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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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Stásov miró atentamente a la cara a la chiquilla. Realmente, estaba algo pálida, los ojos le brillaban, tenía la mano caliente y algo sudorosa.

—Y ¿se puede saber con qué haces gárgaras? Aquí no hay nada.

—Con yodo y sal. Sabe muy mal, pero me alivia.

—Y el paracetamol, ¿de dónde lo has sacado?

—Lo compré en la farmacia. Por la mañana ya me empezó a doler la garganta, y a la vuelta del colegio he comprado todo lo que hacía falta.

Stásov se reprochó lo ocurrido. Su hija llevaba todo el día en casa con fiebre, y él la había dejado en la estacada. Ciertamente, desde muy pequeña se había acostumbrado a estar sola en casa, y siempre había sido muy independiente, pero eso no le justificaba.

—¿Por qué no me has llamado por teléfono? —le preguntó enojado a Lilia—. ¿Por qué no me has dicho enseguida que estabas enferma?

—¿Para qué?

Alzó hacia su padre sus enormes ojos grises, en los que podía leerse claramente una sincera perplejidad.

—Habría venido...

—¿Para qué? —repitió Lilia—. ¿Acaso no te fías de mí? ¿Crees que no soy capaz de cuidarme sola unas anginas? ¡Ni que fuera la primera vez! ¿No lo entiendes?

—Es igual —Stásov no daba su brazo a torcer—. Habría llamado a un médico.

—¿A qué médico? —dijo Lilia asombrada—. Estoy registrada a nombre de mamá, no a tu nombre, y me corresponde la policlínica de Sokólniki. El médico de esta zona no habría venido a verme.

Stásov frunció el ceño, enfadado. Efectivamente, ni se le había pasado por la cabeza que la policlínica de su zona, de Cheremushki, no habría mandado un médico para atender a Lilia; no le correspondía.

—¿Y qué pasa con el colegio? Te van a pedir un justificante del médico; si no, van a pensar que haces pellas.

—¡Que te lo has creído! —replicó Lilia, con su encantadora suficiencia infantil—. Tú les escribes una nota diciendo que es verdad que he estado enferma, y con eso es suficiente. Soy muy buena alumna, todos los profesores saben que nunca falto a clase así como así.

Stásov se calentó la cena, apagó la luz del cuarto de Lilia y, mientras cenaba, se puso a hojear los documentos de la carpeta dedicada a las «salidas». Cada dos por tres se encontraba con hojas con un enigmático encabezamiento: «Cerrar el paso». Las analizó atentamente y comprobó que contenían listas de individuos con los que no tenían ninguna gana de toparse quienes trabajaban para Sirius. Sí, era algo bastante sensato. La gente se vuelve más accesible, más vulnerable cuando está alojada en un hotel. Cualquiera puede entrar en el establecimiento, subir a tu piso y llamar a tu puerta. Esa puerta nunca dispone de mirilla, de modo que, al abrir, nunca sabes qué clase de «sorpresa» te aguarda al otro lado. Aparte de que siempre se puede reventar una puerta. Pueden estar acechando en tu misma planta, en el vestíbulo, en la entrada. En cualquier momento, de día o de noche, pueden llamarte por teléfono a la habitación.

Por eso, los actores y los directores más famosos se veían obligados a entregar al servicio de seguridad los nombres de aquellas personas que, a su juicio, podrían acosarlos. Algunos hacían lo contrario, esto es, proporcionaban una lista de las personas con las que tenían que verse a toda costa, y advertían expresamente que no dejaran pasar a nadie más ni facilitaran su número de habitación o su teléfono. En cualquier caso, en los siete años de existencia de Sirius se había ido acumulando un buen número de documentos que permitían conocer de quiénes se ocultaban, a quiénes deseaban evitar, las personas que trabajaban para Mazurkévich.

