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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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–Ven —era Ulises quien le hablaba al oído.

Sus manos en su piel desnuda. Sus labios rozando su oído. Era una caricia. Era un beso. Y tú lo viste, y también lo vio Estela, y Estanislao. Y Aisha y Pedro, que habían comenzado a caminar al encuentro de Matilde, también lo vieron. Y todos te miraron después de haberlo visto, y tú miraste al suelo. Como el día anterior, cuando Matilde regresó con el vestido roto, y tú no le preguntaste por qué, miraste al suelo, y viste que llevaba arena en los pies y tampoco le preguntaste por qué.

Lo recuerdas ahora, y quisieras llorar. Pero no puedes llorar, sólo puedes mirar a Matilde en el Modigliani que ella enmarcó para ti, y añorarla, aguantar el dolor, aprender a soportarlo, porque te duele el cuerpo y no entiendes nada. Quisieras llorar, u odiarla, mejor odiarla. Y no puedes llorar. Y no puedes odiarla.

Aunque veas el desprecio en sus ojos, su mirada vuelta hacia ti cuando entraba en la sala de proyección del brazo de Ulises, no puedes odiarla. La amas, más que nunca la amas. La recuerdas hermosa, vestida de negro, caminando delante de ti, el chal blanco resbalando en su espalda, su nuca despejada, su cabello rojizo sujeto en un moño, el pasador de plata. Vuestro primer aniversario. Tus labios en sus labios. Y otros labios. Otra boca abriéndose para ella. Otra piel, tibia contra su piel. Una entrega ajena a ti, que te sitúa a distancia de Matilde, que te obliga a reconocer que Matilde no era tuya, que te lleva a tener que imaginarla. Lejos de ti. Ausente de ti. Amar sin ti. Mostrarse sin ti. Desnudarse sin ti. Descubrirse ante otros ojos. Mirar otro cuerpo desnudo, sin ti. Otros dedos deshaciendo su peinado.

No puedes odiarla. Aunque sientas que su actitud provocó en Estela una ofensiva compasión, miserable y triunfante, hacia ti, hacia Estanislao:

–Cambio de pareja. Estanislao, cariño, no te importa que yo entre del brazo de Adrián, ¿verdad?

Matilde se sentó junto a Ulises y tú a su lado, seguido de Estela, que se colocó al borde de la butaca en un nuevo y torpe intento de que los pies le llegaran al suelo, y Estanislao se acomodó en el asiento contiguo.

Durante la proyección, le cogiste la mano a Matilde varias veces, y ella la soltó siempre. No recuerdas nada de la película, sólo sus dedos resbalando de los tuyos en la oscuridad.

El público comenzó a aplaudir cuando se fijó en pantalla el último fotograma, antes incluso de que las notas de un aria de Puccini marcaran la apoteosis final y aparecieran los títulos de crédito. Nadie escuchó Nessun dorma. Excepto tú, Nessun dormallegó a tus oídos como una revelación —ahora también lo escuchas—. Un foco iluminó al equipo artístico. La intensidad de los aplausos aumentó y los actores principales del reparto, el director y el guionista, se levantaron para recibir de pie los agasajos. Después vinieron más saludos, esta vez también felicitaciones. Tú cogiste la mano de Matilde y no dejaste que ella la soltara, dispuesto a no separarte de ella.

Tu mujer había entrado a la sala del brazo de Ulises pero saldría de tu mano. Aún era tuya. Dispuesto a negarte a que la habías perdido, la sacaste al vestíbulo. Permanecisteis en silencio, juntos, sin saludar a nadie, y sin que nadie se acercara a saludaros. Estela y Estanislao se movían de un sitio a otro, prodigando besos y abrazos, y pidiendo opinión sobre la película, atentos siempre al parecer ajeno antes de exponer el propio, sin riesgo. Todo apariencia. Actuaban calculando la importancia del interlocutor para darle la razón o refutar sus argumentos y sobre todo, a la hora de ensañarse en la crítica o exagerar las alabanzas.

Ulises tardaba en salir, notaste que Matilde le esperaba.

–Suéltame, Adrián.

Tú no querías soltarla, apretaste más su mano, no querías perderla.

–Me estás haciendo daño.

