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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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»Después de aquel éxito, Smúlov no tardó en ponerse a trabajar en su siguiente película, también con Alina en el papel principal. Le cuento... Fue aún mejor que la anterior. Parecía que Andréi había vuelto a ser tocado por la inspiración. Hace una semana, el equipo acabó de rodar las últimas escenas en exteriores, y en ellas Alina demostró un talento tan increíble que, tras el visionado del material filmado, estallaron los aplausos. ¿Se imagina? Los que asisten al visionado de las tomas son prácticamente las mismas personas que han participado en su grabación, es decir, gente que ya lo ha visto cien veces; bueno, pues, a pesar de todo, no pudieron contener los aplausos. Había una toma especialmente conseguida. La protagonista, interpretada por Alina, se encuentra en un lugar lleno de gente y de pronto ve algo muy raro. Imagínese: desde la raíz del cabello hasta el cuello se va extendiendo la palidez por toda la cara, los ojos se hunden, los labios se tornan grises. ¡Sin maquillaje, sin montajes, sin efectos especiales! Ella sola, con la fuerza de su talento, había sido capaz de provocarse esa reacción vasomotora. ¡Ninguna actriz en el mundo lo había logrado antes! Ésa es Alina Vaznis. Después de ese visionado, le dijimos a Smúlov que esa secuencia pasaría a formar parte de las cumbres del cine mundial, como la del cochecito con el bebé cayendo por la escalinata en El acorazado Potiomkin, o el paseo final y la sonrisa de Giulietta Masina en Las noches de Cabiria. ¿Entiende lo que le quiero decir? Esta nueva película era la que iba a traerles a Smúlov y a Alina la fama mundial. Quedaba muy poco por rodar... No sé cómo se va a sobreponer Andréi. ¡Qué gran pérdida! También para todos nosotros. Se había invertido mucho dinero en la película, pero también nos iba a reportar enormes beneficios. Ahora volvemos a estar endeudados...»

De la conversación con la ayudante de dirección Yelena Albikova:

«Alina era muy reservada. No, no era cerrada, sino reservada. Se relacionaba sin problema con todo el mundo, bromeaba, se reía, podía pasarse toda la noche bailando en grupo, pero en el fondo nadie sabía nada de ella. Únicamente Andréi Lvóvich, si acaso. Ella no tenía ni una sola amiga íntima en nuestro círculo, ni siquiera una compañera a la que se sintiera próxima. Todo su mundo giraba alrededor de Andréi Lvóvich. ¿Que si era buena persona? No lo sé. A mí nunca me demostró su bondad. En cuanto a si alguien la odiaba, eso seguro. ¿Que quién exactamente? Bueno, en primer lugar, Zoya Sementsova, una vieja bruja. ¿Por qué? No lo sé. La verdad es que se echa a temblar de pies a cabeza cada vez que oye hablar de Alina. ¿Quién más? Bueno, puede que la mujer del jefe. No lo sé con certeza, pero dicen que Xenia Mazurkévich insultó a Alina públicamente, y ésta tenía intención de ajustar cuentas con ella como fuera. No, no conozco los detalles...» De la conversación con el director de cine Andréi Smúlov:

«Esto es el fin... Mi vida ha terminado. Sin Alina yo no soy nada. No sé cómo seguir viviendo... Cómo trabajar... Cómo respirar».

Nastia apagó la grabadora y se sirvió la taza de café de rigor. Había que tratar de aclarar cuanto antes lo de la vieja bruja Zoya Sementsova y por qué se echaba a temblar «de pies a cabeza» cada vez que oía hablar de Alina Vaznis. Y averiguar cómo había sido la historia del insulto en público con el que supuestamente había ofendido a Alina la mujer de Mazurkévich, Xenia. Nastia se sentó al teléfono, ya que todavía faltaba una hora hasta que llegara el momento de despertar a Korotkov. A las siete y media, después de llamar a un mínimo de diez personas, había conseguido aclarar lo siguiente:

La actriz Zoya Sementsova odiaba a Alina Vaznis desde hacía bastantes años, desde la época en que Alina rodaba musicales. El director artístico de los estudios, Leonid Serguéyevich Degtiar (teléfono particular..., teléfono del trabajo..., dirección...), podía informar sobre los detalles.

En la última presentación que había tenido lugar en los estudios cinematográficos hacía cuatro días, Xenia Mazurkévich había declarado públicamente, en evidente estado de embriaguez, que Alina no aportaba nada a sus personajes, que toda su interpretación era «concebida, explicada y realizada» por Smúlov, que Alina no era más que una bonita fachada detrás de la cual no había nada. «Por algo es incapaz de hilar dos palabras; no es más que una puta estúpida, limitada e inculta, que sólo vale para acostarse con el director y salir en primer plano enseñando las tetas. ¿Qué se le puede pedir a la hija de un campesino letón analfabeto que se casó con una judía solterona para poder empadronarse en Moscú? La estupidez más portentosa multiplicada por la astucia judía.» Después de eso, Alina Vaznis se interesó por la dirección y el número de teléfono de Valentín Petróvich Kózyrev, el padre de Xenia. En ese momento, Alina, por lo general discreta y no muy dada a exteriorizar sus emociones, parecía bastante nerviosa y dispuesta a todo.

Y por fin salió a relucir un nombre nuevo. Un tal Jaritónov, que también trabajaba en Sirius. Le había pedido prestada a Alina Vaznis una considerable suma de dinero a un interés del quince por ciento, y hacía ya varios meses que se demoraba en el pago. La víspera, es decir, el 15 de septiembre, Alina le había exigido con firmeza que le devolviera inmediatamente la cantidad prestada más los intereses.

En definitiva, tres personas, tres sospechosos. Dos mujeres y un hombre. ¿Por dónde empezar?



MAZURKÉVICH


Cuando el grupo operativo de la policía se marchó, Mazurkévich pidió a Stásov que fuera a verle.

—¿Conoces a alguno? —preguntó Mijaíl Nikoláyevich, refiriéndose a sus compañeros de la policía.

—A dos —afirmó Stásov—. A Yura Korotkov y al juez instructor Gmyria. A los demás no los conozco.

—¿Qué te parecen?

—No entiendo la pregunta —respondió Stásov con cautela.

—¿Serán capaces de resolverlo?

—Quién sabe, Mijaíl Nikoláyevich. —Se encogió de hombros—. Es impredecible. Habrá que ver. Pero...

—En fin —le interrumpió Mazurkévich, apartando la mirada—. Deja todo lo que tengas entre manos y averigua dónde estuvo mi mujer anoche.

—¿Cómo? ¿Otra vez? —preguntó Stásov con tono compasivo.

—Te he dicho que lo averigües. Pero con discreción. Rápido y con eficacia.

—¡Santo Dios, en qué cosas piensa! Ha muerto nuestra actriz principal, una mujer joven, y usted...

—En eso, justamente, estoy pensando —respondió con dureza Mijaíl Nikoláyevich.

—¿No creerá que su mujer está involucrada en el asesinato? —Stásov estaba sorprendido.

—No es asunto tuyo lo que yo crea. Averigua dónde estuvo anoche, y lo antes posible. Se presentó en casa a las tres de la mañana.

—Lo que usted diga.

Stásov salió del despacho sin despedirse, y Mazurkévich comprendió que su jefe de seguridad estaba profundamente descontento y nervioso. Pero el propio Mijaíl Nikoláyevich estaba peor que nervioso. Sentía pánico.