Entre esa clase de «elementos indeseables» se encontraban, por ejemplo, además de los admiradores —sobre todo las admiradoras– más acérrimos, algunos periodistas especialmente tercos, conocidos por su animadversión y su maledicencia; ciertos gerentes de empresas de la competencia, deseosos de entablar negociaciones que condujeran a la firma de contratos; determinados actores que aspiraban a obtener un papel cualquiera, por trivial que fuera, y otros que exigían un papel protagonista, convencidos de que, por tales o cuales razones, tenían todo el derecho del mundo a que se les concediera. Además de todo eso, cuando no se trataba de una salida a rodar en exteriores, sino de la asistencia a un festival cinematográfico, solía haber un runrún incesante en torno al grupo de directores, patrocinadores, publicistas y toda clase de responsables de la financiación del evento.

Stásov se acabó su chuleta con grechka, lavó el plato, se sirvió un gran tazón de agua hirviendo donde introdujo dos bolsitas de té Lipton y cuatro terrones de azúcar y se puso a estudiar más detenidamente aquellos documentos. De entrada, fue seleccionando las listas de los individuos a los que no había que permitir el paso bajo ningún concepto y las separó de aquellas otras que contenían los nombres de las personas a las que se tenía que facilitar el acceso. Después, fue ordenando alfabéticamente los documentos de cada montón. Sólo entonces empezó a cotejar los apellidos.

La tarea resultó apasionante. La verdad es que Stásov, que tenía una larga experiencia en el campo de la lucha contra el crimen organizado y contra la corrupción, estaba acostumbrado al trabajo con documentos. Y era un trabajo que le gustaba, no solía cansarle ni ponerle nervioso. Al contrario, le atraía la dulce sensación que nacía cada vez que de los datos fragmentarios y los documentos dispersos, de los balances, de las notas, de las copias de recibos, emergía de pronto el cuadro nítido y prominente de la malversación y el pillaje, de la estafa y el cohecho. Naturalmente, el crimen organizado equivale a matones, cadáveres, armas, autos de gran cilindrada y tecnología de vanguardia, y la lucha contra esa clase de crimen implica riesgo, sangre, sudor, emboscadas interminables, tiroteos, persecuciones, muerte. Stásov había sido herido en dos ocasiones, una vez por arma blanca y la otra vez de un disparo; estaba en plena forma, era muy rápido corriendo, saltaba mucho, tenía una puntería excelente. Pero nunca había sentido, al capturar personalmente a un delincuente, la misma emoción que llegaba a sentir cada vez que recomponía el cuadro de un delito a partir de los documentos disponibles. Y sabía por qué. En el fondo de su alma, siempre se había sentido un tanto limitado. Algo que, para ser sinceros, se había visto reflejado en uno de los informes oficiales donde se reseñaban sus características: «Disciplinado, cumplidor. Maneja a la perfección el arma reglamentaria. Se preocupa continuamente por mejorar su preparación física, sobresale en deportes como el atletismo, el esquí y la natación. Entre sus defectos, se puede señalar su enfoque escasamente creativo de las misiones asignadas. El capitán V. N. Stásov —por entonces, aún era capitán– no siempre es capaz de tomar, por su propia iniciativa, decisiones que trasciendan el marco de la tarea previamente asignada. Conclusión: es adecuado para las exigencias del cargo que desempeña». Al leer ese informe, Stásov se deprimió. No se podía decir más claro: es un tipo duro, pero no anda sobrado de cerebro. Y se propuso demostrarse a sí mismo que, a pesar de todo, no le faltaban entendederas. Dejó la policía judicial y estuvo algunos años sirviendo en el Departamento para la lucha contra el robo a la propiedad socialista, donde la fuerza física tenía, por lo general, una importancia secundaria, y allí adquirió experiencia en el trabajo con documentos y se familiarizó con la teoría económica. Más tarde, cuando se creó el servicio para la lucha contra el crimen organizado, pidió de inmediato el traslado a esa sección.

Su carrera progresaba a un ritmo moderado, pero iba viento en popa; además, como en todo ese tiempo sus principales éxitos no los había alcanzado gracias al recurso de la fuerza, sino estrujándose el cerebro, experimentaba un entusiasmo poco menos que infantil: «¡He podido! ¡Lo he conseguido!».

