355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Alexandra Marinina » Retrato póstumo » Текст книги (страница 7)
Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



сообщить о нарушении

Текущая страница: 7 (всего у книги 14 страниц)

Hizo una mueca de desdén, y Stásov recordó que a la víctima la habían encontrada tirada en un sofá con una bata medio transparente encima de un seductor camisón de encaje, con unos finos tirantes.

—Ésa es otra cuestión. Pero sigue necesitando el permiso del juez instructor. Entrará acompañado de un funcionario de policía y cogerá todo lo que necesite para el entierro.

—Que entregue las llaves —insistió Vaznis con terquedad, mirando a algún sitio indefinido.

—Pero si yo no las tengo —gritó Smúlov—. Se las quedaron los agentes. Así que, en todo caso, tendrá que dirigirse a ellos, no a nosotros.

Vaznis se levantó despacio de su asiento, y a Stásov le sorprendió su enorme estatura. Al propio Stásov sólo le faltaban cuatro centímetros para los dos metros, y hacía ya mucho tiempo, prácticamente desde la infancia, que se había olvidado de lo que es mirar a alguien a la cara, estando de pie, sin tener que agachar la cabeza. El viejo letón miraba fijamente con sus pequeños ojos a Stásov, y éste, por un momento, se asustó de la hostilidad que le llegaba a través de aquellas ranuras grises. A continuación, Vaznis se volvió lentamente hacia Mazurkévich y le recorrió con una mirada helada. Y finalmente posó sus ojos sobre Smúlov, que estaba inmóvil en el sillón situado al lado de la mesa.

—Tú la mataste —dijo en voz alta, con toda claridad—. Si no la hubieras sacado en tus películas de mierda con esos espantos de mierda, ahora estaría viva. Tú tienes la culpa. Tú.

Todos se quedaron pasmados por la sorpresa, y nadie vio a Valdis Vaznis salir del despacho de Mijaíl Nikoláyevich Mazurkévich.


—¿A qué se refería Vaznis? —preguntó Stásov, acomodándose en su asiento y encendiendo un cigarrillo—. ¿De qué le considera a usted culpable?

Habían bajado al segundo piso, al despacho de Stásov. Todos estaban aún impresionados por las últimas palabras del padre de Alina.

—¿Se da usted cuenta? Estaba radicalmente en contra de que Alina apareciera en películas rusas. Sobre todo en thrillers. Vaznis es un hombre chapado a la antigua, no entiende este género. Considera que no debemos fabricar horrores con nuestras propias manos, inventarlos; que luego esos horrores perduran en la vida real y destruyen a la gente. Los últimos años apenas le ha dirigido la palabra a Alina.

—No le dirigiría la palabra, pero le ha faltado tiempo para venir a reclamar la herencia —comentó Stásov—. ¿Tenía Alina cosas de valor? ¿Ahorros? ¿Objetos caros?

—Nada de particular —Smúlov se encogió de hombros—, salvo los brillantes de su madre. Pero han desaparecido y Valdis tiene que haberse enterado. Yo veo aquí la mano de Imants, el hermano mayor. Llevaba muy mal lo de ser el más pobre de la familia.

—¿Sí? —Stásov se animó de repente—. ¿Y cómo fue eso?

—Desde el principio, Valdis había destinado a Alina las joyas de su primera mujer. A Alois, el mediano, le ha ido bien la vida, está felizmente casado y dirige su propio negocio. Pero Imants no pasó de la enseñanza secundaria y ha tenido que conformarse con el oficio de tornero. De los tres hijos, la única con estudios superiores era Alina. Pero Alois ha sabido abrirse camino, es un joven tenaz y dinámico; en cambio, Imants es tan... bueno, tan limitado. El año pasado reunió todos sus ahorros y compró acciones de la MMM, cuando aún estaban a mil cuatrocientos rublos. El precio de las acciones, como recordará, subió muy deprisa, dos veces por semana daban a conocer su cotización, y dos veces por semana Imants se sentía cada vez "más rico. Es un hombre previsor, y tenía un dinero apartado para los malos tiempos, un millón de rublos. Bueno, pues justamente con ese millón, más otros cuatrocientos mil rublos que le pidió prestados a Alina, compró mil acciones más; eso lo vi con mis propios ojos. Cuando el precio de la acción alcanzó los cien mil rublos, ya se creía millonario, empezó a hacer planes para montar su propio negocio y todo eso. Pero luego, cuando la cotización llegó a los ciento veinticinco mil rublos, todo se vino abajo en un momento. Ya sabe: un día tenía ciento veinticinco millones, y al día siguiente no tenía nada de nada. A punto estuvo de perder la chaveta, el infeliz. O a lo mejor la perdió del todo —añadió Smúlov, pensativo—. El caso es que el bienestar ajeno le traía por la calle de la amargura. Alina contaba que en más de una ocasión le había exigido que repartiera las joyas de la madre. La verdad es que uno puede entender su actitud. ¿Por qué tenía que ser todo para Alina y nada para él? ¿Porque su padre lo había decidido así?

