preguntar. Hay cosas que es mejor no saberlas. Y, si las sabes, es mejor hacer ver que no las sabes.

Digo yo que Prudencia no tendría que haberle dicho al marido que sabía lo de su amante. Habría sido mucho mejor no darse por enterada. Evitarse esa vergüenza. Llevarlo con dignidad. Porque ahora encima sufre la humillación de que el marido sepa que ella lo sabe. Tiene que recibirlo con buenas maneras sabiendo que viene de otra cama, porque si tuerce el gesto el marido se le encara. ¿Crees que eres tú mejor que ella?, le dice, metiéndole la mano debajo de la falda. Y si Prudencia intenta apartársela, él le aprieta con fuerza entre las piernas; y eso a ella le hace mucho daño.































































































































































































































































































Qué triste el dolor del que siempre espera y un día no tiene a quién esperar. Eso le pasa a Prudencia. Esperaba a su marido para comer, con la mesa puesta. Siempre a la misma hora. Y desde que se murió su suegro come sola sin esperar a nadie, sin mirar el reloj. Se ha acostumbrado, no le gusta, pero se ha acostumbrado. A veces no tiene hambre y no toma nada hasta la cena. Se bebe una copita de anís y se va a la cama sola. A recordar las siestas con su marido. Y digo yo que no está bien que recuerde esas cosas sola. A mí, desde luego, me parece impúdico.

Los sábados y los domingos su marido come en casa, ella hace guisos y prepara la mesa, se sientan el uno frente al otro, en silencio, porque él tiene que leer el periódico. Al menos esos días Prudencia se siente acompañada. Comen juntos, y ven juntos la televisión. Algunas veces su marido se va a casa de su madre después de comer, a echarse la siesta, y entonces ella se queda haciendo un solitario. Regresa pronto y siguen viendo la televisión hasta la hora de cenar.































































































































































































































































































La prima de Prudencia le metió la congoja en el cuerpo. Le dijo un día que había visto a su marido con una mujer en el bar. De noche, la noche anterior. Con eso le metió la congoja y Prudencia se decidió a ir a buscarle, con la excusa de darle una sorpresa. Era a él a quien quería sorprender, pero estaba solo. Se levantó nada más verla. Qué haces tú aquí, le dijo. Como si le hubiera pillado con otra, ese susto tenía en la cara, pero no, estaba solo. Y se acercó a ella y la cogió del brazo. No vuelvas a venir sin avisar, no me gusta que andes por ahí de noche. Pero sin ternura lo dijo. Y cuando Prudencia iba a pedir una copita de anís al camarero, su marido la arrastró a la puerta. Mejor nos vamos a casa.































































































































































































































































































Ella cree que lo entregó todo. Y nunca se ha preguntado si eso es posible. Digo yo que ni bueno siquiera es eso, porque quien piensa que lo ha entregado todo se cree con derecho a exigir que le correspondan en la misma medida.

Prudencia creyó que fue generosa con su marido y empezó a calcular si él lo había sido con ella. Sacó la balanza y llenó su platillo. Mala cosa cuando empieza el cálculo, se acaba por pasar factura y el amor deja de ser un regalo.

A él no le dijo nada. Empezó a medir lo que entregaba, para demostrar que su platillo estaba más lleno que el otro.

En silencio, ella que piensa que hay que decirlo todo, rumiaba la desproporción, la aumentaba, acumulando rencor. Se fue dando cuenta de su propio vacío, cada vez más grande, de los huecos que su marido no llenaba. Siguió entregándose, sin saber que así buscaba justificarse, convencerse a sí misma de que su entrega era inútil, hasta que se convenció y dejó de dar, cuando calibró que su falta de entrega estaba ya justificada.

Demasiado te miraste, Prudencia, pero no te viste. Hay huecos que tenías que haber llenado tú misma, y otros que no se llenan nunca. Eso deberías haberlo sabido.































































































































































































































































































No te llamo querido:

Ya sé el lugar que ocupo en tu vida, un lugar tan pequeño para ti que ni siquiera es necesario desalojar cuando molesto. Lo supe ayer, cuando me hiciste una seña para que me fuera, no te preocupes, nadie se dio cuenta. Yo sí. Me echaste, y yo salí huyendo. Me marché a casa llorando. Te comprendí enseguida, en cuanto vi a tu mujer entrar en el bar, justo al mismo tiempo que yo. En cuanto te vi levantarte y dirigirte a ella. Yo también me sentí incómoda, pero me hubiera gustado quedarme, y que tú hubieras defendido mi lugar a tu lado. No lo hiciste. No lo hiciste. Cobarde. No lo hiciste, y no puedo perdonarte por ello.

Quería que supieras que no sé cómo me siento. Tanto es el dolor. La humillación. Nunca, nunca me sentí tan despreciada. Es verdad, no ha sido tu culpa, pero eso a mí no me sirve de nada. No me sirve. Mi lugar, el que tú me obligas a ocupar, no es el mío, no es el mío.

Ahora he visto a tu mujer, pero ella no me ha visto a mí. Juego con desventaja. Tú pones las reglas y de antemano sabes quién será el perdedor.

Ni me despido diciéndote tuya.































































































































































































































































































Prudencia y su marido se querían mucho cuando se casaron, ésa es la verdad. Pero también es verdad que su amor dependía de la dominación: mientras Prudencia se sometió a su marido todo fue bien. El hombre tiene el poder. Y la mujer debe aceptarlo así. El hombre toma las decisiones. Si las toma la mujer, debe hacer que parezca que es el marido quien decide. Prudencia eso no lo sabía. Llegó al matrimonio diciendo a todo que sí, porque nunca había necesitado decir no. La oportunidad se le presentó cuando el marido se quedó sin trabajo. Pasaba los días buscando en los anuncios del periódico, subrayando y tachando, subrayando y tachando. Llamó a todos sus conocidos pidiéndoles recomendación, se tragó su orgullo, y se tragó también las promesas, promesas fue lo único que le dieron. Los ahorros se iban acabando. Ya había que calcular el dinero que se gastaba diariamente. Economizar. Prudencia nunca había oído esa palabra. Encender las luces cuando fuera absolutamente necesario. No llamar por teléfono. Usar el gas con moderación. Para Prudencia era como un reto, un ejercicio de ahorro que le servía para demostrar sus habilidades y presumir ante su marido de su capacidad para arreglárselas cada vez con menos dinero. Para el almuerzo comidas baratas, y que se hicieran rápidamente, para la cena embutido con pan.

Un día compró velas y preparó la mesa con el mantel de hilo que ella misma había bordado para su ajuar. Hizo un ramito de flores con geranios y amor de hombre de sus macetas y lo puso en el centro de la mesa. Sacó los cubiertos, la cristalería y la vajilla. Era una buena ocasión para disfrutar de sus regalos de boda, y para decirle a su marido que seguía siendo feliz, que con poco dinero ella era capaz de preparar una cenita especial.

Al marido casi se le saltan las lágrimas al ver a Prudencia arreglada con sus mejores galas al lado de la mesa. La cogió de la mano y le dijo que esa noche merecía una botellita de sidra y bajó a comprarla. Estaba muy triste cuando volvió. Al descorchar la sidra se puso a llorar. Prudencia le dijo que no se preocupara, que ella se podía poner a trabajar, que le sería más fácil encontrar trabajo que a él. El marido la miró a los ojos, le cogió la cara con las manos y le dio un beso en los labios. Con mucha ternura le dijo: ¡Mi mujer no trabaja! Ella pensó que era una manera de hablar.

Al día siguiente empezó a buscar trabajo. Y lo encontró. Con mucha alegría se lo contó a su marido: que no era gran cosa; que el sueldo era pequeño de momento pero que más adelante podría mejorar. El marido se fue poniendo rojo por momentos, se acercó a Prudencia y le gritó: ¿Qué te he dicho yo? ¿Qué te he dicho? Ella no sabía qué contestar. Le sorprendió esa pregunta y siguió hablando de las ventajas de trabajar. El marido le apretó los brazos con mucha fuerza, la empujó contra la pared y zarandeándola repitió la pregunta: ¿Qué te he dicho yo? Prudencia seguía sin saber a qué se refería. Me haces daño, le dijo. Y él siguió apretando con más fuerza y le gritaba una y otra vez. ¿Qué te he dicho yo? ¿Qué te he dicho yo? No sé qué me has dicho. No lo sé. Gemía. Lloraba. ¡Que mi mujer no trabaja! ¿Te enteras? ¡Mi mujer no trabaja! Y la soltó lanzándola contra la puerta como si quisiera desprenderse de ella. Prudencia se golpeó en la espalda y se cayó. La pobre no entendía nada. Pero entendió menos todavía que su marido ni siquiera se acercara a pedirle perdón.































































































































































































































































































Ella siempre había dicho que sólo le pedía a la vida un marido que la quisiera, la mimara, la cuidara. Al que ella quisiera también, mimara y cuidara. No se daba cuenta de que ya lo tuvo, y lo perdió.

Vivió el amor sin enterarse. Sin enterarse fue dejando que pasara sobre ella. Sin enterarse dejó caer la lluvia que la empapó y sin enterarse dejó que se secara lentamente. Sin advertir el proceso de secado. Primero mojada y luego húmeda. Y más tarde, irremediablemente seca.

Ella piensa que es cuestión de suerte. Que se toma un camino por azar y es difícil desviarse. Y ahora se arrepiente del camino que tomó, y del compañero de viaje.

Siempre se arrepiente Prudencia.































































































































































































































































































La verdad es que muchas veces las mujeres nos quejamos de vicio. Porque hay que ver qué bien se está en casa sin tener que ir a trabajar. Y encima el marido te da dinero todos los días para la compra y, si lo administras bien, hasta puedes ahorrar. Yo desde que tengo la cojera ni siquiera voy al mercado. Hago el pedido por teléfono y me lo traen. Así es que tengo todo el tiempo del mundo para mí. Arreglo mi casa por la mañana. Tengo la ropa al día y cuido mis plantas. Por la tarde pongo el televisor y después me hago un solitario. Cuando me quiero dar cuenta ya estoy haciendo la cena y poniendo la mesa para que cuando venga mi marido se lo encuentre todo listo. Y al día siguiente igual. A veces me pongo a mirar por la ventana y me distraigo viendo pasar a la gente por la calle. Yo nunca me aburro, por eso no entiendo a las mujeres que dicen que quieren trabajar. Someter al marido a esa humillación. ¿De qué sirve un hombre si no puede mantener a su familia?































































































































































































































































































Cuando hay que pedir amor todo está perdido. El amor no se pide, el amor se da.

Prudencia lo supo al preguntar a su marido por primera vez si la quería. Estaban en la cama y ella se acercó, ofreciéndose. ¿Me quieres? Esas cosas no se preguntan, le respondió, déjame dormir, nenita. Ella no sabía si esa respuesta quería decir sí o no. Dime que me quieres, le pidió. Y él le acarició la mejilla, la miró a los ojos y sonrió: ¡Claro!, le dijo, y cuando ella empezó a sonreír, añadió: ¡A veces! Y enseguida se quedó dormido y empezó a roncar.

Prudencia se levantó, se fue a la cocina, se bebió una copita de anís y se comió una tableta entera de chocolate. Con ansia.

Nunca más preguntó, nunca más pidió, nunca más se ofreció.































































































































































































































































































Mi marido me acompaña todos los domingos a misa. Y después nos vamos a casa de mi suegra a tomar el aperitivo. Cuando pasamos por la casa de al lado la vecina siempre está en la puerta. Con un niño cogido de la mano, muy arregladitos los dos. Y nos sonríen. Digo yo que parece que nos estuvieran esperando, porque todos los domingos los encontramos. Se lo comenté un día a mi suegra y a su marido y se pusieron a hablar de otra cosa, como si yo fuera una cotilla. Pues señor, anda que no sueltan ellos de la vecindad.

La verdad es que esta costumbre de ir todos los domingos a casa de mi suegra no me ha gustado nunca, pero a mi marido le hace ilusión. Dice que así me paseo y me da un poco el aire, y que a su madre le gusta mucho vernos a todos en familia.

A casa de mis padres no vamos, porque mi marido no se lleva muy bien con mi padre, así es que para evitarnos disgustos hemos decidido no ir.































































































































































































































































































Querido:

Aún no puedo creer lo que pasó ayer. Nunca imaginé que llegaras a ponerme la mano encima, y menos aún que lo hicieras delante del niño. Es verdad que te he visto agresivo en varias ocasiones, y que me has amenazado otras tantas, aunque nunca perdiste el control. Te mordías el labio de abajo y me señalabas con el puño extendido, pero yo sabía que no te atreverías a pegarme. Sé que me quieres y te perdono por eso, porque yo también te quiero, y porque sé que eres tú el primero en sentir lo que has hecho, que te duele verme llorar. También a mí me duele verte llorar, pidiéndome perdón, abrazándome y secándome las lágrimas mientras yo te las seco a ti.

