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Trilogí­a de la huida
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Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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La Trilogía de la huidareúne las tres primeras novelas de Dulce Chacón: Algún amor que no mate, Blanca vuela mañanay Háblame, musa, de aquel varón.

"Los tres libros de esta Trilogía de la huidatienen ese origen común, la melancolía que deja en las personas la lucha que parte de la evidencia de un fracaso: la pareja fracasó, pero hay que reconstruir el amor. Dulce no abordaba ese asunto con un propósito previo, ella no hacía teoría de lo que iba a escribir, y no escribía nada como una teoría; abordaba las novelas con la misma frescura, y con la misma libertad, con la que abordaba los poemas, como exabruptos de su sentimiento, y en el fondo de sus sentimientos, en el origen de su melancolía, estaba la evidencia, y la rabia, ante ese fracaso."

Dulce Chacón TRILOGÍA DE LA HUIDA

La fuerza de la melancolía

ALGÚN AMOR QUE NO MATE

BLANCA VUELA MAÑANA

HÁBLAME, MUSA, DE AQUEL VARÓN

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

CUARTA PARTE

QUINTA PARTE

Dulce Chacón

TRILOGÍA DE LA HUIDA


© Herederos de Dulce Chacón

Algún amor que no mate, 1996

Blanca vuela mañana, 1997

Háblame, musa, de aquel varón, 1998

© Del prólogo: Juan Cruz Ruiz

© De esta edición:

2007, Santillana Ediciones Generales, S. L.

ISBN: 978-84-204-6865-5

Depósito legal:M. 3.586-2007

La fuerza de la melancolía

Es curioso: ahora que empiezo a escribir de Dulce, de Dulce Chacón, es la mañana de Reyes del año 2007, un día como aquel en el que acudimos los dos, ella y yo, al entierro de Juan Benet, y después fuimos, también juntos, a entrevistar a Juan Carlos Onetti. El entierro de Benet fue tristísimo, como todos los entierros; en aquél, como en otros que ha habido en otros tiempos, corría el sentimiento de que no sólo enterrábamos a un gran hombre, y a un amigo, sino el símbolo de una época, y de un mundo; en medio de un frío inaguantable, perverso, los que asistíamos a la ceremonia padecíamos la sensación de estar ante el final simbólico de un tiempo y de una manera de la inteligencia, e incluso del candor: un candor secreto, el candor de Juan Benet.

De aquella mañana recuerdo, sobre todo, el calor de Dulce, que siempre estaba dispuesta a creer en el porvenir incluso en medio de los instantes más duros; por eso, en lugar de adentrarse en la tristeza del momento, y del lugar, asumió la eventualidad de la entrevista inmediata con Onetti como una aventura que nos iba a restituir cierta armonía, la felicidad que buscaba no para sí sino para los otros; derrochaba esa generosidad, la hacía llegar a los demás con una risa que era sincera, potente, íntima, y lo hacía con humildad, sin pedir nada a cambio; a cambio sólo pedía ser feliz.

Hoy, catorce años después, esa sonrisa, y esa risa, sigue siendo, para mí, el símbolo mayor de su paso por la vida; es una actitud que estaba en su manera de ser y que está en su literatura, que yo tuve el privilegio de verescribir. Y ese calor, con el cual regalaba afecto y solidaridad, estaba en ella, en su modo de relacionarse con los otros, y estuvo también en su literatura; esta Trilogía de la huidaes una cabal expresión de su apuesta por la vida; nace, la Trilogía, de su observación de lo que pasa, de los fracasos a los que está abocada la vida de pareja, atiende a lo que les sucede a las ilusiones, del amor y de la felicidad, y es un alegato social que alerta al hombre, a sus protagonistas, contra el cinismo y contra la desidia: el amor hay que alimentarlo de verdad, de belleza y de aventura. Cuando entra en la vida la mezquindad, aquélla se derrumba, y se acaba la risa, y la melancolía da paso a una tristeza infinita.