¿Y a qué obedecía esa decisión? ¿En qué sentido era Alina mejor que él?

—¿Está usted diciendo que Imants había reclamado las joyas de la madre?

—Sí. Alina me habló de ese tema a menudo.

—Qué curioso. ¿Tiene algún inconveniente en que informe a Korotkov de lo acaba de contarme?

—No, por Dios, si eso le sirve de ayuda...



KOROTKOV


Los Vaznis llevaban más de treinta años residiendo en esa casa. Al principio, inmediatamente después de la boda de Sofia y Valdis, los jóvenes se habían ido a vivir con los padres de ella, los cuales enseguida apuntaron a su adorada hija y a su yerno en una cooperativa. Cuando nació el primer hijo, Imants, Sofia y Valdis aún no se habían independizado de los suegros, pero al segundo, Alois, lo llevaron ya de la maternidad al nuevo apartamento. Era una vivienda muy amplia, de cuatro habitaciones; los padres de Sofia vivían con holgura y, cuando se trataba de su hija, no reparaban en gastos.

En su época, la casa debía de haber sido la envidia de muchísimos moscovitas que carecían de vivienda: el proyecto estaba muy por encima de lo habitual en la época, con sus terrazas, sus grandes vestíbulos cuadrados y sus armarios empotrados que evitaban tener que sacrificar todo el espacio disponible para meter aquellos monstruosos roperos de tres cuerpos. Únicamente las casas de los miembros del Comité Central y de los ministros eran mejores que aquellas. Pero ya hacía mucho tiempo de todo eso, y muy poco quedaba del antiguo esplendor. Todo indicaba que la casa necesitaba una profunda reforma, y la impresión que transmitía era un tanto deprimente. Aunque Korotkov, que vivía en un apartamento diminuto de dos habitaciones con su mujer, su hijo y su suegra inválida, y no tenía ninguna perspectiva de mejorar su situación en ese aspecto, habría estado encantado de vivir en una casa como la de los Vaznis.

A Korotkov le abrió la puerta una mujer agradable, bien conservada, con una cara inexpresiva y buen tipo. «La madrastra —pensó enseguida Korotkov—. Bueno, mejor así.»

—Pase —le dijo. Tenía mucho acento, nadie habría dicho que llevaba casi veinte años viviendo en Moscú—. ¿Es usted el que ha llamado? ¿Quería hablar de Alina?

—Sí. ¿Es usted Inga?

—Sí, Inga —confirmó la mujer, mirando a Korotkov sin pestañear, algo que cohibió al policía—. El juez instructor ya nos llamó a declarar. ¿Qué más se le ofrece?

—Me gustaría hablar con ustedes de la infancia de Alina —mintió Korotkov.

No iba a comentarle que en realidad estaba allí para hablar del mayor de sus hijastros, Imants. Ya llevaría la conversación por esos derroteros; lo importante era empezar a hablar. Y había que empezar de un modo inofensivo.

—¿De su infancia? ¿Por qué?

—Para hacerme una idea de su carácter. Se dice, por ejemplo, que no tenía ninguna amiga cercana. Qué raro, ¿verdad? ¿Cómo es posible que una joven como ella no tuviera ninguna amiga íntima? Otra cosa distinta es que en el trabajo no estuvieran enterados de eso, pero ustedes, su familia, seguro que saben más cosas.