Así que, en esos momentos, bastante después de la medianoche, sentado en la cocina de su apartamento de soltero, mientras se dedicaba a comprobar los documentos, experimentaba una íntima satisfacción cada vez que descubría que a tal tipo lo habían recibido al principio con los brazos abiertos, pero más tarde lo habían incluido en la «lista negra» y habían dado órdenes de no dejarlo pasar. Anotaba en un papel el periodo en el que se había verificado tal metamorfosis, con intención de consultarle más tarde a Mazurkévich, o a quien correspondiera, qué era lo que había motivado el conflicto. Apuntaba en una lista los nombres de aquellos sujetos a los que evitaban ciertos miembros de Sirius, mientras que otros miembros los recibían con toda normalidad. Hizo una lista especial con los que aparecían vetados con mayor frecuencia. Más adelante tendría que ocuparse de cada uno de ellos en particular; tal vez tendría que estar pendiente de sus movimientos o, incluso, mantener una charla cara a cara con alguno de esos sujetos a propósito de la buena educación y de la inutilidad de importunar a las estrellas.

En algún momento tuvo la impresión de que Lilia se había quejado. Stásov apartó los papeles y fue corriendo al cuarto de su hija. Nada: Lilia dormía con la nariz hundida en la almohada. Respiraba con cierta pesadez, con la boca abierta; debía de tener la nariz taponada. Stásov encendió una lámpara de pared, cogió de la mesita que estaba al lado del sofá un frasco de halazolin y le introdujo a su hija, con mucho cuidado, unas gotas de medicina por la nariz. Apagó la luz y se quedó un rato parado, pendiente de ella. Por fin, el sonido de la respiración cambió: la niña, sin dejar de dormir, tomó aire por la nariz y empezó a respirar de un modo más sereno y regular.

Regresó a la cocina y reemprendió el análisis de los documentos. Aquellos pocos minutos de alejamiento habían bastado para que ahora mirara las listas con otros ojos. Al releer la relación de quienes aparecían con mayor frecuencia entre los huéspedes indeseables, le llamó la atención el apellido Shalisko. Este Shalisko era el campeón de los acosadores: su apellido aparecía nada menos que en dieciocho ocasiones, mientras que los restantes constaban de cinco a ocho veces.

Stásov hojeó rápidamente las listas con el encabezamiento:

«Cerrar el paso». Al lado del apellido del indeseable, figuraba el apellido del miembro de Sirius al que podía molestar el tipo en cuestión. Junto al apellido Shalisko aparecía sistemáticamente el apellido Vaznis. Las dieciocho veces. Fuera a donde fuera, lo mismo a rodar en exteriores que a un festival, nunca se olvidaba de entregar al servicio de seguridad una nota en la que les recordaba que no dejaran pasar, bajo ningún concepto, a un tal Pável Shalisko.

Stásov volvió a guardar cuidadosamente las listas en las carpetas, pero ahora ya en el orden en que mejor le venía a él para continuar con su trabajo. No contaba con obtener esa clase de resultados. «Basta por hoy», se dijo. «Ya es hora de irse a la cama. Mañana por la mañana hablaré con Korotkov o con Anastasia, para que se ocupen de ese misterioso Pável Shalisko, que estuvo más de cinco años persiguiendo a Alina Vaznis.»



ALINA VAZNIS DOS AÑOS ANTES DE SU MUERTE


A pesar de todo, consiguió lo que quería. A pesar de todo, Smúlov fue capaz de librarla de aquel miedo atávico. Más aún, le dio la oportunidad de expresar su terror en alta voz, de contarlo sin vergüenza y sin disimulo. Rodó un thrillerespecialmente pensado para Alina, titulado precisamente Miedo at á vico.

Los progresos de Alina eran evidentes. Y no menos evidente, para todo el mundo, era su romance con Andréi Smúlov. Dejó de tomar pastillas, se volvió mucho más tranquila, sonreía más a menudo y raramente se hundía en la depresión.

Miedo at á vicola hizo verdaderamente famosa. Sus fotografías aparecían en las portadas de las revistas y en las páginas de los diarios de mayor difusión que publicaban artículos sobre el séptimo arte. Empezaron a invitarla a la televisión para entrevistarla o para intervenir en magazines. Es verdad que, después de dos o tres intentos, los responsables de la programación solían arrepentirse de la idea: con Alina Vaznis era imprescindible desarrollar un gran trabajo previo para que sus respuestas a las preguntas que le formulaban resultaran más o menos coherentes e inteligibles. A pesar de eso, la presencia de Alina siempre llamaba la atención, por lo que participó en distintas emisiones en los que sólo tenía que aparecer y entregar algún premio. A ser posible, sin abrir la boca. El público la recibía con una salva atronadora de aplausos: aplausos auténticos, no enlatados.

Como prueba de su completa curación, Alina y Andréi acudieron al salón del automóvil, decididos a comprar un coche para ella.

—Ahora que ya no tengo que seguir ninguna medicación, puedo ponerme al volante tan tranquila —comentaba Alina, abrazando con fuerza a Smúlov y besándole en la mejilla—. Sería una pena, con lo que me ha costado aprenderme las normas y aprobar el examen, que no pudiera conducir.

Eligieron un Saab de color verde oscuro; después, con el mismo entusiasmo, se pusieron a buscar una plaza de garaje y se pusieron muy contentos al encontrar una en un aparcamiento vigilado, en régimen de cooperativa, que tenía, además, sus propios servicios de lavado y mantenimiento. Y, sobre todo, el garaje se encontraba a sólo dos paradas de autobús de la casa de Alina. ¡Fue una suerte increíble!

Alina, poco a poco, fue cogiéndole gusto a la vida «normal», no amargada por un terror permanente. Smúlov, que la amaba con pasión, supo acabar con su obsesión infantil por el pecado y la culpa, con su convencimiento de que era sucia y depravada. Invirtió mucho esfuerzo y mucho tiempo en esa tarea, pero al final obtuvo lo que buscaba. Alina empezó a interesarse por la ropa bonita y por los viajes; estaba feliz ocupándose de su apartamento nuevo, en el que hizo una reforma «a la europea». Hacía ya tiempo que se había mudado a esa casa, pero todavía no había tenido ganas de acabar de arreglarlo todo. No le importaba que en el recibidor se estuviera despegando el papel pintado, ni que en el baño los grifos gotearan o hubiera un azulejo suelto.

En ese clima de felicidad, Andréi concibió su nueva película, Locura. El guión lo escribió él mismo, con la idea de que el papel principal lo interpretara Alina, como es natural. Mazurkévich obtuvo el dinero de los patrocinadores, contando con la participación «de las dos estrellas», Alina y Smúlov, y les prometió que Locurasería tan rentable como Miedo at á vico, si no más. Había empezado el rodaje, que avanzaba a buen ritmo. Efectivamente, iba a ser una película extraordinaria...


CAPÍTULO VII




KOROTKOV


Se acordó con asombro de que la noche anterior había llamado «sádica» a Nastia por la sencilla razón de que, por culpa de ella, una vez más le tocaba levantarse con el alba. Pero ahora estaba tumbado en la cama rogándole a Dios, precisamente, que el alba llegara cuanto antes.

Al llegar a casa por la noche, se había encontrado con otro escándalo. Ya no tenía fuerzas para pelearse con su mujer, porque se daba perfecta cuenta de lo duro que era todo para ella. Estaba tan harta como él. Y la vida en aquel angosto apartamento, impregnado de los olores de una persona gravemente enferma, no invitaba precisamente a la alegría. Su suegra llevaba inválida desde que su hijo tenía apenas un año; era relativamente joven aún, el corazón le funcionaba a la perfección, y todo el mundo sabe lo que eso significa. La mujer de Yura, como es natural, no pensaba que su marido tuviese la culpa de nada. Salvo de una cosa: a su juicio, hacía ya mucho que debería haber dejado su puesto en la policía y haber entrado a trabajar en el sector privado. Y, por más que Yura intentaba explicarle que la vida y el honor son más importantes, ella era inasequible al desaliento, invocaba el ejemplo de conocidos y desconocidos y le exigía a su marido que empezase de una vez a ganar un sueldo decente para poder comprarse una casa más grande. Su hijo se iba haciendo mayor, y cada día que pasaba todos estaban más agobiados en aquella habitación de catorce metros cuadrados, porque la otra, de ocho metros, la ocupaba en exclusiva la suegra.

A menudo, después de semejantes broncas, Korotkov se daba media vuelta y se iba a pasar la noche a casa de su compañero de trabajo y amigo Kolia Seluyánov, que vivía solo desde que se había divorciado. Pero, la víspera, Yura había llegado demasiado tarde, y estaba tan cansado... Apenas había podido dormir un rato. A eso de las cuatro ya estaba desvelado en la cama, al lado de su mujer, con la sensación de que hasta dormida seguía emitiendo ondas de animadversión y descontento.

Cerca de las seis se le acabó la paciencia, se levantó con mucho cuidado, se acercó de puntillas a la cocina, puso la tetera al fuego y se preparó para salir. Quería largarse cuanto antes: era preferible estar de plantón en la calle que tener que pasar otra vez, desde por la mañana temprano, por aquellas discusiones que, a su juicio, no iban a ninguna parte.

Korotkov se presentó en casa de Alina Vaznis cuando todavía no habían dado las siete. Aparcó el coche, puso la calefacción, encendió un pitillo y se quedó mirando, pensativo, la llovizna otoñal que caía en la calle. Empezó a entrarle sueño con el calorcillo y, para no caer en la tentación, bajó la ventanilla, sacó un brazo y, una vez que la lluvia le hubo humedecido la palma de la mano, se restregó la cara. Se sintió aliviado.

A las siete y veinte vio a Kaménskaya, que se acercaba lentamente. No llevaba paraguas, tenía las manos bien metidas en los bolsillos y la amplia capucha muy echada hacia delante, tapándole por completo la cara. Korotkov abrió la portezuela derecha del coche y la llamó.

—Hola —le saludó Nastia, sorprendida—. Y yo que creía que llegaba la primera. ¿Qué haces aquí tan temprano? ¿No podías conciliar el sueño?

—«No puedo conciliar el sueño —corroboró alegremente Korotkov—. Estoy muy triste, abre la ventana y siéntate a mi lado, y hablemos del pasado...» [11]—¡Ay, qué cosas tienes! —Nastia se quitó la capucha y se montó en el coche—. Y todavía hay algunos, no vamos a señalar con el dedo a nadie, que quieren darnos lecciones de cultura. Qué bien se está aquí, tan calentito, todo lleno de humo. Un paraíso. —Se llevó la mano al bolso, sacó un paquete de cigarrillos mentolados y empezó a fumar con sumo placer—. ¿Has vuelto a tener bronca con tu mujer? —le preguntó con simpatía a Korotkov, mientras echaba el humo.

—¿Cómo lo has adivinado?

—No se trata de eso. Stásov te ha llamado a las seis y media y no sabían nada de ti.

—¿Y qué es lo que quería Stásov? Ayer nos separamos pasadas las once, y parecía que ya estaba todo resuelto.

—Por lo visto, los tres hemos coincidido en dormir poco esta noche. Stásov ha descubierto a un tal Pável Shalisko, que anduvo mucho tiempo detrás de Alina, y además, según todos los indicios, sin éxito. En resumidas cuentas: menos dos, más uno.

—¿A qué te refieres?

—Hemos descartado a las dos señoras, y nos hemos encontrado con un caballero. Así que, en definitiva, tenemos cuatro sospechosos: Jaritónov, Imants e Inga Vaznis y, por lo que parece, ese admirador infeliz. Me juego la cabeza a que ese Shalisko tampoco tiene una coartada, y en cambio tiene un móvil y posibilidades de haberlo hecho.

—Sí, suele pasar...

El juez de instrucción Gmyria apareció a las ocho menos veinte. No tenía la menor intención de pedir disculpas por el retraso.

—Vamos allá —soltó entre dientes, según pasaba al lado del coche de Korotkov. Mientras subían en el ascensor, preguntó de repente—: ¿No tendría que haber algún testigo presente en el registro?

—¿Para qué, Boris Vitálievich? No estamos buscando pruebas, sino una pertenencia de la víctima. No tiene ninguna importancia dónde hayamos encontrado el diario, si es que lo encontramos.

—Ojo, ¿eh? —advirtió Gmyria, de forma genérica.

El instructor no era ningún celoso defensor del respeto a la literalidad de las leyes y, siempre que era posible, simplificaba las sutilezas reglamentarias hasta dejarlas reducidas al mínimo.

Después del paso de los agentes de policía, nadie había vuelto a poner el pie en el apartamento de Alina, que recordaba a un nido saqueado. Particularmente desagradable resultaba la visión del sofá con el perfil del cadáver marcado con tiza.

—Boris Vitálievich, ¿no se puso ayer en contacto con usted el padre de la difunta para pedirle la llave del apartamento? —preguntó Korotkov, mientras se limpiaba cuidadosamente los zapatos en el felpudo de la puerta—. Quiere recoger algunas cosas y disponer del apartamento.

—No, ayer no se dirigió a mí. Bueno, ¿cómo buscamos?

—Vamos a repartírnoslo —propuso Nastia—. Hay dos habitaciones más la cocina, y nosotros somos tres. Y después el cuarto de baño, el servicio y el recibidor.

Estuvieron un buen rato registrándolo todo con mucho cuidado, sin resultados, por desgracia. No encontraron ningún diario. También buscaban una camiseta blanca de punto, con botones, y una falda de flores, de color verde. Nastia encontró la camiseta dentro de la lavadora, entre un montón de ropa sucia, mientras que la falda larga y amplia, de seda verde y marrón, colgaba de un gancho en la puerta del cuarto de baño, junto a una cálida bata afelpada. De ese modo, las sospechas contra Jaritónov se debilitaban considerablemente. Para ser capaz de describir esa indumentaria, tenía que habérsela visto puesta a Alina. De haberla matado él cuando la víctima ya estaba en camisón, lo más lógico —para «darle forma» a su versión de los hechos, según la cual su visita había tenido lugar más temprano, y había sido precedida por una llamada– habría sido abrir el armario ropero y escoger para su descripción alguna prenda que viera allí colgada. No era muy verosímil que hubiera ido a mirar en la lavadora.

Pero, en cuanto al diario... ¿Estaría Nastia confundida?

—Dime una cosa, ¿le has preguntado a Smúlov? —le preguntó en voz baja Korotkov, procurando que no le oyera el juez instructor.

—Sí, se lo he preguntado —dijo Nastia con un suspiro—. Dice que nunca vio que Alina tuviera un diario. Pero enseguida precisó que podía no saberlo. La Vaznis era tan reservada que ni siquiera a él se lo contaba todo.

—Pobrecillo. —Korotkov movió la cabeza—. Tuvo que ser muy difícil la relación con ella. La quería con locura, pero no dejaba de sentir que seguía siendo... una extraña, no sé. También la madrastra hablaba así de ella.

—Boris Vitálievich —le llamó Nastia en alta voz—, voy a llevarme estos vídeos, ¿le parece bien?

—¿Para qué los quieres? —replicó Gmyria, mientras examinaba los estantes del armario empotrado del recibidor.

—Son películas de Smúlov; entre ellas están las de Alina. Me gustaría verlas, a ver si se me ocurre algo.

—¡No sé qué esperas que se te ocurra viendo estas películas! —dijo en tono de burla el instructor—. Son una tontería.

—Entonces, ¿puedo cogerlas?

—Sí, sí, cógelas. Pero luego devuélveselas a Smúlov o a los Vaznis. Esa familia se mataría por una lata vacía.

—¿También usted se ha dado cuenta? —terció Korotkov.

—Y tanto. Lo llevan escrito en la cara, habría que estar ciego para no verlo. La primera vez que interrogué a Vaznis padre, el mismo sábado, no me preguntó por su hija muerta, sino que quería saber cuándo podría hacerse cargo de la herencia. Lo único que le importaba era si había alguien más empadronado en el domicilio de Alina y, de ser así, si esa persona podría llegar a ser un impedimento para disponer de la casa. Aunque tampoco debemos juzgarle, la verdad es que ha criado a tres hijos con su sueldo, y ha tenido que pasarlas canutas. Bueno, ¿qué? ¿Vamos concluyendo, hijos míos? El faquir estaba borracho, y el truco le ha salido mal. [12]

Korotkov respiró aliviado. El juez instructor no se había enfadado, a pesar de que le habían hecho levantarse a esas horas para nada. A sus cuarenta y seis años, Gmyria seguía siendo un hombre vital, al que no le faltaba sentido del humor, y recordaba perfectamente la época en que había servido en la policía judicial. No era lo que se dice un pozo de ciencia, pero los agentes trabajaban a gusto con él. En ese sentido, Gmyria era muy diferente del veterano juez de instrucción Olshanski, el preferido de Nastia. Olshanski tenía un carácter insufrible, los agentes de policía y los peritos le temían y le odiaban en silencio, aunque todos reconocían su gran profesionalidad. Sin duda, Olshanski era un hombre, en primer lugar, inteligente y, en segundo lugar, valiente. No obstante, estas cualidades pasaban desapercibidas bajo su apariencia de hombre atildado y torpón. Korotkov estaba convencido de que, si hubiera estado Olshanski con ellos en lugar de Gmyria, se habría aferrado a la teoría de Aska de que una persona tan cerrada y solitaria como Alina Vaznis tenía que disponer forzosamente de alguna vía de escape, ya fuera un diario, ya fuera una amiga celosamente oculta. O un amante, no menos celosamente oculto. Pero Olshanski era Olshanski, y Gmyria era Gmyria. Éste no se fiaba de las interpretaciones psicológicas; él necesitaba hechos: declaraciones de testigos, pruebas, documentos, huellas. Algo que se pudiera ver y oír, palpar y guardar. Nada de cosas efímeras e inconsistentes.

—Ha aparecido otro comparsa, Boris Vitálievich —dijo Nastia, poniéndose la cazadora y metiendo en una enorme bolsa deportiva una docena larga de videocasetes—. Si no tiene mucha prisa, podríamos...

—Tengo mucha prisa. —Gmyria consultó el reloj—. Tengo gente citada a las diez y media. ¿Qué es lo que querías?

—Pensaba que podía venir con nosotros a casa de ese individuo, contando, naturalmente, con que no se haya dado a la fuga.

—Lo siento, tengo el tiempo muy justo. Id vosotros, ya me sumaré yo más tarde si es necesario.

—Aguarde entonces un par de minutos; voy a hacer una llamada.

Descolgó el teléfono.

—¿Kolia? Soy yo. ¿Qué hay de Shalisko?... Dime, ya me lo aprendo de memoria... Sí... Sí... ¿Dónde queda eso? ¿En la calle Srétenka? ¿Lejos del metro?... Ajá, de acuerdo, gracias. ¿No querrás hablar con Korotkov, por casualidad? Es que lo tengo aquí al lado... Te lo paso. —Le ofreció el teléfono a Korotkov—. Anda, pídele que te aloje esta noche, no vayan a salirle planes románticos a Kolia.

—¡Hum! —soltó Yuri, guiñándole un ojo a Nastia—. ¡Eres mi dueña y señora! No sé qué iba a hacer sin ti.

Bajaron todos juntos a la calle. Gmyria, agitando su cartera, se dirigió a toda prisa al metro, mientras Nastia y Korotkov se montaban en el coche.

—Nuestro Shalisko vive en Chertánovo, y trabaja en la redacción de la revista Kin ó, que está por la calle Srétenka. En su casa no cogían el teléfono; en el trabajo han dicho que tenía que estar a punto de llegar. ¿Vamos allá?

—Vamos —dijo Korotkov, con un suspiro—. Sólo que podíamos comer algo, ¿qué dices? Yo he salido pitando de casa antes de las siete. Sólo llevo en el cuerpo un café bebido, sin nada más.

—Vale —accedió Nastia—. Vete mirando a los lados, y si ves un sitio aceptable, paramos.

Se detuvieron al lado de un kiosco, pillaron unas porciones de pizza caliente y se guarecieron nuevamente de la lluvia en el interior del coche.

—Escucha —propuso Nastia de repente—. ¿Por qué no llamamos a Smúlov y le preguntamos por ese Shalisko? A lo mejor tiene algo interesante que contarnos.

Korotkov miró con pesar por la ventanilla. La lluvia arreciaba; ya no era una fina llovizna, sino que rebotaba con fuerza en la acera. «Qué trabajo más perro», pensó resignado, sin rencor. «A nadie le importa cuánto tiempo llevas sin comer, cuántas horas has dormido en el último mes o si te sirven de algo las pastillas para el dolor de cabeza. Y, si tienes úlcera o si, por culpa de la continua tensión y de la falta de sueño, te duele sin parar la cabeza y ya no te hace ningún efecto ninguna de las medicinas que se encuentran en la farmacia, eso es problema tuyo y sólo tuyo. Igual que la gasolina, cada vez más cara, o que las botas, que siempre calan, o que ese cuchitril que apesta a orina y a enfermedad al que llaman, de forma ampulosa, „apartamento de dos habitaciones en un edificio de paneles prefabricados“, con aseo y sin ascensor. Son tus problemas, y nadie, ni el Estado, ni tus superiores inmediatos, te los van a resolver.»

La expresión de la cara de Yura debía de ser de lo más elocuente, porque Nastia añadió:

—Tú quédate aquí, ya llamo yo. Mira, ahí al lado hay una cabina, y tengo una ficha.

Yura sonrió agradecido. Nastia fue a llamar y, por lo visto, encontró a Smúlov, porque estuvo hablando un buen rato. A Korotkov le dio tiempo, incluso, a echarse un sueñecito al calor del coche, recostado en el respaldo del asiento. Se despertó cuando Nastia cerró la puerta de golpe.

—Tiene gracia, Yura. Smúlov conoce a ese tal Shalisko. Resulta que hace años trabajó en Sirius como ayudante de iluminación, mientras estudiaba por las tardes en el Instituto Estatal de Cinematografía. Se enamoró de Alina, pero ella no le correspondió. Al principio le hizo algo de caso, pero luego, cuando apareció Smúlov, le dio calabazas. Y al pobre Shalisko no le entraba en la cabeza que le habían rechazado, y seguía llevándole flores, le escribía notas, le hacía regalos. No la dejaba en paz. La llamaba por teléfono continuamente, incluso cuando Alina salía de Moscú. Alguna vez llegó a seguirla en sus viajes. Según Smúlov, Alina siempre entregaba al servicio de seguridad una nota con el nombre de Shalisko, insistiendo en que no le facilitaran su número. Su «admirador latoso», le llamaba. De todos modos, Smúlov nunca se lo tomó en serio, y ni se plantea que sea un caso de celos. No obstante, hace como tres años ese amante despechado entró a trabajar en la redacción de la revista Kin ó, pero no se ha olvidado de Alina. Eso sí que es amor, y lo demás...

—Seguramente, el tal Shalisko debe de ser uno de esos cuatro ojos ridículos —comentó Korotkov, mientras rodaban por el Sadóvoye Koltsó—. Ya sabes, el típico amante frustrado, uno de esos intelectuales birriosos, chepudos y feos. Sería absurdo considerarlo sospechoso del crimen, ¿no crees?

—No lo creo —replicó bruscamente Nastia—. Para empezar, acuérdate de que al principio Alina le hizo caso, o sea, que le dio esperanzas, y muy fundadas. No se trata de un amante frustrado, sino de un pretendiente rechazado, lo cual es muy distinto. Por otra parte, esos intelectuales flacuchos y gafotas a menudo acaban siendo los más refinados asesinos. No te olvides de girar ahí. Srétenka es de un solo sentido, hay que torcer a la altura del semáforo, y luego seguimos por una perpendicular.


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