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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

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Автор книги: Alexandra Marinina



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—Después de que se fuera a casa, ¿la llamó usted?

—Una vez. Fue a eso de las siete de la tarde. Me dijo que había tomado no sé qué tranquilizante, no recuerdo si valeriana o agripalma, y que estaba dando vueltas en la cama y dormitando a ratos. Le advertí de que no iba a volver a llamar para no despertarla en caso de que se quedara dormida. Se despidió de mí hasta el día siguiente, es decir, hasta la mañana del sábado. El sábado a las siete de la mañana volvíamos a rodar. Y el resto ya lo sabe.

—Sí —confirmó Korotkov—. El resto ya lo sé. Una pregunta más, muy poca cosa, y le dejo tranquilo por hoy. Le ruego que me diga si Alina tenía costumbre de esconder dinero o cosas de valor en algún lugar especial. Y, en ese caso, en qué lugar.

—No lo sé. —Smúlov negó con la cabeza—. En cuatro años no vi ni una sola vez nada por el estilo. El dinero siempre lo sacaba o del monedero o de un cajón de un aparador. Las joyas las guardaba en un joyero que tenía en un estante del mismo aparador, completamente a la vista, aunque cerrado con llave. La llavecita colgaba del mismo llavero que la llave del apartamento y la del buzón. En él también llevaba las llaves de repuesto de su coche y del garaje. Pero eso es todo lo que vi. Cuanto más tiempo pasaba, menos sensación tenía de conocer a Alina. Aunque eso creo que ya se lo he dicho...

—Andréi Lvóvich, ¿cómo es que Alina tenía esas joyas? Usted ha declarado que en el joyero solía haber dos anillos, uno de oro con un gran brillante y otro de platino, también con un brillante. Tres pares de pendientes, también de oro, platino, brillantes y esmeraldas. Dos collares, a cual más grueso y caro. Cinco brazaletes, entre los que había uno de platino a juego con el anillo. —Korotkov cerró la libreta que había estado consultando para enumerar las joyas sustraídas a Alina—. ¿De dónde procedía todo eso?

—De su difunta madre —aclaró Smúlov—. El padre era, y la verdad es que sigue siéndolo, un hombre seco y sin sentimientos, Alina tenía a quién salir. Sin embargo, supo ver con claridad la diferencia entre su primera y su segunda esposa. La primera mujer, Sofía, Sónechka, era la madre de Alina y de sus dos hermanos, de ahí que las joyas que dejó fueran exclusivamente para Alina. Inga, su madrastra, no tenía derecho ni a acercarse a ellas. Alina me contó que su padre le había levantado la voz a Inga una sola vez, y fue porque, cuando estaba limpiando el polvo, abrió el joyero para ver lo que había. Su padre la sorprendió contemplando las joyas de Sonia. Aquello fue... Se puso hecho una furia, completamente fuera de sí. Le gritó que las joyas pertenecían a la mujer que le había dado tres hijos y que en el futuro pertenecerían a su hija, que sería la que le daría nietos. Y que si Inga quería brillantes debería empezar por parir un hijo para demostrar que tenía derecho a ellos. Alina me contó que Sónechka venía de una familia muy rica. Pero todos sus parientes por parte de madre habían emigrado a Israel, y a Alina sólo le quedaban sus familiares letones. Que venía a ser lo mismo que no tener a nadie.

—¿Por qué? Creo que se me ha escapado algo. —Korotkov frunció el ceño.