Korotkov quería halagar a Inga, pero el tiro le salió por la culata. Los ojos de la mujer echaban chispas.

—¿Su familia? Alina no tenía más familia que ella misma. A nosotros nos despreciaba, creía que no teníamos nada que ver con ella, que éramos personas incultas. Nos miraba por encima del hombro. Siempre se consideró superior a nosotros.

—¿Cómo me dice usted eso? —Korotkov se esforzaba por superar su embarazo—. Pero si Alina siempre se refería a ustedes con cariño, si les quería mucho. No irá a decirme que...

—¿De dónde se ha sacado todo eso? —preguntó Inga, suspicaz—. No me diga que usted la conoció.

—No, no nos conocimos. Pero Smúlov me ha dicho...

—¡Smúlov! —Inga resopló con desdén—. ¡Ese degenerado! ¡Valiente directorzucho! A saber lo que le habrá contado. Si hubiera sido una persona decente, se habría casado con Alina en vez de sacarla en esas películas asquerosas, prácticamente desnuda. Ese hombre no tiene conciencia, y ella tampoco la tenía, en vista de que se lió con él y se prestó a desnudarse delante de todo el mundo.

—Escuche, Inga, dese usted cuenta de que Alina está muerta, y no sólo está muerta, sino que la han asesinado. ¿No le da a usted ninguna lástima de ella?

—¿Lástima? Sí, lástima. Puede ser. —Miró a Korotkov de un modo un tanto extraño—. Nunca la vi como a una persona cercana. A Imants, sí. A Alois, también. Se portaban como unos hijos conmigo, me querían, me respetaban, me obedecían. Me pedían consejo. Pero ella siempre me pareció una extraña. No me aceptó después de la muerte de su madre. Me odiaba.

—¿Y eso por qué, Inga? ¿Por qué está tan segura? Alina nunca dijo nada malo de usted.

—¡Ahí está! —Levantó el dedo en señal de triunfo—. Por eso mismo. Nunca decía nada. No decía nada de mí, ni me decía nada a mí. Era como si yo no existiera. Ni siquiera de pequeña se acercaba a mí para que le hiciera el lazo del pelo o le abrochara el vestido. Prefería sudar la gota gorda y resoplar antes que recurrir a mi ayuda. Y si era yo la que tomaba la iniciativa y le decía: «Anda, trae, que te echo una mano», me miraba de un modo que parecía que quisiera reducirme a cenizas. «No hace falta, tía Inga, gracias, pero ya me las arreglo sola», decía. Era muy educada, todo hay que decirlo, pero por dentro era gélida. Un desierto. Sin alma. Era como una extraña para todos nosotros.

—Queda claro, era una extraña —se rindió Korotkov—. Pero incluso un extraño puede darnos pena si muere muy joven. ¿No está siendo usted injusta?

De pronto, Inga se echó a llorar. Lloraba amargamente, como sólo los niños saben hacerlo, con la cabeza gacha y tapándose la cara con las manos. Korotkov aguardó pacientemente a que se calmara.

—La culpa es mía, ahora me doy cuenta de que la culpa es mía. —Inga apartó las manos del rostro abotargado por el llanto. Estaba claro que no le daba vergüenza la presencia de un extraño—. Yo pensaba: «Siempre saca sobresalientes, nunca se pone mala, no hace novillos; no puede haber ningún problema. Seguro que todo va bien». A mí me habían traído aquí para ocuparme de la casa, Valdis no quería tener más hijos, ya tenía tres. Aunque se había casado conmigo, yo era en realidad la criada. Una vez me gritó que no se me ocurriera tocar los brillantes de Sonia, que eran sólo de Alina, y entonces me di cuenta de cuál era mi sitio en esta casa. Sonia había sido la mujer de Valdis; yo no era más que una criada empadronada. El único miembro de la familia que me ha querido ha sido Imants, el único. Alois se marchó muy pronto de casa, tenía su propia vida, enseguida empezó a ganar dinero, se independizó... Y en cuanto a Alina... Ella en mí ni se fijaba. Nunca se fijaba en nadie. Siempre tan callada, tan reservada, nunca te contaba nada, siempre a lo suyo. Y yo tenía diecinueve años recién cumplidos cuando me trajeron aquí y me casaron con Valdis. Así, de sopetón: una casa enorme con cuatro personas a las que había que dar de comer, había que hacer la colada, limpiar... ¿Le parece poco? Y no es que yo no estuviera habituada a trabajar, qué va: allá en la aldea me levantaba a las cuatro de la mañana para ordeñar; teníamos vacas y cerdos. Era una granja grande, y el trabajo nunca me ha asustado. Pero aquí era todo el santo día... Entre pitos y flautas se te hace de noche. Y, claro, estar pendiente de lo que le pasaba por dentro a cada uno de los niños... Para eso sí que no había tiempo. El único, Imants... Él siempre ha sido muy casero, muy tranquilo, siempre me ha echado una mano. Alois venía corriendo de la escuela, comía a toda prisa, se cambiaba y se iba a ganarse un sueldo, lavando coches. Valdis volvía del trabajo de muy mal humor, cansado, sucio; se lavaba, comía y se plantaba delante del televisor, con el periódico en la mano: no había quien le sacara una palabra. Alina se encerraba en su cuarto y se ponía a hacer los deberes; como no la llamaras a la mesa, de la comida ni se acordaba. En cambio, Imants se quedaba conmigo en la cocina, me acompañaba a hacer la compra, me llevaba la bolsa. Había tanto que comprar: carne, patatas, repollo... Pesaba un montón. Hasta con la colada me ayudaba. Siempre estaba charlando conmigo. De no haber sido por él, se me habría olvidado cómo se habla en este dichoso Moscú. Y luego, ¿qué? Alois en Finlandia, le va muy bien; Alina, millonada. Y, en cambio, Imants se ha quedado sin nada.

Mientras escuchaba las embarulladas explicaciones de Inga, Korotkov no pudo evitar cierta desconfianza al observar las paredes de la amplia estancia. Estaban revestidas de papel pintado, de tonos claros y fríos. Y justo enfrente de Korotkov se encontraba el único adorno: una gran fotografía familiar, con los cinco miembros: el serio y adusto Valdis; Alina, con rostro sereno e impenetrable; un joven rubio —tenía que tratarse de Alois– de sonrisa seductora. Y, por último, Inga e Imants. Así, precisamente: cada uno por separado; en cambio, Inga e Imants juntos. Incluso en el momento en que todos estaban mirando al objetivo, la mujer de treinta y cinco años y el joven alto y moreno de treinta o poco menos estaban pendientes el uno del otro. El caso es que sus ojos miraban al frente, pero, de todos modos, estaban pendientes el uno del otro. Estaban juntos. ¿Seguirían juntos?

—¿Imants está casado? —preguntó Korotkov, aunque conocía la respuesta de antemano.

—No. Vivimos los tres juntos —respondió Inga, que ya se había calmado—. Valdis, Imants y yo.

Había dicho la verdad; aparentemente, era algo de lo más natural: una familia formada por el padre, un hijo soltero y la madrastra; no tenía nada de raro, aunque la madre sólo le sacara seis años a su hijo adoptivo, soltero por más señas. Pero también había dicho otra verdad. Efectivamente, vivían los tres juntos, sólo que Valdis no lo sabía.

—Dígame, Inga: ¿Imants nunca se ha mostrado contrariado por el hecho de que las joyas de la madre fueran para Alina?

—No sé —respondió secamente Inga—. Nunca hemos hablado de eso.

—Piénselo bien, Inga, haga memoria. Usted siempre ha tenido una relación muy estrecha con su hijo mayor. —Korotkov se había referido a Imants como «su hijo» para no dar a entender que había adivinado lo que había entre ellos—. No me diga que no le cuenta a usted todo lo que le inquieta.

—No sé —repitió en un tono aún más seco—. No hemos hablado de eso.

—¿Y usted no trató de hablar con su marido para convencerle de que modificara su decisión? Porque era algo manifiestamente injusto: todo para Alina, nada para los hijos.

—Pero es que a Alina la quería más. Era la última, la más joven. Según Valdis, se parecía mucho a su madre. Valdis decía que los varones no necesitan ayuda, para eso son varones. Pueden conseguirlo todo por sus propios medios. Alina, en cambio, era una mujer: si los padres no se ocupaban de ella, ¿quién iba a hacerlo?

—Muy bien, ésa era la opinión de Valdis. ¿Y la suya? Usted, personalmente, ¿qué pensaba? ¿Estaba usted de acuerdo?

Inga bajó los ojos y empezó a observar el dibujo de la alfombra.

—A nadie le importa lo que yo piense. En todo caso, yo no tenía ninguna pretensión sobre esas joyas. ¿Para qué iba a quererlas? Lo que Valdis hubiera decidido, bien decidido estaba.

¡Qué curioso! No hacía ni media hora que había asegurado, muy convencida, que la decisión de su marido no había sido correcta, que no le parecía justa. Alina era millonaria, mientras que Imants se había quedado sin nada. Eso era lo que había dicho. ¿Estaba recogiendo velas, consciente de que se había ido de la lengua?

—Inga, ¿dónde está ahora mismo Imants?

El terror se asomó a sus ojos y no fue capaz de disimularlo.

—En el trabajo, supongo.

—¿Cuándo va a volver?

—A las siete, creo, como de costumbre. No me ha dicho nada de que se fuera a retrasar.

—¿Y a usted no le parece raro que siga yendo al trabajo como si nada, cuando acaba de morir su hermana? Pasado mañana la entierran, y eso siempre supone mucho trajín.

—De eso se ocupa Valdis. Hoy tiene el día libre. En el trabajo de Imants son muy serios: si se toma el día, no se lo pagan. Y aquí hay que mirar cada kópek; Valdis ya está jubilado, pero aún sigue trabajando, aunque es una miseria lo que gana.

—¿Y Alois? ¿Está al tanto de la desgracia? ¿Va a venir al entierro?

—No lo sé.

—¿Cómo es eso?

—Ahora vive en Finlandia. Las llamadas son caras, no nos lo podemos permitir. Sólo si llama él...

Korotkov salió abrumado de casa de los Vaznis. Nunca había conocido a una familia como ésa. ¿Codiciosos? ¿Tacaños? ¿O, sencillamente, estaban habituados a ahorrar porque nunca habían vivido con holgura? Inga le había confesado que, mientras los padres de la primera mujer de Valdis vivieron en Moscú, continuamente les estaban dando dinero «para los hijos de Sónechka». Como el segundo matrimonio de Valdis, tan precipitado, había herido sus sentimientos, habían dejado de verse con el yerno, aunque siguieron mandándoles dinero por correo. No obstante, llevaban mucho tiempo ya en el extranjero, habían emigrado en el 82. De acuerdo, serían pobres, pero ¡qué poca humanidad! ¡No haber informado a Alois de la trágica muerte de su hermana pequeña sólo porque las llamadas internacionales son caras! ¿En qué cabeza cabía? ¿Qué clase de gente eran los Valdis? ¿Sencillamente eran poco dados a manifestar sus emociones? ¿O eran unos individuos fríos y desalmados? Eso mismo era lo que se decía de Alina. Tanto su madrastra como sus compañeros de Sirius habían coincidido: era amable y fría. Aparentemente simpática, pero indiferente, reservada e implacable.

Indudablemente, Inga estaba dolida porque Imants se hubiera quedado sin nada. Imants era su única válvula de escape en una ciudad extraña, con una cultura extraña, en un país extraño. Aquella criada sin derechos, privada de la posibilidad de tener un hijo propio, pero obligada a cumplir regularmente sus obligaciones conyugales, había hallado consuelo en el joven, apenas unos años menor que ella. Las relaciones íntimas entre madrastras e hijastros, o entre padrastros e hijastras, no son ninguna rareza, todo lo contrario. Lo que ocurre es que no está bien visto hablar de este tema; tampoco hay mucho escrito al respecto. Lo de siempre. ¿Podría haber matado Imants a su propia hermana por culpa de unos brillantes? Pues sí. Y, encima, si era verdad que Jaritónov le había devuelto el dinero, el asesino, aparte de las joyas, se habría «encontrado» con más de seis mil dólares. Y ¿qué pasaba con Inga? ¿Podría haberlo hecho ella por la única persona a la que apreciaba? Por supuesto.

Korotkov llevaba demasiado tiempo trabajando en la policía judicial como para fiarse de opiniones del tipo: «No, ese tipo no ha podido ser; no es de ésos». A la pregunta de si alguien «pudo o no pudo» cometer un crimen respondía siempre desde el punto de vista de los atributos físicos del sospechoso. Ese gordo no había podido colarse por un postigo tan estrecho. Aquel tipo bajito no había podido golpear al gigantón en la cabeza de arriba abajo, a menos que estuviera subido en un taburete. Tal persona no había podido realizar aquel desplazamiento si ni siquiera sabía qué tenía que hacer para disponer de un coche. Cualquier otro juicio, basado en la valoración del carácter y la personalidad, lo descartaba. Yuri sabía perfectamente que el ser humano es capaz de todo. En el sentido más literal de la palabra. Las personas más bondadosas, las más dulces, pueden convertirse en fieras. Y los individuos más crueles y agresivos pueden mostrarse compasivos y sensibles. Todo es posible en este mundo.

Por lo que respecta a las coartadas, la noche del 15 al 16 de septiembre, cuando asesinaron a su hija Alina, Valdis Vaznis estaba en el trabajo. Desde que se había jubilado, se sacaba un dinero extra como vigilante. Trabajaba un día entero y libraba dos. Su turno había comenzado a las seis de la tarde del viernes, y le habían remplazado a las seis de la tarde del sábado. Inga e Imants estaban juntos en casa. ¡Una coartada excelente, el sueño de cualquier detective! Qué demonios, todo un clásico de la novela negra.

Korotkov llamó a Nastia desde un teléfono público en el metro.

—Aska, me vas a matar, pero tengo dos nuevos sospechosos.

—¿Tienen un móvil?

—Tienen un móvil, han podido hacerlo y no disponen de una buena coartada. Cada uno de ellos le proporciona la coartada al otro, y los dos son parte interesada. ¿Quieres que vuelva a la oficina o me ocupo de Sementsova?

—Si puedes, pásate por aquí y me lo cuentas todo con detenimiento. Luego te encargas de Sementsova, y yo mientras tanto le doy vueltas al asunto.

Nada más salir de la cabina, Korotkov cayó en la cuenta de que estaba muerto de hambre. Miró a su alrededor y descubrió un kiosco cercano donde vendían salchichas. Se pidió tres, además de una ensalada de tomate y pepino de aspecto bastante dudoso, y acompañó aquella maravilla gastronómica con una botella de Pepsi. Después se montó en el coche y se dirigió a Petrovka.



ALINA VAZNIS TRES AÑOS ANTES DE SU MUERTE


Por fin la vida le sonreía. Por fin había conocido a un hombre al que no le era indiferente, que no estaba interesado únicamente en su físico, sino también en su interior. Andréi Smúlov.

Enseguida, desde el primer momento, se había dado cuenta de que aquel director se había enamorado de ella, aunque eso no constituía ninguna novedad. No era la primera vez que un hombre se quedaba prendado de ella de ese modo, a primera vista. Lo novedoso era que éste sostuviera con ella largas conversaciones, que escuchara atentamente lo que decía, que le hiciera preguntas una y otra vez, que no dejara de hacerle caso...

—¿Qué piensas tú de...?

—¿Y cómo es que a ti no te gusta...?

—¿Por qué no te gusta...?

—¿Te da pena que...?

—¿Tú sueñas en color?

Y así una y otra vez.

Alina le estaba agradecida a Smúlov. Él era muy paciente, y si algo salía mal en el plató, nunca se lo echaba en cara, no se enfadaba, sino que anunciaba una pausa, se la llevaba a un rincón y, mirándola a los ojos con curiosidad, le preguntaba: «¿Qué ocurre? ¿Cómo es que no te sale como te tendría que salir? ¿Hay algo que te moleste? ¿O que te traiga algún recuerdo? Cuéntame. Venga, vamos a intentar arreglarlo entre los dos. No te lo guardes, no te cierres en banda, ese sufrimiento que escondes dentro te reconcome y no te deja interpretar. Sácalo, ábrete a los demás».

Tenía ya veintidós años y se había vuelto una auténtica neurasténica. El Loco llevaba nada menos que dieciséis años haciendo acto de presencia en su vida con una aterradora regularidad. Era ya parte de su vida, y ésta se había convertido en una pesadilla. Algunas veces había tratado de obligarse a sí misma a acudir a la policía y presentar una denuncia, pero la mera idea de tener que contárselo todo, desde el principio, a unos desconocidos que no destacaban precisamente por su delicadeza, de tener que repetir ante ellos las repugnantes palabras del Loco, la llenaba de espanto. Alina estaba convencida de que toda la culpa era suya, y de que eso, ni más ni menos, era lo que le iban a decir en la policía. Se sentía sucia. Era una viciosa, una degenerada. ¿Lo había consentido dieciséis años? Se lo tenía bien merecido. ¿Cómo iba a explicarles que ella, incapaz de soportar la tensión de la espera ante el inevitable encuentro, prefería acercarse a un jardincillo próximo a su casa para que aquellopasara lo antes posible? ¿Cómo iban a comprenderla? La pondrían en ridículo, se burlarían de ella.

El caso era que últimamente las cosas habían cambiado. El Loco se dejaba ver, pero ya no se le acercaba como antes. Ella ya era una persona adulta, y aproximarse y cogerla de la mano habría sido arriesgado. Lo que hacía era cruzarse con ella y mirarla a los ojos. Le venía de frente, le sonreía maliciosamente, enseñando los dientes putrefactos, le susurraba algunas palabras y seguía su camino. Pero era suficiente para que Alina sintiera terror y repugnancia. En ocasiones la esperaba en el oscuro portal de la casa de Alina. Si llegaba sola y no había nadie más en el portal, el Loco alargaba la mano, le rozaba el pelo y soltaba un prolongado gemido:

—Mi dulce, mi preciosa...

Alina corría despavorida hasta el ascensor, procurando no mirar al Loco, pero no se le escapaba la imagen de siempre: la mano en la entrepierna.

Después de esos encuentros, siempre respiraba aliviada: dos meses de descanso. Pero al cabo de seis o siete semanas ya empezaba a esperar. Perdía el sueño, era incapaz de trabajar, los exámenes en el Instituto le salían mal: vivía paralizada por la espera del terror inminente, por la espera de un encuentro que podía producirse en cualquier momento. A los diecinueve años había empezado a tomar tranquilizantes. Cuanto más larga era la espera, mayores eran las dosis que necesitaba. Bajo el influjo de esas sustancias se volvía apática, indiferente, interpretaba sin pasión, sin vigor, sin auténtico sentimiento. La amitriptilina la dejaba atontada, y le costaba mucho aprenderse sus papeles.

Sí, Andréi Smúlov tenía mucha paciencia. Poco a poco, con mucho esfuerzo, fue ganándose su confianza, hasta que consiguió derribar el muro de silencio. Alina se lo contó todo. Qué alegría cuando vio que Andréi no empezaba a hablarle de culpa ni de depravación, sino que se llevaba las manos a la cabeza, espantado:

—¡Ay, pobrecilla! Pero, ¿cómo has podido vivir con esa pesadilla tantos años? ¿Cómo has podido soportarlo? ¿De dónde has sacado las fuerzas? Ahora ya entiendo qué es lo que te estorba. Estás acostumbrada a ocultarlo todo, a callar. Por eso, cuando estás en el plató, no eres capaz de expresarte sin reservas. No pasa nada, querida, no tiene importancia, ya lo solucionaremos. Lo más importante es que ya conocemos la causa.

Alina sintió un alivio enorme. Todo fue sucediendo tal y como había prometido Andréi. Cada día actuaba mejor, y todo el mundo se daba cuenta. Smúlov no la dejaba sola en ningún momento, la llevaba a casa por la tarde y, si no se quedaba a pasar la noche con ella, iba a buscarla por la mañana.

—Ya no hay nada que temer —le decía—. Me tienes continuamente a tu lado. Nadie se te va a acercar estando yo contigo. Y yo voy a estar siempre contigo.

