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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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–Heiner, Heiner...

–Pero cómo se le ocurre bajar así. Va a enfermar. Póngase bien el abrigo ahora mismo.

–Heiner, Heiner, tengo que hablar con usted. Creí que se marchaba. Ulrike. Se ha caído. Hay que avisar a sus hijos —la respiración entrecortada no le impedía hablar deprisa—. Se ha caído. Ha venido la policía. No había nadie en casa. Por la mañana. Un automóvil. El espejo retrovisor. Se resbaló. Maren y Curt no lo saben.

–Pero ¿cómo está? ¿Dónde está?

–Yo estaba muy nerviosa. La policía me preguntó por la familia. Yo no sé dónde están los chicos. No sé a qué hora vuelven.

–Señora, ¿dónde está? —Heiner comprendió la gravedad de la caída por la excitación de la vecina.

–La policía me ha dejado esta nota. Por mi memoria tan mala, para que no me olvidara de lo que tenía que decir.

HOSPITAL GENERAL

URGENCIAS

TRAUMATOLOGÍA

PERSONARSE ALLÍ LO ANTES POSIBLE

INGRESO: 8.15 HORAS

Eran las dos de la tarde. Habían pasado seis horas. Mientras descargaba camiones en el mercado. Mientras cobraba su trabajo. Mientras pagaba a su patrona. Mientras contaba el resto del dinero y lo ingresaba en su libreta de ahorros. Mientras comprobaba que el lago estaba suficientemente helado. Mientras comía una salchicha y observaba la pericia de dos jóvenes patinadores. Seis horas. Mientras jugaba a resbalar sobre las suelas de los zapatos, recordando su niñez, abriendo un surco en la nieve, ensanchándolo con los pies, consiguiendo una pequeña pista de hielo negro en el Alster blanquísimo, disfrutando la velocidad que alcanzaba. Seis horas. Mientras él se ilusionaba con la posibilidad del viaje, con la sorpresa que le daría a Ulrike. Mientras caminaba con el frío golpeando en sus ojos, con la excitación de este enero blanco, con la ilusión de la primavera en Madrid. Quizá en primavera.

A Heiner le acompañan sus recuerdos en desorden.

Sintió que se desgarraba por dentro cuando vio a Ulrike y ella no le vio, en el hospital. Maren y Curt estaban con él, mirando a su madre atónitos, incrédulos, sin capacidad de reacción. Heiner había ido a recogerlos. No se extrañaron al verlo, pero era otra la noticia que esperaban: un nuevo ingreso, un empeoramiento. Ellos sintieron que el destino les había arrebatado el último tiempo de estar con Ulrike.

–Ayer me dijo que se sentía mejor —se lamentaba Maren—. Mañana pensábamos ir juntas al cine.

Estuvieron en el hospital toda la tarde. Tomando conciencia de que Ulrike se iba. Maren telefoneó a Peter. Han tardado mucho en localizarnos. No he podido llamarte antes. Ingresó hace seis horas, le dijo, seis horas.

Heiner suplicó a los médicos que desconectaran los artefactos que alentaban la posibilidad de vida, que prolongaban la incertidumbre de la muerte. Que la dejaran vivir, o morir. Maren les pidió que esperaran a Peter.































































































































































































































































































Aguanta, Ulrike, ya estamos aquí. Desde el aeropuerto acudieron directamente al hospital. Era de noche. Peter miraba la ciudad, en silencio. Blanca miraba a Peter. Nevaba.

La Unidad de Vigilancia Intensiva estaba en el sótano, al final de varios pasillos llenos de camillas vacías. A Blanca le pareció que llegaban a un garaje destartalado donde se guardaban los coches para el desguace. Al fondo, había una sala con varias camas ocupadas por enfermos terminales. No reconoció a Ulrike. Se encontró con un cuerpo atravesado por tubos y cables. La cabeza pelada. La boca abierta, penetrada por un respirador sujeto a la mejilla con esparadrapo. Los labios estrechos. Los ojos cerrados con ayuda de finísimos adhesivos. La nariz afilada. Las sienes ocupadas por electrodos.

Las orejas despejadas parecían esperar sus palabras. Blanca deseaba que aún pudiera oír. No le dijo nada, no dijo Estamos aquí. Hubiera querido hablarle, ¿en qué idioma? Sólo la tocó, tomó su mano y presionó con ternura, delicadamente, con cuidado, mirando la aguja clavada en el dorso, el suero pasándole la vida, el simulacro. Le acarició el antebrazo, el único lugar desocupado de artilugios, por si entendía. Estamos aquí. Despierta. Estamos aquí, no sólo para verte, también para que nos veas. Y tú estás dormida. Dormida. Tú estás dormida.

El médico describía a Peter las lesiones. El pronóstico era muy grave, el tratamiento muy limitado, le habían extraído un hematoma craneal, no podía hacerse nada más. Esperaban la revisión de un neurólogo para comprobar si aún vivía. Se partió el cráneo contra el bordillo de la acera, al caer.

Blanca contemplaba el cuerpo vulnerado. Imaginaba el coche avanzando hacia ella. Fue un golpe suave. Con el espejo retrovisor. No fue la caída, fue el encuentro entre la acera y su frente.

Peter le presentó al médico. Meine Frau, Blanca. Era la primera vez que la presentaba como su mujer. Y la última que estuvieron unidos en Hamburgo. Mi mujer, Blanca. Ella sentía que formaba parte de él.

Ulrike sabía que iba a morir. Todos lo sabían. Esperaba la muerte, aun así, la cogió por sorpresa, y ahora moría de una muerte que no era la suya. Se preparaba desde hacía tres años, con temor e incertidumbre, tenía miedo a sufrir, miedo al dolor, y pánico a que le alargaran la vida artificialmente. Le había hecho prometer a Heiner que si llegaba el caso desconectaría los aparatos, y Heiner se lo prometió.

Dos días antes del accidente, Ulrike había llamado a Peter por teléfono. Le dijo, como en tantas ocasiones, que le quería como a un hermano, más que a un hermano. Quería despedirse, y se sentía tan débil que sospechaba que no tendría tiempo. Te quiero, me hubiera gustado verte antes de irme. Añadió que en el armario de su dormitorio dejaba una carpeta con instrucciones.

Peter le pidió que no dramatizara y ella se echó a reír.

–¿Dramatizar?, voy a morirme, mi querido Peter.

–No te rías —replicó él—. ¿Has leído el libro que te envié, el de Susan Sontag?

–Sí, lo he leído.

–Pues léelo otra vez.































































































































































































































































































Dieciocho grados bajo cero. Hamburgo. Blanca recuerda. Después de haber visto a Ulrike enredada entre cables y tubos, llegaron sus hijos, Maren y Curt, dos adolescentes que no habían cumplido aún los veinte años. Curt se agarraba al brazo de su hermana, se aferraba a ella como si temiera perderla, como a su padre, que se fue antes de que él naciera, como a su madre, que se iba, se iba. Blanca se abrazó a él llorando. No hubo necesidad de palabras, el abrazo fue más intenso que todo lo que no hubieran podido decirse, otra vez el idioma; igual con Maren. Estuvieron mirando juntos a Ulrike, inerte, indiferente al dolor que la rodeaba. Heiner no acudió al hospital.

Una enfermera les indicó que tenían que marcharse. Blanca y Maren salieron a la calle cogidas de la mano, Peter y Curt las seguían en silencio. Caminaron por la noche helada buscando un taxi que los llevara a casa, allí esperaba Heiner. Dejaron a Ulrike sola. Blanca estaba angustiada. ¿Y si despertaba y no había nadie con ella? ¿Nadie que recogiera su mirada? Aceptar que es imposible que despierte es dejar que la esperanza muera en su misma cama. No hay esperanza, ha muerto antes que ella.

Cuando llegaron a casa, Peter se fue directo al dormitorio de Ulrike, miró en el armario. La carpeta estaba dispuesta para ser encontrada de inmediato. Varios sobres. Nombres escritos con la letra de Ulrike. Peter. Heiner. Maren. Curt.































































































































































































































































































Querido Peter:

¿Aprenderás a vivir sin mí? Quizá habría sido mejor no saber nada de mi enfermedad y que la muerte nos encontrara despistados. Así no sentiría esta pena de dejarte. A veces no soporto la espera, esta imprecisión que disfrazo de esperanza demasiado a menudo, y que siempre acaba en la misma pregunta: ¿Cuándo? ¿Cuándo?

Todos los días me despierto pensando que no es justo. Por qué me ha tocado a mí. Precisamente ahora. Debe quedarte este consuelo. He sido feliz, por fin.

Antes pensaba que la propia muerte no duele, que duele la muerte de los demás, de la gente que quieres. Sin embargo, ahora sé que no es cierto, mi muerte me duele por vosotros y también por mí, no veros nunca más, no abrazaros jamás. Me doy cuenta de que morir es lo que pierdes, perderlo todo, definitivamente. Perder incluso lo que nunca has tenido. Las cosas que se deberían haber hecho, y ya no habrá tiempo de hacer.

Estoy sola. Todos estamos solos. Frente a la muerte siento más la soledad, aunque Heiner esté conmigo. Es muy importante para mí contar con el apoyo de Heiner, siempre a mi lado, también me da pena dejarle. Necesitará tu ayuda cuando me marche, su fortaleza es sólo fachada.

Ayer lo encontré de madrugada en la cocina de la casita del jardín, se había escondido para que yo no le viera llorar, no supe qué decirle y volví a la cama. Hay momentos en que nos permitimos ser frágiles, nos dejamos conducir por el llanto hacia ninguna parte y las lágrimas se llevan algo de nosotros, pero nos dejan justamente lo que deberían llevarse: nos dejan la compasión. Yo le compadezco, y él me compadece a mí. Pero ¿por quién lloramos?, no sé si Heiner sabe por quién llora; yo no sé si lloro por él, o por mí.

La muerte, a todos nos espera la muerte, confío en que me encuentre de mejor ánimo que hoy. Es difícil de aceptar, no tengo siquiera el consuelo de la religión, tú eres mi consuelo. Sé que quizá es injusto que te escriba esta carta, pero necesito saber que compartes conmigo mi desesperación, sólo a ti te la puedo mostrar. La esperanza es a veces dañina. Escribiendo me enfrento a la verdad, reconozco lo que pienso, lo que siento, lo que sé, y lo que quiero ignorar. Es mi forma de prepararme. No te preocupes, en ningún momento he dejado de luchar, ya ves, a pesar de haber leído La enfermedad y sus metáforas , utilizo la jerga militar, como los médicos, como si fuera el paciente quien tiene que «vencer» a la enfermedad, y no la medicina la que debe curar. Sigo el tratamiento con una docilidad que te asombraría, tu prima, la rebelde, se somete a tortura voluntariamente cada semana. Se me han caído las cejas, el pelo lo soporté mejor, pero no hay pelucas para las cejas. En la terapia de grupo los médicos nos prometen la salvación, luchar es ya una victoria, dicen, yo me indigno, no sólo por el lenguaje marcial, sino por los que se lo creen, pero me indigno aún más cuando me lo creo yo, porque después vienen los análisis y ésos no mienten, la enfermedad avanza, imparable, éste es mi caso, ésa es la verdad, para seguir con palabras de guerra: estoy invadida. Pero también es verdad que no todos somos iguales, Gertrud ha sanado. ¿Te acuerdas de Gertrud? Empezó conmigo la radioterapia, y después la quimio. Ha sanado. Estaba tan enferma como yo, y ella ha sanado. Ha tenido más suerte, o más fe en las flores de Bäalt, quién sabe, también a ella se las daba Heiner. Ha sanado. Ya no la veo, no quiero verla. Ha sanado, y yo no. Me llama para darme ánimos, quiere que nos veamos, pero no nos vemos, no quiero verla. Ella ha sanado, y yo no.

Mientras te escribo, Heiner está con sus esquejes. Cuidar de mi jardín se ha convertido en la pasión de su vida, y cuidarme a mí, las plantas le dan mejores resultados que yo. Últimamente me pongo histérica y la pago con él, pero tiene mucha paciencia, espera a que acabe la explosión y después me dice que los medicamentos alteran los biorritmos y que no me preocupe, ya ha pasado, me dice. Doy gracias por tener a mi lado a este tierno grandullón, aunque a veces no le soporte.

He dejado las cuentas de los bancos detalladas y cheques firmados, para que no tengáis problemas. El seguro de vida está en esta misma carpeta. También el testamento.

Me gustaría no dejar de escribir esta carta, porque mientras me lees estoy con vida para ti, pero hay que saber acabar, todo. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo dejar de hablar contigo intentando que no quede ninguna pregunta en el aire, porque no me podrás responder? ¿Cuál será la última palabra que te escriba? Tampoco esta vez te he dejado decir la última palabra, querido primo, como cuando éramos pequeños.

Debo pedirte un último favor: que seas mi cartero otra vez, como cuando te enviaba a entregarle mis notas de amor al vecino de enfrente. He escrito unas cartas para mis hijos, también para Heiner. No sé si a Maren y a Curt es mejor que se las des más adelante, quizá cuando haya pasado un poco de tiempo, no lo sé. También ahora al cartero le toca decidir el momento apropiado para la entrega, yo no lo sé, sólo sé que necesitaba escribirlas, despedirme de ellos.

Te querré hasta el último momento de mi vida, hasta el último momento de la tuya.

Le he pedido a Blanca que cuide de ti, cuida tú de Blanca.

Ulrike

Cuando Peter terminó de traducirle la carta, Blanca no pudo contener la emoción. Blanca, la última palabra que Ulrike escribió a Peter fue Blanca.































































































































































































































































































Cuatro meses habían pasado desde la muerte de Ulrike. Y tres semanas desde que Blanca le dijera a Peter que había llegado el momento de su separación, esta vez, definitiva. Era mayo, y domingo. Hacía calor. Blanca paseaba por el parque recordando los ojos de Peter. Deseaba poder apartarse de él, desapegarse, desgajarse. No era la primera vez que lo intentaba. Conocía ya la desolación primera, esa que sigue a la decisión de ruptura y confunde el temor a la soledad con el dolor. Intentaba discernir ambos sentimientos, calibrar la proporción en la mezcla. Soledad. Dolor.

Después de veintiún días decidió llamarle. Días largos en los que Blanca se obligó a no pensar en él. Intentaba olvidarle, y le recordaba al intentarlo. Al cumplir los veintiún días, se tambaleó su determinación de no verle más. Se rindió. La añoranza. Fue ella quien le invitó a comer.

Estuvieron hablando de Ulrike. Me llamarás, te espero, le dijo él mientras tomaban café. Me llamarás, repitió al despedirse. Blanca sintió que al decirlo le abría una puerta que ella tenía que volver a cerrar.

Caminaba por el parque para alejarse de Peter, cerrando la puerta a cada paso, decidida a que permaneciera cerrada. Vagaba por un paseo al borde del agua, sin mirar a nadie. Sin mirar, se sentó en un banco frente al estanque. Pensó en Ulrike y en Heiner, y deseó haber vivido un amor como el suyo, vivirlo alguna vez. La puerta que Peter le abría significaba que aún no le había perdido, mantenía la angustia de estar perdiéndole. Cerrar. Debía obligarse a la certeza de haberle perdido. El sol le daba en la cara.































































































































































































































































































Los enemigos invisibles son los más peligrosos, pensaba Blanca sentada en el banco del parque, iguales a los sueños que no se recuerdan. Ella había querido a Ulrike como a una hermana. Como a una hermana le pidió Ulrike que cuidara de Peter cuando les comunicó a los dos su enfermedad. Y Blanca se lo prometió.

Blanca conoció a Ulrike en su primera visita a Madrid. Venía con Heiner. Peter les había regalado un viaje de aniversario. Cumplía un año el comienzo de su relación. Todavía estaban estrenándose mutuamente, caminaban cogidos de la mano, se miraban a los ojos sin hablarse, se esperaban el uno al otro para entrar o salir de cualquier parte, se detenían ante los mismos cuadros en los museos, leían los mismos libros. Compartían ya un pasado, corto, pero suyo, de los dos, y esperaban que el futuro les diera mucho tiempo juntos. Blanca les tomó cariño desde el principio, y supo en sus ojos que era recíproco. Quizá ese cariño mutuo les llevó a tomar como un juego la dificultad de conocer idiomas diferentes. A pesar de todo, la comunicación existía. El reto. Blanca se esforzaba por recuperar las pequeñas nociones de inglés aprendidas en uno de esos métodos que se empeñan en asegurar que los idiomas son fáciles, y Ulrike le hablaba despacio en inglés. Heiner señalaba los objetos y utilizaba la mímica sin dejar de hablar en alemán. Hablaban mucho, aunque a veces sólo supieran de qué tema estaban tratando. La intuición. Y el gesto, miradas, risas, sonrisas.

Peter y Blanca les enseñaron Madrid. Heiner y Ulrike se dejaron llevar por sus cicerones mirándose el uno al otro a cada paso, contemplando de perfil la ciudad que les mostraban. A Blanca le enternecía verlos. Es cierto que el amor nos vuelve niños.

Ulrike había dejado de creer en la pareja hacía muchos años. Derrota tras derrota, intento tras intento, fracaso tras fracaso. Pareja sucesiva, la llamaba Peter, porque Ulrike se cansaba de los hombres siempre al séptimo mes. Arrastraba el desastre, lo asumía, desde su matrimonio, cuando ella estaba embarazada de Maren y su marido se marchó con una bailarina rusa. Los últimos meses de embarazo, sola, el parto, la ilusión del primer hijo, sola, la crianza, sola. Maren tenía un año cuando su marido volvió para pedirle perdón. Ulrike le admitió a su lado. Quedó de nuevo embarazada. Poco antes de que naciera Curt, supo que su marido seguía viéndose con la rusa y lo echó de casa. Otro parto, sola, otra crianza. Desde entonces, Ulrike buscaba al hombre perfecto, el hombre que no la abandonara nunca. Tuvo mala suerte. Decía que sólo había encontrado desechos, restos rotos de parejas rotas, hombres que buscaban repetir su propia historia, el amor perdido de otra mujer, la madre para los hijos o, en el mejor de los casos, compañía en la cama, sexo, simplemente sexo. Hombres. No era ésa su idea. Y tuvo muchos. Y se habituó a hacer pagar al siguiente las culpas del anterior. Llegó a la conclusión de que era ella la que debía utilizarlos. Son material de usar y tirar, y no más de siete meses, que luego se hace costumbre y no puedes quitártelos de encima. Todos esperaban algo de ella. Hasta que llegó Heiner. Heiner no le exigía nada, no pedía, únicamente la quería mirar. El sólo deseaba estar a su lado, y mirarla. Ulrike se dejó mirar, le gustó sentirse observada. Todos sus movimientos tenían importancia para Heiner, y empezó a moverse para él. Empezó a saberse el centro para él. Acabó por estar guapa para él, caminar para él, bailar, hablar, leer, para él, porque él la miraba. Aprendió a mirar a Heiner. El amor. Y Heiner, un solitario, que había gozado con las mujeres sin haber enamorado a ninguna; un cándido, que conservaba su ternura y la entregaba sin cautela creyendo que vivía en el mejor de los mundos posibles; un ingenuo dispuesto siempre al regalo, dispuesto a mirar, supo que a él también le podían mirar. Heiner y Ulrike saboreaban el descubrimiento de sí mismos a través de la mirada del otro. Y crecían.

Heiner era un hombre corpulento y flexible, con las manos que le gustaban a Blanca: grandes, largas, huesudas. Muy hábil en los trabajos manuales, en carpintería, en jardinería, y buen cocinero. Había trabajado casi toda su vida en un circo, en el montaje y desmontaje de las lonas y en el mantenimiento de las instalaciones. Muchas veces se encargaba de dar de comer a las fieras y hablaba de ello con fascinación. Hasta que se marchó, nadie sabía por qué. Desde entonces descargaba camiones en el Mercado Central. Durante un tiempo vivió en una habitación con derecho a cocina. Sólo con su patrona hablaba del circo, compartía con ella su memoria, y las noches que su marido estaba fuera. Una relación desapasionada que acabó cuando Heiner conoció a Ulrike y le dijo que ya no podían dormir juntos. Ella se enfureció, se sintió despechada, le sacó todos sus bártulos a la calle y le gritó que no le quería ver en su casa, nunca más. Heiner se trasladó a otra pensión.

Pero el huésped tenía un secreto, un pasado que le atormentaba y desveló a su patrona en una noche de soledad, y los secretos de alcoba son peligrosos cuando se deshace la cama; la patrona le exigió que siguiera pagando la mensualidad hasta que encontrara otro huésped. Pasaron meses. Heiner no se negó nunca a pagar la habitación vacía. Años. La patrona mantenía la habitación sin alquilar. Regularmente subía el precio sin ningún escrúpulo. No se equivocó al pensar que Heiner le pagaría lo que pidiera.































































































































































































































































































Con su cuerpo menudo hecho un ovillo en el banco, Blanca parecía un gorrión indefenso en mitad de una tormenta. Y la tormenta estaba en ella. No me esperes más, le había contestado a Peter, hacía escasamente dos horas. Siete años son suficientes. Blanca medía la distancia que le separaba de su compañero calculando las cosas que había hecho con él porque era lógico hacerlas. Dormíamos en tu casa o en la mía, y comíamos en tu casa o en la mía, y con eso bastaba. Era conveniente, era lógico. Tú solo. Yo sola. Siete años. Mucho tiempo de amor que se mantiene sólo con el deseo de amor. Demasiado tiempo de costumbres que se pegan a los cuerpos que duermen juntos y amanecen cada día más lejos.

Las tejedoras tenemos mucha paciencia, es necesaria para tejer, pero también para destejer. Es tiempo de destejer.

Comparó su desdicha con la de épocas peores, y se consoló pensando en Carmela. Su hermana había tenido el arrojo de decir: ¡Basta!, la valentía de romper con la vida que, según decía, le había tocado en suerte, y se lanzó al aire para escoger la que ella deseaba vivir. La vida está delante de nosotros, no detrás, decía. Admiraba a su hermana porque sabía lo que quería, aunque insistiera en repetir que lo importante no es saber lo que se quiere, sino lo que no se quiere. Sin miedo. No temía sufrir. La admiraba porque era capaz de sentir intensamente. Dolor. Soledad. Pensaba en Carmela, en su serenidad, en su entereza. Blanca veía en su hermana la seguridad que ella no encontraba. La confianza en su cuerpo menudo, consciente de su atractivo, a diferencia de Blanca, que arrastraba el suyo intentando gustarse. Se comparaba con ella. Mis ojos son más verdes.

Pensaba en Carmela, en sus ojos color de miel, mezclados de colores, cuando vio a José. Su mirada se posó involuntaria en el movimiento de una gabardina verde. José se dirigía con paso decidido hacia el estanque. Se sentó en la barandilla y apoyó en ella sus manos con los brazos muy abiertos, se recostó con las piernas extendidas, cruzó los pies. Inmóvil, miraba a la distancia. Blanca creía que la miraba a ella.































































































































































































































































































Por la mañana llamaron del hospital pidiendo autorización para trasplantar los órganos de Ulrike. Peter sugirió que consultaran con el doctor que la trataba. El médico descartó cualquier posibilidad.

Regresaron a verla, todos excepto Heiner, que se negó a permitir que lo que quedaba de Ulrike se instalara en él como su último recuerdo.

Maren se aferraba a su madre en silencio, había colocado una silla junto a la cama. Sentada, su cabeza a la altura del cuerpo de Ulrike, se acurrucaba en ella, abrazada a su brazo, le acariciaba la mano, la besaba, y volvía a hundir la cabeza. Blanca sostenía la otra mano de Ulrike, también la acariciaba, la besaba, miraba su oído despejado, como la noche anterior, y reprimía las palabras que habría querido decir.

–¿Por qué sabes que no puede oír? —le preguntó a Peter.

–No puede —contestó lacónico.

Ulrike respiraba rítmicamente. Respiraba. Blanca se acercó a su oído y lo besó.

–Ulrike, estamos aquí —imaginó que le decía—, a tu lado. We are here—se esforzaría en su precario inglés—, not are you alone.

Your English is still really bad. I mean bad—imaginó que contestaba riendo.

El médico habló con Peter y éste le dijo a Blanca que había que salir ya.

No sabían cómo sacar a Maren de allí, por fortuna Curt esperaba en la sala, no había querido entrar. Peter hizo tres intentos.

–Sólo un momento más, por favor, sólo un momento —imploraba Maren.

Se levantaba, se volvía a sentar, se abrazaba a su madre.

–Mamá, mamá.

Al fin Peter la cogió por los brazos y la levantó casi a la fuerza. Blanca la abrazó y la sacó de la habitación. Peter las siguió en silencio. En el pasillo, Curt acarició a su hermana, estaba sereno, silencioso. Una enfermera entregó a Blanca una bolsa de plástico con algo en su interior, hizo firmar a Peter unos documentos y consoló a Maren con una ternura poco habitual en los profesionales que ejercen tan cerca de la muerte, le rozó la mejilla y le secó las lágrimas mientras le hablaba dulcemente.

Volvían a casa. Blanca no sabía por qué. Respiraba cuando la dejaron. Respiraba. ¿Por qué se iban? No se atrevía a preguntar. ¿A quién? ¿Qué? ¿Ha muerto? ¿Era eso? La bolsa que Blanca llevaba en la mano era sin duda la ropa de Ulrike. Si se iban, con su ropa en una bolsa de plástico, era que había muerto. Pero respiraba cuando la dejaron. Respiraba.

Nadie advirtió la interrogación en los ojos de Blanca. Atenta a cualquier gesto, a cualquier palabra que pudiera parecerse a su idioma. Salieron del hospital. Las mujeres caminaron de nuevo cogidas del brazo, en silencio, Blanca llevaba en la mano la certeza de la muerte de Ulrike, la agarraba firmemente con los dedos, y no lo sabía.

Al bajar del taxi que los condujo a casa, Blanca se atrevió por fin a preguntar a Peter.

–¿Por qué nos hemos venido?

–Porque se la van a llevar al Instituto Anatómico Forense para hacerle la autopsia.

–Entonces, ¿ya se ha muerto? ¿Por qué lo sabes? Respiraba cuando la dejamos.

–El doctor me dijo que le prometió a Heiner que la mantendrían con respiración artificial sólo hasta que la viéramos, para que no fuera tan desagradable. En realidad la hemos visto muerta, respirando muerta.

Peter no se había dado cuenta de que el médico hablaba en alemán y él no le había traducido a Blanca. Sumido en su dolor, en sus miedos.

–Quizá no la han desconectado aún, quizá aprovechen nuestra ausencia para hacer experimentos.

Blanca no supo qué decir, sabía que Peter estaba haciendo suyos los terrores de Ulrike.

–No lo creo —contestó tan sólo.

Cuando entraron en la casa vieron que la máquina de coser estaba sobre la mesa, la costura sin terminar, esperando a Ulrike. Maren la recogió llorando. Su madre jamás acabaría de coser aquella camisa. El resto de la casa estaba en orden, las habitaciones limpias, tanto que casi parecía imposible que estuvieran en uso. Blanca recuerda. Cuando Ulrike se enteró de que tenía cáncer le dijo que iba a arreglar los armarios, entonces le llamó muchísimo la atención, pensar en esas cosas, darles importancia, ahora lo comprendía bien. Cuando una persona muere, habla a través de lo que deja. Ulrike les decía que estuvieran tranquilos, que estaba preparada, todo lo dejó recogido y ordenado. Todo, con la meticulosidad de alguien que sabe que otros vendrán a mirar. A pesar de todo, a Blanca le parecía estar violando su intimidad, incluso al comprobar el esfuerzo que Ulrike hizo para que esto no sucediera. La muerte la cogió por sorpresa, y no le dejó recoger la máquina de coser, ni su dormitorio, en limitado desorden, la cama sin hacer, ropa sobre una silla, un libro abierto en la mesilla de noche, Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, de Hans Staden, Ulrike había subrayado en el prólogo: «Prisionero. En el corazón de la tribu. Actor trágico. Espectador permanente de su propio suplicio, de su propia devoración anunciada, repetida, acechante. Cuanto más profunda es su soledad, más aguda es su mirada». El libro estaba abierto por las páginas sesenta y dos y sesenta y tres contra la mesilla de noche: «... el navío era demasiado pequeño para navegar por mar». No acabaría de leerlo nunca.

Esa misma noche, Peter entregó las cartas a Heiner, a Maren, a Curt.































































































































































































































































































No sabe por qué la siguió. Ella se levantó de un banco y se detuvo un instante, mirándole a los pies, después se dio la vuelta sin levantar la vista y apartó el pelo de su frente con un rápido movimiento de cabeza. Cómo supo que iría tras sus pasos. Qué le llevó hacia aquella mujer pequeña que paseaba arrastrando los pies como si arrastrara el mundo.

Algún día reconocerá que la quiso. Dirá que era mayo, y domingo. Aún no sabía su nombre. Blanca. Fue ella quien deseó que la siguiera. Caminó despacio hacia el extremo del estanque y se apoyó en el borde. José se acodó a su lado, la observó, miraba sin mirar hacia el fondo del agua, perdida, en qué profundidades, cerró los ojos, levantó el rostro, y se dejó acariciar por el sol. Parecía dormida, y no dormía. Giraba la cabeza hacia arriba y hacia los lados, para recibir calor también en el cuello. Su suéter resbaló, uno de sus hombros quedó al descubierto. Con las yemas de los dedos hizo círculos en su piel, geometría que él deseó recoger con sus labios. Entonces dejó de mirarla, se avergonzó de haberla mirado. Se dio la vuelta y disimuló, ruborizado, como si le hubieran descubierto espiándola al desnudarse.

Algún día dirá que la amó desde ese momento, desde esa caricia caliente y sola. Y la amó más cuando Blanca se volvió hacia él. ¿Por qué ya no me miras?, preguntó apoyando descarada la barbilla en su hombro desnudo. José no contestó. Su turbación sólo le permitió sonreír. Ella repitió la pregunta y añadió: Me gusta que me mires, e inclinó la cabeza hasta que sus labios alcanzaron el hombro desnudo. Él recobró seguridad ante aquella boca que cumplía sus propios deseos. Y a mí me gustas tú, respondió.

Blanca se cubrió el hombro con pereza, indolente, con la parsimonia justa en la provocación, asegurándose de que José supiera que se lo había querido mostrar y que ahora lo tapaba a sus ojos.

Es tiempo de recordar que aquella tarde hicieron el amor por primera vez. Tienes en los ojos todos los ríos del mundo, dijo mientras la descubría. Y ella le contestó riendo: Es que soy el mar.

Acababan de hacer el amor. José la abrazaba, una mano exacta en su pecho. Blanca apretó su mano sobre la de él para sentir aún más la presión. Se estremeció. Un temblor. Un sobresalto. Una sacudida. Suspiró. Se cubrió con sus brazos, como si quisiera protegerse con el cuerpo tendido a su espalda, arroparse.

–¿Te encuentras bien?

–Sí, no es nada —no quiso decirle que su ternura le dolía en la ausencia de otra ternura.

Blanca giró la cabeza. José sonreía, la miraba. Ella sonrió también.

–Me dieron ganas de besarte así en El Retiro.

José le mordió el hombro, lo mordió con los labios.

La besaba sin dejar de mirarla, para verla en su placer. Le sorprendió en ella la melancolía.

–Tienes los ojos...

–¿Como todos los ríos del mundo?

–No, ahora los tienes tristes.

José se quedó dormido y Blanca se levantó para ducharse. Dejó caer el agua caliente sobre su piel, limpiarse de la ternura de José, liberarse de la emoción de sus besos. Se enjabonó los ojos, quitarse los ríos que él le había puesto. Se restregó los oídos con fruición, borrar el eco lacerante de su boca. Palabras, palabras. Y los labios, los dientes, la lengua, ella había hablado también, había mordido, había besado. El agua resbalaba sobre ella sin conseguir limpiar su turbación. Volvió a enjabonarse, con rabia. El agua arrastraba el jabón, y nada más. Salió de la ducha con los ojos enrojecidos y se puso a llorar, no un llanto convulsivo y sonoro, eran las lágrimas que huían de los ojos. No quería llorar, era que otra lloraba en ella y Blanca se abandonaba a su llanto. Permaneció así, dócil a su íntima contradicción, llorando y apartándose las lágrimas con los dedos, los mismos que poco antes acariciaban el cuerpo de José con una pasión que ella había olvidado, deteniéndose en él. Recordó tanto amor, inútil, tanto deseo, tanto vacío. Y otro olor. Se vistió, dejó una nota sobre la cama, y se marchó.


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