A las nueve de la mañana le habían llamado a casa para comunicarle que a Alina la habían encontrado muerta. La llamada había despertado a su mujer. Xenia escuchó toda la conversación, y a Mazurkévich no se le pasó por alto el gesto de satisfacción que por un instante le iluminó el rostro. Claro que, a fin de cuentas, era comprensible que una deslucida fulana de cuarenta y cuatro años envidiara a una belleza de veinticinco y odiara su juventud, su éxito, su atractivo. En ese momento, no se puso en guardia. Pero unas horas más tarde se supo que los brillantes de Alina habían desaparecido. Entonces le vino a la cabeza el rostro de Xenia, alterado por el desprecio y el odio frío, mientras le arrojaba los caros pendientes a los pies, y se acordó de sus palabras: «Que te aprovechen, impotente. No te creas que vas a asustarme. Como si no supiera yo dónde encontrar brillantes». Y Mijaíl Nikoláyevich Mazurkévich, presidente de los estudios cinematográficos Sirius, fue presa del mayor de los terrores. Sí, unos días antes, en la presentación de una película en los estudios cinematográficos, había oído a su mujer cubrir de fango a Alina. Pero hasta ese mismo día no se había enterado de que Alina había manifestado su intención de ponerse en contacto con su suegro, el banquero Kózyrev. Nada asombroso, puesto que los maridos, como suele decirse, siempre son los últimos en enterarse de todo. Sin duda, Xenia ya lo sabía con anterioridad. Y ahí estaban los resultados... Una película en la que tanto dinero se había invertido quedaba sin terminar, una enorme deuda volvía a pesar sobre el consorcio, y él, Mijaíl Mazurkévich, que ya era el marido de una fulana, un cornudo, se había convertido en el marido de una asesina. ¡Santo Dios! ¡Santo Dios! ¿Por qué tenía que pasarle todo eso a él?



ALINA VAZNIS DIECINUEVE AÑOS ANTES DE SU MUERTE


La primera vez que Alina Vaznis fue verdaderamente consciente de su soledad tenía seis años. Su madre había muerto cuando Alina no tenía más que cinco, y ella se quedó con su padre y dos hermanos mayores, de trece y nueve años. La hermana de su padre, justo después del entierro, empezó a decir que Valdis tenía que volver a casarse lo antes posible para que la casa no se viniera abajo a falta de unas manos femeninas y los niños no se desligaran de la familia. Ella misma le metió por los ojos a una pariente lejana, también letona, a la que había hecho venir directamente de una granja de las afueras de Liepja [5]. Medio año después de la muerte de su mujer, Valdis Vaznis volvió a casarse. Inga era callada, poco cariñosa, pero trabajadora y muy buena. No pegaba a los niños y sacaba adelante la casa: eso era todo lo que se le exigía.

En cierta ocasión, cuando Alina tenía seis años, se le acercó en la calle un chico de diecisiete. Era alto, extremadamente delgado, con unas mejillas hundidas donde brillaban unos repulsivos granos rojos que enmarcaban un enorme lunar. El chico le ofreció a Alina un caramelo envuelto en un brillante papel dorado y se sentó en cuclillas enfrente de ella. La niña se le acercó confiada, y entonces el chico la cogió cuidadosamente de la mano y empezó a decirle cosas. Alina entonces no entendió casi nada, había muchas palabras desconocidas cuyo significado ignoraba, pero al parecer él quería quitarle las braguitas y después hacer algo con sus largos y espesos cabellos castaños. Las palabras como tales no la asustaron, pero los ojos del chico... Eran aterradores, todo su rostro era aterrador, como también lo era su voz, temblorosa, vibrante, y su mano, que sujetaba con fuerza la pequeña manita de Alina, también era aterradora y por alguna razón estaba pegajosa. De repente, la voz del chico se entrecortó, entornó los ojos por un instante, después resopló y le soltó la mano.

—No se lo cuentes a nadie —le dijo mientras se levantaba—. O te saco los ojos.

Alina no dudó ni por un instante que cumpliría su amenaza.

Durante un par de días lo pasó muy mal, después se decidió a preguntarle a su hermano mayor, que ya había cumplido catorce años.

—Imants, ¿qué significa esperma?

Su hermano se puso colorado.

—Ni se te ocurra pronunciar esa palabra —le advirtió con severidad—. Es una palabra muy mala y, si las niñas pequeñas la pronuncian, les salen unos hongos asquerosos en la boca. Acuérdate. ¿Te vas a acordar?

—Sí, Imants —respondió obediente la pequeña Alina—. Nunca más voy a decir esa palabra.

Pero fue más fácil hacer la promesa que cumplirla. Era la única palabra desconocida que podía recordar del bisbiseo de aquel chaval, así que la curiosidad fue más fuerte que ella. Unos días más tarde, se lo preguntó a una amiguita suya de la guardería. Ella tampoco sabía lo que era el esperma, pero prometió preguntárselo a sus padres. Al día siguiente, cuando su amiguita llegó a la guardería, le anunció ya desde la puerta:

—No voy a ser tu amiga nunca más. Mi mamá dice que eres una niña mala que dice palabras sucias y que no debo acercarme a ti para que no me contagies tu suciedad.

Aquella tarde, los demás niños del grupo empezaron también a darle de lado. Por la noche, con la cara hundida en la almohada y deshecha en lágrimas, la niña pensaba descorazonada: «Bueno, pues que no sean mis amigos. Nunca más le voy a contar nada mío a nadie. Nunca. A nadie. Nada. No necesito a nadie. Nadie me necesita. Prefiero estar sola... Completamente sola...».

Durante años, su única compañía serían tres hombres y una intrusa huraña y taciturna. Alina se acabaría acostumbrando a estar sola y a no contarle a nadie nada de sí misma. Se acostumbraría a vivir sin amigas, sin conversaciones íntimas, sin confidencias. Quién sabe lo que habría pasado si su hermano Imants hubiera empezado por preguntarle dónde había oído esa palabra prohibida para una niña de seis años... O si la señorita de su guardería se hubiera preocupado de averiguar por qué los otros niños ya nunca querían jugar con la pequeña Vaznis... O si Valdis o Inga Vaznis se hubieran fijado en que Alina no tenía una sola amiguita, en que nadie la llamaba, en que nadie iba a verla ni la invitaba a su casa... Pero Alina era buena estudiante y tampoco se ponía enferma, de modo que no requería gran atención de su padre y de su madrastra. Si Imants no la hubiera asustado con aquella historia de los hongos en la boca, si los padres de sus amiguitas no hubieran dicho que estaba infectada por emplear palabras indecentes... Si...

Pero pasó lo que pasó. Y, desde entonces, Alina Vaznis estuvo condenada a la soledad y a una continua, sorda y aguda desesperación, oculta en lo más hondo de su ser.


CAPÍTULO II




KAMÉNSKAYA


Leonid Serguéyevich Degtiar, fundador y director artístico del estudio de filmación de musicales de la productora cinematográfica Sirius, ya había tenido noticia de la tragedia, por lo que respondió con prontitud a la petición de Nastia de reunirse y la aceptó de buen grado. La ciática llevaba varios días torturándole, de modo que, tras disculparse y justificarse largamente, le propuso que fuera a verle a su casa. Vivía en la misma zona de Moscú que Nastia, así que el sábado 16 de septiembre, alrededor de las nueve de la noche, ella cruzaba el umbral de su amplio y peculiar apartamento.

Leonid Serguéyevich, enfundado del cuello a la cintura en unas abrigadas toquillas de plumón, parecía un auténtico anciano, aunque Nastia sabía por las investigaciones previas que no tenía más que cincuenta y dos años y que, cuando estaba en buenas condiciones, esquiaba a la perfección y disfrutaba jugando al voleibol. Nada más entrar en el piso, llegaron a los oídos de Nastia sonidos familiares de su infancia: las notas de la obertura de La Traviata. De inmediato recordó que, al examinar por la mañana la programación televisiva, había puesto una marca en una función grabada que iban a dar por el canal de San Petersburgo más o menos a esa hora, y lamentó profundamente tener que perdérsela. Con las ganas que tenía de escuchar esa ópera. Aunque a lo mejor no todo estaba perdido: si el dueño del piso había encendido el televisor, eso significaba que también estaba interesado. A lo mejor podía escuchar algo, aunque fuera de refilón...

—Pase, por favor. —Degtiar hizo un gesto acogedor—. Le pido que me disculpe, voy a encender el vídeo para grabar La Traviatamientras hablo con usted. Luego lo escucharé.

—¿Y no se podría grabar en dos cintas? —se le escapó a Nastia sin poder evitarlo. No le dio tiempo a pensar lo que decía, y la lengua pronunció por su cuenta esas palabras.

Leonid Serguéyevich la miró con cara de sorpresa y atravesó la sala arrastrando los pies.

—Claro que se podría. ¿Usted también es aficionada? ¿O sólo le interesa como parte de su trabajo?

—No, no es por el trabajo. Me gusta la ópera, y La Traviataen particular.

Degtiar conectó en paralelo dos vídeos, introdujo sendas cintas y se volvió hacia Nastia:

—¿Por qué precisamente La Traviata, si me permite la pregunta? ¿Le parece hermosa la música?

Nastia notó por su tono que aquel entendido, aquel auténtico melómano, se estaba burlando ligeramente de una simple aficionada. Sin duda, no son muchos en la actualidad los que de verdad entienden de ópera, sobre todo entre los funcionarios de policía. Pero La Traviata, aunque sólo sea de nombre, la conoce prácticamente todo el mundo. Por eso, decir que a uno le gusta esa ópera es algo así como decir: «Me encanta Pushkin, sobre todo Yevgueni Oneguin».

—En realidad, me gustan La Traviatay La dama de picas—sonrió Nastia—. Porque hablan de la vida, de verdaderas tragedias, del amor y la muerte. En definitiva, tratan de gentes extraordinarias, pero de carne y hueso. No de reyes, princesas, malvados magos y héroes disfrazados. Y, por lo que respecta a la música, en ese aspecto me gustan sobre todo El trovadory La batalla de Legnano. Pero eso es cuestión de gusto, claro.

—¿Sí? —se animó de pronto Leonid Serguéyevich—. Tiene gracia, desde luego, mucha gracia...

—¿Qué es lo que le parece tan gracioso? —respondió Nastia a la defensiva.

—Fue precisamente por culpa de El trovadorpor lo que estalló aquel escándalo entre Alina Vaznis y Zoya Sementsova.


En el estudio especializado en musicales de la productora cinematográfica Sirius se rodaban, además de los videoclips de los hits, filmaciones de óperas. Estas películas estaban dirigidas a un reducido círculo de auténticos melómanos que no se conformaban con alquilar un vídeo y verlo una vez, sino que preferían comprarlos para escucharlos repetidamente. Eran unas cintas muy caras, pero el esfuerzo compensaba. Para las películas se contrataba a buenos actores, se construían magníficos decorados, se rodaba mucho en exteriores, mientras que el sonido procedía de grabaciones —ya fueran oficiales o piratas– de famosos cantantes y de las mejores orquestas. Todo el mundo sabe lo difícil que es encontrar a un tenor lozano y apuesto o una soprano joven y seductora cuya maestría, tanto vocal como dramática, dé brillo a la filmación. El gran Caruso era pequeño y gordo. La mejor soprano del mundo moderno es Monserrat Caballé, pero no cabe en la pantalla. Pavarotti es obeso, Carreras delgado pero bajito. El alto y bien plantado Plácido Domingo no pasaría por joven ni con el mejor maquillaje. Y sólo un intérprete de talla internacional puede hacer que un verdadero entendido adquiera una cinta. Por eso había que ingeniárselas.

Alina Vaznis empezó a trabajar en el estudio colaborando de forma esporádica, y después le confiaron papeles secundarios. Polina en La dama de picas, Amneris en A í da, Alisa en Luc í a de Lammermoor. Después de la exitosa grabación de El trovador, interpretado por Luciano Pavarotti y Mirella Freni en el Metropolitan, Degtiar pensó también en rodar la película. Invitaron a Alina Vaznis a presentarse a las audiciones para el papel principal femenino, el de la joven y bella Leonor, y para el secundario, el de la vieja gitana Azucena, a Zoya Sementsova. Zoya ya estaba entrada en la cuarentena, hacía tiempo que el consumo desmedido de alcohol había hecho que su rostro perdiera frescura, y el papel de la vieja gitana le venía, como suele decirse, «como anillo al dedo». Y, de pronto, como un trueno en mitad de un cielo despejado, Alina Vaznis se presentó en la oficina de Degtiar y le dijo algo que hizo que le saltaran chispas de los ojos.

—Quiero interpretar a Azucena —le anunció la joven.

—¿Que quieres interpretar a quién? —quiso asegurarse el director artístico, que iba a encargarse además de dirigir El trovador, convencido de que no había oído bien.

—Quiero interpretar a Azucena —repitió Alina.

—¿Estás enferma? ¿Estás mal de la cabeza? ¿De qué Azucena me hablas? Por si no lo sabías, se trata de una vieja gitana; léete el libreto. Ese papel lo va a interpretar Zoya.

—He leído el libreto y por eso quiero interpretar a Azucena. No voy a interpretar a Leonor. No me interesa. Está enamorada de un hombre y, para no tener que casarse con otro, no le importa tomar los hábitos y hacerse monja. Y, cuando su amado está al borde de la muerte, se toma un veneno para no sobrevivirle. Un personaje de una pieza, muy simple. No hay nada que interpretar.

—Tú lo has dicho, un personaje de una pieza: eso es lo que hay que interpretar. —Leonid Serguéyevich se había quedado estupefacto—. No entiendo qué es lo que quieres.

—No me interesa el papel de Leonor —insistió Alina—. Deme el de Azucena.

—Pues no te entiendo...

—Mire, me resulta algo difícil de explicar. Mejor le expongo por escrito mi modo de enfocar el personaje y así se podrá convencer usted mismo.

Al día siguiente le llevó a Degtiar unas cuantas páginas escritas con una letra redonda y clara. Al leerlas, el director se quedó de una pieza. Realmente Alina había sabido ver en la vieja gitana algo que solía pasar desapercibido; él, al menos, nunca se había encontrado con semejante aproximación al personaje. Empezó a imaginar cómo podría traducir todo aquello en imágenes... El resultado fue un cuadro sugerente; gracias a ese enfoque de la historia, la película prometía ser extraordinaria, no una mera serie de imágenes que ilustraban a las mejores voces del mundo, sino una tragedia en sí misma, llena de autenticidad y dramatismo. Pero, si le daban el papel de Azucena a la joven Vaznis, surgían de inmediato dos preguntas. ¿Quién iba a interpretar el papel de Leonor? ¿Y qué iban a hacer con Zoya Sementsova, que ya había pasado la prueba y a la que habían confirmado el papel? Siempre sería posible encontrarle una sustituta a Alina, al fin y al cabo, actrices jóvenes y guapas no faltan. En realidad, Alina tenía razón al afirmar que el papel de Leonor no era nada complicado. En cuanto a Zoya...

Con Zoya Sementsova todo fue más complicado. Le había tocado vivir una terrible tragedia al sufrir un accidente de coche junto con su marido y su hija. Sólo ella sobrevivió. Al salir del hospital, empezó a beber a escondidas, y de la noche a la mañana pasó de ser una importante actriz secundaria a tener que conformarse con breves apariciones, hasta quedarse finalmente sin trabajo. Nadie quería saber nada de ella, porque eran bien conocidos sus problemas con el alcohol y sus ataques de histeria. Después Zoya estuvo mucho tiempo en tratamiento, y parecía que se había recuperado. El de Azucena era el primer papel que le encargaban después de una larga inactividad. Se lo confiaron con muchas reservas, después de sus incontables súplicas y garantías de que todo iba bien. Sentían lástima de Zoya, y además no era una mala actriz. ¿Cómo quitarle ahora el papel que había conseguido a base de tantos esfuerzos y humillaciones? ¿Cómo decirle que no iba a interpretar a Azucena? En El Trovadorsólo había otro papel femenino, completamente episódico, pero estaba pensado para una mujer joven. Zoya no encajaba en absoluto.

En definitiva, estalló un escándalo terrible. Zoya gritó como una posesa, amenazó con estrangular «a esa mocosa», lloró, suplicó, poco le faltó para ponerse de rodillas. Era su oportunidad de demostrar que podía volver a trabajar, y se la habían arrebatado. ¡Y de qué manera! Después de haberle confirmado que el papel era suyo, se lo habían pensado mejor. ¡Se dispararían los rumores, circularían todo tipo de chismes! Ni un solo director volvería a ofrecerle trabajo. Pensarían: ¿qué habrá hecho ahora esta alcohólica para que le hayan quitado el papel? Cuanto más lejos la tuvieran, mucho mejor.

Así que Alina Vaznis interpretó a Azucena, y el resultado fue magnífico. Se hizo una adecuada publicidad de la película y las cintas se las quitaban de las manos: hubo que sacar dos tiradas adicionales.

Después de El trovador, Degtiar decidió montar Rigolettosirviéndose de la famosa grabación de Mario Del Monaco y Raina Kabaivanska. Y, por supuesto, le propuso a Alina que interpretara a Gilda. En el fondo de su alma, esperaba que también esta vez protestara, que descartara el papel pretextando, por ejemplo, que Gilda no le parecía interesante, pero que haría gustosa el pequeño papel de Maddalena. Sin embargo, tampoco en esta ocasión la reacción de Alina fue la esperada, y no dijo una sola palabra de Maddalena.

—Será un placer interpretar a Gilda —declaró—. Pero sólo si lo hago de la manera en que yo entiendo al personaje. No como siempre se ha hecho.

—¿Y qué manera es ésa? —preguntó Leonid Serguéyevich receloso.

—Bueno... Me cuesta explicarlo, mejor lo escribo.

Y lo escribió. Y con Rigolettosucedió básicamente lo mismo que con El trovador. Las cintas se vendieron como rosquillas, y hubo tres tiradas adicionales...

—Y ¿qué pasó con Sementsova? —preguntó Nastia, retomando el tema que más le interesaba.

—Pues nada. Después de lo de Azucena empezó de nuevo a beber, luego volvió a rehabilitarse... No hace mucho se presentó a una prueba para un papel pequeño, pero la cosa no salió bien, no la cogieron. A Alina, desde aquello, la odiaba con toda su alma, lo cual es perfectamente comprensible.

—Leonid Serguéyevich, ¿y a usted no le sorprendió que Alina no fuera capaz de explicarle cómo entendía sus personajes y que tuviera que exponérselo por escrito?

—¿Qué quiere decir? ¿Que alguien le escribía los textos? Le aseguro que no. Alina era, cómo decirlo de una forma suave... un gigante del pensamiento, pero no un gigante de la palabra. No sé si comprende, más o menos, lo que le quiero decir. Hablaba fatal, su capacidad de expresión oral era muy limitada. Tenía una memoria excelente, no le costaba aprenderse los papeles y declamaba los textos sin un titubeo, pero siempre suponía un problema para ella expresar sus propios pensamientos. Como esas niñas que caen en una especie de estupor y empiezan a balbucir no se sabe qué y a repetir las palabras, incapaces de acabar las frases. Hablaba muy mal. En cambio, escribía de maravilla. Es algo que ocurre con bastante frecuencia, aunque, por lo general, suele ser al revés. Hay personas que, cuando hablan, tienen un lenguaje muy rico, vivo, lleno de imágenes; pero luego, a la hora de poner algo por escrito, es como si toda esa riqueza se esfumara. Todo son frases vacías y ramplonas que no hay quien lea. Sin embargo, en el caso de Alina era todo lo contrario. Puede comprobarlo usted misma, aún conservo sus notas sobre Azucena y Gilda. ¿Quiere que se las lea?

—Por supuesto, Leonid Serguéyevich. Muchas gracias. ¿Conocía usted bien a Alina?

—Cómo le diría... Estuvo tres años trabajando conmigo, hasta que se la llevó Andriusha Smúlov. De eso hace ya cuatro años. En estos cuatro años la he visto a menudo; a fin de cuentas, trabajamos para el mismo grupo, pero no tuvimos mucho trato. Pero le diré con sinceridad que al lado de Andriusha creció enormemente como artista. Tenía un talento infinito, aunque... Bueno, le costaba hablar. Como si siempre hubiera algo que le impidiera manifestarse sin reservas. Yo me daba cuenta de que tenía unos recursos inmensos, pero los guardaba en un trastero y no sabía abrir la cerradura. Daba la impresión de que el público la cohibía. Cuando rodábamos en el estudio, todo salía a la perfección, pero en cuanto salíamos a exteriores, se acabó. Alina se quedaba petrificada. Al estudio sólo tiene acceso la gente de la casa, pero los rodajes en exteriores suelen congregar a una multitud de curiosos. Andréi, sin embargo, supo cómo hacer para que superara esta dificultad, algo digno de elogio. Luchó sin descanso hasta que lo logró. ¡Pensar que ha muerto una actriz así! Cuando apenas empezaba a florecer... Andriusha está destrozado. No sólo porque la amaba, sino porque era su actriz. Sin Alina ya no podrá rodar nada decente; justo ahora que volvía a estar inspirado... Es una pena.

Le acercó a Nastia el cenicero.

—Fume, no se preocupe por mí. Ya veo que lo está pasando mal: no le quita ojo al cenicero. El humo no me molesta.

Nastia le hizo con la cabeza un gesto de agradecimiento y se puso a fumar plácidamente. Se encontraba a gusto en ese apartamento sin tabiques divisorios, transformado en una sala inmensa con las paredes cubiertas de fotografías de músicos y cantantes famosos. De fondo sonaba la inmortal música de Verdi, y no le apetecía salir de allí, aunque el protocolo exigía que fuera concluyendo la visita, pues ya eran las once de la noche.

—Hábleme de Zoya Sementsova —le pidió a Degtiar.

—¿Qué quiere que le cuente? Deduzco que lo que le interesa saber es si pudo matar a Alina.

—Es usted muy directo, Leonid Serguéyevich.

—¿Y eso la asusta? Pues le diré que sí, que pudo matarla. Considerando su estado anímico, o psicológico si lo prefiere, pudo hacerlo. Perfectamente. Pero, teniendo en cuenta sus características físicas, lo dudo. No es que Alina fuera una jugadora de baloncesto, la verdad, pero tampoco una persona débil. Era una mujer de constitución normal y estatura media, rondaría el metro sesenta y nueve. Lo recuerdo de cuando trabajaba conmigo. Y pesaría entre sesenta y cinco y sesenta y ocho kilos. Mientras que Zoya es pequeña, flacucha, como la mayoría de las alcohólicas, con unas patitas de alambre y unos brazos como palillos. Pudo dispararle. O envenenarla. Pero no estrangularla.

—Pero supongamos que Alina Vaznis hubiera estado inconsciente. Dormida, borracha, sin conocimiento.

—Entonces, sí, claro. —Degtiar se quedó de una pieza—. ¿Es que hay indicios de que ha muerto estando inconsciente?

—Por ahora no —admitió Nastia—. Los resultados de la autopsia no se conocerán hasta mañana. Sólo se lo preguntaba por si acaso. ¿Así que usted cree que Sementsova pudo tenérsela guardada tanto tiempo? Pero hace cinco años, seguramente, el sentimiento de humillación y de odio sería mucho más intenso que ahora. ¿Por qué no hizo nada entonces? ¿Por qué justo en este momento?

—Pues mire, le diré por qué. La clave está en que justo ahora Alina estaba despegando, y la fama mundial se vislumbraba en el horizonte. Ya no era una promesa, sino una verdadera estrella. Y aquí es donde las cosas empiezan a ponerse feas. El odio dormido se despierta. ¿Le apetece un té?

—Me da apuro, Leonid Serguéyevich. Ya es tarde, usted no se encuentra bien y yo estoy aquí, molestándole. Me parece que ya es hora de que le deje en paz, aunque todavía me quedan muchas preguntas por hacerle.

—No se sienta incómoda —sonrió Degtiar—. Ahora estoy solo, mi mujer está con mis nietos y con el perro en la dacha, así que no molesta a nadie. Además, si se va ahora, ¿qué pasa con La traviataque tanto le gusta? —Le guiñó un ojo con picardía y se echó a reír—. Vamos a dejar que termine de grabarse, se la lleva y, si se da el caso, me hace usted llegar en otro momento una cinta virgen.


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