Ahora estoy más serena y puedo pensar. Espero que esto no se repita. Mi amor, es una frontera peligrosa la que acabas de pasar, la que acabo de pasar yo.

No iré más al supermercado, encargaré la compra por teléfono, para que no tengas sospechas absurdas, espero que me creas cuando te digo que el dueño piropea a todas las señoras, no sólo a mí.

Sólo tuya.































































































































































































































































































Fue mi prima la que consiguió el número de teléfono de la tipa, así llamaban a la amante del marido de Prudencia.

Entre las dos calcularon la estrategia. Es una golfa, decía mi prima, una descarada que se merece un escarmiento, anda que sí con la mosquita muerta, que yo la conozco y va de santa. Dudaron mucho, primero creyeron que lo mejor era llamarla, colgar sin darle tiempo a contestar y repetir la llamada cada hora. O quizá era preferible que Prudencia fuera a verla a su casa, ese hombre es mío, déjalo en paz, le diría. Pero Prudencia pensaba que eso era rebajarse, que así le daban a ella una satisfacción. Así es que después de mucho cavilar decidieron que lo mejor era escribir su número en un papel muy grande y dejarlo en la mesita del teléfono para que lo viera el marido y supiera que Prudencia estaba dispuesta a montar un espectáculo. Él se asustaría y dejaría a la tipa para evitarse un disgusto. Así lo hizo Prudencia.

Cuando el marido iba a llamar a su madre como todos los días encontró el papel. Prudencia estaba que le temblaban las piernas. En ese mismo momento supo que no había sido una buena idea. Su marido se dirigió hacia ella con la cara desencajada y el papel en la mano, a grandes pasos. ¿La vas a llamar?, le dijo mientras le ponía el papel delante de los ojos, ella también tiene tu número, lo sabe de memoria, no le hace falta ir dejando papelitos porque se lo he dado yo, si te da vergüenza le digo que te llame a ti. Arrugó el papel delante de sus narices, lo tiró con rabia hacia atrás y cogió a Prudencia por un brazo apretando con fuerza. No me hagas daño, gemía la pobre, no la voy a llamar, de verdad, no la voy a llamar. Y él seguía apretando cada vez más mientras la amenazaba con la otra mano. Atrévete, decía, atrévete.































































































































































































































































































Querido:

Esta mañana he recibido una visita de lo más extraña. Una señora llamó a mi puerta y se coló en mi casa sin que yo la invitara a pasar. Dijo que las damas de la catequesis están haciendo una colecta para los niños pobres. Me pedía colaborar, sabe que yo no voy nunca a esas reuniones, esas damas me ponen verde a la menor ocasión, me lo ha dicho tu madre, pedían un pequeño donativo.

Qué niño más mono, me dijo, a quién se parece, desde luego se me parece mucho a alguien pero no sé a quién. Le di un poco de dinero para que se marchara. Miró al niño, y me miró a los ojos, con una mirada que me heló por dentro.

No he dejado de pensar en esto durante todo el día.

Creo que es algo parecida a tu mujer, menos mal que la conozco, si no habría creído que era ella porque un poco sí se le parece.

Tuya.































































































































































































































































































Prudencia no sabía muchas veces que yo la estaba mirando. Cuando se quedaba parada delante de la ventana durante todo el día, con una copita de anís. Me daba mucha lástima verla así. Y es que hay personas que no saben vivir lo que les ha tocado y quisieran vivir la vida de otro. Siempre la sorprendía observando a la gente que pasaba como si tuviera que escoger entre ellos por quién cambiarse.

Suspiraba profundamente y se alejaba de la ventana cojeando mientras decía, ay Dios mío, ay Dios mío.































































































































































































































































































Dicen que el chocolate crea adicción, como el tabaco o el alcohol. Y no me extrañaría nada. Todas mis amigas comen chocolate por la noche antes de irse a la cama. También Prudencia. Y yo. En una ocasión me comí una tableta entera. Era la primera vez que me apetecía hacer el amor por la noche, poco tiempo después de la muerte de mi suegro, cuando ya no dormíamos la siesta. Me insinué, pero él tenía mucho sueño y se quedó dormido el pobre. Yo intenté dormirme también, pero tenía un hambre espantosa, así que me levanté, me fui a la cocina y me comí lo primero que pillé, una tableta de chocolate que me supo a gloria.


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