Esa fue su manera de verlo, y desde esa manera de ver la vida nace su literatura, su apuesta literaria: sobre la pareja y sobre la huida. Escribía con fuerza, con dedicación, como si el ruido del que proviene la experiencia se hiciera silencio, y sosiego, a la hora de contarlo, a la hora de leerlo, a la hora de recordarlo. Escribía lentamente, en papeles sobre los que delineaba una letra grande, armónica, acostada. Decidió escribir como quien abre una cortina.

Apostó por la literatura, y ganó, hasta el final. Murió apostando, soñando libros; soñó un título y se lo dejó a su hermana gemela, Inma, que lo convirtió luego en una novela feliz, La princesa india;cuando salió este libro, debido a su hermana idéntica, muchos vimos otra vez la mirada de Dulce sobre el papel, el encanto de su alegría, porque Inma la ha

prolongado...

La apuesta de Dulce fue una apuesta que no halló desmayo, hasta que al final la daga peor la derrumbó. Pero esa daga no fue capaz, nunca, de arrebatarle la fuerza de la ternura; a veces recordaba con ella la frase de Ernesto Guevara, «hay que endurecerse pero nunca perder la ternura»; ella convirtió esa máxima en una manera de mirar la experiencia; de vivirla, de hacer mejor cada instante de la vida. Está en sus libros, y está en nuestra memoria, en sus momentos finales; esa energía era indestructible; la sobrevivió.

Así pues, catorce años después de haberla visto pasar de la tristeza a la esperanza en una sola mañana me enfrento a la página en blanco para escribir de Dulce, de Dulce Chacón, en el frontispicio de un volumen que tampoco podrá resumirla. Porque Dulce era más que sus novelas o sus poemas.

La conocí de noche, en un café de Madrid, Libertad 8, rodeada de risas y de música. Tenía un pelo negro y largo, casi azabache; me gustó tanto aquel pelo que, al pasar por su lado, lo agarré con suavidad, una de esas noches; en medio de aquella algarabía que había todos los días en Libertad 8, el café de nuestros mejores años, no era extraño ese gesto de camaradería; entonces, en aquel entonces, daba la impresión de que todo afecto era posible, y nadie se asustaba porque se pasara de los piropos a las manos; Dulce me devolvió el gesto, con la naturalidad de una niña, y rió con la alegría que luego sería su divisa, su marca, su modo de relacionarse conmigo y con el mundo. Reía, reía siempre, y cuando no tenía de qué reír buscaba risa. Para los otros, para hacer felices a los otros.

Esa noche nos fuimos luego a bailar y a cantar a otros lugares, hasta que nos dieron las horas que dice Joaquín Sabina que dan a los que buscan en el amanecer la risa de la vida. Y nos reímos. ¡Como si estuviéramos en una playa!

Tenía, entre otras virtudes, la de ser una poeta ya con voz propia, pero no te imponía una voz como se imponen los egos. Era una mujer franca, abierta, siempre risueña, pero no te imponía nada. Ni sus libros ni sus versos. Le gustaba estar con gente, pero también le gustaba la soledad; era muy familiar; su madre, el recuerdo de su padre, su gemela Inma, sus hijos, sus numerosos hermanos eran materia abundante de su conversación, de su preocupación y de su alegría; siempre tenía vericuetos que le permitían salir de los atolladeros como si estuviera dándole pespuntes a una fiesta; sacó adelante a sus hijos, los puso en la vereda de la felicidad, con generosidad y alegría, con una infinita, invariable esperanza.

La amistad fue un factor que dominó su vida como una vocación que competía, en buena lid, con la propia escritura; era capaz de dejarlo todo (los libros, los amores, la poesía) por acompañar a un amigo o a una amiga, y eso ocurrió también cuando la escritura, la publicación de los libros, le sonrió más, le deparó mayores éxitos.

Puede decirse en su caso que no cambió de amigos porque hubiera cambiado de suerte (literaria, económica), sino que profundizó en ellos; de esa larga relación con la amistad, que al principio contemplé de cerca, hay algunos símbolos mayores, entre otros: Blanca Porro, la azafata que está en el trasunto de Blanca vuela mañana, el pintor José Hernández y su mujer Sharon, en cuyas casas, en Madrid, en Málaga, halló siempre cobijo su esperanza, su desilusión y su alegría, y José María Alfaya, un hombre bondadoso, una especie de oso rojo y grande y cariñoso, que le puso música a su vida en numerosas tertulias, en multitud de juergas nocturnas en las que todos cantábamos como si acabáramos de nacer.

Ella era, en este caso, la acompañante principal, la que llevaba no sólo el ritmo sino el ánimo del ritmo. Ahí, en esas noches, en muchas de las cuales estaban también algunos de sus hermanos, Dulce era, exactamente, la voz cantante. Cantaba una versión peculiar, sensual, erótica, humorística, de Caperucita, y todos nos tronchábamos de la risa aunque la hubiéramos escuchado cien veces. Porque Dulce y Alfaya siempre la convertían en una novedad: por la expresión, por el ritmo, por la alegría.

Su manera de ser era la de la alegría.

Entraba ella y entraba la alegría en la vida.

En tiempos de mayor reposo, cuando ya notó ella que su voz era madura, presta para el salto narrativo, para contar la experiencia como si fuera un mundo, Dulce dejó a un lado (si puede decirse así) la poesía, no la cultivó tanto, y abordó la novela. Recuerdo como si fuera hoy el día en que eso ocurrió, cuando decidió que yaiba a ser una novelista. Se puso en una mesa, sola, en una esquina del salón de la casa, abrió un cuaderno largo, y empezó a escribir. Fue un día concreto, preciso, a una hora precisa que también está en mi memoria, la media tarde de un sábado. Al cabo de unas horas lo anunció: «Estoy escribiendo una novela». No quiso decirme el título, «ya lo verás»; fue Algún amor que no mate.

Perseveró, escribió con pasión, y con detenimiento, pero también en secreto; del mismo modo que no abrumaba a los amigos (al contrario de lo que hace tanta gente, yo incluido, con sus propios textos), ella debía de hablar de ello tan sólo con sus hermanas, y sin duda con Blanca Porro, que era su confidente diurna y nocturna, la mujer que hizo de la amistad con Dulce una de las bellas artes.

Un día, un 23 de abril, porque era la fiesta habitual del Rey con los escritores, fuimos juntos, Dulce y yo, al Palacio Real, y cuando acabó (al menos para nosotros) aquella reunión de escritores revoloteando en torno a sus majestades salimos a la calle pasando por los majestuosos pasadizos de la residencia oficial de los Reyes. En una de las escalinatas me encontré con Enrique Murillo, que entonces era editor, como yo mismo, y los presenté; entre ellos se produjo un flechazo literario, inmediato, y fue Murillo quien en seguida, esa misma noche, creo, animó a Dulce a convertirse en una escritora de su grupo, que entonces era Plaza y Janés.

Dulce se animó en seguida, ¡ella se animaba en seguida!, le envió su manuscrito a Murillo, y éste lo publicó casi inmediatamente; tuvo un éxito fulgurante, y le procuró a Dulce la felicidad que merecía, la felicidad literaria, una especie de plenitud que tanto se parece a lo que Truman Capote llamaba las plegarias atendidas. La vida le correspondía, le devolvía la alegría, y el fervor, que ella le había dado. La gente saludó el libro como una obra cálida, diferente, llena de ingenuidad, de calor y de gallardía; desde que abrías el libro, que estaba dedicado a «Ellos», advertías, a bocajarro, hasta qué punto Dulce estaba poblada de afecto, el que daba y el que esperaba: en la otradedicatoria, la que complementaba aquella general («Este libro está dedicado a Ellos»), estaban los nombres de todassus amigas, una a una, como si hubiera hecho un frontispicio de lo inolvidable, como si quisiera abrazar en una página a las personas que hacían posible que, cada día, su vida fuera la probabilidad de una fiesta. Y a ambas dedicatorias seguía una declaración de principios para la que contó con la complicidad de Oscar Wilde: «Porque todos los hombres matan lo que aman pero no todos mueren por ello».

