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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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—Demonios, ¿cómo no me habré dado cuenta? —farfulló Korotkov—. Tienes razón, claro que sí. Sigue.

—A ti Smúlov te contó una historia desgarradora sobre cómo, en un momento muy difícil para él, había llamado a Alina para preguntarle: «¿Tú me quieres?», y ella le había dicho que se dejase de bobadas y se había enfadado con él por haberla despertado. ¿Fue así, Yura?

—Pues sí.

—Sospecho que no te no dijo la verdad. Eso nunca ocurrió. Al menos, no con Alina Vaznis. Le tuvo que pasar mucho antes y con otra persona. Y le hizo tanto daño que, sin darse ni cuenta, introdujo una escena parecida en todas sus películas. Si no me creéis, os las puedo enseñar. Me he pasado casi toda la noche contemplando la obra inmortal de Andréi Lvóvich. ¿A qué venía esa mentira? ¿Podéis darme una explicación inteligible?

—No, pero seguro que tú ya tienes esa explicación —comentó Stásov—. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas —asintió Nastia—. Smúlov ha creado un retrato póstumo de Alina. Lo ha creado expresamente para nosotros, y lo ha creado con el propósito de que sospechásemos del mayor número posible de personas de su asesinato. Ha sido él quien nos ha hecho sospechar de Sementsova, de Xenia y de Jaritónov. Él, y solamente él, ha asegurado que el hermano mayor de Alina había reclamado su parte de las joyas de la madre. Porque, si mal no recuerdo, Inga Vaznis eso no nos lo ha confirmado. Es verdad, eso sí, que el mayor de los Vaznis no estaba satisfecho con la decisión, pero nunca se le oyó formular una queja o una protesta al respecto. En cualquier caso, no contamos con ninguna prueba, aparte de la declaración del propio Smúlov. Y otra cosa más. Shalisko. Hay dos posibilidades: Pável Shalisko o miente o no miente. Si miente, si de verdad estuvo enamorado de Alina y la anduvo persiguiendo, seguramente Smúlov habría reaccionado, se habría puesto celoso. Eso es lo natural. ¿Y qué dice Smúlov? Dice que en cuatro años Alina no le había dado el menor motivo para tener celos. Segunda posibilidad: Shalisko dice la verdad. En tal caso, Smúlov tenía que saber, necesariamente, que todas las atenciones, las flores, las llamadas de teléfono, no eran más que un juego, una comedia, una broma inocente encaminada a potenciar su imagen de estrella, con su correspondiente admirador rendido a sus pies. Pero, ¿por qué no nos ha contado nada de eso? En cualquiera de los dos casos, resulta que Andréi Lvóvich nos ha mentido. ¿Por qué? Para ofrecernos un nuevo sospechoso, Pável Shalisko.

—Un momento, ¿y el diario? —preguntó Korotkov asombrado—. El diario lo encontramos en la mesa de Shalisko.

—¿Y qué? Es bien poco lo que hemos descubierto. Llegamos a la redacción, encontramos sin problemas la sala donde está la mesa de Shalisko y, de no haber sido porque preguntamos por él, nadie habría reparado en nuestra presencia. Lo he preguntado expresamente, y me han informado de que esa sala sólo se cierra de noche, cuando todo el mundo acaba su jornada. Y acuérdate de que la mesa está al lado de la puerta. Cualquiera puede entrar, dejar lo que quiera, llevarse lo que le apetezca... Nadie te dice una palabra, la puerta está abierta de par en par todo el santo día, incluso cuando no hay nadie dentro.

—¿Quieres decir que fue Smúlov quien dejó allí el diario? —preguntó Stásov, a quien toda la historia de Nastia empezaba a parecerle un disparate.

