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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Y ella recibía su propio nombre, se empapaba de él, y sonreía. Heiner la miraba sonreír, temiendo no poder responder a la necesidad de Ulrike. Se colocó con cuidado sobre ella. No hacerle daño. Le tomó las manos y le abrió los brazos. Extendido en su cuerpo delgado la besaba esperando que el deseo llegara. No hacerle daño. Apoyado en la almohada con las manos, para no descargar su peso sobre la fragilidad que Ulrike le ofrecía, se acercaba y se alejaba de ella acariciándole el pecho con el suyo, rozando levemente sus costillas marcadas bajo la piel, sus caderas afiladas. No hacerle daño. La besaba, estimulando su sexo contra el sexo desprotegido y quieto. Ulrike le miraba, incapaz, esperando de él que venciera su parálisis. Y el deseo no llegaba.

–Déjame —le dijo viendo sus esfuerzos.

–No, mi amor, no.

La siguió besando. Le acarició el oído con los labios.

–Te quiero —le susurró—. Ulrike. Te quiero.

Intentó evocar un tiempo menos cruel. El encuentro gozoso de los cuerpos que había sido. El tacto tierno, buscados los besos, la piel recorrida, febriles los labios. El movimiento. Las manos de Ulrike abriendo su deseo, sus dedos escondiéndose en rincones que él no conocía para el amor, descubriéndole; el juego, su lengua entre los dedos de los pies, subiendo por su muslo, acechando su sexo, mintiéndole, rodeándolo, alejándose, excitándole ante la posibilidad de un regreso.

Qué quieta está Ulrike ahora.

Heiner continuó afanoso, jadeante. La búsqueda. La ansiedad creó la desolación. Sus cuerpos se negaban. Ausencia absoluta de placer. Heiner insistió hasta desmoronarse.

Ninguno de los dos supo qué decir. Heiner se levantó de la cama. Rendido. Agotado. Recorrió la casita una y otra vez, a grandes zancadas. Desnudo. Ulrike se escondió bajo las sábanas, se tapó la cabeza pelada. Ambos se replegaron hacia su interior, invadidos de lástima del otro y de vergüenza de sí.

Es tiempo para el recuerdo. Para Heiner.































































































































































































































































































Es tiempo para Travemünde, el último viaje que hizo con Ulrike. Ella sostenía en las manos una raíz que acababa de coger, le mostró a Heiner su forma de hombre con los brazos extendidos hacia lo alto.

–Mira este hombrecillo, tan bonito.

–Tan feo.

–No es feo, depende de cómo lo mires.

–De este lado es horroroso —rió Heiner.

–Es que no sabes mirar —protestó Ulrike orgullosa de su hallazgo.

Los dos observaban el Báltico. Alemania del Este, tan cerca y tan lejos.

–Algún día iré a Dresden —dijo Ulrike con añoranza—, a ver mi casa, y la casa de mis abuelos.

Le cuenta a Heiner su huida de la ciudad en guerra.

La madre de Peter empujaba un carro con todo lo que pudo cargar. Ulrike agarrada al carro le daba la mano a su primo. Peter tenía seis años y ella uno más. Su tía era una mujer valiente. Había resistido con fuerza los bombardeos, la marcha de su marido al frente, la espera, la muerte de sus suegros y sus cuñados en un ataque aéreo, y la noticia de que su marido no volvería jamás. Decidió marcharse de Dresden cuando ya no tenía a quien esperar. Huir, de la ciudad donde se había casado, donde nació su hijo, donde su sobrina se había quedado sola. Trasladarse a Hamburgo, a casa de sus padres, con Peter y Ulrike, arrancarlos de allí, facilitarles el olvido, intentar que la niña no recordara nunca cómo consiguió salir viva de aquella casa.

Los caminos estaban repletos de fugitivos del horror, de la desolación, de la pérdida. La gente huía de las grandes ciudades, las más castigadas. Ulrike y su primo, su hermano desde entonces, seguían a su madre a través de un país que se deshacía en pedazos.

Poco a poco el carro se fue vaciando. Una manta a cambio de una barra de pan; un cuadro por un queso; una bandeja de plata por comida caliente para los tres; la cubertería por dormir bajo techo en una granja. El camino fue largo. Cuando el carro estuvo vacío, la madre lo canjeó por tres billetes de tren. Un tren abarrotado de gente que huía hacia el norte y contemplaba a la que huía hacia el sur. La ansiedad por llegar a Hamburgo. Prioridad para los trenes militares. El tren en el que viajaban detenido en mitad de la noche. La noche. La oscuridad. El miedo. Los silbidos de las bombas que se acercan desde lo alto. La amenaza. Los niños tapándose los oídos. El resplandor. El abrazo de la madre. La explosión. El tren alcanzado en el vagón de cola. Los gritos. El pánico. Los alaridos. El desconcierto. Los niños y la madre en el penúltimo vagón. Cuestión de unos metros. La distancia suficiente para sobrevivir. La llegada a la aldea donde asistieron a un desfile macabro: los prisioneros judíos desalojados de un campo de concentración.

Ulrike recuerda la mano de su tía apretando la suya. La mirada de Peter. El espanto.

Estaban en el porche tomando café. Heiner miraba la raíz, jugueteaba con ella entre las manos; se la mostró a Maren, a Curt, a Blanca, a Peter. El hombrecillo con los brazos en alto.

–Era de Ulrike. Lo encontró en Travemünde —les dijo.

–Parece que ha perdido algo y suplica que se lo devuelvan —replicó Blanca.

Sus palabras quedaron sin respuesta, todos miraron a Blanca, observaron la raíz, y después miraron al aire.































































































































































































































































































Curt y Maren jugaban al ajedrez en el salón. Heiner hacía la cena y Peter estaba leyendo. Maren había preparado la habitación de su madre para que Peter y Blanca se alojaran en ella. Era la primera noche. Blanca sentía la ausencia de Ulrike, intentaba acostumbrarse a la casa sin ella, deambulaba de una habitación a otra, deshizo el equipaje, se ofreció a ayudar en la cocina, miró la jugada de Maren, hojeó una revista, encendió la televisión, la apagó. Se acercó a Peter, se sentó a su lado.

–Dime que me quieres —le dijo mimosa apartando el libro de sus manos.

–Tú sabes que yo no digo esas cosas.

–Cuando me conociste me lo decías.

–Pues ya está, ya te lo he dicho.

–Dímelo ahora.

–Cuando no me lo pidas te lo diré.

Blanca no supo qué contestar y le rozó el pecho con el dorso de la mano por la apertura de la camisa.

–¿Qué es eso? —le preguntó Peter retirándole la mano.

–«Eso» es una caricia —Blanca escondió la mano en el bolsillo—. «Eso» se llama ternura.

–Perdona, creí que tenía una mancha o algo así.

–Tú siempre crees que tienes una mancha, o algo así.

–No empecemos.

–Me encuentro sola. Necesitaba un poco de cariño. No entiendo por qué te cuestan tanto las cosas más sencillas.

–¡Ya estamos otra vez! —Peter dejó el libro y le dio una palmadita en la mejilla—, lo que te pasa es que estás aburrida. Ponte a leer.

–No estoy aburrida. Estoy sola. ¿Entiendes «eso»?

–¡Por favor! No me montes un numerito aquí, ¿quieres?

Blanca se fue al dormitorio pensando que Peter la seguiría. Peter continuó leyendo.

En la habitación de Ulrike, Blanca se tendió en la cama mirando al techo, con los ojos fijos en la lámpara, sin parpadear. Intentó llorar y no pudo, y cuando dejó de intentarlo, le vino el llanto y quiso dejar de llorar. Se levantó, fue al armario, cogió un pañuelo, se asomó a la ventana, miró, dejó de mirar, se acercó al escritorio, se sentó, se puso de pie, se volvió a acostar. Así estuvo, arrastrando el llanto de un lado a otro de la habitación, limpiándose los ojos y la nariz con rabia, hasta que decidió relajarse con un baño. Veinte minutos en la bañera. Sumergía la cabeza para que el agua le acariciara la cara, se balanceaba para sentirla resbalar por la espalda, abría y cerraba las piernas, el agua caía por sus muslos, envolvía sus pies. El placer de las caricias calientes la calmó sin que se diera cuenta. Acabado el baño, se secó el pelo, se pintó los ojos, los labios. Salió al salón como si nada hubiera pasado.

–¿Cenamos? —preguntó con una sonrisa.

Peter levantó los ojos del libro y la miró.

–Estás muy guapa —le dijo.

Y ella contestó:

–Gracias, ¿cenamos?

Durante la cena Heiner contó el entusiasmo de Ulrike el día de la caída del Muro, sus deseos de volver a Dresden. Entre todos decidieron cumplir su sueño. Viajarían a Dresden, verían su casa y la casa de sus abuelos. Buscarían a su prima Sigrid y a su primo Georg. Peter también deseaba volver. Recuerdos que no sabía que tenía le llegaron de pronto. El tren, la explosión, la llegada a una aldea después de varios días de caminar por carreteras destruidas. Los prisioneros del campo desalojado conducidos por las SS a caballo, arrastrándose, cayéndose, levantándose, sin fuerzas manteniéndose en pie. Los cuerpos famélicos, las caras desencajadas, los desorbitados ojos. Las estrellas de David semidesprendidas de los uniformes hechos jirones, olvidado su color amarillo. Su madre tapando la cara de los niños con su vestido, para que no vieran lo que ya habían visto. La mirada de Ulrike.

Irían también a Berlín, para compartir con los berlineses la alegría de una ciudad de nuevo abierta, grande, unida. La conversación derivó hacia los problemas de la reunificación. Los alemanes occidentales estaban empezando a reclamar sus posesiones en el Este. Se había organizado un trust que agrupaba a los que quisieran exigir sus derechos, Deutsche Treuhand-gesellschaft, argumentaban que las indemnizaciones recibidas habían sido injustas. La primera alegría, el estallido de entusiasmo tras la caída del Muro, dio paso a un sentimiento de invasión por parte de la población del Este que provocó el rechazo al hermano pobre. Curt contaba que en su colegio empezaban a sentirse los efectos de la desconfianza hacia los «Ossis», como ya empezaban a llamar a los habitantes de la antigua RDA. El temor a que ocuparan las camas de los hospitales, las plazas escolares, los puestos de trabajo. Maren añadió que se les distinguía por su forma de vestir, sobre todo por los zapatos, y que había visto cómo le negaban la entrada a un restaurante a una pareja mirándoles los pies. Heiner se indignaba, él había participado en la euforia, los fuegos artificiales, los brindis con champán en plena calle. Peter replicó que el Muro de la vergüenza no había acabado de caer.

–Hay otros muros, y también caerán. Esto sólo es un síntoma del miedo hacia el débil. Intuyen una avalancha. Los más acomodados temen la pérdida de sus privilegios y los demás creen que se les exigirá un sacrificio que no están en disposición de hacer. Todo esto pasará, cuando se den cuenta de que la reunificación será de una forma gradual. Sólo ha pasado un año de la caída del Muro, 1989 será prehistoria dentro de diez años, como lo es ya 1945, cuando Churchill utilizó el término de Telón de Acero por primera vez, advirtiéndole a Truman del peligro de la expansión rusa. Ya veis, él aún no podía ni imaginar siquiera que el Telón de Acero iba a levantarse de verdad.

Blanca asistía a la conversación sin entender nada. Le interesaba el tema y era incapaz de comprender. Miraba a Peter con ansiedad, esperando que le tradujera. Pero Peter no la veía; concentrado en sus argumentaciones, hacía gala de su faceta analítica. Maren se dio cuenta del aislamiento de Blanca.

Eiserner Vorhang is the Iron Curtain—le dijo.

Era más frustrante aún intentar comprender términos que no conocía, palabras que no había oído jamás. Blanca sonreía sin expresión y asentía con la cabeza, simulaba agradeciendo el esfuerzo de Maren.

Maren sospechaba que Blanca no comprendía nada, le explicó la procedencia del término, las palabras de Churchill.

An iron curtain is falling down in Europe—insistió Maren y le preguntó si necesitaba que se lo explicara mejor. Blanca respondió que no, que entendía, sí, sí. No todo. Pero un poco sí.

La cena había acabado. Heiner ayudó a Blanca a levantarse retirando su silla. Mientras, le decía: Ich wünschte, ich kónnte Spanisch sprechen, um mit dir reden zu kónnen. Blanca le pidió a Peter que le tradujera.

–Me gustaría saber español para poder hablar contigo.

Las palabras de Heiner en la boca de Peter. Blanca miró a los dos. Peter bajó los ojos, hasta ese momento no se dio cuenta del aislamiento en que la había dejado. Heiner intentaba sonreír, ella también lo intentó, le tomó las manos y apretó, él le hizo daño apretando las suyas. Blanca no lo olvidaría jamás. Aquel gigante se comunicaba con ella apretando sus manos, ignorante de su fuerza. Aquel hombre que un día le dijo: ¡Estoy solo!, la acompañaba ahora en su soledad. Podría haber dicho Me gustaría que supieras alemán, pero su generosidad llegó directa al corazón de Blanca: Me gustaría saber español para poder hablar contigo.































































































































































































































































































Blanca viajaba en el asiento de atrás con Maren y Curt. Dormitaba. Ya habían alcanzado la línea recta que unía Alemania Federal con Berlín, carretera que poco antes había sido, junto al ferrocarril, el camino de acceso por tierra a la ciudad del Muro. Peter conducía y Heiner ejercía de copiloto dándole conversación. Blanca les escuchaba hablar. No dejaba de sorprenderle la metamorfosis que ejercía en Peter el idioma alemán. Parecía más tierno, el idioma de su madre. Parecía más abierto, el idioma de Ulrike. Más alegre, el idioma de sus juegos infantiles, de sus gamberradas adolescentes. Más cariñoso, el idioma de su primer amor. Blanca asistía como espectadora a esa transformación que la situaba a distancia de su compañero, la excluía, la aislaba. Escuchaba. Ella sólo podía escuchar. Dormitaba. No tenía que hacer esfuerzos por comprender, no tenía que hablar, no tenía que pedirle a Peter que le tradujera. Dormitaba. Se dejaba llevar y pensaba en volver. Madrid. Regresar a Madrid. No pensaba en José. Pensaba en su casa, en su hermana Carmela, en el rincón donde las dos tejían y se olvidaban del mundo. En sus sobrinos, Mario, Casilda, Carlota, en la algarabía de los fines de semana. Blanca no tenía camas para los niños, de manera que todos los viernes su madre les prestaba colchones y mantas, los colocaban en el suelo y jugaban a campamentos. Los domingos había que devolverlos, los cargaban entre todos por la calle como si fuera una fiesta. Deseaba volver. Remar con ellos en el estanque de El Retiro y jugar al abordaje, preguntarles: ¿Quién me quiere a mí?, para que los tres contestaran: Yo. Yo. Yo. Y que su vida fuera sencilla, alegre, tierna.































































































































































































































































































Berlín era distinto a como Blanca lo recordaba, la ciudad que había recorrido con Peter, solos, hace ya demasiado tiempo. Caminar y encontrar el límite. Volver la espalda. Caminar. Y volver a encontrar el límite. Junto a él descubrió el muro que la rodeaba. Los pasos que no pudo dar. Las calles interrumpidas. Las aceras dirigidas hacia el hormigón. Los raíles de los tranvías atravesando la vertical del Muro que los hacía inútiles. Una isla sin mar. Los parques le parecían ahora más verdes. El aire más luminoso. La Ku-damm, abreviatura de esa avenida de nombre impronunciable, más amplia, más larga, más llamativos sus escaparates cúbicos de cristal en mitad de la acera.

Heiner les mostró «El diente hueco», « Der hohle Zahn», el antiguo campanario quemado de la iglesia Memorial del Emperador Guillermo —conservada su ruina en recuerdo de la guerra, para la paz– constreñido entre la nueva iglesia y su campanario, diseñados por el arquitecto Egon Eiermann de Karlsruhe. Heiner disfrutaba dando todo tipo de detalles, veinte mil vitrales procedentes de Chartres se utilizaron para su construcción en el año 1961; «La polvera y el lápiz de labios», « Puderdose und Lippenstift», los apodaron los berlineses con su característico sentido del humor, por la forma de prisma, achatado el de la iglesia y vertical el del campanario. Heiner hablaba despacio, para que Peter tuviera tiempo de traducir a Blanca. Blanca asistía con interés a su discurso, sintiendo que su atención aumentaba el candoroso orgullo de Heiner. Todos le miraban hablar, oyendo lo que ya sabían, porque, en los labios de Heiner, la palabra superaba la información, la transcendía, y era su entusiasmo lo que escuchaban. Ich bin ein Berliner, gritó en la plaza de John F. Kennedy, emulando al presidente, Yo soy un berlinés, como en 1963 hiciera Kennedy al final de su discurso.

Blanca estaba subyugada por la encantadora excitación de Heiner, que cautivó también a Maren, a Curt, incluso a Peter. Recorrían la ciudad como si la descubrieran, como si la estuvieran viendo por primera vez. Pasearon por la ausencia del Muro y de nuevo les hechizaron sus explicaciones. En el año 1961, el 13 de agosto, se colocaron alambres de espino, el día 15 comenzó la constitución del Muro. Vigilado por «Grepos», soldados de Berlín Oriental, desde más de 250 atalayas. El Muro de la vergüenza yace aquí, dijo Heiner señalando los restos, en un tímido ademán de guía primerizo, propio de alguien que no está acostumbrado a acaparar la atención.

Todos recogieron restos de hormigón, prefiriendo los que estuvieran pintados, o se vieran atravesados por cables de acero. Blanca acaparó tantas piedras que casi no podía cargar con ellas, le llevaría a Carmela, a sus sobrinos, y a José. Sí, también a José.































































































































































































































































































Dresden, escombros. Restos de Dresden. La recuperación había escaseado por allí. Las bombas incendiarias arrojadas el 14 de febrero de 1945, aquel lejano Miércoles de Ceniza, conservaban aún demasiadas huellas. Peter caminaba por la ciudad de su infancia rescatando fantasmas. Aspirando a bocanadas el desconsuelo. Todo había cambiado, o tal vez nada. Él recordaba la Dresden monumental y limpia, y en pie. El olvido evita el dolor, pero es involuntario, como la memoria, cuando revela olvidos que no se habían olvidado bien. La casa de Ulrike, ante él. Había crecido maleza sobre el techo, continuaba desplomado sobre la puerta principal, como Peter lo había visto por última vez. La bomba entró por un tragaluz y explotó en la cocina, levantó el tejado como el aire levanta una sombrilla. Los abuelos estaban dentro, Ulrike y sus padres también. Esperaban a Peter y a su madre.

Peter miraba la casa ensimismado. El tiempo no existía. Su madre le apretaba la mano, agachada frente a él. Los abuelitos se han ido, y los padres de Ulrike. Le miraba a los ojos, le miraba a lo profundo de los ojos. Le abrazó, y en su abrazo comprendió la magnitud de la tragedia. Pero no hay que llorar, ninguno de los dos lloraremos, tenemos que ayudar a tu prima, ahora es tu hermana. No buscaron refugio, corrieron huyendo del fuego que ardía por todas partes. Regresaban a casa, con Ulrike, él apretaba la mano de su madre. Dresden en llamas.

Buscaron la casa de los abuelos. El nombre de la calle había cambiado, no fue fácil encontrarla. Una avenida amplia, una suave pendiente, casas señoriales. Era el número diecisiete, repetía Peter mientras aceleraba el paso. Y al llegar al diecinueve, se paró en seco. El diecisiete era un solar vacío, la casa donde su padre nació, donde su abuelo le enseñó a cantar, un hueco. Recordó de pronto canciones prohibidas cuando acabó la guerra, poco después de haberlas aprendido, Horst-Wessel-Lied. La estrofa del «Deutschlandlied», la que memorizó con su abuelo a ritmo de desfile, la que le obligaron a desaprender, y tardó tanto tiempo en olvidar, le llegaba ahora desde lo hondo:

Deutschland Deutschland über alles

über alles auf der Welt,

von der Maas bis an die Memel,

von der Etsch bis an den Belt.



Otra dificultad para encontrar la casa que Peter buscaba: la casa de sus padres, su casa. Otro nuevo nombre para la calle. Peter caminaba deprisa, todos le seguían con fatiga, excepto Heiner, que participaba de su ansiedad por llegar. Otra amplia avenida. La casa estaba en pie. La fachada había adquirido el color ceniza de años sin pintar. Un portero automático de seis timbres en el muro del jardín señalaba que la vivienda había sido dividida para albergar a seis familias. Allí fue donde la guerra dejó de ser un juego, ya no era una fiesta faltar al colegio, ya no era una competición la carrera hacia el refugio, nunca más coleccionaron balas encontradas en el suelo. Tiempo de reclusión, de luces apagadas, de noches en el refugio. Hambre. Frío. Notificación del Alto Estado Mayor. Papá se ha ido al cielo con los abuelos y los tíos. Otra vez la madre mirándole a lo profundo de los ojos. Y no debes llorar, le decía, para que mamá no sufra. Entonces aprendió a reprimir sus emociones.

–¿Es de ustedes la casa? —les preguntó un vecino al verlos ante la puerta del jardín.

–Esa ventana, la de forma ojival, en el piso alto, la de la izquierda, era mi dormitorio —estaba diciendo Peter.

–¿Es de ustedes? —volvió a preguntar ante la ausencia de respuesta.

–Era de mis padres —contestó Peter.

–Le va a ser difícil recuperarla, ahí viven «los amigos».

–¿Los amigos?

–Sí, los rusos, no van a querer irse.

–No queremos la casa, sólo queremos mirarla.

–¡Qué raro!, ¿dice usted que no la quieren recuperar?

–No, sólo mirar.

–Pues han tenido suerte. Es una de las pocas que no fueron destruidas.

Sí. Habían tenido suerte. Escaparon de un infierno a otro infierno. De una desolación a otra desolación.

–Peter, ¿te encuentras bien? —Blanca le sonreía.

–Sí, me encuentro bien.

Peter se acarició la frente con las yemas de los dedos, dibujó círculos en sus sienes con el anular y el corazón.

No pudieron localizar a sus primos, Sigrid, Georg, aun después de acudir a la Stasi pidiendo ayuda, pero encontraron a Frau Hanna, la íntima amiga de su madre, viuda de guerra también. Perdió a su hijo durante un bombardeo, lo perdió: jamás lo encontraron, le soltó la mano y se perdió. Y quedó sola.

–Tu madre fue muy valiente. Atravesar un país en guerra, con dos niños, o muy inconsciente, nunca se sabe. Aunque hizo bien, ya nada le quedaba aquí. Me pidió que fuera con vosotros, pero a mí nadie me esperaba en Hamburgo.

Hija de un oficial prusiano, rica por familia, educada para saber ser y saber estar, la anciana conservaba en sus gestos la altivez de la clase a la que perteneció, sus modales de alcurnia. Vivía en una casa pequeña, rodeada de los muebles de estilo que pudo recuperar de su palacete en ruinas. Aparadores, espejos, mesitas auxiliares, vitrinas dificultaban el paso. Preparó té en un servicio de porcelana de Meissen, sobre mantelitos de encaje de Holanda.

–Sé por sus cartas que salió adelante. Recogiendo plomo de las ruinas. Hay que tener valor. Desescombrera.

Servía la infusión con delicadeza, con ademanes pausados, sosteniendo la tetera con ambas manos, dejándola sobre la mesa cada vez que ofrecía una taza. La ceremonia. Su figura erguida daba elegancia a las ropas que vestía, demasiado usadas, demasiado antiguas.

–¿Sabes?, tu abuela era muy guapa —se dirigió a Maren—, te pareces a ella. Era muy guapa. Daba gusto verla cabalgar. Otros tiempos —dijo después de un suspiro—. Nos casamos las dos el mismo año y perdimos a nuestros maridos a la vez. Tuvimos suerte.

Maren la miró con una interrogación en los ojos.

–De sobrevivir —añadió.

Se tocó la frente con las yemas de los dedos y se dibujó círculos en las sienes con el anular y el corazón.

–Este gesto —dijo dirigiéndose a Peter– lo aprendí de tu padre. Decía que así se podían alejar los pensamientos.































































































































































































































































































Peter sentía en Dresden que entraba en el pasado por una puerta falsa. La ciudad destruida reconstruía su memoria, le hacía escuchar su primer concierto en la Ópera Semper al lado de sus padres y sus abuelos, la abuela se lamentaba de haberlo traído. Es demasiado pequeño, decía, y le mandaba callar acercándose el índice a los labios. Demasiado pequeño también, para observar las colecciones de la Bóveda Verde junto a sus compañeros de colegio. El vértigo le llevó a correr de nuevo por las galerías y a volver a la fila, arrastrado de la oreja por el profesor. No es la memoria de su niñez, es su niñez. Es. Peter es un niño asombrado ante el palacio del Zwinger, juega con sus primos a príncipes y princesas. Ulrike. Sigrid. Georg. Una palabra. Una frase. Peter, ¿te encuentras bien? Él es un niño que se moja la mano en una fuente de la explanada del Zwinger. Sí, sí, me encuentro bien. Y la pérdida se le vino de golpe. Estaba solo. Sus abuelas. Sus abuelos. Sus tíos. Su madre. Su padre. Ulrike. Muertos.

–¿Seguro que te encuentras bien? —Blanca le dio la mano.

–Ya te he dicho que sí —y le soltó la mano.

Fue incapaz de contarle que todo lo que Dresden le estaba dando se lo arrebataba otra vez.

–No hace falta que me hables así.

–Perdona.

Fue incapaz de decirle que la soledad es no poder compartir con nadie los recuerdos. Con nadie. Y se les coló a los dos un desierto hasta el fondo.































































































































































































































































































Regresaron a Hamburgo más tristes, más solos.

En el camino de vuelta, Blanca volvió a dormitar en el asiento de atrás, junto a los hijos de Ulrike. Peter charlaba con Heiner. Intentaba convencerle de que abandonara Hamburgo. Debía aceptar el trabajo en Munich. No era una huida. Era buscar otro camino. Su problema era el jardín, se había convertido en un voluntario encierro. Debía convivir con los recuerdos, no construir con ellos su propia prisión. A Ulrike no le gustaría que viviera para ella, encerrado en el jardín, con su muerte a cuestas. No se lo permitiría. No dejaría que sus besos le llenaran la boca, le obligaría a que procurara llenarla de otros besos.

Peter exploraba a Heiner. La expresión de su cara. La perplejidad.































































































































































































































































































Heiner estaba sentado en el porche del jardín. La carta de Ulrike en sus manos. Peter se equivocaba, él no vivía con la muerte de Ulrike a cuestas, ella estaba en el jardín. No aceptaría el trabajo en la compañía de teatro de Munich. Seguiría en Hamburgo. Seguiría por siempre en el jardín, con Ulrike. Mediados de junio, se agotaba su plazo. Primavera. Ante la casita, donde había visto escribir a Ulrike, luchaba con la impaciencia de abrir la carta y el deseo de esperar un poco más. La decisión de leerla en primavera le había evitado el desasosiego hasta el comienzo de la estación, ahora le invadía, la primavera acababa y él no había decidido aún el momento de leer la carta. En innumerables ocasiones la había tenido en las manos y había resistido la tentación. Esperar un poco más. Alcanzar la plenitud de una espera sin zozobra, la espera serena del que confía en el otro, del que sabe que acudirá a su encuentro y puede saborear no sólo su llegada sino el tiempo que tarda en llegar. Guardaba la carta y esperaba a Ulrike, un poco más. Tres días para la llegada del verano, el momento de la cita estaba marcado. Primavera. Debería leerla ahora. La acariciaba, la olía, la sostenía en la palma de su mano calculando el peso, muchas palabras de Ulrike, mucho tiempo de nuevo con ella. Estaré contigo mientras la leas. ¿Después? Su silencio sería definitivo. Tenía miedo al después. La leería muchas veces. Recordaría sus palabras una a una. No. La leería una sola vez, para olvidarla. Y leerla de nuevo, cuando el olvido hubiera hecho su trabajo y le permitiera abrirla con la misma emoción, con la misma inquietud, la misma curiosidad, el mismo anhelo que la primera vez.

Heiner miraba la carta, con su nombre escrito en el sobre. Heiner. Heiner en la letra de Ulrike. Heiner en los labios de Ulrike. Y recordó su voz. Heiner. Su voz. No había vuelto a escucharla, hasta ahora. Heiner, en la voz de Ulrike. Entonces se decidió a abrirla, para seguir oyendo su voz. Su voz.































































































































































































































































































Mi amado Heiner. Querido mío:

Te observo agachado frente al rosal y me imagino lo felices que hubiéramos sido envejeciendo juntos. Me encanta mirarte, con tu cristal de cuarzo cortando flores para hacerme un elixir. Me gustaría tener tanta fe como tú en los remedios de Bäalt, pero no tengo esa suerte. Mi enfermedad no se funde como la nieve en presencia del sol, se derrama sin control, y me desborda. Acepto ese desorden, no hay nada que pueda evitarlo. Me niego a luchar contra un adversario que no es el mío, yo no tengo un enemigo: estoy enferma, y la enfermedad no se combate, se cura o no se cura, y no soy yo quien tiene los medios. Debo someterme al tratamiento, buscar el más adecuado, colaborar, pero detesto la palabra luchar, la palabra rendirse, yo no me rindo, mi lucha es otra, querido Heiner, mi amor. Vivo contando el tiempo que me queda para amarte, para mirarte, y te amo más cuanto más te miro, ¿hasta dónde sería capaz de llegar? Por eso añoro la vejez que no tendremos. Aunque a veces pienso que nuestro amor es tan grande porque sabemos que pronto vamos a perdernos, y que esa certeza alimenta nuestra pasión, que sin ella seríamos una pareja más aprendiendo a desamarse.

Estoy leyendo el libro que me has regalado. Ya sé por qué te gusta tanto: Staden y tú tenéis algo en común. Los dos esperáis que la salvación venga de fuera. Él la espera del cielo, tú, de las flores de Bäalt. A mí ni una cosa ni otra me sirven. Staden asiste tranquilo a los preparativos de la tribu en la creencia de que Dios le salvará, a él no se lo comerán los caníbales, le protege su dios. Tú, mi querido Heiner, y tu valor, eres los preparativos, y soy yo la que te está devorando. Devoro tu energía, me hace falta tu aliento, eres tú quien me da serenidad, no la esencia de la victoria regia. Para ti bebo el elixir, porque te salvan las flores, es la confianza en ellas lo que genera tu valor, y me hace falta, me haces tanta falta. Bebo el heliantemo porque sé que durante la maceración de la rosa, mientras esperas a que macere, estás perdiendo el terror a mi muerte. Yo he asumido mi enfermedad, no temo darle nombre a la muerte. Es mejor así, darle su nombre. Vendrá, a pesar de mí, a tu pesar. Nombrarla, para que cuando llegue no nos sea tan extraña. La muerte, ya no la niego. Mi querido Heiner, no la niegues tú.

Querido mío. Querido mío. Querido mío. Soy capaz de decirlo. Soy capaz de escribirlo, querido mío. Perdí mi escepticismo frente al amor cuando me amaste y yo pude amarte, cuando me diste tu amor y te lo devolví crecido, cuando saboreé mi nombre en tus labios. Me gusta, sobre todo al hacer el amor, pronuncias mi nombre tan sólo para que yo lo oiga, y lo repites, despacio, despacio.

Nunca nos dijimos que teníamos que habernos encontrado antes, porque los dos sabemos que nos conocimos en el momento justo, que todo lo anterior fue prepararse para el aprendizaje. He aprendido a amar amándote, a necesitar necesitándote, yo que siempre me jacté de mi autosuficiencia. Te necesito. Tengo suerte, te tendré hasta el último momento de mi vida. Así es que no me compadezcas.

Me voy sabiendo lo que se siente cuando alguien te mira. ¿Qué me has dado al mirarme? Me miras de reojo, cuando crees que no te veo, como ahora. Levanto la vista mientras escribo y te descubro. No sirve que ocultes los ojos bajo el sombrero, veo tu mirada a través de la paja, tu mirada curiosa. No tardarás en preguntarme qué es lo que estoy escribiendo. Debería mentirte, para que mi carta fuera una sorpresa, sin embargo quiero que la esperes, que sepas que estaremos juntos cuando yo me haya ido. Un ratito. Quiero que sepas que la escribo para no irme del todo. Para estar contigo un poco más. Querido mío. Querido mío. Querido mío.


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