Ella veía en Smúlov a una divinidad, a un ser supremo, el único que era capaz de comprenderla, de escucharla y de compadecerla. Levantaba los ojos hacia él y lo adoraba en silencio.

Pero, a pesar de todo, tenía miedo. El miedo atávico había arraigado en su interior, había emponzoñado todo su ser. Y ella seguía consumiendo medicamentos.

Más tarde, Andréi tuvo que marcharse tres meses a rodar exteriores en una región montañosa. Alina no fue con él: su personaje no intervenía en los episodios «de alta montaña». Al regresar, pasados esos tres meses, Smúlov comprendió que había que volver a empezar desde el principio. Alina estaba al borde de la depresión. En ese tiempo el Loco se había presentado casi a diario. Había sabido dar con ella, a pesar de que se había independizado y tenía su propio apartamento. Smúlov estaba desesperado...


CAPÍTULO VI




KAMÉNSKAYA


La verdad es que Korotkov había acertado: verdaderamente, Nastia estaba fuera de sí. Llevaba alterada desde primera hora de la mañana, pero sólo a mediodía cayó en la cuenta del motivo. Ese mismo día, lunes, se inauguraba la conferencia internacional convocada y organizada por el instituto científico en el que trabajaba Alexéi, su marido. Y Nastia estaba tan nerviosa porque ya había vivido muchas conferencias como aquélla en los últimos años, y sabía de sobra cuántas meteduras de pata podían producirse, cuántos imprevistos pueden surgir en el momento menos pensado. Un duplicador que se rompe en el servicio tipográfico, y la edición de las ponencias no está lista a tiempo. Un conductor al que mandan al aeropuerto a recoger a un invitado extranjero y que se queda tirado por el camino por culpa de una avería. Un problema en una central térmica, y en el hotel del Instituto, donde se alojan los invitados ilustres, cortan el agua caliente. Justo antes de que dé comienzo la sesión plenaria, en el salón de actos los dispositivos técnicos se niegan a funcionar. Y eso por no hablar de ciertas situaciones chuscas, como cuando un avión no llega a tiempo y, por lo tanto, uno de los ponentes no se presenta en la sesión inaugural; entonces hay que cambiar a toda prisa el orden de los intervinientes, al tiempo que se telefonea con insistencia para averiguar si finalmente el sabio ha cogido el avión y se espera su llegada en el vuelo que viene con retraso o si, por el contrario, ha decidido, en el último momento, quedarse en su casa. Y a menudo su casa está al otro lado del océano. En cierta ocasión, a Alexéi le ocurrió algo de eso, y la cosa terminó de un modo bastante chocante. Un profesor noruego, reputado cizañero, anunció que, en vista de la ausencia de un colega suyo de Canadá, no tenía intención de intervenir, dado que su comunicación estaba orientada hacia la discusión de la doctrina científica preconizada por el canadiense, y sin la ponencia de éste su presencia en la tribuna no tenía ningún sentido. Pero tampoco estaba dispuesto a tomar parte en los encuentros de las diferentes secciones, únicamente le interesaba la sesión plenaria. Por eso, si el colega canadiense, que se había retrasado, no se presentaba antes de la clausura de la sesión plenaria, el profesor noruego no tendría más remedio que abandonar la conferencia y marcharse de vuelta a su país. Por desgracia, el sabio canadiense no llegó a tiempo y el matemático noruego acabó armando un escándalo.

Nastia consultaba el reloj cada dos por tres para que no se le pasara el momento en que podía llamar a Alexéi. De diez de la mañana a trece treinta se celebraba la sesión plenaria. A continuación, hasta las quince horas, la comida. Difícilmente podría pasarse en ese rato por su laboratorio: tendría que estar presente en el almuerzo, haciendo compañía a sus invitados. Después de comer, y hasta las diecisiete horas, se reanudaba la sesión. Así que, con suerte, podía intentarlo en el intervalo entre las cinco y cuarto y las seis. Si después de la sesión todos se dirigían al banquete inaugural, Alexéi tendría que pasarse un momento por su despacho a recoger su abrigo o su cazadora. Contando, naturalmente, con que no hubiera ido a cuerpo al Instituto. Con él, nunca se sabía...


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю