Текст книги "Retrato póstumo"
Автор книги: Alexandra Marinina
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—Entonces vuelva a preguntarme si me apetece un té y le confesaré abiertamente que prefiero un café.
Cuanto más tiempo pasaba, mejor le caía a Nastia ese hombre que se retorcía de ciática, así que le hizo ilusión que le propusiera quedarse. Pero, ¿cómo iba a volver a casa tan tarde? Anastasia Kaménskaya no era ni mucho menos una persona valiente y temeraria, como suele pintarse a los miembros de la policía judicial. Las calles oscuras le daban tanto miedo como al resto de mujeres de treinta y cinco años, puede que incluso algo más, dado que leía a diario informes que referían toda clase de sucesos. Además, era incapaz de correr deprisa y de disparar con precisión. De pronto, tuvo una idea inesperada.
—Leonid Serguéyevich, ¿tiene usted el teléfono de su jefe de seguridad?
—¿De Vladislav Nikoláyevich? Por supuesto. Todos los trabajadores de Sirius, hasta la señora de la limpieza, tienen un número que les permite contactar con él en cualquier momento, las veinticuatro horas del día. Un móvil.
—Haga el favor de llamarle, quiero hablar con él.
STÁSOV
Iba camino de su casa, cansado y de mal humor, después de haber perdido varias horas investigando por dónde había estado pendoneando la noche anterior la disoluta mujer del jefe. No había averiguado prácticamente nada, y eso no le gustaba. Xenia había estado en casa desde por la mañana hasta eso de las dos, luego había salido a tomar un café al bar de los estudios. Pero lo más probable es que no se hubiera tomado solamente un café, porque la vieron allí hasta las cinco, más o menos. Después, una laguna hasta las ocho menos cuarto, cuando quedó con una amiga suya junto a la estación de metro Krasnye Vorota para recoger una receta de tranquilizantes. Su amiga trabajaba en una clínica neuropsiquiátrica, y le suministraba a Xenia recetas que le prescribía a petición suya un médico al que le unía cierta amistad. Habían quedado a las siete y media, pero la Mazurkévich, como siempre, llegó con cerca de un cuarto de hora de retraso. Después de eso, una nueva laguna hasta su vuelta a casa a las tres y cinco de la mañana.
El cuerpo de Alina Vaznis presentaba señales de estrangulamiento, pero Stásov había trabajado demasiado tiempo en la policía judicial como para conformarse con una única versión y descartar las demás. Nada más obtener la información sobre la cita de Xenia con su amiga de la clínica, contactó con Mazurkévich y le pidió que comprobara el bolso de su esposa. No encontró ni una receta ni medicamentos que hubiera podido comprar valiéndose de ella. En el dormitorio, en la mesilla de noche, tampoco encontró envases nuevos. Todo eso no significaba nada, claro, porque había muchos otros sitios donde Xenia podía guardar la receta y los medicamentos. A lo mejor estaba utilizando la receta como marcapáginas y llevaba las pastillas en el bolsillo. Pero, de todos modos... ¿qué pasaría si se llegaba a la conclusión de que a Alina Vaznis la habían envenenado? Es verdad que para eso habría hecho falta un saco de pastillas, pero, ¿quién podía asegurar que Xenia no las tuviera? La amiga de la clínica se hizo mucho de rogar, pero al final reconoció que una receta era de cincuenta pastillas y la otra de treinta. Y Xenia Mazurkévich tenía un motivo para matar a Alina Vaznis. ¡Y vaya un motivo! Eso sí que es mala suerte.
Stásov torció por la calle Bréstskaya cuando sonó el teléfono.
—Vladislav Nikoláyevich, perdone que le moleste, soy Degtiar, de los estudios. —Una voz vacilante le llegaba a través del aparato—. ¿No pasa nada porque le llame tan tarde?
—Nada, todavía no estoy en casa. ¿Qué ocurre, Leonid Serguéyevich?
—Tengo aquí... Quiero decir, que ha venido a verme... Es una funcionarla de la policía judicial, Anastasia Pávlovna Kaménskaya. Quiere hablar con usted.
—Pásemela.
Kaménskaya. Stásov había oído hablar mucho de ella cuando trabajaba en Petrovka. Había oído de todo, desde sorprendentes elogios hasta cosas muy sucias. Que su cerebro funcionaba como un ordenador, que no sabía lo que era el cansancio, que su memoria era extraordinaria. Y también que era la amante del jefe del Departamento encargado de la lucha contra los delitos violentos, que no trabajaba como los demás, que se pasaba el día sentada en su despacho bebiendo café. Al parecer, el enchufe le venía del Ministerio, de la dirección, nada menos que del mismísimo general Zatochny, hombre influyente y poderoso. Otra cosa era si se acostaba o no con él, pero el caso era que por las mañanas se los veía paseando juntos por el parque, poco menos que cogidos de la mano. Kaménskaya...
—Buenas noches. —Una voz grave se oyó en el teléfono; parecía agradable—. Soy Kaménskaya.
—Buenas —respondió Stásov en un tono sombrío—. ¿Qué se le ofrece?
—Ha habido un asesinato, Vladislav Nikoláyevich, ¿le parece poco? ¿Podríamos vernos?
—¿Cuándo?
—Cuanto antes. Ahora mismo si fuera posible.
—¿No tiene usted costumbre de mirar el reloj o es que no se preocupa por esas tonterías? —le preguntó enfadado—. Mi hija está sola en casa.
—Disculpe —dijo ella con suavidad—. No lo sabía. Si es así, dígame usted una hora que le venga bien.
—¿Qué tal mañana a las diez?
—Gracias. Mañana a las diez. ¿Dónde?
—En Sirius. Prefiero un entorno oficial.
—Bien. Acepte mis disculpas una vez más. Buenas noches.
Stásov se dirigió hacia la calle Sushchovski Val y pisó el acelerador en dirección a la estación Saviólovski. Su conversación con Kaménskaya le había dejado un mal sabor de boca. ¿Qué le había pasado? Se había escudado en Lilia, como esas gallinas cluecas que nunca hacen horas extra porque tienen hijos y todo lo demás les importa un comino. ¿Por qué no había quedado con Kaménskaya? ¿Porque le iba a machacar? ¿Tan cansado estaba? Pues ella tampoco descansaba. ¿Es que los cuatro meses transcurridos desde su retiro habían sido suficientes para que se olvidara de sus compañeros? ¿Ya no quería saber nada de ellos? ¿Le eran indiferentes?
Marcó el número de su casa, convencido de que, de todos modos, Lilia no estaría durmiendo todavía. Así fue, su hija levantó el auricular justo después de la primera señal.
—¿Qué haces que no estás durmiendo?
—Si mañana es domingo...
—Vale, lee; hoy estoy de buenas. Por cierto, ¿qué estás leyendo?
– Ang é lica.
—Todavía eres pequeña para eso. Mejor lee a Conan Doyle.
—Ya me he leído todo Sherlock Holmes.
—Bueno, pues si quieres leer algo de amor él también tiene, por ejemplo, Los hechos de Raffles Haw.
– Ang é licatambién es de amor —replicó Lilia.
—Eres muy pequeña. —Stásov zanjó la discusión—. Cierra el libro y déjalo en su sitio.
—Pero, papá...
—Vale ya, cariño. No hay más que hablar. ¿Has comido algo?
—Sí, sopa y salchichas con ensalada.
—Muy bien. ¿Te aburres?
—No mucho.
—¿Tienes miedo?
—No. ¿Vas a venir pronto?
—Mira, aún tengo que hacer una cosa, pero si quieres lo dejo para mañana y me voy ahora mismo para allá.
—No hace falta, papá, yo estoy bien.
—Bueno, entonces puedes leer todavía un poquito más y luego te acuestas.
Stásov apreció en lo que valía la delicadeza de su hija, sobre todo porque en esa delicadeza había una dosis considerable de picardía infantil. Que papá se ocupara de sus cosas, que así ella podría seguir leyendo la historia de Ang é licano cuarenta minutos, sino dos horas enteras. Si no se quedaba dormida, claro.
Suspiró y volvió a marcar un teléfono, esta vez el de Degtiar.
—Leonid Serguéyevich, ¿está Kaménskaya todavía con usted?
—Sí, le paso el teléfono.
—Mire —dijo Stásov al oír su velado: «Sí, Vladislav Nikoláievich»—. Si no ha cambiado de idea, podemos vernos ahora.
—Gracias.
—Baje a la calle dentro de veinte minutos, pasaré a recogerla.
—Gracias —repitió.
—De momento, no hay de qué —gruñó Stásov.
Veinte minutos más tarde, llegó al domicilio del director, e inmediatamente vio una figura alta y delgada con una cazadora oscura y unos vaqueros. Hizo memoria, pero no consiguió recordar el aspecto de la Kaménskaya que él había visto en los pasillos de Petrovka, seguramente cientos de veces. Nastia abrió la puerta del coche y se sentó delante, a su lado. Stásov encendió la luz y enseguida la identificó. Sí, claro, era ella: paliducha, poco agraciada, con el pelo largo recogido en la nuca. Se preguntó cómo le iría con los hombres. «Seguro que es una solterona», pensó.
—Buenas noches, soy Anastasia, pero puede llamarme simplemente Nastia y tutearme.
—Vladislav. Puede llamarme Vlad o Stas, como más le guste.
—¿Y Slava?
—También me vale —sonrió Stásov—. Y, naturalmente, también puede tratarme de «tú».
De repente se sintió aliviado y tranquilo. Desde el primer momento se había dado cuenta de que no podía tratarse de la amante del coronel Gordéyev. Ni de la amante de nadie, en general, en el sentido que se le suele dar a esa palabra cuando se usa en el contexto de las relaciones laborales. Y, si algo la unía al general Zatochny, aunque fuera algo íntimo, no tenía nada que ver con eso. Era algo que iba más allá de la cama y el placer, era la complicidad intelectual y la amistad. Las mujeres con ese aspecto y esa forma de comportarse no se limitan a ser amantes; eso lo sabía Stásov a la perfección. Y el hecho de que circularan tantas porquerías sobre ella no era más que una prueba de lo mucho que valía. Las únicas personas a las que no se critica son las que no son nadie.
—¿Adónde vamos? —preguntó poniendo el coche en marcha.
—A la carretera de Shchólkovo.
—¿Y qué hay allí?
—Vivo allí. Si no te parece mal, podemos subir, tomar un té y hablar.
—Escucha, ya te he preguntado antes si miras el reloj, aunque sólo sea de vez en cuando. ¿Lo miras?
—Claro —asintió con la cabeza Nastia—. Lo miro, y veo que cada vez falta menos para mañana, y cada vez se me ocurren más preguntas. Y para mañana necesito tener una idea mínimamente precisa de lo sucedido.
—¿Qué pasa? ¿Que no duermes por las noches?
—Sí duermo, vaya si duermo. Pero también puedo dejar de dormir si tengo cosas en las que pensar. Tuerce a la izquierda, vamos a meternos entre esas casas para acortar.
Eran ya más de las once y media cuando subían en el ascensor a la novena planta. Al abrir la puerta, Nastia empezó a reírse de repente.
—¿Qué te pasa? —Stásov se quedó estupefacto.
—Es que hoy es la segunda vez que recibo en casa a otro hombre mientras mi marido está fuera. Hay testigos que podrían corroborarlo. Bastaría con una vecina cotilla y adiós a mi reputación. Pero no ha pasado nada, ni por asomo. Entra, quítate la chaqueta.
—¿Es que estás casada? —preguntó maquinalmente Stásov antes de que le diera tiempo a morderse la lengua.
—¿Qué pasa? ¿No lo parece? ¿Pensabas que era una solterona?
—¿Puedes leer el pensamiento? —sonrió, intentando disimular la turbación que le había causado su propia torpeza.
—No siempre, sólo cuando se trata de cosas banales. Pero no te preocupes, todo el mundo se deja engañar por mi apariencia, y tú no eres una excepción. Una ratoncillo gris, apocado y tranquilo. Es algo muy cómodo, nadie te toma en serio.
—Y en realidad, ¿qué eres? ¿Un lucio voraz?
—En realidad soy una rata rabiosa y cruel. Pero no te quedes ahí parado, pasa a la cocina. ¿Qué tomas? ¿Té o café?
—Té. Nada de café por la noche.
Echó un vistazo a su alrededor. La cocina del apartamento de Kaménskaya era minúscula, pero el ojo experto de Stásov no tardó en darse cuenta de que se había esmerado en arreglarla con cariño para pasar mucho tiempo en ella. Sobre la mesa había una lámpara de pared con una bombilla potente, prueba de que allí no sólo se comía, sino que también se leía. Los muebles estaban dispuestos de manera que, sin levantarse de la silla, uno pudiera alcanzar la cocina, la encimera y el fregadero. Todo era compacto, funcional, no sobraba nada. La cocina de Stásov estaba hecha un desastre, pero no tenía tiempo para ordenarla.
—¿Conoces a Zatochny? —soltó de repente, sin venir a cuento.
—¿A Iván Alexéyevich? Le conozco —respondió Nastia mientras sujetaba con destreza una larga barra de pan y un trozo de queso, y los cortaba en rebanadas.
—¿Y qué te parece?
—Un profesional como la copa de un pino. Pero eso lo sabes tú también, ¿no trabajaste para él?
Anastasia tenía razón, Stásov había trabajado, efectivamente, en el Departamento de lucha contra el crimen organizado, y Zatochny era uno de los jefes de la correspondiente dirección general en el Ministerio.
—Sí —asintió—. Pero me interesa tu opinión.
—Anda, déjalo. —Se volvió hacia él y se levantó, apoyando la espalda en un armarito largo y estrecho, idéntico al que tenía Stásov en su cocina, aunque de distinto color—. ¿Por qué te interesa mi opinión? ¿Quién te crees que soy? ¿Vanga [6]? ¿Dzhuna [7]? Has oído toda esa mierda que cuentan de Iván y de mí, y por eso me lo preguntas. ¿Crees que no sé que dicen que soy su querida? Lo sé de sobra. Y me dan ganas de mandarte muy lejos de aquí, y de muy mala manera. Pero, dado que la curiosidad insatisfecha es peor que el dolor de muelas, te voy a contestar. Nunca me he acostado con el general Zatochny. Nunca. No te voy a negar que me gusta. Es más, justo un mes antes de mi boda estuve enamorada de él; es cierto, durante unos días, a mí me suceden esas cosas. Pero se me pasa rápido, a lo sumo me dura dos semanas. Todavía no ha habido ningún hombre que haya aguantado más de dos semanas en mi alma enamoradiza. La única excepción ha sido Chistiakov, y por eso me he casado con él. ¿Satisfecho con mi respuesta?
—Perdona —se limitó a decir Stásov—. No quería ofenderte. Pero lo cierto es que sentía curiosidad. En cualquier caso, Zatochny es un figura. Os han visto juntos...
—Y más que nos verán. De entrada te diré que dos domingos al mes, a primera hora de la mañana, salimos a pasear por el parque Izmáilovski. De siete a nueve. Es una tradición, una especie de ritual.
—Madre mía, ¿y de qué habláis Iván y tú? Unas personas como vosotros dos... Yo también pensaría que sois dos tortolitos.
—No lo entenderías —respondió Nastia secamente, mientras colocaba con cuidado en una sartén las rebanadas de pan con queso—. La gente no tiene por qué dedicarse necesariamente a hablar. Son las circunstancias de cada uno las que nos conducen a un determinado estado anímico. La primera vez que quedamos para pasear a esas horas fue cuando yo me ocupaba de un asesinato en el que un subordinado de Zatochny resultó estar implicado. Mientras paseábamos por el parque, íbamos haciendo cábalas sobre quién podía estar filtrando la información, pero cada uno, en su fuero interno, sospechaba del otro. Era una situación muy desagradable y muy difícil que nos traía de cabeza. Hasta que no pudimos más y decidimos poner las cosas en claro. Que si yo no me fío de usted por esto y por esto otro, que si yo, por mi parte, tampoco me fío. En definitiva, estuvimos hablando y nos quitamos un peso de encima. Nos sentimos muy a gusto, se creó un clima cordial, de confianza... Ahora solemos quedar temprano, paseamos sin decir nada y nos sentimos en la gloria.
Stásov guardaba silencio, recordando cómo cuatro meses atrás recorría las calles en compañía de Tatiana, a la que acababa de conocer, y se sentía morir extasiado, embargado por una inexplicable ternura.
—Seguramente esos paseos son algo más fuerte que si os acostarais —observó—. Si a mí me dijeran que la mujer que quiero se siente en la gloria paseando por el parque con otro hombre, me moriría de celos. Preferiría que se fueran juntos a la cama, me sentiría menos ofendido. Ser un mal amante no es ninguna vergüenza, cada uno tiene lo que tiene. Pero caer en la cuenta de que eres un tipo soso y aburrido, eso ya es peor. Es para colgarse.
—Me alegra que lo entiendas —sonrió Nastia.
Le sirvió a Stásov el té y ella se preparó un café soluble. Puso en la mesa un plato grande con las tostadas y se sentó enfrente de él.
—Y ahora —dijo tras dar un sorbo y dejar la taza en el plato– me vas a preguntar cómo es que me muestro tan abierta contigo, ¿no? Es la primera vez que hablamos, nos acabamos de conocer, y yo voy y te lo cuento todo. ¿No resulta sospechoso?
—Bueno, en conjunto... Claro que resulta sospechoso. ¿Intentas engañarme? ¿Me estás poniendo a prueba?
—No, te estoy diciendo la verdad. Es que no tengo elección, Stásov. Y, cuando no se tiene elección, todo es más sencillo. No hay más que un camino, así que hay que recorrerlo, nos guste o no. Tengo que resolver un asesinato, y para eso necesito contar con tu ayuda. No ir a las claras contigo, mentirte o, como tú mismo has dicho, intentar engañarte, sería peligroso. Si me pillas en un renuncio, no voy a sacar nada. Así que tengo que llevarme bien contigo.
Stásov se puso en guardia. ¿Es que podía leer la mente? Aunque, por otra parte, parecía tan sencilla, tan abierta...
—Nos vamos a llevar bien —asintió—. No me malinterpretes, sólo llevo un mes trabajando en Sirius. Por una parte, tengo interés en que se resuelva el asesinato de Alina; no me importa quién lo resuelva: vosotros, yo, o todos juntos. Lo importante es que se descubra al asesino. Porque, de no ser así, a vosotros os van a pedir responsabilidades, pero a mí Mazurkévich me va a poner de patitas en la calle. ¿Para qué necesita un jefe de seguridad si pueden matar impunemente a sus actrices principales? ¿Lo pillas?
—Te sigo —respondió Nastia, esbozando una sonrisa maliciosa.
—Por otra parte, en este mes aún no he podido enterarme de muchas cosas, no conozco bien a la gente y... En una palabra, que como ayudante soy bastante mediocre. Pero puedes verme, sencillamente, como mano de obra suplementaria. Piensa que soy uno más de vuestro equipo. Y puedes contar conmigo sin reservas.
—No puedo. —Nastia suspiró—. Hay un pero. Ahora te toca a ti ser sincero. Y tú tampoco tienes elección, te pasa como a mí. El presidente de los estudios de cine RUNIKO, Boris Rudin, te ha pedido insistentemente que trabajes para él. Te ha ofrecido ganar por los menos el doble de lo que ganas en Sirius con Mazurkévich. Sin embargo, es en Sirius dónde estás trabajando. Y eso me lleva a pensar que hay algo personal que te une a Mazurkévich, si es que no se trata de un vínculo financiero, profesional. Por eso, si en el transcurso de la investigación se vieran afectados los intereses de Mazurkévich o de su mujer, estoy convencida de que no me ibas a ayudar. Es más, seguro que intentabas estorbarme. Te ruego que despejes mis dudas. Y no me digas que Rudin es el amante de tu ex mujer y que por eso no quieres trabajar para él. No me vale como argumento, porque la diferencia económica es demasiado evidente, suficiente para mandar a freír espárragos a una mujer, y no digamos ya a una ex mujer.
¡Buena jugada! Al parecer, Kaménskaya se había presentado bien preparada a la cita. Golpeaba a ciegas, pero daba en el blanco. Cualquiera intentaba engañarla, a saber hasta dónde había escarbado. Pocas ganas le quedaban a Stásov de andarse con embustes, aparte de que sería absurdo. Ella le necesitaba. Pero él también la necesitaba a ella. No obstante, Nastia se equivocaba: Stásov sí tenía elección, y le tocaba pronunciarse en ese instante, allí mismo, en aquella cocina. Debía decidir si encubría a Xenia Mazurkévich. En caso de que el asesinato de Alina Vaznis hubiera sido obra de esa mujer, si el jefe del servicio de seguridad conseguía sacarle las castañas del fuego, se quedaría sin trabajo para el resto de su vida. La cosa estaba clara. A nadie le gusta criar una víbora en su seno o vivir encima de un polvorín. ¿Qué pasaría si la protegía, proporcionándole a la policía una información deliberadamente falsa? A sus antiguos compañeros podía engañarlos sin problema, y salvarle el pellejo a Xenia, pero después ¿qué? Mazurkévich sabría que él, Vladislav Stásov, el jefe de su servicio de seguridad, era capaz de dársela con queso, con toda profesionalidad, a la policía judicial y sustraer a un asesino de la acción de la justicia. Al día siguiente compartiría con alguien esa información, a los dos días sería de dominio público y a los tres días le saldrían al encuentro unos tipos duros que le exigirían que trabajase para ellos. Si aceptaba, se vería envuelto en unos delitos de los cuales ya no habría marcha atrás, y se pasaría los siguientes seis meses encerrado, si es que no acaba condenado a la pena capital. Si no aceptaba, sobreviviría dos horas, tres como mucho. No; Kaménskaya, al fin y al cabo, estaba en lo cierto: tenían que llevarse bien y buscar al asesino de Alina, Fuese quien fuese ese asesino. Más valía quedarse sin trabajo, pero seguir vivo, que ser un difunto con empleo. —Te voy a contar por qué no me gusta Boris Rudin y no quiero trabajar con él. Y también te voy a contar por qué me ha llamado hoy Mazurkévich y me ha pedido que compruebe la coartada de Xenia, su mujer...
ALINA VAZNIS CINCO AÑOS ANTES DE SU MUERTE
«Leonid Serguéyevich: Es probable que usted conozca bien el argumento y la música de El trovador, pero que nunca haya escuchado esta ópera en ruso [8]. Porque, si la hubiera escuchado, habría reparado en las palabras finales de Azucena. De hecho, con esas palabras termina la ópera. Viendo desde una ventana cómo ejecutan a su hijo adoptivo, Manrico, proclama: «¡Mi madre ha sido vengada!». Y estas palabras suponen un cambio radical en la imagen que nos ofrece la vieja gitana a lo largo de la representación.
»¿Quién es Azucena? Una gitana de un campamento. Muchos años antes habían hecho prisionera a su madre en el castillo del conde de Luna y la habían quemado en la hoguera, acusada de brujería. ¿Por qué? Porque la habían sorprendido al lado de la cama de uno de los hijos del conde, tras lo cual el niño había empezado a debilitarse y había caído enfermo. ¿Podemos afirmar que la madre de Azucena no era culpable? ¿Podemos estar seguros de que la enfermedad del niño fue fruto de casualidad y no había sido causada por ninguna acción malintencionada de la gitana? Porque, si no quería hacer nada malo, ¿para qué se había introducido en el castillo? ¿Para qué se había detenido junto a la camita de la criatura? Yo me inclino, más bien, a pensar que la madre de Azucena era culpable, tal vez de envenenar al niño, tal vez de ejercer alguna especie de influjo extrasensorial sobre él, pero culpable, en todo caso. Y el castigo fue totalmente merecido, aunque nada justifique su crueldad.
»¿Qué pasa después? Azucena, deseosa de vengar la muerte de su madre, se introduce en el castillo del conde y rapta a uno de sus hijos, al más pequeño. Lo rapta para quemarlo en la hoguera, en venganza por la muerte de su madre. ¿Matar a un niño? ¿A una criatura inocente? Por más que se trate de una venganza, estará usted de acuerdo, Leonid Serguéyevich, en que no es un acto cristiano. Va en contra de Dios. Y el odio ardiente y justiciero de Azucena no lo embellece ni lo justifica en modo alguno.
»Sigamos. Azucena, que recientemente también había sido madre (lo cual, dicho sea de paso, subraya su extrema crueldad: lleva en brazos a su propio hijo, y no siente lástima de la criatura ajena), conduce al niño raptado hasta la misma hoguera en la que acaban de dar muerte a su madre, con la intención de quemarlo. Pero, como se encuentra profundamente alterada, lanza a las llamas a su propio hijo, en lugar de arrojar al vástago del odiado conde de Luna. Acto seguido, tras llorar y lamentar su muerte, coge al pequeño raptado y empieza a criarlo como si fuera su propio hijo. Cabe preguntarse por qué. Si su odio hacia el conde es tan profundo, debería abandonar a su hijo en el bosque para que se lo comieran los lobos. O quemarlo en esa misma hoguera, que probablemente aún no se habría extinguido. Pues no: Azucena siente lástima del niño y parece arrepentida. Al verse privada de su propio hijo, repara en la atrocidad que se disponía a cometer con el conde y que, finalmente, se ha infligido a sí misma. Lo lógico, después de todo esto, habría sido devolver al niño al castillo para no causarle al conde un sufrimiento idéntico al que ella acaba de experimentar. ¡Pero tampoco actúa así! Por tanto, no fueron la lástima ni la compasión los sentimientos que la movieron en ese momento. ¿Qué fue entonces?
»En mi opinión, Azucena se quedó con el hijo del conde con un único objetivo: llenar un vacío repentino. Desde el momento en que había dado a luz a su hijo, todo su ser se había preparado para vivir en un estado de atención, de tutela, de ternura, de amor sin límites a ese ser diminuto. Ese mecanismo ya estaba en marcha, y de repente se ve abocado a funcionar en vano. El alma, como el hierro, produce una sustancia, compuesta de ternura, de amor, de afán de protección, que está destinada a arropar al niño. Pero resulta que no hay niño. Y eso corroe el alma y la destruye, originando unas llagas terribles. Azucena lleva a cabo una sustitución mecánica del objeto. Como no puede recuperar a su hijo, toma uno ajeno. ¿Qué diferencia hay? El caso es no volverse loca.
»Se lleva al niño al campamento, le da el nombre de Manrico, y crece entre los gitanos ajeno a cualquier sospecha. ¿Qué ocurrió con Azucena durante todos esos años? ¿Le tomó cariño a Manrico? ¿Acabó por considerarle su propio hijo? Sí y no. Sí, en la medida en que sufre por su destino y le ayuda en su lucha hasta donde le permiten sus fuerzas. Y no, porque incluso en el momento de perderlo, incluso cuando está viendo cómo le arrebatan la vida, piensa en la venganza de su madre, quemada en la hoguera. No se mesa los cabellos, sino que celebra lo ocurrido, batiendo sus arrugadas y decrépitas manos. A mi entender, Leonid Serguéyevich, a lo largo de toda la ópera en Azucena se produce una continua lucha interior entre el cariño por el joven al que ha criado y el afán de vengar el agravio sufrido por su madre.
»¿Podemos considerar que, con el paso de los años, Azucena se había ido haciendo más sabia y tenía cada vez menos presente la idea de la venganza? Es poco probable. De haberse hecho más sabia, habría pensado, para empezar, que a su madre la habían sentenciado justamente y que, por tanto, la venganza era improcedente. Dado que no llegó a entenderlo así ni siquiera en la vejez, hay que admitir que la sed de venganza no se vio debilitada con los años. En cambio, su relación con Manrico tuvo que volverse más estrecha con el paso del tiempo, pues hasta los enemigos que viven juntos muchos años acaban por tolerarse y aceptarse. Y ellos no eran enemigos, ni mucho menos. Y, a medida que pasaba el tiempo, esa terrible contradicción entre el afán por vengar a su madre y el amor hacia el hijo adoptivo se hacía más desgarradora. Sin duda, el punto culminante de esa lucha interior coincidió justamente con los hechos que narra la ópera. Manrico libra su propia batalla con el hijo mayor del conde, es decir, con su hermano, algo que, naturalmente, no sospecha. Pero Azucena sí sabe, lo sabe de sobra, que Manrico ha levantado su brazo contra su propio hermano. Lo cual, dicho sea de paso, también va contra la ley divina. Y la vieja gitana asiste a esa aberración con total indiferencia, no la espanta en absoluto el hecho de que Manrico, en su ignorancia, actúe de un modo que, por decirlo suavemente, no es del todo correcto. Al alentar la guerra entre Manrico y su hermano, se está vengando indirectamente de los Luna, regocijándose con sus derrotas y sus pérdidas. Es más, apoya a Manrico en su amor por Leonor, con la que pretende casarse su hermano.
Por cierto, ¿qué es lo que desea Azucena para Leonor, una duquesa, según el libreto, hija de una familia noble, aunque venida a menos? ¿Una vida en un campamento nómada? Es evidente que Leonor no es la pareja adecuada para su hijo adoptivo, sobre todo porque sería una extraña en el campamento y los demás gitanos estarían molestos con su presencia. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que se produzca otra baja en el bando del conde de Luna, acarrearle una nueva desgracia. No, la vieja gitana Azucena no ha renunciado en ningún momento a llevar a cabo su represalia, ya no cabe la menor duda.
»Una cuestión más. En el transcurso de la obra, Azucena tiene la oportunidad de tratar con el conde, con el hermano de Manrico. ¿Acaso aprovecha la posibilidad de detener el fratricidio, de abrirle los ojos desvelando la procedencia de su enemigo jurado? No. Espera a que ejecuten a Manrico, y sólo entonces le revela al conde con maliciosa alegría: «¿Ves lo que has hecho? ¡Es tu hermano!». He aquí el momento cumbre de su triunfo.
»Por último. Cuando Azucena cae prisionera del conde de Luna, uno de sus comandantes, Ferrando, la identifica con la hija de la vieja gitana que veinte años antes había sido quemada en la hoguera. ¡La reconoce después de veinte años! ¿Eso no le dice nada, Leonid Serguéyevich? Me he tomado la molestia de ver varias puestas en escena de El trovador, tanto en el teatro como en filmaciones, y en todas ellas Azucena aparece como una vieja greñuda y llena de arrugas. Pero ¿cuántos años tiene en realidad? Como mucho cincuenta, aunque seguramente menos, en torno a los cuarenta. Eso en primer lugar. En segundo, si Ferrando la reconoce pasados veinte años, eso significa que no ha cambiado tanto: en cualquier caso, seguro que no ha pasado de ser una mujer joven y lozana que acaba de dar a luz a su primer hijo a ser una vieja horrible, huesuda y contrahecha. De otro modo Ferrando no habría podido reconocerla, recordar su cara veinte años después.
»Como conclusión de todo lo escrito, me gustaría decir que Azucena es un personaje indudablemente negativo si tenemos en cuenta la lógica de sus actos, pero es evidente que el autor de la ópera simpatiza con ella, lo cual se deduce inequívocamente de la música. Y yo, si usted me lo permite, pretendo interpretar precisamente esa dualidad, esa ambigüedad del personaje. El aspecto de Azucena debe corresponderse con su edad real: se trata de una mujer fuerte y llamativa que aún no ha perdido su belleza...»
CAPÍTULO III
KOROTKOV
Mientras Anastasia Kaménskaya estudiaba las líneas «femeninas», intentando determinar por qué odiaban tan ferozmente a la difunta Alina Vaznis la caduca actriz Zoya Sementsova y la mujer del presidente de Sirius, Xenia Mazurkévich, Yuri Korotkov se ocupaba de un tal Nikolái Jaritónov, que trabajaba en los estudios cinematográficos en calidad de administrador.