No era una declaración baladí, ni estaba ahí porque Wilde fuera un buen bastón para cualquier explicación literaria; era una honda reflexión de Dulce Chacón, que sí podía dar la vida por aquello que amaba.

Aquel libro fue un punto de inflexión en su vida; lo escribió por necesidad pura, le salió del alma, lo abordó, además, con materiales puramente narrativos, sabía que ahí no tenía por qué servirse de artefactos poéticos, y visitó el amor y sus contrariedades con la pasión de quien sabe que la melancolía es (como dice Orhan Pamuk) «la fuente del entusiasmo», o por lo menos del entusiasmo literario.

El libro sorprendió porque Dulce Chacón lo abordaba con una madurez que no es común en los primeros libros, y porque disimuló, hasta los límites en que era posible, el latido autobiográfico, que parecería inevitable en cualquier novela primeriza. Pero lo cierto es que ella se aprovechó, por decirlo así, de la experiencia que contaba para explicar también la relación con los hombres, y describió con sabiduría poética, con hondura, el desdén de éstos hacia la ternura y hacia el amor; fabricó, además, con materiales puramente narrativos, novelescos, una novela conmovedora y extraña, de una densidad íntima que impregnaría luego ya toda su escritura de ficción.

Tampoco dejó que el impulso de la rabia (hacia los hombres, hacia sus desdenes) abortara el sentido del humor, y con todos esos materiales (los propios, los imaginados) construyó una fábula que también parecía un manifiesto en el que las mujeres declaran de dónde procede la culpa del final del amor, la destrucción de la ilusión, que es una forma de la armonía. A veces leíamos juntos unos versos de Pablo Neruda (la Oda a las cosas rotas), y le poníamos símbolos propios a lo que el chileno evocaba: «Las cosas rotas, las cosas que nadie rompe / pero se rompieron»... Dulce optó por la ficción pura, quizá porque así se sentía más libre, o, quizá también, porque de ese modo lo que podría haber sido la expresión dramática de una experiencia acababa como símbolo de la realidad que vivían y viven millones de mujeres. Una ficción total, pero encarnada, enraizada en la experiencia de un universo que ella contribuye a variar con la emoción de su literatura.

Ese libro fue una inauguración bellísima, trascendental, de su vida como narradora, y significó el principio de un cambio en su propia vida; hasta ese momento, en medio de su propia alegría, de su alegría natural, había tenido que luchar contra corriente, contra la corriente económica y laboral, pero Algún amor que no matele procuró éxito literario, reconocimiento, y le abrió perspectivas profesionales que acaso nunca soñó antes, aunque fuera de natural tan soñadora. Se hizo dramaturga, participó en debates y en coloquios, fue estandarte de manifestaciones de solidaridad, viajó, conoció otros mundos, voló, pero tuvo en la tierra un punto de referencia: la amistad, la sencillez, la vida.

Ese fue el impulso que marcó en seguida la escritura de Blanca vuela mañana, la novela en la que la pareja, y su destino fatal de fracaso, iba a ser (como en Háblame, musa, de aquel varón, el tercer tramo de esta Trilogía de la huida) el asunto, el revés y el derecho de la trama. Si en la primera era el hombre el origen del fracaso, por su falta de decisión y de ternura, en esta nueva entrega novelística de Dulce en Blanca vuela mañana, la que le dedicó a su amiga Blanca Porro, aborda la esperanza de la búsqueda de un amor nuevo, distinto, similar a las hermosas historias de amor que la protagonista ve a su alrededor. Se diría que ambas obras son concomitantes, o continuas, y es natural que así lo parezca o que así lo sea, no sólo porque las conduce la misma mano sino sobre todo porque las aborda idéntica experiencia, e idéntica esperanza, y parecida frustración. Es la novela de la ambición y de la entrega, y retrata a Dulce, a lo que quería de la vida, como narradora, como mujer y como poeta.

Y, en fin, la tercera entrega, Háblame, musa, de aquel varón. El éxito literario, que la había acompañado en las dos novelas que había publicado ya, no había cambiado la manera de abordar su relación con la literatura, y con la vida; Dulce siguió siendo tierna, alegre, melancólica, fascinada ante las sorpresas de la vida, humilde, se siguió sorprendiendo de la vanidad y de la soberbia, se extrañó ante la envidia, y la sufrió, y fue fuerte ante la maledicencia que acompaña a todo éxito; se hizo más fuerte, pero conservó la ingenuidad que hacía que su risa fuera esa espléndida explosión de alegría que a tantos nos resulta inolvidable. Se hizo más fuerte, pero jamás iba a perder la ternura...

Vivía entre los otros como una esponja, escuchando historias, haciéndoselas contar; se diría que estaba dispuesta a vivir su vida y a vivir las vidas de otros, y a hacer que éstas fueran mejores en la vida real, y que existieran como mundos propios en sus libros. En Háblame, musa, de aquel varónDulce entra en la realidad y se la apropia, y la hace vivir en su novela, a partir de mimbres que están en sus otros libros pero que aquí se trascienden, se hacen más ajenos a ella misma, y más ricos también.

Ya era una novelista en el sentido más fundamental del término; dotada para la observación de la vida hasta sus últimas consecuencias, guardaba la capacidad de ternura suficiente como para no dejarse contaminar del cinismo que a veces anima a los que a fuerza de ser narradores se convierten en espectadores.

De esa capacidad de absorción de lo que ocurría alrededor surgió ese libro, Háblame, musa, de aquel varón, un título del que ella estaba muy orgullosa y que partía de aquel episodio de la Odiseade Homero: «Háblame, musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya...». Era, por así decirlo, la novela en la que salía al mundo; ingresaba en su escritura el universo del cine, la aventura de la inmigración, abordaba el nacimiento del racismo y la xenofobia en España (hasta entonces, como no había habido inmigración, podíamos permitirnos el lujo de decir que no éramos racistas), pero todo ello lo hacía también desde lo que era la verdadera columna vertebral de sus libros, la sombra de un matrimonio fracasado...

Los tres libros de esta Trilogía de la huidatienen, pues, ese origen común, la melancolía que deja en las personas la lucha que parte de la evidencia de un fracaso: la pareja fracasó, pero hay que reconstruir el amor. Dulce no abordaba ese asunto con un propósito previo, ella no hacía teoría de lo que iba a escribir, y no escribía nada como una teoría; abordaba las novelas con la misma frescura, y con la misma libertad, con la que abordaba los poemas, como exabruptos de su sentimiento, y en el fondo de sus sentimientos, en el origen de su melancolía, estaba la evidencia, y la rabia, ante ese fracaso.

Aún escribiría otro libro grande, magnífico, La voz dormida, que nacía de su voluntad de indagación en un episodio cruel de la vida de las mujeres en España, en la larga guerra civil española, que duró desde 1936 hasta casi ahora mismo... Trabajó como una investigadora literaria, buscó vidas y documentos, habló con muchísima gente, y convirtió luego la aparición de ese libro, que editaría Alfaguara en 2002, poco antes de la fatalidad de su muerte, en una reivindicación, en una declaración de amor por esa gente que sufrió... Ya la escritura de Dulce, su compromiso social y político, su hermosa relación con la solidaridad, la había hecho volar; la requerían de todas partes, y ella daba su energía como si fuera una adolescente, como si hubiera empezado a vivir otra vez, feliz y plena; estaba llena de proyectos, y conservaba intacta su risa, su íntima alegría.

Hasta que un día, en el verano de 2003, acaso en la mitad más calurosa del verano, sonó mi teléfono cuando yo estaba al borde del mar, en una playa de Tenerife. Ella estaba en Málaga. Su voz sonaba apagada, mustia, dotada de un velo grisáceo que no pude arrancarle mientras hablamos. Le habían detectado un mal cuyo origen aún se desconocía, y lo cierto era que ese mal estaba sumiéndola en un estado de rarísima tristeza. Dulce triste no era algo extraño, porque lo estuvo muchas veces; extremadamente sensible al dolor y sobre todo a la mezquindad, se sumía a veces en episodios efímeros pero profundos de tristeza, y salía de ellos como los pájaros salen de su aparente letargo; era, como el personaje de Ernest Hemingway del que yo le hablé algunas veces, «alguien que había conocido la angustia y el dolor pero que nunca había estado triste una mañana»... Y ese día Dulce supo que algo muy cruel, muy duro, atravesaba su cuerpo y llevaba su melancolía a un pozo muy profundo de nostalgia...

La animé, le dije que cuando concluyera agosto iríamos juntos a un médico que iba a animarla, que aquel pasaje de tristeza era un pasaje que iba a acabar pronto, que iba a volar de nuevo, ya vería... Recuerdo que cuando acabé de decírselo sacó las fuerzas de lo hondo de su ternura, y de su rabia, y gritó «¡Síííí!»... Supe en seguida que había sido para animarme a mí.

Cuando empezó septiembre, me llamó de nuevo por teléfono y me dijo que ya estaba en manos de un médico que iba a ayudarla, y que seguía a la espera de un diagnóstico que le diera noticia del origen de su melancolía. Después, en noviembre, con una tranquilidad que aún me hiela el ánimo, me llamó para decirme que el diagnóstico estaba confirmado, que era imposible revertirlo... Las cosas se sucedieron con la rapidez del vértigo; y ella asumió el dolor del futuro con una entereza que no conoció desánimo; se hizo preguntas, pero se hizo proyectos; tuvo alrededor un afecto que parecía espejo del que ella dio; nos pidió a Julio Llamazares y a mí, que éramos amigos suyos, que fuéramos a verla, y lo hacíamos como si peregrináramos hacia lo mejor de nosotros mismos; en esas visitas nos confortaba ella a nosotros, y nosotros íbamos y veníamos con el ánimo destrozado por la evidencia de que ni siquiera su alegría le daría fuerzas para detener, o posponer, aquel destino que convertía en final una vida que siempre había recomenzado.

Algún tiempo después, este 6 de enero de 2007, cuando escribo otra vez sobre Dulce, en la evidencia del pasado, no puedo sentir otra cosa que amor y alegría por lo que nos dio, y rabia por ese muro que la vida le hizo como un arañazo en el alma. Cuando esta mañana he hablado con su hermana Inma, como si escuchara esa voz y la sintiera cerca otra vez, ésta me dijo que ya tenía Dulce cuatro nietos, y que la última se llama Dulce. Hay gente que ya no está, pero sigue enviando cartas, abrazando el mundo, diciendo desde donde sea que no acaba jamás la alegría de las almas generosas. Dulce era así; su mensaje se prolonga, su alegría no acaba nunca.

JUAN CRUZ RUIZ

ALGÚN AMOR QUE NO MATE
























































































































































































































Este libro está dedicado a Ellos.

Y a:

Inma, Blanca, Sara, Alessandra, Aurora, Angelika,

Juana, Gloria, Montserrat, Piedad, Montse,

Gloria, Ida, Ruth, Berta, Delia, Maite,

Luisa, Mía, Luzma, Mariam, Itziar,

Cristina, María, Dolores, Marta,

Guiomar, Carmela, Eva, Rocky, Zazo, Melania,

Julia, Alicia, Eva, Aurora, Sonsoles, Charo, Maite,

Pachy, Cheché, Clara, Concha, Mercedes, Marga,

Lucía, Mar, Lourdes, María, Piedad, Elvira,

Francisca, Katja, Utah, Lola, Marta,

Olivia, Amaya, María, Elena, Carmen,

Ana, Pili, Maite, Marigliana,

Nuria, Marisol, Pilar, Esperanza, Susana,

M. a Jesús,M. a Elena,M. a Dolores, Piedad, Lourdes,

Ida, Pachy, Mamerta,M. a Antonia, Pureza, Isla,

Almudena, Aleja, Pirusca, Arantxa,

Sigrid,M. a Laura, Ailine, Ángeles, María,

Clara, Ana, Lolita, Angelita, Carmen, Isabel,

Carmina, Mari Carmen,M. a Cruz, Paz, Magüi,

Dina, Antonia, Carmen, Aurora,M. a José, Dachmar,

Paquita, Fanny, Graciela, Um, Lucía, Margarita,

Josefa, Chamaca, Rosa, Isabel, Luisa, Liliana,

Charo, Mirella,M. a Carmen, Maribela, Kitty,

Blanca, Faci, Yolanda, Chon, Rosa, Nuria, Marta,

Cristina, Dulce, Pilar, Laura, Gabriela,

Cuqui, Laura, Ulrike,M. a Eugenia, Luna, Sharon,

Rosario, Ana, Renate, Isabel, Izaskun, Helen,

Donatella, Anna Lisa, Rita, M. a Jesús,

Olga, Ruth, Eva, Pili, Mercedes, Paca, Lupe,

Victoria, Ana, Fátima, Chus, Mamen,M. a Carmen,

Paloma, Alicia, Maite, Mirta, Teresa,M. a Jesús,

María, Concha, Gloria, Julia, Alicia, Inma, Conchi,

M. a José, Soledad, Leonor, Mar, Ana, Rosario,

Cristina, Mar, Ester, Paz, Cora, Paca, Elisa, Laura,

Reyes, Juncal, Marta y Rosa.























































































































































































































Porque todos los hombres matan lo que aman

pero no todos mueren por ello.

OSCAR WILDE

Hace muchos años que no hago el amor. No es una queja. Vivo muy bien así. Sin la obligada costumbre. Mi marido y yo nos echábamos juntos la siesta. Él era muy cumplidor, y cumplía. Pero cuando murió su padre decidió ir a comer todos los días a casa de su madre. La viudez le afectó mucho a mi suegra, por eso su hijo decidió sacrificar nuestras siestas, en aras del amor materno. En realidad siempre fue así, muy sacrificado en aras del amor materno.

Y digo que no hicimos el amor nunca más, no porque no tuviéramos tiempo, sino porque se nos fueron pasando las ganas de coincidir.

De recién casados hacíamos el amor también por las noches. Con el paso del tiempo me empezaron a dar dolores de cabeza a la hora de cenar y me iba a la cama un poco antes que él. Me ponía a leer y, cuando le oía acercarse a la habitación, dejaba caer la revista y me quedaba dormida. Él intentó muchas veces despertarme, me acariciaba y me besaba, pero yo seguía durmiendo. Al principio se enfadaba. Decía que no entendía cómo podía leer con dolor de cabeza y quedarme tan profundamente dormida en un segundo. Se daba la vuelta, de muy mal humor, y refunfuñaba. Luego se ponía a roncar y a mí se me pasaba el dolor. Si alguna vez tardaba en roncar era porque, en lugar de enfadarse, se había quedado muy triste. Entonces yo me despertaba y le decía que tenía la regla, le acariciaba el pelo y él se dormía tranquilo. Poco a poco se fue acostumbrando a que la noche es para dormir.

En la siesta era otra cosa. Se tendía a mi lado sin esperar nada y poco a poco nos deseábamos los dos. Yo nunca sentí que forzáramos el deseo. Pero por la noche era distinto, parecía una obligación.

Desde que mi marido empezó a comer en casa de su madre ya no dormimos la siesta.

Quince años para mayo que murió mi suegro, el pobre.































































































































































































































































































Mi suegra se quedó muy triste cuando murió mi suegro, ésa es la verdad. Llevaban varios años separados pero seguían queriéndose mucho. Comían juntos todos los días, aunque mi suegra había vuelto a casarse. Al segundo marido no le gustaban esas confianzas. En realidad no le gustaba nada mi suegro, por eso comía siempre fuera de casa, para no encontrárselo. Y también por eso, cuando mi suegro murió, no le sirvió a mi suegra de consuelo. Ni siquiera en el entierro supo qué hacer. Mi suegra seguía el féretro llorando, del brazo de su hijo. Y el segundo marido venía conmigo detrás. Cuando los enterradores hundieron la caja en la fosa y tiraron de las sogas, ella se arrodilló en el suelo gritando: ¿Qué te he hecho yo? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que te hemos hecho? Su marido intentó levantarla cogiéndola de los hombros pero ella no consintió. Sólo su hijo pudo arrancarla de allí.

El rechazado se acercó a mí. ¡Uno de nosotros dos será el siguiente!, me susurró al oído, mirando alejarse al hijo y a la madre. Cómo se abrazaban. Cómo lloraban. Me dejó con un ¿qué? colgando de los labios y se fue, después de arrojar a la fosa un ramo de claveles.

Yo me quedé sola sin saber qué hacer. Sin saber adónde mirar, el sonido de la tierra golpeando el ataúd me asustaba. No sabía si quedarme hasta que lo cubrieran del todo, o marcharme. Fue mi prima quien me rescató del desconcierto. Me tomó del brazo y me dijo: ¡Vamos!

Mientras caminábamos hacia la salida, donde mi suegra y mi marido recibían las condolencias de una vecina, demasiado efusivas por cierto, mi prima me advirtió: ¡Hay que decir a todo el mundo que ha sido un ataque al corazón!































































































































































































































































































La facilidad que tienen los hombres para dormirse es algo que molesta muchas veces a las mujeres. Y digo a las mujeres porque no me molesta sólo a mí, lo he hablado con otras y también les pasa. Sin ir más lejos, hace poco Prudencia me contó que discutió en la cama con su marido. Ella estaba muy afligida y lloró un ratito, para ver si él se acercaba y le hacía un arrumaco, pero el muy simple se puso a roncar como los de San Martín. Me la imagino a la pobre levantándose para llorar a gusto y no despertarlo, porque encima somos así de generosas, y acercándose a la ventana para mirar a la calle y comparar la soledad con la tristeza. Hay que ver qué sola puedes llegar a estar de madrugada, llorando sin poderte contener, mirando por la ventana como si por la calle fuera a pasar la solución. La pobre Prudencia estuvo así hasta las seis, se tomó una tila y volvió al lado del simple con los ojos como sandías.

Y luego aguanta que por la mañana te digan: Qué mala cara tienes, ¿qué te ha pasado en los ojos? Y no quieres decir que no has dormido en toda la noche, porque te sientes hasta ridícula. Lo miras de abajo arriba y te dan ganas de contestar que has estado ensayando el himno nacional de Australia. Tan ricamente.































































































































































































































































































A Prudencia le molesta mucho que su marido la trate de ignorante. Porque una, aunque no tenga estudios, ignorante ignorante no es. Él se cree muy instruido porque escucha la radio todo el día y lo que pasa es que tiene la cabeza llena de ideas de otros. Todo va bien si oye siempre los mismos programas, pero cuando los cambian menudo lío se hace el pobre. Y también piensa que es más ilustrado que ella porque lee siempre el periódico mientras cenan. Se sonríe si Prudencia le hace un comentario, con aires de superioridad y casi con desprecio. ¿Qué entenderás tú? Y digo yo, como de sus cosas no habla con ella, para qué querrá que entienda. Sin embargo, si Prudencia le explica algo que él no comprende, le contesta: Es que tú eres muy lista. Con un tono...

Y es que una mujer no debe enmendarle la plana a su marido. Nunca. Llevan muy mal esa humillación de que su señora esté por encima de ellos en cualquier cosa.

Pero es verdad que Prudencia es muy lista. Sus amigas sí lo saben, porque con las mujeres es distinto, se puede ser lista y no pasa nada. Sus amigas saben lo que es un caldo de cultivo gracias a ella. Una tarde les explicó que la relación con su marido es un caldo de cultivo. Que llegará un día en que recoja la cosecha y entonces se va a enterar, que en el fondo él no se entera de nada porque es un insustancial. Y Prudencia de sustancias sabe mucho.


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