—Quiero decir que Shalisko podría perfectamente no tener nada que ver con ese diario. Más aún: como soy bastante descarada, sobre todo cuando tengo un incendio como el de hoy, he tenido tiempo, antes de que vinierais, de llamar a Gmyria para preguntarle qué era lo que decía el diario de Alina. Incluso he anotado algunas líneas que me ha dictado él. Aquí tenéis un pasaje, por ejemplo: «De todos modos, Pasha es un encanto de persona. Hay pocos como él. Por más que me empeño en pagarle esas rosas tan preciosas que me trae a la vista del asombrado público, él siempre se niega a aceptar el dinero. Me parece fatal que se gaste el dinero de ese modo, pero él se ríe a carcajadas. Se lo he comentado a Andriusha, y está de acuerdo conmigo en que no debemos abusar de Pasha, por el bien de nuestro proyecto, porque todo esto es a mí a quien me hace falta, no a él. Ha dicho Andriusha que, la próxima vez, él personalmente le dará dinero para las flores. Eso es lo más correcto, y yo así me quedo más tranquila». ¿Qué decís, queridos míos? Resulta que Andréi Lvóvich sabía perfectamente que Shalinsko no era ningún amante frustrado, que nunca había perseguido a Alina, que no era ningún pesado ni la llamaba continuamente por teléfono. Y en ese diario no hay nada que pudiera despertar el interés de Pável hasta el punto de obligarle a robárselo a Alina y esconderlo en su mesa de trabajo. Ahora, fijaos en el resultado: en esta historia intervienen seis sospechosos. ¡Seis! Y todos ellos son sospechosos únicamente porque el propio Smúlov nos los ha colado. Muy bien. Ya lo he dicho todo. Ahora vosotros convencedme de que he perdido la cabeza, y yo, tranquilamente, me pondré a pensar en otra cosa. Venga, chicos, acribilladme sin piedad.

Se hizo el silencio. Stásov apuró su café, que ya estaba frío, y pensaba en lo difícil que iba a ser encontrar argumentos para rebatir todo lo que acababa de escuchar. Pero tenía que encontrarlos sin falta, si no... Si no, ¿qué? ¿Tendría que asumir lo inasumible? Smúlov no pudo matar a Alina Vaznis. En su situación, eso equivalía a un suicidio: suponía echar a perder su mejor película y dar por terminada su carrera de director. ¿Por qué iba a querer matar a Alina? ¿Por qué? —¿Por qué? —se le escapó.

Y Korotkov se hizo eco de su pregunta:

—¿Por qué? Nastia, ¿qué interés podía tener Smúlov en matar a Alina? ¿Se te ocurre algún motivo?

—No. —Nastia negó con la cabeza—. No veo ninguno. Por eso me temo que todo esto no sea más que un disparate. Aún no hemos visto el diario. A lo mejor hay algo en él, aunque sea una mera alusión, por velada que sea. Voy a ir al despacho de Gmyria a recoger el diario, y voy a leerlo y releerlo hasta que me lo sepa de memoria. Pero algo me dice que no va a servir de nada. Si hubiera algo en él que delatara al asesino, éste no lo habría dejado en la mesa de Shalisko. Tenía que saber que, si aparecíamos por allí, encontraríamos el cuaderno y acabaríamos conociendo su contenido. Aparte de eso, Gmyria me ha dicho que las entradas del diario corresponden al periodo que va de noviembre de 1993 a marzo de 1995. Si la razón para matar a Alina surgió más tarde, no puede haber ni una sola palabra al respecto. Pero siempre queda una esperanza: puede que haya ahí algún matiz que nos ayude a entender algo. En primer lugar, a entender a la propia Alina, a la verdadera, no a la que ha retratado el pincel de un artista genial. ¿Sabéis qué otra cosa he aprendido viendo las películas de Smúlov? Que nos mira con desprecio. Que nos toma por tontos.

—¿De dónde te has sacado eso? —Stásov levantó una ceja—. ¿Seguro que lo da a entender?

—En la vida real no, pero en sus películas queda muy claro. En ellas los crímenes jamás los resuelve la policía, sino alguno de los personajes implicados. Da igual el que sea, con tal de que no sea un detective o un agente. Por lo visto, piensa que los policías somos todos medio tontos, que no vemos más allá de nuestras narices; si eso es así, es muy probable que haya cometido algún descuido, que haya dejado algún cabo suelto, convencido como estaba de que, de todos modos, no íbamos a ser capaces de hilar muy fino. Cualquier persona que se dedica a la creación artística se proyecta en sus obras. Quiera o no quiera, se proyecta en ellas. Por eso las películas de Smúlov son todas tan parecidas. Todas tratan de lo mismo, de aquello que más le duele. Bueno, sólo hasta Miedo at á vico. Después, experimentó un cambio. En Sirius están convencidos de que ese cambio es fruto de su amor con Alina, dado que la propia Alina también empezó a partir de entonces a actuar mucho mejor. Igual conviene indagar por ahí...

—Lo dudo —comentó pesimista Korotkov—. Dos años es demasiado tiempo para dar con la causa del crimen. Todo el mundo asegura que en estos dos años las cosas les han ido de maravilla. ¿Crees tú que han podido estar fingiendo todo este tiempo, ocultando un conflicto que ha ido madurando lentamente? No, no es probable.

—No es probable —concedió Nastia—. ¿Se te ocurre otra vía de investigación? Yo estoy abierta a todo.

—Vaya, de modo que ahora me toca a mí decidir —dijo Korotkov, molesto—. Mira que eres lista... Soy incapaz de pensar, me has dejado aturdido, Nastasia. Propongo una cosa. ¿Qué tal si lo dejamos de momento? Tú vete al despacho de Gmyria, coge ese diario y ponte a leerlo. Yo hoy me voy a ocupar de otros casos. Tengo pendientes otros cuatro asesinatos, aparte del de nuestra estrella. Por cierto, más vale que nos movamos si no queremos llegar tarde al trabajo, son ya las nueve y cuarto.

—Sí, sí, Yuri, ahora mismo nos vamos. Bueno, ¿y tú, Andréi? Estás muy callado. Di algo.

Stásov cayó en la cuenta de que, escuchando a Nastia, no había podido evitar pensar en Tatiana. ¡Eran tan parecidas! Bueno, no; eran muy diferentes: Kaménskaya flaca y pálida, y Tatiana grande, corpulenta, coloradota. Kaménskaya, oficial de policía; Tatiana, juez de instrucción. Anastasia acababa de casarse por primera vez, y Tatiana ya había tenido dos maridos y, si todo iba bien, muy pronto se casaría con él. Eran completamente diferentes, pero al mismo tiempo había algo imperceptible que las hacía muy parecidas. Tal vez fuera su capacidad de entusiasmarse con su labor. La verdad era que Kaménskaya estaba día y noche pensando en el trabajo, mientras que Tatiana hacía mucho que estaba hasta la coronilla de las obligaciones del cargo, y sólo aguantaba por la pensión. Pero lo que de verdad la satisfacía era la creación literaria, los libros... Cómo la echaba de menos...

—¿Qué quieres que te diga? —respondió con pesar—. Si lo que de verdad necesitas son argumentos que contradigan tu teoría, puedo intentar buscarlos. Si quieres, hoy puedo volver a hablar con todo el mundo para precisar de dónde partieron las informaciones sobre Sementsova y sobre los intentos de Alina de ponerse en contacto con Kózyrev. Y, en general, para averiguar quién le oyó alguna vez a Smúlov decir algo de Alina Vaznis, y qué le oyó decir. Puede que eso apoye tus conjeturas, o puede que no. No se me ocurre nada más.

Nastia le sonrió dulcemente.

—Muchas gracias.



KAMÉNSKAYA


Se pasó todo el día encerrada en su despacho, leyendo el diario de Alina. Gmyria tenía razón: las entradas no cubrían la última etapa, empezaban el 17 de noviembre de 1993 y terminaban el 26 de marzo de 1995. No había ninguna alusión a un posible conflicto con Smúlov. Al contrario, cada vez que Alina se refería a él, todas sus palabras mostraban un respeto infinito y un inmenso agradecimiento.

A juzgar por las anotaciones, Alina experimentaba frecuentes cambios de humor. A menudo sufría profundas depresiones, parecía que el mundo se le venía encima. De vez en cuando tenía pesadillas, y después lo pasaba muy mal. El 8 de diciembre de 1993, por ejemplo, había escrito lo siguiente:


Otra vez he so ñ ado con é l. La misma cara, con ese enorme antojo, los mismos ojos, los mismos labios finos. Qu é raro: en todos estos a ñ os no ha cambiado nada. Me parece que su rostro es el mismo de hace muchos a ñ os, cuando le vi por primera vez. Menos mal que ya no hay nada que temer...


Otros sueños, con «ese mismo rostro», se mencionan más adelante, el 2 de enero de 1994, el 15 de febrero, el 7 de mayo, el 20 de septiembre y, por última vez, el 2 de marzo de 1995. Parecía evidente que era algo que cada vez inquietaba menos a Alina.

También aparecían de vez en cuando comentarios sobre Pável Shalisko. En general, el tono era algo así como: «Pero que majo es Pável; no se ha olvidado de llamar al hotel». Lo que prácticamente no había en el diario eran referencias a circunstancias concretas, o documentos tales como facturas o cosas por el estilo. Alina no echaba mano del diario para registrar los sucesos de su existencia cotidiana. Lo necesitaba para reflexionar, para analizar, para compartir sus vivencias. Por ejemplo, doce páginas completas estaban consagradas a un viejo film francés, Dos hombres en la ciudad, con Jean Gabin y Alain Delon:


Llevo ya dos meses obsesionada con esta pel í cula. Quiero entenderqué es lo que hay en ella que no me deja vivir en paz. Quiero entender lo que hizo Jean Gabin, cómo lo hizo. Veo todos los d í asDos hombres en la ciudad y no dejo de descubrir nuevos matices en la interpretaci ó n, nuevos detalles, gestos... Es posible que aqu í coincida todo: la direcci ó n, la m ú sica... Vero necesito entenderlo, no me voy a quedar tranquila hasta que lo entienda, y es que esta pel í cula me tiene obsesionada...


Y a continuación, extendiéndose a lo largo de doce páginas, había un detallado análisis del film, cuadro a cuadro. Recordaba bastante a las anotaciones que Leonid Serguéyevich Degtiar le había facilitado a Nastia.

A medida que leía el diario de Alina, Nastia se iba convenciendo, cada vez más, de que no podía tener ningún valor para el asesino. Suponiendo, por ejemplo, que se hubiera equivocado de medio a medio, y Shalisko, pese a todo, fuera el asesino, no tenía ningún motivo para robar ese cuaderno de tapas marrones. No contenía nada que representara un riesgo para él.

Pero quedaba una cuestión sin resolver. ¿Sería posible que Alina Vaznis sólo hubiera llevado un diario de noviembre de 1993 a marzo de 1995? Claro que no, seguro que había estado muchos años haciendo lo mismo, tal vez toda su vida. Entonces, ¿qué había sido de los demás cuadernos? Si Nastia había comprendido bien el carácter de la actriz, era muy probable que no los hubiera conservado. Cada vez que terminaba un cuaderno, se desharía de él. Las entradas de aquel año y medio le habían bastado a Kaménskaya para darse cuenta claramente de una cosa: Alina Vaznis no tenía delirios de grandeza. En consecuencia, seguro que no creía que su diario tuviera un valor para las generaciones venideras, como los diarios de Dostoyevski o de Charles Chaplin. Ella escribía para sí misma, como quien charla con un interlocutor invisible, aportando argumentos, planteando preguntas o buscando respuestas. Sólo quería desahogarse. Como si susurrara en una cueva o escribiera en la arena. Ésa era la única función del diario. De hecho, las propias hojas del cuaderno que Nastia tenía delante eran una prueba elocuente de que su autora no lo había releído a menudo. Estaban como nuevas, no las habían manoseado. El cuaderno no se abría siempre por la misma página, como suele ocurrir con los cuadernos que abrimos reiteradamente por el mismo sitio. Y es que nadie en su sano juicio se dedica a grabar las conversaciones con los amigos para escucharlas luego una y otra vez. ¡Sería una estupidez!

Pero, por otra parte, si Alina había tenido durante años la costumbre de llevar un diario, difícilmente habría abandonado esa costumbre de un día para otro. En ese caso, tenía que haber un cuaderno con entradas más recientes. ¿Dónde podía estar?

La pregunta se contestaba sola: lo tenía Smúlov. Igual que los brillantes de la madre de Alina. O el dinero que le había llevado Jaritónov.

«Pero, ¡qué dices!». Nastia se replicó a sí misma. «Eso es absurdo.» Nada más aparecer el cadáver, las sospechas habían recaído sobre Smúlov: el crimen pasional parecía la explicación más lógica. Había que empezar por ahí. Smúlov, además, tenía llaves del apartamento de Alina. Lo primero que habían hecho había sido registrar su casa. Nastia se acordaba perfectamente. Y allí no estaban los brillantes. Ni los seis mil seiscientos dólares en billetes de cincuenta. Ciertamente, eso no demostraba nada: el dinero y las joyas siempre se pueden esconder en cualquier otro sitio. Lo mismo que el último cuaderno del diario. Pero, si no estaba en casa, ¿dónde podía estar?

En todo caso, ¿tenía sentido buscarlo? Si Smúlov, efectivamente, había montado todo aquello, seguro que las joyas y el dinero aparecían en un sitio que no iba a permitir inculparle. Con toda probabilidad, se habría encargado de no dejar huellas ni pistas. Más aún, Nastia estaba convencida de que los brillantes y el sobre con el dinero se los habría endilgado a alguien, para hacer que las sospechas recayeran sobre esa persona, como había pasado con Pável Shalisko y el diario de Alina. Si Smúlov había matado a Alina, no lo había hecho por codicia, de eso no cabía ninguna duda. El éxito de Locura, si hubieran acabado la película, le habría reportado a su director mucho más dinero del que le había sido sustraído a Alina. Nastia había investigado lo que ganaba la actriz y había averiguado que con sus ingresos jamás habría podido comprarse un apartamento y un coche con garaje. Probablemente había tenido que vender una parte de las joyas, incluso una parte sustancial. ¿Merecía la pena matar, a cambio de tan poca cosa, a una actriz que te va a conducir a las cumbres del éxito y, de paso, a la fortuna? Qué disparate.

En resumidas cuentas, había que buscar esos objetos de valor, pero únicamente para entregárselos a sus legítimos herederos. Para descubrir al autor del crimen no iban a servir de mucha ayuda. Aparecería un nuevo sospechoso, malgastarían tiempo y esfuerzos en su localización, y todo resultaría estéril. Si Smúlov había asesinado a Alina Vaznis, no lo había hecho por dinero. Pero, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué?


Decidió ir a ver a los Vaznis. Sí, claro, al día siguiente era el entierro de Alina, no iban a tener muchas ganas de hablar, pero de todos modos... Al fin y al cabo, el deber es el deber. Tenía que insistir en que intentaran recordar todo cuanto supieran de la vida de Alina en los últimos dos años. Cualquier pequeño detalle, cualquier palabra.

No hubo suerte. No había nadie en casa: una vecina le explicó que habían ido al cementerio donde estaba enterrada la madre de Alina para concretar los detalles.

—Háganse cargo, hay que retirar la lápida, descubrir la tumba, y todo eso requiere mucha atención. Y cualquiera se fía de esos borrachos de enterradores, hacen lo que les da la gana —decía la vecina, con una mirada muy elocuente.

Nastia decidió esperar. Salió del edificio y encontró allí cerca un jardincillo agradable, lleno de arbustos y árboles. Se sentó en un banco, sacó el paquete de cigarrillos, encendió uno y volvió a concentrarse en el diario de Alina. ¿Y si no lo había leído con suficiente atención y se le había escapado algo?

Una voz familiar la sacó de su ensimismamiento.

—¿Nastia? ¿Qué haces tú aquí? ¿También a ti te ha llamado Buñuelo?

Nada menos que Nikolái Seluyánov apareció entre los arbustos.

—Hola. —Nastia estaba sorprendida—. ¿Para qué se supone que me ha llamado Buñuelo? ¿A qué te refieres?

—¿Que a qué me refiero? Al asesinato de Voloshin. En la reunión de esta mañana se ha hablado de él. Ha sido aquí mismo, en la casa de al lado. He pensado que te habían encargado el caso, y me he llevado una alegría.

—No, Nikolái, yo estoy aquí por otro asunto. Llevo el caso de la actriz de cine.

—Ah, esa —comentó Seluyánov, disgustado—. Yuri me lo contó ayer, mientras le envenenaba con la cena. ¿Es que vivía por aquí cerca?

—Hace un tiempo. Aquí sigue viviendo su familia. Quería hablar con ellos, pero no están en casa. Voy a esperarles.

—Pues me parece que te voy a acompañar un rato. —Nikolái se sentó a su lado, estiró las piernas y se recostó en el duro e incómodo respaldo—. Estoy molido. Ese Voloshin no tenía trabajo, vivía con su madre. La mujer es pensionista; el viernes se fue a visitar a su hija mayor, que estaba en la dacha, y volvió anoche. Se encontró al hijo muerto. Ya empezaba a oler. Por lo visto, llevaba ya tres días fiambre.

—¿Cómo lo mataron? —Nastia aparentó un mínimo interés, sólo por no ofender a Nikolái y por hablar de algo. Pero le traía sin cuidado ese tal Voloshin, que llevaba tres días muerto...

—Un golpe con un objeto contundente en la cabeza. Los forenses ya darán más detalles. Fíjate cómo le han dejado...

Nikolái sacó unas cuantas fotografías y se las pasó a Nastia. Ésta las cogió, les echó un vistazo superficial con ojos indiferentes y ya iba a devolvérselas cuando de repente... Un gran antojo en una mejilla. Labios finos. Esa cara la había visto en alguna parte. ¿Pero dónde?

—Nikolái, ¿quién es este Voloshin? Me parece que me suena de algo. ¿No habrá estado implicado en algún caso nuestro?

—No creo. —Seluyánov se encogió de hombros—. Yo he hecho el informe: no tiene antecedentes, nunca le han llevado a juicio.

¿ Ycomo testigo?

—Eso ya... —Kolia abrió los brazos de un modo pintoresco—. Me pides lo imposible, Anastasia Pávlovna. Pero no es probable que te lo hayas encontrado, no entra dentro de tu contingente. Fíjate. —Se sacó una libreta del bolsillo—. Ha sido peón, cargador, desempleado, recepcionista nocturno en un almacén de productos lácteos, otra vez desempleado, otra vez cargador. Después estuvo casi dos años fuera. Según su madre, estuvo en Siberia. Volvió hace poco. He remitido una petición a la gente de allí: quiero saber qué hizo esos dos años.

—Sí —contestó Nastia con voz temblorosa—, realmente interesante.

¡Dos años! Dos años... Claro: ese rostro con un antojo y con los labios finos era el que describía Alina en su diario. Había soñado con él, y justamente hacía dos años había escrito que a lo mejor ya no tenía por qué seguirle temiendo. Hacía dos años todo el mundo se había dado cuenta de que Alina había empezado a interpretar mejor. Y hacía dos años, ese Voloshin, un tipo con un antojo y con los labios finos que vivía cerca de la casa de los Vaznis, se había marchado a Siberia. Y después, los dos, Alina y Voloshin, habían sido asesinados casi simultáneamente. ¿Casualidad?



SELUYÁNOV


Al día siguiente, Nikolái voló a Krasnoyarsk, donde subió a bordo de un antediluviano An-2 que tardó dos horas y media en llevarle a la capital del distrito, y luego fue traqueteando en un todoterreno UAZ de la policía hasta el lugar donde se estaban levantando unas instalaciones de Gazprom. En esas obras era donde había estado trabajando de peón casi dos años Víktor Voloshin, recientemente asesinado en Moscú.

Lo primero que hizo Seluyánov fue localizar la casa en la que había vivido Voloshin. La casa pertenecía a una robusta joven, llamada Raísa, llegada de alguna parte de los alrededores de Tiumén, que trabajaba en las obras y les había comprado la casa, por un precio muy razonable, a unos ancianos que se habían mudado a Krasnoyarsk con sus hijos. La joven recibió afablemente a Nikolái, pero, al oír el apellido de Voloshin, dejó enseguida de sonreír.

—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó asustada, mirando a Nikolái con unos ojos demasiado maquillados.

A continuación estuvo llorando largo rato, alternando los sollozos con frases incoherentes, del tipo: «¿Por qué no se quedaría aquí?... Se fue para dejarse la vida». Por fin, después de desahogarse, empezó a contar su historia de una manera más o menos coherente.

Al principio, Víktor había vivido en un barracón, con los demás peones; después había conocido a Raísa y se había mudado a su casa. Era un tanto extraño, algo huraño; cada dos por tres se marchaba al bosque, decía que el bosque le calmaba. En general, le gustaba mucho la naturaleza. Víktor decía que por eso había dejado Moscú, para estar cerca de la taiga. Pero en general era un buen tipo, nunca bebía, no salía de juerga. Pero era raro. Iban a casarse, empezaron a comprar cosas para la casa: un televisor caro, un vídeo, porque en la taiga no había mucho más con lo que entretenerse. Viajaron juntos en varias ocasiones a Krasnoyarsk, vistieron a Raísa de los pies a la cabeza, a él le compraron algo de ropa y fueron haciendo acopio de bebidas para la boda.

Un buen día, a comienzos de junio, Voloshin le dijo a Raísa que tenía que marcharse. Necesitaba resolver unos asuntos en Moscú: hasta que no los resolviera, no podía hablar de boda. Ella le imploró que no se fuera, pero, por más que lloró, no logró disuadirle. Dicho y hecho. Cogió sus bártulos y se fue.

—¿Se llevó todas sus pertenencias? —preguntó Seluyánov.

—No, qué va. Sólo lo imprescindible para el viaje. En Moscú tiene a su madre y a una hermana, tiene donde vivir. Se fue para un par de semanas. Me prometió que no se iba a quedar más tiempo. El caso es que se fue...

Otra vez se le iban a saltar las lágrimas, pero Nikolái, rápidamente, la distrajo con una nueva pregunta:

—Dígame, Raísa, ¿qué tal les pagan en las obras?

—No nos quejamos. —Se enjugó las lágrimas y se sonó—. Yo soy jefe de cuadrilla; naturalmente, mi salario era más alto que el de Víktor. Él era peón.

—¿Y él no se sentía incómodo viviendo prácticamente a su costa? ¿Con el dinero de quién compraron las cosas más caras?

—¡Con el suyo!

Raísa se quedó tan sorprendida con la insinuación de Kolia de que alguien pudiera vivir a su costa, que incluso se olvidó de llorar.

—Y ese dinero, ¿de dónde salía? ¿De su salario de peón? —insistió Seluyánov.

—¡Qué va! Una vez al trimestre recibía de Moscú una buena cantidad de dinero. Según me contó Víktor, le había prestado a un compañero una suma muy considerable, a devolver a plazos a lo largo de varios años. Cada tres meses, el otro le iba mandando la parte correspondiente. A Víktor le llegaban los giros con regularidad.

—¿Y eran cantidades importantes?

—Bueno, nunca eran cifras redondas. Víktor decía que su compañero le mandaba siempre una cantidad en rublos equivalente a quinientos dólares al cambio.

—Qué locura. —Seluyánov soltó una carcajada—. Quién pillara a un amigo como ése, para que me mandara quinientos dólares al trimestre. Raísa, ¿no guardará usted los recibos de los giros?

—Sí —suspiró la mujer—. Víktor quería tirarlos, pero yo no le dejé.

—¿Y eso? Haberle dejado, ¿qué necesidad hay de amontonar basura?

—¡Qué dice usted! —Raísa se escandalizó sinceramente—. Se trataba de una deuda. Cualquiera se acuerda luego de todos los envíos. Sería muy fácil equivocarse. Quite, quite.

—Bueno, sí, la verdad, tiene usted razón —convino Seluyánov—. Déjeme echar un vistazo a esos recibos, a ver qué clase de compañero tenía su Víktor.

—¿Cree usted que él ha podido...? ¿Para no tener que pagar?

—Bueno, todo es posible —comentó Nikolái, en tono filosófico—. Y, de paso, enséñeme sus cosas.

Raísa entró en la habitación vecina y volvió enseguida con seis recibos de giros postales. En todos ellos variaba el importe, realmente no eran «cifras redondas». Nikolái echó cuentas y, efectivamente, le salían quinientos dólares cada vez. No se lo había montado mal ese Voloshin, teniendo en cuenta además que, cuando vivía en Moscú, no estaba en condiciones de prestarle nada a nadie: apenas disponía de ingresos. Igual se trataba de un robo... Habría que comprobar todos los casos no resueltos de robo, hurto y asaltos en el periodo previo a su repentina huida de la capital. A lo mejor, el secreto de su asesinato residía en que no había repartido el botín con su compinche. ¿Pero qué pintaba la actriz de Nastia en esa historia?

Nikolái abrió el armario ropero y se puso a revisar las cosas de Voloshin que colgaban en las perchas: un traje, una pelliza, un abrigo de piel vuelta, una cara gabardina inglesa, dos pares de vaqueros nuevos, varias camisas buenas. Miró por si acaso en los bolsillos, pero no había nada: ni una nota, ni una carta olvidada, ni un telegrama.

—Raísa, ¿Víktor leía?

—Claro que leía. Aquí no tenemos biblioteca, pero iba a la capital del distrito y allí compraba los libros. Ahí los tiene.

Le señaló una estantería que colgaba sobre el cabecero de la amplia cama de matrimonio. Nikolái se puso a sacar los libros uno por uno y a hojearlos lentamente.

—¿Busca usted algo? —Raísa no se pudo contener—. Si me dice qué es, a lo mejor sé dónde está.

—Ni yo mismo lo sé, Raísa —reconoció sinceramente Seluyánov—. Sencillamente, busco por si aparece algo.

—Usted sabrá —comentó ella secamente, apretando los labios—. ¿Piensa comer conmigo o qué?

—En principio, sí; luego ya veremos. —Nikolái le guiñó un ojo alegremente. Se había dado cuenta de que, sin querer, había ofendido a la mujer al rechazar su ayuda: ella sólo pretendía serle útil a la persona que estaba buscando al asesino de su frustrado marido.

Viendo la actitud de Raísa, Nikolái llegó a la conclusión de que aquella mujer debía de haber tenido, a lo largo de su vida, sobrada ocasión de conocer a esa especie animal llamada «hombre». Al comprobar, pasadas dos semanas, pasadas cuatro semanas, pasadas seis, que Voloshin no sólo no había regresado, sino que ni siquiera tenía noticias de él, no habría tardado en figurarse que, una vez más, la habían dejado en la estacada. Voloshin se había marchado a mediados de junio. Ya habían pasado tres meses desde entonces y la jovial Raísa había borrado al raro y huraño Víktor de su vida: había dejado de esperarle y se había olvidado de sus planes de boda. Probablemente habría habido unas cuantas bodas canceladas en su vida, y estaría acostumbrada a enfrentarse a esas situaciones con naturalidad, sin histerias. Por eso no había recibido la noticia de la muerte de Víktor como una tragedia que había arruinado su vida. Se había limitado a llorarle un rato, lamentando, como haría cualquier mujer, la desaparición de un hombre bueno que había vivido año y medio con ella y había invertido tres mil «billetes verdes» en su economía.

Abrió otro libro, titulado 1001 preguntas sobre« eso», y cayó al suelo una hoja. Nikolái se agachó a recogerla. Se trataba de media portada, doblada en cuatro, de la revista TV Parkdel 1 de junio de 1995. Traía una foto de Alina Vaznis.

—¿No sabrá usted para qué guardaba esto Víktor? —le preguntó a Raísa, que estaba atareada en la cocina.

—No lo sé. —Se encogió de hombros. Tenía unos hombros fuertes y bien torneados—. Es la primera vez que lo veo.



KAMÉNSKAYA


Había llegado un nuevo lunes. El asesinato de Alina Vaznis había ido pasando paulatinamente a un segundo plano; en Moscú no cesaban los asesinatos: entre otros, de banqueros, políticos, periodistas, abogados de renombre... Los agentes de la policía judicial corrían febrilmente de un crimen a otro, daban los ineludibles primeros pasos, sin lograr nada, y se olvidaban rápidamente de lo que había sucedido la semana anterior.


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