Matilde tiró de su mano, la desprendió de ti y huyó en busca de Ulises. La miraste, se abría paso entre el gentío pidiendo perdón y adelantando un hombro. Antes de llegar a la sala tropezó con Aisha, que venía seguida de su grupo acompañando a Ulises.

–Seniorita Matilde, Aisha busco a ti presento Farida y Yunes tamién mucho ganas de conocer seniorita guapa de Aguamarina.

Yunes y Farida inclinaron la cabeza a modo de saludo. Matilde les tendió la mano, ellos se la estrecharon y después se acercaron la suya a los labios. Matilde les imitó, y se llevó los dedos a la boca como si sellara el saludo con un beso. En ese momento aparecieron Estanislao y Estela.

–Vaya, querida, ¿es que no va a presentarme a sus amigos magrebíes?

Matilde no contestó, miraba a Ulises, que llevaba en la mano la tarjeta que os habían entregado a todos a cambio de la entrada. «El equipo técnico-artístico de la película le invita a una copa al término de la proyección en la Almazara de los duques de Arcona.»

Tú llegaste a tiempo de escuchar las indicaciones que Ulises le daba a Estanislao:

–La Almazara de los duques de Arcona, al final del paseo marítimo. Pedro sabe ir, pueden seguirle. Yo iré después, tengo que esperar a Fisher.

–¡Esos moritos también están invitados a la fiesta! —te susurró Estela—, ¿no le parece extravagante?

A ti no te parecía nada, sólo pensabas en Matilde, en que Ulises llegaría tarde, en que quizá podrías recuperarla.

Ulises hizo ademán de marcharse, Aisha lo detuvo después de que Yunes y Farida le hablaran al oído.

–Muy bunita pilícula senior Ulises gracias. Yunes y Farida gracias tamién a ti.

No, no te parecía una extravagancia. Recuerdas la ternura que Aisha ponía siempre en cada una de sus palabras. La recuerdas ahora, en este insomnio, su gesto, sus manos menudas buscando hacia atrás las de sus amigos. Aisha se acercó a Ulises flanqueada por Yunes y Farida, que habían delegado en ella porque era la que hablaba mejor.

–Senior Ulises, ¿puedes que Aisha, Yunes y Farida hablan a muchachitos de pilícula? Gustara mucho a nosotros. Y a Pedro. ¿Puedes?

–Claro que sí, Aisha, en la fiesta se los presentaré. Nos veremos allí.

No, la invitación de Ulises no tenía nada que ver con la extravagancia, ahora lo ves con claridad, y lo viste entonces, en el cariño profundo con que Ulises habló a Aisha. Los invitó por cariño, y se arrepentiría siempre de haberlo hecho, porque quizá, si no hubieran asistido a la fiesta, podría haberse evitado la tragedia.































































































































































































































































































Conservas un recuerdo claro del día del entierro, que se oscurece en la mirada de Matilde, o en la del Modigliani que ella enmarcó para ti, y que te mira sin verte. Cuánta inquietud en un rostro que siempre te había parecido sereno. Cuántas preguntas. Y quieres contestarlas ahora, cuando sabes que ya es tarde.

Ulises caminaba en el cementerio unos pasos por delante de ti. Abatido miraba hacia el suelo. Qué había visto Matilde en esa apariencia tosca, en su fisonomía vulgar. Qué vio en sus ojos pequeños, hundidos y achinados sobre su nariz negroide. Qué vio. En sus manos grandes. En sus dedos anchos y cortos, quizá torpes. Qué vio. Le observas, él saca de su bolsillo un pañuelo. Y tú sigues buscando una respuesta.

No puedes acusar a Matilde de traición. Te dejó una carta, la que reposa en tu escritorio. La carta que tocas mientras miras el cuadro, la que te niegas a leer de nuevo para evitar los sentimientos que te provocó la primera vez que la leíste.

