355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Dulce Chacón » Trilogí­a de la huida » Текст книги (страница 7)
Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


Жанр:

   

Прочая проза


сообщить о нарушении

Текущая страница: 7 (всего у книги 15 страниц)

Sentado en un avión al lado de Blanca, intentaba explicarse por qué aquella mujer había conseguido desconcertarle. Siempre había sido él quien provocara la fascinación del deseo, le atraía el juego de la seducción, y jugaba. Esta vez no controlaba el juego. Blanca le había seducido, y se había marchado. Cómo era posible que, con un solo encuentro, él se sintiera tan lleno de ella. Le gustaría decirle Te quiero, en voz alta, para oírse a sí mismo al decirlo. Palabras que usó como redes para la cacería, no puede usarlas, ahora. Cuántas veces había dicho Te quiero, cuántas, a un amor de una noche, o de dos, o de años. Cuántas veces lo dijo porque se lo pidieron. A Blanca no se lo había dicho, ni ella se lo había pedido. Tampoco ella lo dijo nunca.

Me esperan en Amsterdam, ese «esperan», indeterminado, le colocaba en una situación de desventaja. No se atrevió a preguntar quién, no se arriesgó a que le diera nombre a ese «esperan».

José observaba los esfuerzos de Blanca por abrocharse el cinturón, sus manos pequeñas manipulando el cierre metálico. Los cabellos resbalando sobre su cara inclinada.

–Es al revés —le dijo—. Así —la ayudó.

–Gracias —Blanca sonrió.

José rodeó su cuello con la mano y la besó. Blanca se dejó besar sin responder al beso. Separó sus bocas y reclinó la cabeza en el hombro de José.

–Me gusta tu olor —dijo levantando la nariz hacia su cuello.

–¿A qué huele?

–A ti.

–Estaré en Amsterdam una semana —dijo esperando que Blanca propusiera una cita.

–Voy de paso para Hamburgo, me recogen en coche.

–Podría raptarte.

–No, no podrías.

José estaba desconcertado. Intuía que Blanca no quería hablar de lo que habían sentido juntos y no quiso preguntar. Por qué había huido después de hacer el amor de aquella manera, apasionada, excesiva, sin pudor, con la confianza que da el desconocimiento. Sintió con ella lo que antes nunca había sentido: la emoción de la primera vez, junto al temor de que fuera la última, placer y dolor tan ligados que no supo diferenciarlos. Ella no quería hablar, pero José estaba seguro de haber compartido con Blanca sus propias emociones, quizá no quería recordarlo. La sentía a la vez muy cerca de él y muy lejana.

–¡Mira, San Sebastián! El avión se ha inclinado para que veamos San Sebastián. Es la primera vez que la veo —gritó Blanca emocionada.

–Eres tan pequeña, me gustaría cuidarte —dijo José tocándole el pelo.

Blanca tomó la mano que la acariciaba, la retiró de su cabeza y la besó en la palma. Dio la espalda a José y miró por la ventanilla.

–Yo ya tengo quien me cuide —susurró.

José la tomó por los hombros y la volvió hacia sí. Se acercó a su boca. Blanca respondió al beso. Fue un vuelo de silencios, y de palabras necesarias. Callaron y se besaron.

Al tomar tierra, Blanca miró a José.

–Nos despediremos aquí.

–De acuerdo —José comprendió—. ¿Te veré en Madrid?

–Te llamaré cuando vuelva, dentro de tres o cuatro semanas.

Se besaron más. Se abrazaron más.

Peter la esperaba en el aeropuerto detrás del cristal. José había recogido su maleta y se marchaba mirando hacia Blanca. Ella levantó la mano para saludar a Peter al mismo tiempo que José pasaba por delante de él. Al otro lado del cristal, Peter le decía hola, José le decía adiós, al unísono, ignorando los dos la presencia del otro. Blanca sonreía a ambos agitando la mano.































































































































































































































































































Un barco de vela atravesaba la llanura verde. Al fondo, un molino de viento de grandes aspas aumentaba en Blanca la impresión de cruzar una postal. Holanda. Peter conducía y Blanca se dejaba llevar. Regresar a Hamburgo. Recuerdos de Ulrike. Besos de José.

–Estás muy callada.

–Sí.

–¿Has visto ese barco? Parece navegar sobre la hierba.

–Sí, lo estaba mirando, es extraño.

–Va por un canal, la distancia produce ese efecto —añadió Peter, tratando de sacar un tema de conversación—. ¿Ves?

–Me encantan las casas —dijo Blanca por hablar—, con los visillos tapando sólo la mitad de las ventanas, creo que es una costumbre protestante, para demostrar que no tienen nada que ocultar. Son enormes las ventanas.

–Sí, y fíjate, al fondo tienen otro ventanal, para que entre luz por la mañana y por la tarde.

Peter también forzaba la conversación, sabía que algo le pasaba a Blanca cuando había que rescatarla de su mutismo.

Blanca seguía en silencio. Los besos de José. Le diría a Peter que había conocido a José. Se mordía el nudillo del dedo. Se lo diría en Hamburgo. Volver a Hamburgo, allí le pidió Ulrike que cuidara de Peter. Va a necesitarte, le dijo. Volvían los besos de José. No, no le diría nada.

–¿Qué piensas?

Pregunta inoportuna. A Blanca le molestó que Peter intentara colarse en sus pensamientos.

–No, nada. Es Carmela, me he venido preocupada.

Primer error. Peter tenía celos, inconfesados, de Carmela. No entendía la relación entre las dos hermanas, esa necesidad mutua, esa unión matemática y exacta que hacía que una no pudiera ser sin las dos. Carmela se acababa de separar de su marido y se había ido a vivir con Blanca, ahora más que nunca, esa unión era un adversario.

–La podías haber traído.

Blanca conocía bien a Peter. Lo había dicho por decir. El tono era impertinente, la frase era impertinente. Le miró con rabia.

Recorrían Holanda juntos, pero solos; a partir de ese momento, encontraron siempre un motivo nuevo de discusión. Blanca contaba los días para llegar a Hamburgo. Se reconocía culpable de haber provocado una situación que se volvía más tensa a cada paso. Intentaba arreglarlo, pero le exasperaba la tozudez de Peter, su incapacidad de reacción para ponerse en el lado contrario. Si estaba enfadado estaba enfadado, y lo negro era aún más negro. Blanca se estrellaba contra su visión pesimista del mundo, le aburría el aspecto negativo que atribuía a cuanto le rodeaba. Nunca se encolerizaba, pero poseía la facultad de encolerizar a Blanca. Juez de mis actos, implacable, inconmovible, sordo a las ideas de los demás. Oyes pero no escuchas, interpretas, juzgas, y sólo queda reconocer tu juicio y acatar tu condena. La verdad te llena la boca. El otro no existe. Estás tan lleno de ti mismo que te sales, rebosas. También le reprochaba su frialdad. Él le replicaba que la crisis de los cuarenta le estaba afectando demasiado, y la atacaba diciendo que, cuando se enfadaba así, no era ella misma, hablaba a través de un alter ego: su hermana Carmela.

Blanca deseaba llegar a Hamburgo, volver a ver a Heiner, a Maren, a Curt, pero para ir a Alemania había que atravesar antes Holanda. Recorría Amsterdam sin mirar la ciudad, Blanca miraba a la gente. Temía encontrar a José.

–Parece como si estuvieras buscando a alguien —le dijo Peter ante un organillo, en el puente hacia la Estación Central.

–No es a ti —contestó Blanca—. Tú y yo estamos muy cerca, no necesito buscarte —se abrazó a él y le pidió a un turista que les hiciera una fotografía delante del organillo—. Podríamos estar siempre así —se apretó contra Peter y le sonrió—. ¿Ves qué cerca estamos?

–A unos ochenta centímetros —contestó, y se separó de ella una vez que les hubieron hecho la fotografía.

Blanca no entendía nada. Para qué le había pedido que fuera a Amsterdam, por qué esa lejanía. No se daba cuenta de que Peter tampoco entendía nada. Él la había esperado. Ella había llegado ausente.

–Me estás castigando, ¿verdad? Estás aquí, pero no estás. ¿Has venido a demostrarme algo? ¿Crees que no te conozco? Estás callada todo el día, buscando algo entre la gente, y cuando hablas pretendes decirme que estamos muy cerca. Curioso, ¿no?

–He venido para estar cerca de ti.

–Pues yo creo que no.

Un día de sol, en La Haya, Blanca intentó una reconciliación.

–Imaginemos que el viaje empieza aquí, hoy, ahora —le dijo regalándole una flor—. Toma, para que veas que no es todo tan feo en el mundo.

Peter cogió otra flor y se la entregó a Blanca.

–Para que veas que tampoco es tan bonito como dices tú.

Blanca le miró extrañada. Se acercó la flor a la nariz y vio un insecto en su interior. Nunca supo si Peter escogió la flor porque tenía un insecto dentro, o había un insecto en la flor que escogió. Nunca se lo preguntó.































































































































































































































































































Algún día el dolor irá a buscarlo, y se reconocerá en él. Le dirá que la quiso, y que se lo habría dicho si Blanca se lo hubiera pedido. Le dirá que Holanda es muy pequeño. Que recorrió el país con un amigo. El amigo deseaba ver Amsterdam, La Haya, José tenía la esperanza de encontrar a Blanca. Holanda es un país muy pequeño. Y fue en La Haya, delante del Palacio de Congresos, un hombre se agachó a coger una flor, ante una mujer menuda, de melena castaña. Algún día le dirá que se detuvo para mirarla, y deseó ser aquel hombre. Blanca olía la flor. A ella le gusta tanto oler, olerme. José añoró aquella nariz en su cuello. No se acercó a saludar. Los miró entrar en el Palacio, ella caminaba detrás de él, arrastraba los pies.

Le contará que esa noche, en Amsterdam, acabó pagando los servicios de Jeanine, joven, menuda, de cabello castaño, perezosa en el escaparate, con ademanes lentos.

La obligó a que le oliera todo el cuerpo.

–A qué huele —le preguntaba—, dime a qué huele.

–Huele bien —contestaba Jeanine—, huele bien.

Era la primera vez que compraba una noche, se sintió defraudado, no encontró lo que buscaba.

–Puedes quedarte más tiempo —dijo Jeanine al amanecer, viendo que José se levantaba—. ¿Quieres que te huela otra vez?

José paseó por las calles de Amsterdam, deteniéndose en los canales. El agua le trajo el recuerdo de Blanca. El hombro de Blanca. El parque en Madrid. Le queda el triste recurso del recuerdo. El recuerdo de los ojos de Blanca, de los ríos en los ojos de Blanca, en Amsterdam.































































































































































































































































































Habían pasado diez días desde la muerte de Ulrike. Diez días retrasaron el sepelio los trámites policiales y forenses. La burocracia. Diez días lloró la familia la ausencia de Ulrike, que aún tendría un regreso, un momentáneo y fugaz regreso, durante diez días la esperaron por última vez, la última y definitiva espera. Ulrike estaba en el Instituto Anatómico Forense y Peter seguía con la incertidumbre, qué le estarían haciendo. Sufría, en silencio, aún Blanca no le había visto llorar, tampoco a Curt. Maren deambulaba con un pañuelo siempre en la mano, sin saber qué hacer, mirando de cerca la sortija a cada momento, haciéndola girar en su dedo.

Heiner llamaba por teléfono dos o tres veces al día, o se acercaba a llevar comida, anfitrión en casa ajena, conocedor de secretos y rincones. Llevaba cuatro años compartiendo la vida de Ulrike, cuidando su jardín. No se habían casado. Nunca habían vivido juntos. Viudo sin título. Ulrike era el motivo de su vida, pidió permiso a Maren para seguir cuidando de su jardín y, por supuesto, Maren se lo concedió.

Heiner no quería asistir al entierro. Cocinó para que todos comieran al regreso del cementerio. Había llevado una gallina y los condimentos necesarios para hacer una sopa, también llevó la cacerola. La comida estaba hecha. Heiner salió de la cocina señalando el reloj.

–Faltan veinticinco minutos. Deberíais iros, no vaya a llegar ella antes que vosotros, no le gusta esperar.

Se acercó a Blanca, le tomó las manos. La ternura.

–¡Estoy solo! —exclamó, dejando escapar una lágrima. Una.

Blanca no supo de dónde había sacado esas palabras en español.

–Todavía nos hubiera dado tiempo de ir a Madrid —le dijo a Peter.

Durante los dos últimos años su obsesión fue reunir dinero suficiente para comprar un coche. Descargando camiones en el Mercado Central, y pagando su chantaje, no podía ahorrar mucho, aun así lo intentaba, lo conseguía, quería llevar a Ulrike a España.

–Su enfermedad le permitía viajar, y quería despedirse de ti. ¡Maldita nieve! —añadió, mirando por la ventana—. ¡Maldita!

Todos sintieron su congoja, y se apenaron por él.

Nevaba. La casa de Ulrike daba a un pequeño bosque. Las ardillas se distinguían sobre el blanco, juguetonas. Los árboles estaban cubiertos por completo, la nieve se había adherido incluso a los troncos, como el azúcar a un pastel.

–¡Maldita sea! —repitió Heiner, pensando que le habían robado el tiempo que le quedaba con Ulrike, culpando a la nieve. Creyendo que la muerte rondaba la esquina esperando a otro, que no pasó por allí, o tardó en pasar, y se llevó a Ulrike por llevarse a alguien.































































































































































































































































































El ex marido de Ulrike acudió al cementerio. Sus hijos le estrecharon la mano. No le dieron un abrazo. No le dieron un beso. Se levantaron del banco donde esperaban a su madre y no dieron un paso, alargaron el brazo y saludaron a su padre desde lejos, mirándole a la cara, luego bajaron la cabeza, retiraron la mano y volvieron a sentarse. Llevaba un gran ramo de flores.

La llegada de Ulrike puso en pie a los presentes, un murmullo, como de roce de prendas de invierno, disimulaba el silencio. Maren se acercó a Curt, Blanca buscó el brazo de Peter.

Cuatro porteadores vestidos de negro —negras chaquetas de terciopelo fruncidas en forma de capa, tricornios negros ribeteados de negro, cuellos blancos al estilo holandés– depositaron la caja en una especie de andas con ruedas ocultas por faldones negros. Situados cada uno en una esquina del féretro, lo empujaban con suavidad, lentamente. Conducían a Ulrike hacia su tumba por un paseo arbolado.

Recorrieron el cementerio de nuevo, esta vez detrás de Ulrike. Peter lloraba, Blanca se apretaba a él, aferrada a su brazo. Delante de ellos, Maren y Curt, cada uno con un pequeño ramo de flores silvestres que Maren había comprado la víspera. Amigos y familiares caminaban a distancia detrás de los cuatro, una distancia calculada por respeto al dolor. Nevaba. Heiner se quedó en el jardín de Ulrike apartando la nieve de los rosales.

El cortejo avanzó por el paseo bordeado de pinos. Lloraban los de delante. Los de atrás hablaban en voz baja, el marido de Ulrike caminaba entre ellos mirando a sus hijos desde lejos.

La tierra sacada de la tierra había sido depositada en un lateral de la sepultura y cubierta por un manto verde, en la parte delantera habían amontonado una pequeña loma, cantidad suficiente para que todos los deudos pudieran arrojar un poco sobre el ataúd. Introdujeron la caja en la fosa con un sistema mecánico. El maestro de ceremonias ofreció a Peter una pala ancha de jardinería, diminuta, de mango corto, él la rechazó, se agachó, tomó un puñado del montículo con sus manos y lo repartió en las de Maren y Curt, su sobrino la dejó caer sobre el féretro y depositó su ramo a los pies de la tumba. Maren hizo volar las flores hacia su madre, se llevó el puño cerrado al pecho, lo apretó contra sí, y se guardó la tierra en el bolsillo. Los tres se apartaron llorando.

Blanca aceptó la pala. De pie, ante la tumba de Ulrike, mientras escuchaba el sonido del ataúd golpeado por la tierra que ella vertía, evocó las palabras subrayadas en el libro de Staden: «Prisionero. En el corazón de la tribu».































































































































































































































































































Se encontraron sin buscarse. Un día de invierno y sol, a orillas del Alster. El primer abrazo no fue la fusión de los cuerpos, los dos sintieron que fue algo más, mucho más. Era la calma, la fascinación, el sosiego, era el descanso. Era llegar. Era el encuentro. Fue el abrazo antes que el beso. ¿Oyes mi corazón?, le preguntó Heiner en un susurro, y Ulrike acercó el oído a su pecho, y después levantó la cabeza y le ofreció su boca. Un beso suave. La mano de ella descubriendo su pelo, recorriendo su nuca. La piel de los labios en la piel de los labios. Detenidos uno en el otro, sin excitación, sin prisa. Heiner lo recuerda mientras espera el regreso de los que fueron al entierro. Él no quiso ir. Él no está de acuerdo con almacenar a los muertos, piensa que el cementerio es sólo un alivio de conciencias que no les sirve de nada a los que se fueron, son los que se quedan quienes pretenden mantener su memoria al visitarlos, un día al año, o dos, o trescientos. Él no necesita mentirse: visitar a Ulrike. Ulrike no está allí. Está en él.

Heiner recorre el jardín. Hunde sus zapatos en la nieve y observa cómo desaparecen. Y descubre: no debe echarla de menos de golpe, todo entero —desde las plantas de los pies, hasta con las puntas de los dedos, la echa de menos—, ha de ser poco a poco, para que Ulrike no se le escape, para que no se salga de él sino al contrario: se le cuele, que le entre despacio, se aposente, se quede. Porque ella no volverá a venir, como la noche pasada, justo la anterior a su sepelio.

Heiner no dormía, se abandonaba a un duermevela doloroso, incómodo. La imaginaba tendida y sola en su último día sobre la tierra, cuando la vio entrar. Ulrike abrió la puerta lentamente y se acercó a su cama, se inclinó sobre él mirándole a los ojos y le arropó como a un niño, después se marchó. Él sabe que no dormía. Sabe que Ulrike vino a darle la mirada, y a recoger la suya, la que buscaba cuando estaba en el suelo, después de la caída, la que él no pudo entregarle. Y entonces supo Heiner, al verla marcharse, que ya había podido morir, morir del todo.































































































































































































































































































Holanda era una sucesión de días tachados en el calendario de Blanca. Trece días para regresar, doce, once, diez. Las discusiones con Peter eran cada vez más frecuentes, los silencios más asumidos, la cólera más reprimida, los reproches más ácidos, la incomunicación más compartida. Blanca deseaba el hombro de José. Hundir la nariz en su cuello. Volver a Madrid. No podía volver, aún no, era la primera vez que iría Peter a Hamburgo después de la muerte de Ulrike, tenía que acompañarle, se lo debía a ella, cumplir la promesa que le hizo, Peter la necesitaría allí. Hubo momentos en los que pensó que la reconciliación era posible, porque deseaban quererse, se querían. Se querían. Volverían a hacer el amor como antes, como la noche del entierro de Ulrike, cuando Peter se tapaba la cara con la almohada y Blanca le abrazó. Él se entregó al abrazo desesperado, se echó sobre ella con toda su pesadumbre, y ella le colocó la cabeza en su pecho. Peter la besó, la acarició, la penetró, y ella le dejó hacer, hasta que cayó abatido a su lado.

También volverían a hacer el amor con pasión, como lo había hecho con José.

El día había sido como los anteriores, un deseo contenido de huir. Peter dormía. Blanca se acariciaba en Amsterdam, se acariciaba despacio para no despertar a Peter, pero se despertó.

–¿Te ayudo? —le dijo cogiéndole la mano.

–Sí —respondió Blanca ruborizada.

Creyó que era una reconciliación.

Hicieron el amor como quien hace una obligada gimnasia. Después Peter se levantó, fue al baño, regresó, se tendió en la cama al lado de Blanca, le dijo buenas noches y le dio la espalda. Se quedó dormido. Blanca lamentó haberse acariciado, haberle despertado, haber permitido que la ayudara, haber hecho el amor. Era tarde. El hotel estaba en silencio. Blanca sintió que el silencio estaba en ella. Quería regresar a Madrid. Mañana.

—No sé si este viaje ha sido una buena idea —empezó por decir a la mañana siguiente, después de ducharse.

–Fue una buena idea, con malos resultados —contestó Peter.

–Creo que sería mejor que fueras solo a Hamburgo.

Peter la miró sorprendido. Blanca no tomaba decisiones de ese tipo sin contar con él. No le estaba consultando, su tono de voz le comunicaba que regresaba a Madrid.

–Eres un poco dura, ¿no?

–Nos estamos obligando a querernos, ¿no te das cuenta?, es un empeño inútil. Ayer no hicimos el amor, sólo hicimos el esfuerzo de hacerlo.

–Estamos cansados, no es más que eso.

–Sí, cansados el uno del otro.

–Yo no estoy cansado de ti.

–Quiero irme a Madrid. Tú y yo estamos solos. Juntos, pero solos, y lejos. No puedo soportarlo más. Anoche hicimos un simulacro, una farsa.

–Escucha, Blanca, tienes razón. Anoche sentí lástima de ti, te vi tan sola, haciendo un esfuerzo por no despertarme, me diste mucha ternura, no supe hacértelo saber. Es verdad, estamos solos, pero no estamos lejos, en la distancia que hay entre tú y yo no cabe nada, ni nadie.

–Olvidas los ochenta centímetros.

Blanca no pudo expresarle la sensación sin nombre que la invadía, era incapaz de verbalizar lo que pasaba por ella, no sabía explicárselo a sí misma. Pero no era nuevo ese sentimiento, venía de antiguo, desde que descubrió que entre los dos comenzaba a abrirse una extensión a la vez vacía y llena; un vacío repleto, de ansiedad, de vértigo, de incertidumbre, de palabras que ella necesitaba escuchar, palabras que hubiera querido decir, vacío rebosante de un deseo: que todo fuera de otra forma.

–Este viaje no ha sido una buena idea. Quiero volver a Madrid.

–No podemos volver, nos esperan en Hamburgo.

El tono de normalidad que Peter pretendía dar a la conversación la puso furiosa.

–Soy yo la que se va. Sola.

–No puede ser. Te necesito.

Estaba segura de que no era cierto. Peter se consideraba el centro de gravedad de su universo. Así es como él la necesitaba, para sentirse lo más importante en su vida. Por qué no le decía te quiero, tan fácil, para poder replicar te quiero, yo también te quiero. Blanca deseaba que Peter necesitara amarla. Él no necesitaba amar, le bastaba con sentirse el núcleo de su vida, ¿de la suya?, o quizá daba igual, de la de alguien, era eso lo que temía perder.

Peter no sabía perder, consideraba que la vida le debía todo y eran los demás los que tenían que pagárselo. Blanca reclamaba su centro en ella misma. Pensaba Blanca, pero no le dijo nada.

–No puedes irte. Te necesito en Hamburgo.

–¿Por qué me necesitas? ¿Para qué?

–Para volver a entrar en el jardín de Ulrike —fue un golpe bajo, Blanca lo sintió así. Era la única forma de obligarla a quedarse. Y Peter lo sabía.































































































































































































































































































Decidió seguir viaje con Peter. Quizá no era cierto que estuviera incapacitado para amar. Intentarlo de nuevo. Hamburgo. ¿Recuperar el amor? El amor. El regreso.

Después de cinco meses de la muerte de Ulrike. Maren, Curt, Heiner, les esperaban en el jardín. Heiner había preparado comida para todos, hacía sol. Recibió a Blanca y a Peter con una sonrisa. Tenía mala cara, estaba más delgado y unas profundas ojeras hacían sombra bajo sus ojos. ¿Te encuentras bien?, le preguntó Blanca, y él respondió sí. Sí. Después supieron que no era verdad. Se sentía cansado, deprimido, decaído. Tan sólo le reconfortaba seguir cuidando el jardín, y la casita del jardín. Mantenía los recuerdos de Ulrike dándoles sentido: él era el único que sabía por qué aquella piedra reposaba encima de la ventana, por qué las conchas en un vaso de cristal, por qué y de dónde los troncos colgados de la pared, el porqué de la rosa seca presidiendo la mesa. Talismanes que eran para Heiner la memoria vivida de Ulrike, que cobraron su verdadero significado cuando ella se fue, cada objeto era un momento concreto de su existencia, él no veía la rosa, sino el instante en el que ella la tocó, no veía las conchas, veía a Ulrike inclinándose a cogerlas; la observaba en Granada, sus ojos detenidos en un llamador de bronce, acariciando los dedos metálicos, envolviendo en su mano la bola que apresaban, aldaba, aldaba, aldaba, repetía para sí, para hacer suyo ese nombre que la fascinó, que le sabía a danza con campanillas en los pies, a vientre de mujer balanceándose, a Las mil y una noches, aldaba, aldaba, a cópula de macho cabrío, a sombra de una estrella fugaz. Heiner no veía el llamador pendiendo en la puerta, sino la cara de Ulrike rediviva, su sorpresa, ya en Alemania, cuando le mostró la aldaba que ella había sostenido en su mano y que él compró a escondidas en Granada. Aldaba, gritó, y después empezó a cantar otras palabras de origen árabe que había aprendido en España, almazara, alcazaba, alcántara. ¿Sabes que el baúl donde va cayendo el tapiz de terciopelo mientras se teje se llama alcántara? Tengo que decírselo a Blanca, le gustará saberlo. Alcántara, te quiero, aldaba, gritaba acariciando el llamador. Te quiero, repitió, y le puso la aldaba en la mano y le pidió que la colgara en la puerta de la casita del jardín.

Heiner sacaba brillo al bronce, una vez a la semana, como ella lo hacía. Rellenaba de agua el tarro de las conchas y mantenía su memoria, haciendo que cada cosa permaneciera en su sitio, el lugar que Ulrike les había adjudicado. Cuidaba de la casita y del jardín, como si la siguiera cuidando a ella.

Es duro sobrevivir. Durante los últimos años había alimentado su fuerza con el pánico a perderla, ahora que la había perdido, ya no tenía miedo. Comprobó que el terror a su ausencia había sido más terrible aún que la ausencia misma. La realidad en ocasiones es monstruosa, pero es más fácil vivirla que temerla. Ya no tenía miedo, ya no se torturaba, ya no tenía que luchar contra sus propios fantasmas, contra sus fantasías de horror. Ya no era necesario desear que cierto día no llegara nunca, el día había llegado, estaba aquí, idéntico a sí mismo, ni peor ni mejor a como lo imaginaba. No tenía miedo, pero tampoco le quedaban fuerzas.

Después de comer, habló con Peter. Su patrona le abrumaba, ahora que sabía que Ulrike había muerto le pedía que volviera a su casa. Muchas veces había pensado en la posibilidad de huir, escapar de Hamburgo. Otras tantas la había descartado. Alejarse. Le habían ofrecido un trabajo de transportista en un teatro de Munich. No podía dejar lo que quedaba de Ulrike. Abandonarla. El jardín le obligaba a quedarse, por amor a Ulrike.































































































































































































































































































Carmela paseaba por el parque como todas las mañanas. Se acercó al estanque y se entretuvo observando a los piragüistas. Una sonrisa le invadió la boca al recordar un domingo anterior. Había estado remando con Blanca y los niños. Mario, el más pequeño, hacía la gracia de lanzar agua con el remo a la barca que Blanca y las niñas intentaban dirigir al embarcadero. Casilda y Carlota se pusieron furiosas. Blanca reía, ¡al abordaje!, gritaba, le dio un ataque de risa, se dobló para sujetarse el estómago y se le cayeron las gafas de sol al agua.

Carmela miraba al fondo del estanque. Le parecía estar oyendo a Blanca. Blanca, qué sería de mí sin ella, qué sería de mí sin ella, y es la primera vez que tiene sentido esa frase.

–Tus hijos se irán —le dijo Blanca en una ocasión—, se harán mayores y se irán, y tú te quedarás con lo que hayas hecho de tu vida.

Carmela se retiró del estanque. Sin su sonrisa. Vio a un chico con una bicicleta.

–¿Alquilan bicis por aquí? —le preguntó.

–No, pero si quieres te la presto.

Aceptó el ofrecimiento y bordeó el estanque pedaleando. La brisa era fresca, le levantaba su falda roja y le arrastraba el pelo hacia atrás, hacia arriba. Más deprisa, más. Se alejó del agua por una vereda en pendiente. Ningún esfuerzo para alcanzar velocidad, para que revolotee su falda roja. Una vieja la observaba, se santiguó al ver sus muslos desnudos. Desvergonzada, le increpó. Carmela soñaba con volar.































































































































































































































































































Es tiempo de que José reconozca que volvió de Amsterdam pensando en Blanca, con el deseo del encuentro con ella. Quedaban dos semanas para su regreso, aun así esperaba su llamada desde el mismo momento en que llegó a Madrid. Procuraba no estar en casa, para eludir el sobresalto cada vez que sonaba el teléfono, para evitarse la carrera hacia el aparato y la decepción de que no fuera Blanca. Dejaba conectado el contestador y, al regresar, lo primero que hacía era escuchar los mensajes. Se sentaba, contenía la respiración. Tres llamadas. Cuatro. Seis. Ninguna de Blanca.

Ahora él pasea por el parque, y observa la fuente que Blanca le enseñó a mirar. Hay también una manera de escapar de los demonios. Pero aún no es tiempo de escapar. Observa la estatua. Y descubre: si mira al ángel desde su ala alzada hacia los pies, lo ve caer, pero si empieza a mirarlo desde la base, ve cómo el ángel se levanta. Le mostrará a Blanca su descubrimiento. Hay demonios que dejan de serlo.

Se dirige al estanque. Se acerca al agua. Blanca. La recuerda ahora, con el deseo de sentir la sensualidad de su hombro. Sentado en la barandilla del estanque.































































































































































































































































































Ulrike se esforzaba en no morir, y Heiner la ayudaba. Cada vez eran más frecuentes las noches que pasaban juntos en la casita del jardín.

–Quédate conmigo esta noche —le pedía Ulrike.

Y Heiner se quedaba. Le hacía un hueco en su hombro y ella se acurrucaba en él.

–Dame la mano —le decía. Y la apretaba, y sentía que Heiner la ataba a la vida un poco más—. Dame la mano y no me la sueltes si me duermo.

Él esperaba a que ella durmiera, para vigilar su sueño, atento a su respiración, como una madre junto a la cuna de su bebé, y se incorporaba si no la oía respirar. Respira. Y él respiraba en lo profundo.

Dormían juntos, pero no hacían el amor. Habían dejado de hacerlo. Ulrike se arrepentía de no haber aprovechado más la vida con Heiner. Haberlo disfrutado más, haberle querido mejor, haber estado más tiempo con él, haberle acariciado más, besado más, más, más. Cuando ya no es posible pensar en el futuro, se reflexiona sobre el pasado. Y sólo queda el presente. Pero el presente es tan corto que no da tiempo a mejorarlo.

–Me encuentro fea.

Ulrike había adelgazado hasta consumirse, los brazos, los muslos, fláccidos; había perdido el pelo, todo el pelo, incluido el vello, y se avergonzaba de su pubis. Se sentía un desperdicio.

–No estás fea, pareces una niña.

–Pero ya no te gusto. Te irás con otra.

Nunca hasta entonces había mostrado celos. Ahora Ulrike se angustiaba, se perdía y le perdía. Ella supo desde el comienzo de su enfermedad que él la sobreviviría. Era Heiner quien la abandonaba. Sentía el abandono del que se va, no por irse, sino porque el otro permanece. Le perdía porque él se quedaba. La pasión de esa pérdida impidió que se aplacara la locura del amor que empieza.

–Que parezcas una niña no quiere decir que tengas que serlo.

–Hazme el amor —le suplicó llevándole la mano a su pubis imberbe.

Heiner no lo deseaba. Él sólo quería cuidarla, protegerla, acompañarla, mimarla. Hacía muchos meses que no hacían el amor, ninguno de los dos lo deseaba.

Ulrike necesitaba recuperar su sensualidad, aunque sólo fuera por un momento, provocar la de Heiner, saber que la mujer que había en ella no se había marchado del todo. Insistió en su ruego.

Heiner no supo por dónde abordar su delgadez. La besó en los labios.

–No estás fea, mi amor —pero no pudo decirle que estuviera hermosa—. Ulrike. Ulrike.

La besó en sus ojeras profundas. Le acarició la cabeza brillante.

–No estás fea, mi amor. Mi pequeña. Ulrike. Ulrike.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю