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Trilogí­a de la huida
  • Текст добавлен: 14 сентября 2016, 21:06

Текст книги "Trilogí­a de la huida"


Автор книги: Dulce Chacón


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Прочая проза


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Desde entonces me tomo un poco antes de irme a dormir, porque no puedo conciliar el sueño. Le pregunto a mi marido si quiere un poquito, pero siempre me dice que no. Debe de ser cosa de mujeres lo del chocolate.































































































































































































































































































Cuando Prudencia se enteró de que su marido tenía un hijo se le escapó el mundo. La pobre lo supo por casualidad, porque llamó al supermercado para hacer el pedido y el chico, que era nuevo, la confundió con la otra, le preguntó por su hijo y hasta el nombre le dio. Entonces llamó a mi prima, que le gusta saberlo todo y mucho más le gusta contarlo, y se lo contó todo con pelos y señales. Prudencia se quedó sin habla. Se había acostumbrado a la amante. Pero un hijo. Colgó el teléfono, se sentía aturdida, mareada, se fue hacia el cuarto de baño, tenía ganas de vomitar, y tropezó con la caja de herramientas que su marido olvidó guardar después de arreglar el grifo del lavabo.































































































































































































































































































Qué hacer cuando sólo se desea morir. Prudencia deseaba morir. La vida era para ella una sucesión de días idénticos. Los consumía como si fueran pequeñas dosis de una muerte pequeña. Ella sólo quería morir. Morir de una sola vez. Desde que sabía que su marido tenía una amante y, sobre todo, desde que supo que tenía el hijo que ella no le pudo dar. Y por eso estamos aquí.

Prudencia, estamos aquí por eso y por tu mala cabeza. Mira que te dije que a los hombres hay que tenerlos contentos. Si la primera vez que fingiste un dolor de cabeza te hubieras dado cuenta de lo que se nos venía encima, habrías hecho un esfuerzo por conservar lo tuyo.

Ahora ya nada tiene remedio.

Y si hubieras escuchado a tu suegro. Cuando te preguntó si alguna vez su hijo te había llamado mamá. Y tú te ofendiste tanto como si te arrancaran un secreto. Debías haberle aclarado que tu marido te dijo que en algunos países los hombres llaman mamita a sus mujeres cuando hacen el amor. Que eso fue lo que te contestó tu marido la primera vez, cuando le preguntaste por qué te llamaba de esa forma.

Pero te entró tanto susto que lo asustaste más aún, a tu suegro, que ya venía con la neura de unos celos terribles.

No debías haberlo echado de tu casa. Se acercó a ti porque se sentía muy solo, más que tú. Sí, aún más que tú. Él quería compartir contigo su dolor. Pensó que eras la única persona en el mundo capaz de comprenderle. Para ti, escucharle, responderle, era como admitir tus propias dudas y no estabas dispuesta a semejante escarnio. Sí, ya sé, fue duro también cuando te preguntó si tu marido te besaba en la boca, fue duro, y se te escapó una lágrima cuando le mirabas con los ojos fruncidos de rabia. Tú sufrías también, sufrías de furia y de vergüenza y le pediste que se fuera. Váyase, por Dios, váyase, ¿cómo se atreve?, ¿qué derecho tiene usted? La desesperación, Prudencia, ése era su derecho y su atrevimiento. Y se marchó. Llorando mientras te pedía perdón.

Se fue de tu casa peor que había llegado y te remuerde la conciencia desde entonces. No has de creer que fue por eso que tu suegro se quitó la vida.

Era tarde cuando le contestaste a sus preguntas. Te quedaste parada frente al féretro esperando una señal, porque le estabas contestando y necesitabas saber si él te escuchaba, si le servía de algo tu respuesta: No, no me daba besos en la boca. Desde hacía años, muchos años.































































































































































































































































































A los hombres hay que decirles que lo hacen todo muy bien. Y reírles las gracias. A Prudencia no le gustaba eso. Ella siempre creyó que la verdad tiene que ir por delante. A veces la verdad es demasiado mentira, o demasiado verdad. ¿Quién soporta ese peso sin enloquecer?

Se necesita mucha mano izquierda para llevar bien al marido y Prudencia andaba coja, no sólo de la pierna sino también de la mano. Digo yo que por eso entristeció. Empezó a languidecer cuando sospechó que su marido andaba con otra. Le entraron unos celos que se la comían por dentro. Los celos son muy dañinos. Al principio tienen hasta su gracia, después te van haciendo pequeña, pequeña, diminuta, hasta que desapareces y sólo queda de ti la obsesión. Te pasas el día buscando pelos, registrando bolsillos, oliendo la ropa y preguntando que si dónde has estado, que si con quién. Hasta que el otro se cansa y te manda a meterte en tus cosas. Natural.

Y es que una tiene que acostumbrarse a que los hombres son distintos a nosotras, y lo que no encuentran en casa lo buscan fuera.































































































































































































































































































A mí me gustan los hombres que se dan importancia, y mi marido se da mucha importancia. Como los actores de cine, así va él, y yo orgullosa a su lado, porque si se da importancia será porque la tiene. No me cuesta admirarle.

A Prudencia sin embargo incluso le molesta, a ella le gustaría que su marido la admirara por algo. Y digo yo, es la mujer la que debe admirar al marido, y hacerle ver que le admira, para que pueda sentirse importante, superior. Prudencia no se da cuenta de que si el hombre admira a la mujer es mala cosa, porque entonces se compara con ella y hasta puede llegar a envidiarla. Se les baja la moral.

Es imposible subirle a un hombre la moral cuando se le ha bajado.































































































































































































































































































Todo el mundo se ha cansado de ti, de tus lamentos. Hasta tu prima se ha cansado de compararse contigo para ser feliz y ya le pesan tus tristezas. La gente huye de los tristes por miedo al contagio, es contagiosa la tristeza, Prudencia. Las penas son de uno y no se van porque las cuentes. Si te hubieras puesto tu mejor sonrisa, no te habría pasado lo que te pasó la última vez que saliste a la calle, que tus amigas cruzaron de acera; a ti te dolió, te diste cuenta de que no fue casual, que te vieron perfectamente, que cuando te vieron cruzaron de acera. Tú no aceptaste el desprecio y cruzaste también, se pusieron rojas de vergüenza, pero más roja te pusiste tú, cuando se excusaron porque no te habían visto, te preguntaron qué tal te iba y, antes de que pudieras contestar, dijeron que tenían mucha prisa y que ya les había contado tu prima. Adiós, Prudencia, te dieron dos besos cada una y se alejaron hablando en voz baja. Te quedaste parada, dudando, no sabías si volver a cruzar de acera.































































































































































































































































































Perdonarte más:

Te dije que atravesábamos una frontera peligrosa. Ya lo has visto, la segunda vez es más fácil: ya sabes que puedes hacerlo, y que yo consiento que lo hagas. Sé que pierdes el control, y que sabes que te quiero, que vas a pedirme perdón y yo te voy a perdonar. Quizá por eso te atreves a maltratarme así. Volví a perdonarte la segunda vez, y la tercera, y la cuarta. Pero la herida es profunda, y queda.

No es bueno que te tenga miedo. Ni es bueno que sienta vergüenza delante de tu madre, estoy segura de que lo oye todo, ser vecinas tiene muchas desventajas.

Ayer sentí terror cuando me escondí debajo de la mesa de la cocina. Estaba temblando, recordaba la última vez que me pegaste con el cinturón. Debajo de la mesa me tapé la cabeza como entonces, agachada me protegía con las rodillas y los brazos, y era incapaz de gritar. Ayer no quería salir de mi escondite, aunque hubieras soltado el cinturón después de azotar la mesa con furia. No quería salir, porque los golpes retumbaban y me dolían como si me los dieras a mí, aunque te oyera llorar y pedirme perdón jurando que me amabas. Me seguía sintiendo acorralada por la violencia con que me gritabas tu amor, la misma violencia con la que me amenazabas. Te dije que te fueras, sin abrazarte, sin decirte que te perdono porque sé que ése no eres tú, que cuando te pones así es como si fueras otra persona. Te pedí que te marcharas porque no podía salir, me quedé paralizada y estuve en la misma postura llorando hasta que llegó el niño del colegio.

No puedo explicarte lo que siento porque ni yo misma lo sé. Sólo decirte que no me gusta tenerte miedo. Te quiero demasiado para tenerte miedo. Ahora sé que me atrevo a escribirte lo que pienso pero no a decírtelo, por si te enfadas, y esto no puede ser.

Me has prometido que no volverá a pasar, ayer cuando te ibas lo juraste. Espero que sea cierto, por nosotros, lo espero.

Amor, te perdono.































































































































































































































































































La primera vez que Prudencia sintió miedo era muy pequeña. Jugaba al escondite con su prima y se metió en la caseta del perro. Sin que se dieran cuenta se les vino encima una tormenta eléctrica. El perro se asustó, y ladraba a la niña desde la puerta de la caseta para recuperar su sitio. Prudencia lloraba, quería huir pero el animal tapaba con su cuerpo la salida y le enseñaba los colmillos. En cuclillas, la niña se protegía la cabeza con las piernas, intentaba taparse los oídos para no oír los truenos que retumbaban en la madera como grandes golpes, ni los ladridos del perro que la amenazaba. Prudencia no quería mirar; sin levantar la cabeza alargó la mano para decirle al perro: ¡Vete, vete! Entonces el perro la mordió en los dedos. Ella sintió la dentellada y gritó, pero no levantó la cabeza, apretó la espalda contra la pared y levantó aún más las rodillas. Así se quedó hasta que su prima la oyó llorar y avisó a su padre. Él la sacó de allí, porque Prudencia no podía moverse.































































































































































































































































































El representante fue un día a ver a Prudencia a su casa. A ella le extrañó mucho porque ni siquiera fue a verla cuando la caída en la bañera y más le extrañó cuando le preguntó así, a bocajarro, cómo podía ella aguantar la situación que estaban viviendo. Prudencia no entendía nada.

El marido de su suegra siempre evitaba mirarla a los ojos y aquella vez se le encaró de tal manera que fue Prudencia la que apartó la vista.

Él le decía que estaba dispuesto a separarse si continuaban así y que no le extrañaba nada que el primer marido de su mujer hubiera salido corriendo a pesar de ser el padre de su hijo, o precisamente por eso. Prudencia estaba cada vez más intrigada de adónde iba a llegar y le escuchaba la pobre sin decir nada. El representante se puso a llorar y Prudencia no sabía qué hacer. Le enterneció esa muestra de debilidad en un hombre. Intentaba consolarle mientras él gemía y se lamentaba por no tener valor. Tu suegro sí, el otro. Si yo tuviera valor. ¿Cómo puedo aguantarlo, Prudencia? Y Prudencia se preguntó cómo podía aguantarlo ella y sintió lástima de sí misma y rabia de él, porque no hay nada peor que ver en los demás los defectos propios. El representante seguía llorando como un niño. Ya sé que tú lo sabes y te haces la sueca. Ahí se sintió Prudencia muy ofendida y muy humillada y echó de casa al marido de su suegra y le gritó que no se metiera más en su vida.

Pero cuando él se marchó, ella se quedó más sola que nunca.































































































































































































































































































Prudencia, hija, deberías haber aprovechado y hablar con el representante, ya ves cómo los hombres no son todos iguales, como dices tú. Contarle tus penas. Porque de mí estás ya un poco cansada y yo de ti, Prudencia. Por eso esta mañana, cuando me dijiste que tú también ibas a morirte, me entró alivio por dentro y no te pregunté de qué.

Todo el día mirándome sin decir nada. Y yo mirándote todo el día. ¿Es tu forma de despedirte? No sé si esperas que te pida que te quedes, para no morir. Yo no sé si quiero que te quedes.

Sólo quiero dormir, Prudencia, dormir.































































































































































































































































































No te guardo rencor:

No es que no quiera hablarte. Es que cuando te enfadas no sé qué decir. He estado callada toda la semana porque el lunes me diste muy fuerte. Y porque mandaste callar al niño cuando se puso a llorar, le levantaste la mano y casi le pegas también a él, y eso sí que no te lo puedo consentir.

Yo te dije que quería verte algunos domingos, por el chaval, pero que no nos obligaras a estar en la puerta, que no es así como quiero verte. Te supliqué que no me obligaras. Me quedé muda cuando me dijiste de aquella manera: ¿No querías verme los domingos? ¡Pues me vas a ver, pues me vas a ver!, y me llevaste a rastras a la puerta, ¡aquí me vais a ver, aquí, ¿te enteras?!; yo me quedé muda. Sé muy bien que no se te debe hablar si te pones así, porque tienes un pronto muy violento, por eso no te he hablado en toda la semana. Pero ya ves cómo hemos estado en la puerta, no te enfades más, te esperaremos todos los domingos si es lo que tú quieres.

No te enfades.































































































































































































































































































Fue mi prima la primera que llegó a socorrer a Prudencia. Se quedó muy preocupada después de contarle todo lo que le contó, porque sabía que hay cosas que, aunque se pregunten, no se deben decir. Ella sólo quería ayudar. Nunca hasta ahora le había contado que conocía al niño, porque se arrepintió de haber ido a ver a la tipa nada más salir de su casa. Nunca le contó lo que se decía por ahí, al fin y al cabo ella sólo oyó en la peluquería que se rumoreaba que el suegro de Prudencia se había ido de casa porque no soportaba la forma que tenía su mujer de tratar a su hijo, pero podían ser habladurías. Como también podían serlo los rumores que corrían de que el suegro de Prudencia un día salió corriendo al bar muerto de celos y allí mismo se puso a llorar.

Mi prima se lo contó todo por teléfono a Prudencia para ayudarla. Para hacerle ver que si perdía a su marido no perdía gran cosa y que lo del hijo con otra era lo de menos, por quitarle importancia. Que su marido había provocado los celos hasta de su propio padre. Y que para vivir así lo mejor que podía hacer era separarse. Pero a mi prima no le había contado Prudencia que ya lo había intentado, que su marido no consentía en divorciarse. Ni tampoco entonces se lo contó. Sólo a mí me cuenta sus desgracias. Se quedó muda y colgó el teléfono sin despedirse. Por eso mi prima se quedó preocupada y fue a verla a su casa.































































































































































































































































































También el marido de Prudencia aceptó su destino. Dice el marido de mi prima que el suegro de Prudencia le contó, pocos días antes de morir, que le había exigido a su hijo prometerle que jamás se divorciaría, se lo hizo jurar por Dios.

El hijo había ido a la pensión a decirle que pensaba separarse y el padre le contestó que si lo hacía daría mucho que hablar, que ya la gente estaba hablando demasiado. Acabó gritándole. Y le hizo jurar que no se divorciaría nunca.

Digo yo que ese juramento es una condena, no sólo para el marido de Prudencia, aún más para ella, la convirtió a la vez en presa y en prisión.































































































































































































































































































No es tan grave que te obliguen a lavar y planchar una camisa, Prudencia, no hubieras debido ponerte así. Tu marido estaba nervioso y por eso te pegó cuando le dijiste que la camisa estaba sucia. Que tú no eras la criada de nadie. Y te pegó más, mientras le gritabas que te ibas a separar de una vez, porque a él le dio mucha vergüenza cuando su padre se fue de casa y le horroriza pensar que la vergüenza sería aún mayor si te fueras tú. No lo pienses más. Se puso de muy mal humor con la carta, no debiste preguntar de quién era, ya sabes que le molesta que te metas en sus cosas. Debía de ser grave porque no durmió nada en toda la noche.

Debiste hacer todo lo que él te dijera, que para eso te casaste, para ser una esposa sumisa. Cuando lloras de esa manera deberías acordarte de la gente que es más desgraciada que tú, de la gente que pasa hambre, o padece enfermedad, o de quien se le muere un hijo de los de verdad.































































































































































































































































































Adiós, mi amor:

Principio y fin. Tú y yo tuvimos un principio. He encontrado un trabajo lejos de aquí. Todo tiene un final. No te reprocho nada. Sé que la culpa, si es que hay culpables, es toda mía. Nunca debí consentir que me anularas así, me negué a mí misma, me he perdido de vista. Me pediste tiempo y yo te di toda la vida. Todo lo hice por amor, te quise hasta ese punto, hasta éste. Ahora ya no. Voy a aprender a quererme de nuevo, lejos de ti, lejos.

Cuando pase el tiempo suficiente, cuando te pierda el miedo, te mandaré nuestra dirección para que puedas visitar a tu hijo.

Te quise hasta la locura. Ni un paso más.































































































































































































































































































Mi prima llegó corriendo a la casa de Prudencia. Estaba muy nerviosa, cosa que no es frecuente en mi prima. Tocó al timbre varias veces y nadie le abrió. Nadie. Insistió dando golpes en la puerta y gritando: ¡Ábreme, Prudencia, por el amor de Dios, abre! Entonces pensó que quizá había ido a buscar a su marido. Temió que le dijera que fue ella quien le contó todo lo que le había contado. Mientras golpeaba la puerta el miedo se convirtió en pánico. Se olvidó de Prudencia y empezó a preocuparse por ella misma. La gente que habla demasiado lamenta luego la oportunidad de haber callado, y en esta ocasión la gente era mi prima. Se fue al bar donde el marido jugaba al mus, corriendo para estar presente en caso de que a Prudencia se le ocurriera nombrarla, para poder defenderse y que no la pusiera en evidencia, pero al ver que Prudencia no estaba volvió a preocuparse por ella.

Se precipitó al pensar que Prudencia saldría sola a la calle, hacía años que no lo hacía. No. Prudencia estaba en casa y no había abierto la puerta. Algo pasaba. Se acercó al marido y le dijo que estaba muy preocupada, que había llamado por teléfono a Prudencia para interesarse por su salud y que decidió ir a verla porque la había notado muy rara, pero que no abría la puerta, que si sabía él dónde podría estar.

La encontraron tirada en el suelo del cuarto de baño, al lado de la caja de herramientas, con un tubo de pastillas vacío en la mano y en medio de un montón de papeles rotos.

Todo esto me lo contó mi prima esta tarde, que vino a verme al hospital. A pedirme perdón, me dijo que venía. Como si yo fuera su confesor. Yo le dije que, en todo caso, le pidiera perdón a Prudencia y ella me miró con cara de lástima.

Anda que sí, mira que es listo, en la caja de herramientas no se nos ocurrió buscar. La oí murmurar cuando se marchaba.































































































































































































































































































Tus amigas. No podían faltar. Ahí las tienes, cuchicheando en la puerta. Dicen que no se atreven a entrar, por no cansarte, y le han pedido a tu prima que te diga que han venido por si necesitas algo, lo que sea, se lo han dicho con cara de circunstancias. Pero tu prima dice que la enfermera no les ha dejado entrar en la habitación, a ella eso le hace sentirse más importante, porque pasa cuando quiere. Es muy protagonista tu prima. Le encanta ser un familiar, que son los únicos que pueden visitar al enfermo cuando está puesto el cartel de PROHIBIDO LAS VISITAS. Dice que tus amigas han venido a verte para que las vean a ellas, por quedar bien ante la gente, que si tanto cariño te tienen se podían haber guardado sus lenguas de víbora el día que las viste en la calle.

No deberías haberle dicho nada a tu prima, Prudencia. Qué manía, aunque te moleste que vaya contando tus cosas, le digas lo que le digas, las va a seguir contando igual.































































































































































































































































































Hay que ver la gente qué necesidad tiene de que yo la perdone, Prudencia. Y yo, la verdad, no lo entiendo. ¿Lo entiendes tú? Lo de mi prima todavía, porque la pobre no está muy bien de la cabeza, pero al representante lo tenía yo como hombre sensato. Ya me extrañó que viniera solo, sin mi suegra. Digo yo que cómo le gustan los claveles a este hombre, pero aléjalos un poco, Prudencia, tantos me marean. Me dio pena cuando se arrodilló y se puso a llorar. Casi no se le veía la carita entre las flores. ¿Es ésta la única solución, es éste el valor?, tendría que haber sido yo, me dijo. Y yo no tenía fuerzas ni para mirarle. Me dio pena cuando me abrazó pidiéndome perdón, y me daba palmaditas en la cara para que yo abriera los ojos. Y también me dio pena cuando sentí que se alejaba llorando. Yo no le pude decir nada. ¿Sabes, Prudencia?: este sueño que tengo se parece mucho al abandono. Me gusta dejarme llevar. Ya nada tiene importancia, ni el llanto del representante ni los lamentos de mi suegra cuando entró detrás de él con mi marido y mi prima. ¿Qué te he hecho? ¿Qué te hemos hecho? Lo mismo le preguntaba a su marido en el entierro, ¿te acuerdas?, ni entonces entendí las preguntas ni las entiendo ahora. Nadie me ha hecho nada. Has sido tú, Prudencia, que no querías irte sola. Siempre he estado contigo, ahora también.

Mi suegra quiere que le cuentes qué te dijeron sus maridos. Tu prima le ha contado que fueron a verte. Tu suegra se desconcierta siempre que algo escapa a su control. Cuéntamelo todo, Prudencia, te hará sentirte mejor, te dice. Yo creo que es ella la que quiere sentirse mejor. Y espera con los ojos muy abiertos inclinada sobre ti, como se acerca el sediento al caño de una fuente casi seca, con la boca muy abierta. Se inclina sobre ti, te acaricia el pelo, te pone el dorso de la mano en la frente, te la besa, como si te tuviera cariño. Mira a los demás para saber si han visto el gesto, sus ademanes amorosamente estudiados. Les pide que se vayan a descansar, que os dejen solas, ella cuidará de ti. Su hijo se resiste. Le convence, ella siempre convence a su hijo. Prudencia, hija mía. Y es la primera vez que te llama hija.

Ella también quería pedirme perdón, se inclinó sobre mí, la oí un momento, empezó a hablarme de su niño, me llamaba Prudencia, pero después dejé de escuchar, cuando me preguntó qué querían de mí sus dos maridos. Los celos, me preguntaba, qué fue lo que provocó vuestros celos. Y vuelve a pedirme perdón, por haberme llevado a vivir entre sombras, entre las dudas. Me angustia tener que dar tanto perdón, demasiado me piden. ¿De dónde voy a sacarlo? ¿Y para qué?

Parece que todos quisieran arrancarse un animal de dentro para dármelo a mí. Yo no quiero, es un animal negro y feo, como la culpa. Que cada uno domestique su fiera.































































































































































































































































































Han venido tus padres a verte. Prudencia, qué alegría después de tanto tiempo. No iban a tu casa por no darte trabajo. Mamá, papá. Y abres los ojos. Mamá. Y se te llenan de ternura al verla. Has podido hablar sin hacer ningún esfuerzo. Mamá, papá. Tu padre se acerca y te da un beso en la frente. Tenía que haberte arrancado de allí, dijeras lo que dijeras, tenía que haberte llevado con nosotros. Papá. Y quisieras pedirle que no llore. Pero sólo puedes decirle papá.

Y ahora soy yo quien pide perdón, por haberte dejado entrar en mi vida. Les pido perdón. Y reniego de ti, Prudencia. Mamá, mamá. Ya sé que no iban a mi casa por no molestar y que ellos saben que yo no podía salir sola a la calle. Reniego de ti, Prudencia. Mamá, papá, no he sido yo, ha sido ella, que no quería irse sola. Pero no me oyen, no dejan de llorar y también me piden perdón.

Prudencia, dile a la enfermera que no quiero que se vayan, que no es verdad que me haya puesto nerviosa, que el suero se ha caído solo, que los labios me tiemblan de frío y que no estoy llorando, que no les diga que vuelvan cuando esté más tranquila. Mamá, papá, no me soltéis las manos. Mamá. Mamá. Mamá.

No te oyen, Prudencia. Se alejan los dos abrazados mirando hacia atrás, hacia ti, mientras la enfermera los conduce con suavidad rodeando a tu madre por los hombros.































































































































































































































































































Descansa en paz, Prudencia.

Sé que vas a morir. Pero ahora ya no me das pena. Me has dado pena durante toda tu vida. He tenido que vivir con la compasión, como si fuera un vestido que llevara puesto por dentro y no me lo pudiera quitar. Ahora sé que vas a morir. Y tú lo sabes también. Por eso me diste las pastillas, para que muriera contigo. A mí no me importa. Si con eso logro no verte más. No ver nunca la amargura de tus ojos, siempre tristes, siempre. Estoy cansada. Deja que me desnude de ti. Déjame descansar. No quiero que me confundan contigo nunca más. ¿No te das cuenta de que les estás trastornando a todos? Incluso mi marido me llama Prudencia. ¿Le oyes? Me está llamando Prudencia. Quiere despertarme. También me pide perdón. Te pide perdón, Prudencia. Tengo sueño, duerme. Tú también tienes sueño. Descansa. Ya duermes. Siento cómo me abandonas y tengo frío. Tantos años juntas y te vas sin decirme una sola palabra. Has sido la única que no me ha pedido perdón, te lo agradezco. Sí, ya duermes. Ahora que te has ido me encuentro muy sola. Dormir. Yo también me abandono. Me dejo ir, en silencio, como tú. Ya duermes. Mi marido no se ha dado cuenta de que acabas de morir. Ya duermo. Sigue gritándome: ¡Despierta, Prudencia, despierta!

BLANCA VUELA MAÑANA































































































































































































































































































Abre tus ojos verdes, Marta,

que quiero oír el mar.

JOSÉ HIERRO


A Blanca































































































































































































































































































Náufrago fui, antes que navegante.

SÉNECA


A Inma

A Lola, María y Eduardo.

Y a...


A Felipe Ferrer, que me contó.

Y a Ana María, que le acompaña.































































































































































































































































































No es fácil habitar el silencio, esa obstinación torpe y muda que no devuelve el eco de su risa, Ulrike no está. No es tristeza lo que siente Heiner. Es ausencia. Es la descarnada necesidad de estar en otro, y no encontrarlo. Es tiempo para el recuerdo. Para Heiner. Rescatar lo que queda de ella, en él. Y Heiner se mira hacia dentro, se abre la herida que no sangra, buscando a Ulrike, para que siga viviendo. Por eso, a menudo Heiner se sienta en el jardín con la mirada prendida en una rama, o los ojos fijos en sus zapatos, parece que mira, pero no. Atento a su memoria para que Ulrike habite el jardín, para verla caminar, verla reírse. Y la memoria le devuelve su imagen; su mirada lenta y cómplice, sus labios, y las palabras moviéndose en su boca, pero le niega su voz. Inmóvil, se revuelve en su búsqueda. Recuperar su voz. Su risa rota, o su lamento. No me dejes sola frente a la muerte. Palabras, no son voz sin su garganta.

No tuvo ocasión de despedirse, pero Heiner sabe ahora, al rememorar su vida con Ulrike, que ella se había despedido de él durante todo el proceso de su enfermedad. La despedida había sido larga, intensa, demorada, tierna. Heiner junto a ella acumulaba los recuerdos sin saberlo.

No quiero morir. No vas a morir, mi amor. Debía haber estado con ella en el instante mismo de su muerte, apretarle la mano para que no sintiera la soledad. Pero esa ocasión les fue arrebatada, a los dos. Ulrike estaba sola. Cuando Heiner llegó al hospital, a su lado, ya no quedaba nada de ella, sólo su cuerpo tendido, inconsciente, ajeno a él, indiferente a todo. Nada quedaba de ella para morir. En realidad, Heiner no sabe cuál fue el último momento de la vida de Ulrike, piensa que fue al caer, mientras caía, ahí es cuando hubiese deseado estar con ella, darle la mano. Pero Ulrike estaba sola. Los que la vieron en el suelo dicen que abrió los ojos un segundo y que miró a su alrededor. A Heiner le duele esa mirada, los ojos que no pudieron verle, los ojos que él no pudo ver.

Y ahora, en el jardín, en el porche de la casita de madera, donde vio a Ulrike en vida por última vez, le llega el turno a otra despedida. Blanca. Intuye que no volverá a verla. « Du wirst mich niemals verlassen, selbst wenn Du gehst», le dijo mirándola a los ojos, mientras le tendía los brazos. Era el fin del primer viaje de Peter y Blanca a Alemania tras la muerte de Ulrike. Regresaban a Madrid. Heiner sabe. Cuando Peter vuelva a Hamburgo, vendrá sin ella. « Du wirst mich niemals verlassen, selbst wenn Du gehst», repitió, y la abrazó.

Blanca pidió a Peter que le tradujera. Hacía calor, el verano acababa de comenzar, y los tres sintieron frío. Nunca te irás de mí, aunque te vayas. Blanca escuchó las palabras de Heiner de los labios de Peter, Nunca te irás de mí. Y temió que fuera cierto.

Es tiempo para el recuerdo.































































































































































































































































































También Blanca supo que no volvería a ver a Heiner. Se despidió de él llenándose de su abrazo. Nunca te irás de mí. Ella, como Heiner, no sabe desprenderse de los afectos. Blanca recuerda, recuerda ahora.

Aquel mes de enero, aquella mañana en que Peter recibió la llamada de Maren. Un accidente, dijo, mi madre ha tenido un accidente. El dolor. Peter colgó el teléfono. A Blanca le asustó su voz.

–Un coche se saltó el semáforo. Ulrike estaba empezando a cruzar la calle. Fue un golpe suave, el coche iba despacio, sólo la tocó con el espejo retrovisor, pero el pavimento estaba helado y resbaló. Se ha destrozado la cabeza contra el bordillo de una acera.

–¿Ha muerto?

–No. Está en coma. Me voy al aeropuerto, cogeré el primer avión que salga.

–Me voy contigo.

–No nos da tiempo de pasar por tu casa.

–No importa.

A Blanca no le sorprendió la reacción inmediata de Peter, adoraba a su prima Ulrike, y a Peter tampoco la de Blanca, que le adoraba a él.

–Si al menos llegáramos a tiempo de que abriera los ojos y me viera —repetía Peter en el avión.

Y Blanca pensaba: ¡Aguanta, Ulrike, aguanta!

La angustia por verla con vida hizo del viaje una sucesión de segundos, de minutos, de horas, sin término. ¡Aguanta, Ulrike, aguanta! No era la distancia lo que les separaba de Ulrike, era el tiempo que tardaran en llegar. El avión era una caja cerrada clavada en el aire, inmóvil. Blanca miraba por la ventanilla. Siempre las mismas nubes, siempre las mismas, una vez y otra y otra. Apretaba la mano de Peter, en silencio. ¡Aguanta, Ulrike, por Peter, aguanta!

Respiraba cuando llegaron.

Heiner se dirigía a casa de Ulrike. Habían acordado que la acompañaría a la quimioterapia. Ulrike nunca iba sola, Maren o Curt se turnaban para ir con ella, sobre todo para volver. Después de la quimioterapia se sentía más inválida, era cuando más necesitaba el apoyo de una mano apretando la suya mientras se recuperaba dolorosamente de la sesión. Sus hijos iban con ella y la llevaban a casa, sufrían al verla sufrir sin quejarse nunca.

Heiner se sentía optimista esa mañana. Había estado haciendo cuentas y pronto tendría dinero suficiente para llevar a Ulrike a Madrid. Cuando el médico autorizara el viaje. Se lo diría al regresar del hospital para que soportara los vómitos con ánimo.

Se dirigía a casa de Ulrike con su libreta de ahorro en el bolsillo posterior del pantalón. Tendrían tiempo de dar un paseo sobre el Alster helado. Le advertiría que extendiera en cruz los brazos si un agujero abría la boca bajo sus pies. Así se han salvado algunos de ser arrastrados bajo el hielo, le diría en medio del lago, para verla asustada y niña, para verla reírse de su propio miedo, y correr.

Llamó al timbre y nadie contestó. Los chicos estaban en clase. Quizá Ulrike se demoró en el mercado. O quizá le esperaba en la casita del jardín. Se había confundido de lugar, tal vez. Cinco minutos de espera pondrían de mal humor a Ulrike. Bajó los peldaños de dos en dos. Los días de sesión de quimioterapia se ponía excitada, irritable. Heiner corría por la calle cuando le llamó la vecina desde la ventana.

–No puedo entretenerme ahora, enseguida vuelvo —le gritó, y siguió corriendo hacia el jardín.

La verja cerrada. Ulrike no estaba allí. Heiner quedó desconcertado. Parado ante la puerta metálica reflexionó un instante. Se habían citado en la casa. Ahora estaba seguro. Sí. Seguro. Regresaría. Le extrañaba la impuntualidad de Ulrike. Cabía la posibilidad de que le hubiera dejado una nota en la puerta y el aire se la hubiese llevado, como aquella vez que ella se enfadó tanto: él la esperó una hora sentado en la escalera, con la nota pegada a la suela de su zapato, mientras Ulrike le aguardaba furiosa en el Salón de Té, en el centro de la ciudad. Regresaría a buscar la nota. Se dio la vuelta. Vio a la vecina correr hacia él, sofocada, sujetándose un abrigo sobre los hombros, sin paraguas. Nevaba. En zapatillas, la nieve caía sobre su figura precipitada, jadeante.


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