Querido Adrián; hubieras deseado quedarte con eso, Querido Adrián: querido, pero sabes que es mera fórmula. Hemos tenido tiempo suficiente para conocernos, y nunca nos hemos conocido, tú te habías enamorado de ella sin conocerla, desde el mismo instante en que la viste, hermosa. La amaste porque era hermosa. No habías necesitado conocerla para amarla. Durante el tiempo que hemos estado juntos, era una despedida, lo supiste en el momento en que te entregó el sobre y te pidió que lo abrieses cuando ella no estuviera presente, he vivido a tu lado, pero no contigo. No quiero buscar un culpable, yo pensaba que amarte era estar a tu lado, tú me amabas para tenerme junto a ti, ¿y no era eso amor?, ¿no se había quejado siempre Matilde cuando tú le anunciabas una ausencia por motivos de trabajo?, ¿qué quería decir?, eso ya no me vale, y ahora te desprecio, por no haberme amado más allá, y me desprecio a mí misma, por no haber comprendido antes lo que buscabas en mí: complacencia. Te desprecio, seguías sin entender nada, ¿complacencia?, Matilde siempre había estado dispuesta a complacerte, He reconocido tu disfraz, y el mío. Los disfraces sirven para confundir a los demás, pero deben engañarnos también a nosotros si quieren ser eficaces. Yo ya no me engaño. Nuestro amor ha sido siempre una palabra, un sonido que se pierde en el aire. Pero qué clase de carta te había escrito Matilde. Esta mujer ha leído demasiado últimamente, y no está preparada. Te desprecio, y por eso debo marcharme, porque me avergüenzo ante ti.

Matilde

Recuerdas la furia con la que arrugaste el papel. Cómo podía despreciarte Matilde. Cómo podía escribir así. Cómo podía decirte adiós de aquella manera. Cómo pudo entregarte la carta después de hacer las maletas ante tus ojos atónitos, separando sus cosas de las tuyas, justo después de asistir a un entierro. Cómo pudo hacerlo.

–Léela cuando me haya ido, por favor —te dijo, y cargó con una sola maleta, la suya.

Bajaste las escaleras con el papel apretado entre tus dedos. Necesitabas una explicación. Tenías derecho a una explicación. Exigirías una explicación. Bajaste las escaleras corriendo.

Matilde había subido ya al deportivo rojo de Ulises, te vio llegar con la carta en la mano. Dejó la portezuela abierta al verte avanzar hacia ella. Su mirada dirigida hacia el papel arrugado hizo que te encontraras más vulnerable que nunca, te llevó a detenerte, a que te sintieras descubierto, y al instante, te quedaste clavado, miraste a Ulises, y guardaste deprisa la carta en el bolsillo de tu chaqueta, como quien esconde una herida inconfesable. Y ella cerró la puerta.

Venciste tu parálisis y te acercaste a Matilde:

–Tenemos que hablar.

–No. Ya no —te dijo, acariciando la gata de Aisha.

QUINTA PARTE






Un tiempo agoniza y desde el alba

unos corceles desbocados

esbozan la imagen antigua

de mis amigos perdidos

en las riberas desoladas,

en el confín de los desiertos.

ADONIS































































































































































































































































































El amanecer mezcla en ti palabras de tu guión con frases que atribuyes a Penélope. El rostro de Estela se confunde con el de Estanislao, y oyes llorar a Ulises y a Matilde. Aisha viene hacia ti, con Pedro. Yunes y Farida te miran desde lejos. La Aurora con sus rosáceos dedos intenta cerrarte los ojos. Ahora podrías dormir, pero no quieres. Andrea Rollán recibe en la cara los disparos luminosos de los flashes, y eres tú quien se deslumbra. Habría hecho una buena Penélope en tu Ulises. Aunque quizá es demasiado joven. Tus párpados. Intentas fijar la vista. Federico Celada atiende también a la prensa con una sonrisa. Hermosos, los dos. El Modigliani que Matilde enmarcó para ti se desdibuja, se aleja. Federico estaría bien de Telémaco, demasiado mayor, puede ser, el maquillaje de Otelo le envejece, no, no tiene cara de Telémaco, tiene cara de Otelo moro y moreno. Matilde huye de ti, huye también de Estela, y de Estanislao. Hay huidas que requieren un lugar donde esconderse, le hiciste decir a Penélope. Su refugio fue el manto mortuorio de Laertes, mientras tejía, mientras destejía. Estela, Estanislao, iguales, sus nombres empiezan con las mismas letras, tres. Nausicaa, hija de reyes, princesita feacia que lava sus vestidos a la orilla del río y ordena a sus esclavas de hermosas trenzas cubrir la desnudez de Ulises náufrago. Sí, Andrea Rollán, hermosa Nausicaa escogiendo su mejor manto del carro, ofreciéndolo en sus níveos brazos extendidos, ofreciéndose, como Gerty en la playa, enamorada del recién llegado. Tus párpados. Tus pestañas, estás viendo tus pestañas tapar el papel blanco de la carta de Matilde. Apoyas los codos en la mesa y te ayudas con los dedos a abrirte los ojos. No quieres dormir. Necesitas recordar la fiesta. Reflexionar. Nessun dorma. Nessun dorma. Questa notte nessun dorma.

Qué hiciste que no deberías haber hecho. Qué dejaste de hacer. Crees que Matilde se marchó de tu lado el día del entierro. Pero no sabes que llevó la carta en su bolso al Union Royal. Que la había escrito la víspera, al regresar de la cueva, después de tomar un baño, y de liberarse de la arena de los pies. Mientras se bañaba decidió el momento adecuado para su huida: el día siguiente del estreno. Llevaba la carta en el bolso para decírselo a sí misma. Pensaba entregártela al acabar la noche, pero la llevó guardada durante tres días, y la recibiste la mañana del entierro porque esa noche no acabó para ella hasta entonces, tres días duró esa madrugada terrible que ahora recuerdas. El amanecer que no llegó a Aguamarina. La noche que se enredó en la playa, después de que abandonarais la Almazara de los duques de Arcona.

En la fiesta, viste a Matilde hablar con Ulises. Él escuchaba y asentía con la cabeza. Matilde estaba contigo cuando lo vio entrar, y corrió hacia él. Tú quisiste seguirla, pero Estela te cogió del brazo:

–Mire, Noguera, ahí están los moritos. ¿Ve lo que le decía? Son peces fuera del agua.

–Pero ellas son peces de colores —apuntó Estanislao, embelesado con la transformación de Aisha, mordisqueando distraídamente su pipa apagada.

–¡Hazme el favor, no caigas en la ridiculez de ponerte poético con el servicio!

Tu atención la acaparaba Matilde. Ahora era Ulises quien hablaba, y Matilde movía la cabeza para negar. No apreciaste la crispación de Estanislao, ni tampoco los intentos de Estela por dulcificar su acritud:

–Te engañan sus vestidos, cariño. Puede que en Marruecos sean bonitos, pero aquí resultan extravagantes, ¿no te parece?

Tú mirabas a Matilde, y viste cómo Aisha se acercaba a Ulises. Entonces registraste las palabras de Estela, y entendiste el embeleso de Estanislao. Aisha se deslizaba luminosa entre la gente, como un destello irresistible, y cada persona que dejaba atrás se volvía para mirarla. No era extraño que Estela recelara de su belleza, que envidiara la naturalidad de su encanto, la magia que desprendía su exotismo involuntario, su vestido color azafrán, la gracia con que paseaba sus babuchas por el salón repleto de mujeres calzadas con tacones altos.

–Seniorita Matilde está bunita.

–Tú sí que estás bonita, Aisha, estás preciosa con ese vestido.

–¿Tú acuerdas que en alcoba de mí enseño caftán este mismo, seniorita Matilde? ¿Acuerdas?

–Sí, claro que me acuerdo. Tu caftán de boda. Es más bonito todavía cuando lo llevas puesto.

–Es verdad que está muy guapa, Aisha. Es un honor que haya escogido su vestido de boda para esta ocasión. Muchas gracias —intervino Ulises.

–Honor es a mí, senior Ulises. ¿Puedes ahora conocemos a muchachitos pilícula?

Ulises le indicó el salón VIP, se reuniría con ellos enseguida. Necesitaba seguir hablando con Matilde.

–Es sólo un momento, Aisha. Vaya a buscar a los demás y nos veremos allí.

Ulises y Matilde quedaron de nuevo solos. Querrían haberse dicho muchas cosas. Matilde ya le había mencionado la carta, le había comunicado su decisión de abandonar Aguamarina, de abandonarte a ti. Se lo dijo a él antes que a ti.

Y Ulises le había rogado que te hablara, que no se despidiera con una carta. Querrían haber hablado de asuntos más tiernos, más dulces. Recordar los besos. La cueva. Verbalizar su amor para sentirlo cerca. Mirar hacia el futuro los dos juntos. Pero no les fue posible, porque Estela se acercó a ellos de inmediato al ver que Ulises señalaba el reservado, donde acababa de ver entrar a Fisher Arnld con Federico Celada y Andrea Rollán. Estanislao y tú seguisteis a Estela. Aisha sonrió al pasar a vuestro lado cuando regresaba a buscar a Pedro y a sus amigos. Estela ni siquiera la miró, casi corría en dirección a Ulises.

–Esto es una fiesta, querida. No se ponga tan seria —le dijo a Matilde.

–Íbamos ahora mismo a ver a Federico y a Andrea —terció Ulises—, ¿quieren venir?

Aisha, Pedro, Yunes y Farida llegaron antes que vosotros al salón VIP. Un joven uniformado les impidió el paso:

–Aquí no hay nadie. Este salón está cerrado —les dijo.

–Senior Ulises dice a mí entramos nosotros.

–Está cerrado.

–No ostante, sin en cambio, nos han endicado que esperemos ahí adentro, y por demás hemos visto de entrar a unas personas —Pedro se esforzó en encontrar palabras educadas.

–Este salón está cerrado.

Los cuatro se miraron sin disimular su desconcierto y esperaron a Ulises.

–Estos señores vienen conmigo —dijo él al llegar. Y el joven uniformado abrió la puerta.































































































































































































































































































Hay huidas que exigen un lugar donde esconderse. Federico Celada y Andrea Rollán lo encontraron en el salón VIP. Habían logrado escapar de las entrevistas, de los focos; de los cinéfilos; de los aficionados que se cuelan en los estrenos con su guión bajo el brazo; de los compañeros de profesión que no soportan el éxito ajeno, de los que se sienten agredidos por el aplauso que no les pertenece, de los que culpan al mundo de que su teléfono deje de sonar; de los que saben venderse bien, productores y directores que se acercan buscando trabajo. Habían escapado de los críticos, que siempre van juntos, que tienen por costumbre no saludar, que apenas se les ve, que son la distancia, del temor que provoca su pretendida imparcialidad. Y escaparon también de los grupos de «entendidos» que se forman en las fiestas, y que aspiran, todos y cada uno, a incorporar a una estrella en su centro.

Federico y Andrea habían logrado alejar la necesidad de huir rodeándose de gente normal, protegiéndose con la normalidad de los amigos íntimos que no se acercan al glamour para que les ilumine su brillo. Esperaban en el reservado, junto a los componentes del equipo de rodaje, a que pasara un tiempo prudencial para marcharse sin que se advirtiera que se habían ido. Andrea vio entrar a Ulises y le ofreció una copa:

–Hemos organizado una fiesta en la playa. ¿Quieres venir?

–¿En la playa?

–Sí. Federico ha traído música de Fez. Extenderemos una gran alfombra y miraremos las estrellas.

–Una alfombra mágica para una noche de las mil y una. La estrella de celuloide volará en una alfombra mirando las estrellas de verdad. ¿Necesitas otra película, Andrea?

–Si no te conociera pensaría que te ríes de mí.

–Te equivocas, me estoy riendo de ti, pero no lo haría si no me conocieras.

–Pues no hagas bromas difíciles. Y no te rías de mí, chistoso —Andrea se apoyó cariñosa en su hombro—. ¿Quieres venir?

–Vengo muy acompañado —contestó él.

–No importa, que se vengan todos.

Estela, situada de modo estratégico junto a Ulises, aceptó la invitación. Se dirigió a Andrea como si se tratara de una íntima amiga:

–Claro que iremos, será una fiesta preciosa —la miró de arriba abajo—. Ese bolso lo llevabas en el último estreno, ¿verdad? Te lo vi en una revista. ¿Es de Versace? —Andrea miró a Ulises levantando levemente los hombros, achinando los ojos y arrugando la nariz—. De Versace. Sí —se contestó a sí misma dándole la vuelta al bolso que colgaba del hombro de Andrea—. Y el vestido, ¿de quién es?

–Es mío —contestó la actriz sin disimular su fastidio—, y el bolso también es mío. ¿Nos conocemos?

–Claro, querida, nos presentaron antes, en el vestíbulo del Union Royal.

–¡Ah!

–Ven, quiero presentarte a alguien —intervino Ulises, cogiendo a Andrea de la mano.

La llevó junto a Matilde. Estela los siguió.

–A Estanislao Valle y a Adrián Noguera te los presenté también antes del estreno —le recordó al acercarse a vosotros.

–Estás preciosa, Andrea. Preciosa —le dijo Estanislao.

Y tú cometiste la torpeza de pronunciar una de las frases que más le molestaba escuchar:

–A ver si trabajamos juntos pronto.

–Da mala suerte mencionar la palabra trabajo en una fiesta —te contestó Andrea.

–¿Ah, sí?

El temor de que su refugio había sido descubierto, invadido, causó en Andrea una sensación de nervios. Cuando Ulises le presentó a Matilde, su discreción la tranquilizó; y el encanto de Aisha y los suyos le devolvió por completo la calma.

–Seniorita Disdímona, ¿tú no duele en cuello por marido?

–No, mujer, no, si eso es el cine. Aunque por casi yo tamién me lo creo, ¡eh! —Pedro se quedó mirando a Andrea fijamente y añadió—: Mese figura a mí que usted está más guapa al natural.

El vestido de Andrea, de un blanco luminoso, se ajustaba a su cuerpo. Dos aberturas dejaban ver la piel de sus caderas y sus costados. Andrea levantó el brazo para colocarse la cadena del bolso, y Aisha temió que se le viera el pecho.

–Vestido bunito blanco como novia bunita, pero abujero quien te hace no sabe medida buena, mucho grande —se acercó a ella, cómplice—. Mueve poco brazo arriba, seniorita, por casi veo todo y todo el mundo.

La risa de Andrea se confunde en tu insomnio con los gritos de Aisha. Con la frase que escuchaste antes que el grito. ¡Buena caza! ¡Buena caza!

–¿Quieren venir a una fiesta en la playa? —les preguntó Andrea.

Aisha miró a Pedro, para buscar en sus ojos la respuesta. Estela, después de observar el interés que Aisha despertaba en Andrea, intervino para convencerlos de que acudieran a la playa:

–Oh, sí, vengan con nosotros, no lo piensen más, será una fiesta preciosa, miraremos las estrellas tumbados en la arena.

–Y tenemos música de Marruecos. Anda, sí, vente Aisha —añadió Andrea, acompañando su insistencia con una enorme sonrisa.

–¿Farida y Yunes tamién nosotros vienen, seniorita?

–Sí, claro que sí.

Farida y Yunes, que se habían quedado detrás de Aisha y de Pedro, se acercaron al escuchar sus nombres.

–Mira Farida ven conoce a muchachita de pilícula. Esta es —Aisha se volvió hacia su amiga y le habló al oído—. ¿Digo nombre tuyo verdadero y Yunes o nombre que tú das policía?

–¿Amigos senior Ulises? —preguntó Farida.

–Sí, amigos invitan fiesta ti y Yunes.

–Nombre verdadero —dijo orgullosa Farida.

Andrea estrechó la mano de Farida, y después la de Yunes. Ellos terminaron de nuevo su saludo llevándose la mano a la boca. Viste la fascinación en los ojos de la actriz, la ingenua emoción que traslucían al mirar a Farida y a Aisha, te recordó el candor de los niños cuando escuchan los cuentos de príncipes y princesas.

–Me encantaría que vinieran también a la fiesta de la playa.

¡A la caza! ¡A la caza! ¡Vamos a limpiar la playa! Confusión. Carreras. Sangre. La voz de Aisha, su cadencia, resuena en las últimas palabras que oíste de sus labios al preguntar a Andrea:

–¿Con vestidos bunitos fiesta en playa? ¿O cambia?































































































































































































































































































Con su vestido de boda acudió Aisha a la fiesta de la playa. Temía mancharlo, por eso se quedó en un banco del paseo marítimo, junto a Farida.

La intendencia corrió a cargo del equipo técnico, habían llevado a la playa dos grandes cestas de mimbre con las vituallas, sin olvidar las copas de cristal, y cava frío para brindar por el éxito. El elenco de actores se encargó de la escenografía. Desplegaron una gran alfombra, muy cerca de la orilla del mar, y colocaron en el centro un equipo de música. Rodearon la alfombra de pequeñas luminarias, consiguiendo un efecto de círculo de fuego que nadie que no estuviera invitado se atrevería a franquear. La brisa marina impedía que las llamas se mantuvieran encendidas por mucho tiempo, y Andrea Rollán se divertía volviéndolas a prender con un mechero que se le resistía. Matilde la ayudaba con el suyo, que se apagaba también, y ambas reían.

Tú contemplabas a Matilde. Hacía tiempo que no la oías reír. Las llamitas alumbraban su espalda, los reflejos se entretenían en sus vértebras, resbalaban en dibujos de sombras y luces, sinuosos, lentos. Y sentiste deseos de tocarla. Pero no lo hiciste. Ulises, detrás de ti, también le miraba la espalda.

–¿Dónde está Aisha? —preguntó Andrea.

–Ella y Farida han preferido quedarse en el paseo. Me ha pedido que te dé las gracias por invitarlas —contestó Matilde.

–Pero ¿no van a tomar nada?

–Sí, no te preocupes, Pedro y Yunes se lo llevarán.

–Me gustaría seguir oyéndola hablar, es divina.

–Luego vamos al banco si quieres.

Luego. Matilde se arrepentiría siempre de haber dicho luego. Ahora. Tendría que haber dicho ahora. Tendría que haberlas arrastrado a la playa, haberlas arrancado de ese banco. Andrea también lo lamentaría, y se culparía además de haber celebrado aquella fiesta, no sólo de haberlas invitado. Se reprocharía haber permitido que no se integraran, haber consentido que asistieran sin asistir. Al menos podría haber acercado la alfombra al paseo marítimo, pero no se le ocurrió, ni a ella ni a nadie, y permitieron que Aisha y Farida miraran desde lejos, y que sus maridos atravesaran la playa.

Yunes y Pedro caminaban por la arena hacia la alfombra iluminada, despacio. Y de pronto, y sin que ninguno de vosotros lo advirtiera, echaron a correr en dirección contraria, hacia el banco donde Aisha y Farida les esperaban. ¡Ahí van dos! ¡A por ellos! ¡Vamos a limpiar la playa! ¡A la caza! Los que estabais sentados al borde del mar no oísteis nada, ni Aisha ni Farida tampoco lo oyeron. ¡A la caza! ¡A la caza! ¡Corre, Aisha! ¡Corre! ¡Vete de aquí! ¡Corre! ¡Farida, corre! Una porra metálica agitada en el aire. Un ruido seco. ¡Farida!, un gemido. Un cuerpo que cae. ¡Farida! Un mango estrecho para una porra ancha.

Aisha y Farida se levantan del banco. Miran hacia la playa y distinguen a lo lejos las luminarias que Andrea y Matilde consiguen mantener encendidas. No ven tendido a Yunes. Pero oyen algo, oyen algo. ¡Aisha! ¡Farida! Pedro consigue dar un paso más, hacia ellas. Se levantan del banco y se acercan a la balaustrada. ¡Aisha, corre! ¡Largaros las dos de aquí, Aisha! Cinco hombres blandiendo porras muy cortas, cinco mangos estrechos en cinco manos que han perdido el miedo a matar. Otro cuerpo que cae. ¡Aisha!, otro gemido. ¡Aisha! Las mujeres distinguen a Pedro en el suelo. Cinco hombres le golpean con sus cortas porras metálicas de mango estrecho. ¡A por ellas!, dicen al verlas dirigirse a las escaleras que dan a la arena. Y vosotros estáis demasiado lejos. No veis a los cinco hombres. No son jóvenes. Atuendos elegantes. El pelo engominado y rizos en la nuca. Bien peinados. Han dejado atrás la cabeza rapada y las botas militares. Visten chalecos de gamuza verde para salir de caza. ¡A por ellas! No lo oís, no oís ¡A por ellas! ¡A la caza! ¡A la caza! Y no veis a Farida y a Aisha. Iluminadas por las farolas del paseo marítimo. Sus caftanes de colores. Bajan las escaleras. No huyen. Corren. Y en su carrera se dirigen hacia los asesinos. ¡Venid aquí, moras de mierda! ¡Bien, éstas no nos van a hacer correr! ¡Vienen a ver a sus cerdos! ¡Acercaos, que también hay para vosotras!

Tú creíste oír voces, desde lejos. Fuiste el primero en alarmarse:

–Allí pasa algo raro —le dices a Ulises.

Miráis en dirección a la noche. Unas sombras se mueven en la playa.

–Allí pasa algo raro —insistes.

Apagasteis la música. Y prestasteis atención. ¡Buena caza! ¡Buena caza! ¡Hay que limpiar la playa!

No reaccionasteis a tiempo.

–¿Qué ha sido eso?

–No lo sé.

Farida y Aisha avanzan hacia los cuerpos tendidos en la arena. No las visteis llegar junto a sus hombres, mientras los bien vestidos les hacían pasillo. Y estaban solas. Oísteis los gritos desgarradores de las dos mujeres, pero no alcanzasteis a verlas arrodilladas en la arena. Corristeis hacia las sombras que se movían. Corristeis hacia los gritos. Pero no llegasteis a tiempo. Los cazadores tenían acorraladas a sus presas. Las presas no hicieron intención de escapar. Los cazadores reían. ¡Hola, hola, cerdita! ¡Mírame, yo también quiero que me des un besito! ¡No seas guarro! ¡Dile a esta perra que me mire! ¡Díselo tú, a mí me da asco! ¡Mírame, putita! Aisha y Farida ahogan sus lamentos en los cuerpos de Pedro y Yunes. ¡Déjame a la vieja! ¡Llora, llora, llora, lloriquea, puta de mierda! ¡Para ti la puta vieja, yo quiero la putita! ¡Viene gente! ¡Yo también quiero la putita! ¡Dile que te mire! ¡Mírame! ¡Mírame! ¡Que viene gente! Una porra metálica levanta la barbilla de Aisha. ¡Mírame te digo, perra! Aisha obligada a levantar la cabeza, baja los ojos. ¡Sí, ésta es para mí! ¡Que os estoy diciendo que viene gente! No llegasteis a tiempo.

Farida recibió un golpe en el cráneo mientras abrazaba la cabeza de Yunes y miraba a Aisha. Unos ojos que miran más allá del dolor. ¡Auisha!, gimió, ¡Auisha!

Aisha fue la última en morir. Pero no lo visteis. Murió llorando. Con su vestido de boda empapado en la sangre de Pedro.































































































































































































































































































Lloras. Hacía mucho tiempo que no llorabas así. Ahora el dolor te mantiene despierto. Tus lágrimas te hacen solidario, piensas. Solidario, al menos en el dolor. Es fácil serlo cuando se ha perdido todo. Que nadie duerma después de haber descendido al espanto. Aún no te has recuperado de tu estupor. Recuerdas a Matilde. Nessun dorma. Tu pure, o Principessa, nella tua fredda stanza. No, tampoco la princesa podrá dormir esta noche. Matilde. Matilde.

Ella se abrazó a Ulises. Su llanto desesperado, su emoción primaria, se la entregó a él, ante tus ojos.

Los agresores escaparon sin que nadie los hubiera visto. Nadie. Salieron de cacería habiéndose asegurado bien la retaguardia. Uno de ellos había descubierto el lugar de reunión de los africanos ilegales. Y alguien les había asegurado que las fuerzas del orden se mantendrían al margen. Pero la casa abandonada estaba desierta cuando llegaron. Regresaban por la playa cuando descubrieron a Pedro y a Yunes. Nadie los vio. Nadie. Ni siquiera vosotros. A pesar de que pasaron por delante de la alfombra tendida en la arena.

Al salir de las ruinas, donde el vacío les había negado su particular coto de caza, vieron unas luces a lo lejos, en la orilla del mar. ¡Mirad, ahí los tenemos! ¡Quietos! ¡Escuchad!, oyeron la música y se acercaron con sigilo. Rastreaban sus piezas. Os confundieron. Pero cuando se encontraban a distancia suficiente para distinguiros, reconocieron a Andrea Rollán bailando descalza entre las luminarias. Ninguno de vosotros los vio alejarse.

La policía indagó lo preciso. Apareció en la playa sin que nadie les hubiera avisado, cuando los criminales ya habían huido. Llegó en un solo coche celular, donde iba también el juez que se encargó del levantamiento de los cadáveres. Les acompañaban dos ambulancias. Y se llevaron a las víctimas al hospital provincial con una rapidez sorprendente.


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