—Sí, porque... No quiero repetir la misma basura que dijo Xenia de Alina, pero en sus palabras había algo de verdad. ¿Quiénes eran el padre y la madrastra de Alina? Unos letones de pueblo. Toda su vida han odiado a los rusos, todo lo ruso se les atraganta. ¿No le han contado cómo se casó Valdis Vaznis con Sónechka Schweistein? Sonia estaba pasando las vacaciones en la costa báltica con sus padres y tuvo un romance con un granjero del lugar. La juventud, las noches estrelladas... Y después el embarazo. Valdis, que era un hombre decente, le ofreció su mano y su corazón, pero era impensable que una chica de una rica familia judía dejara Moscú para irse a vivir a una granja letona. Valdis, un hombre como Dios manda, cedió, naturalmente, y fue él quien se trasladó a Moscú. Mientras Sonia vivió, en la familia se mantuvieron las dos tradiciones, además de la cultura rusa. Pero después, cuando Inga entró en la casa, todo eso se acabó. No es que yo tenga nada en su contra, Dios me libre, sobre todo porque la propia Alina nunca se refirió a ella en malos términos. Pero... Todo lo ruso le parecía mal. Todo lo moscovita le parecía mal. Sólo se podía leer a Vilis Lcis, a Janis Rainis o a Petras Cvirka. Sólo se podían ver películas rodadas en Letonia, sólo se podía escuchar música de Raimonds Pauls, y sólo si la interpretaba Olga Pirags. Nada de Alla Pugachova. Cuando Alina dijo que quería ingresar en el Instituto Estatal de Cinematografía, su familia lo interpretó como una promesa de rodar en los estudios de Riga una vez acabado el Instituto. Pero, cuando se enteraron de que Alina actuaba en películas rusas, Valdis e Inga le retiraron la palabra. Sus hermanos, como es lógico, no estaban tan chiflados como la generación anterior. El pequeño, Alois, es una persona normal y corriente, un «nuevo ruso» de pies a cabeza. Tiene su propio negocio, se ha casado con una chica de Helsinki y tan pronto vive allí como aquí. El mayor, Imants, está más próximo a las ideas de Valdis, y tampoco aprobaba la profesión de Alina. Lo que más le molestaba era que estuviéramos juntos sin habernos casado. Una vez le oí decir, sin que se diera cuenta, que para él era una zorra y una prostituta que desde muy pequeña no pensaba más que en braguetas. Alina prácticamente no tenía relación con Valdis, Inga e Imants. Sólo se llevaba más o menos bien con Alois, pero éste no suele pasar mucho tiempo en Moscú. Como se podrá figurar, Yuri Víktorovich, Alina estaba muy, muy sola. Me atrevería a asegurar que en todo el mundo sólo nos tenía a su hermano Alois y a mí. O más bien, si le soy completamente sincero, sólo a mí.



ALINA VAZNIS CUATRO AÑOS ANTES DE SU MUERTE


«¿Por qué todos hacen de Gilda una criatura inocente, casta y pura? Eso es una tontería, Leonid Serguéyevich. Vuelva a leer el libreto de Rigoletto, medite cada una de sus palabras y verá lo mismo que he visto yo.

»¿En qué época se desarrolla la acción de esta ópera? En tiempos del rey Francisco I. ¿Recuerda, por las clases de historia, qué tiempos eran aquéllos? ¿Ha leído los libros de Dumas? ¿Ha oído hablar de Benvenuto Cellini? En la época de Francisco I ni se sabía lo que era la virginidad. Las costumbres eran mucho más que libres. Y, por cierto, lo que hizo el duque de Mantua no fue nada extraordinario. Así actuaban todos los duques en la Italia de la época, era algo normal y generalmente aceptado. Y, si todos se portaban así, necesariamente tenía que influir en la psicología de la población femenina. Y ahora volvamos a Gilda.

»¿Dónde conoció al conde? En la iglesia. ¿Recuerda qué es lo que dice al respecto? «Entré al templo a elevar una humilde plegaria a Dios y de pronto un joven apareció ante mí, como una visión prodigiosa. No le dije una sola palabra, pero las miradas hablaban de mi pasión.» ¿Qué le parece, Leonid Serguéyevich? Piense por un segundo en estas palabras y lo verá todo claro. ¿Usted se cree que lo que acabo de describir le puede pasar a una muchacha casta y pura que ha ido a la iglesia a rezar? No me haga reír. Se impone una conclusión bien distinta: la joven Gilda, una muchacha alegre y normal que sabe perfectamente de dónde vienen los niños, está siempre en casa porque el tirano de su padre le prohíbe salir a la calle. La única excepción es la iglesia, su padre sólo le permite ir a ese sitio, al resto ni soñarlo. Se entiende que Gilda no respeta la prohibición, sale con sus amigas siempre que le apetece, acude a toda clase de citas y está plenamente al corriente de la problemática sexual de la época. Hay una sirvienta, Giovanna, a la que Rigoletto pide que vigile a su hija. Pero en el transcurso de la ópera vemos cómo Giovanna (que también es una mujer normal, por cierto, y bastante alejada del ideal) acepta dinero del duque y le ayuda a concertar una cita con Gilda. ¿Cómo podemos estar seguros de que es la primera vez que Giovanna recibe dinero? Lo habrá recibido decenas de veces de los pretendientes de Gilda por arreglar sus citas en el jardín. ¡Demuéstreme que no es así!

»De modo que Gilda —joven, alegre y atractiva– acude a la iglesia y empieza a echar miraditas. Y, como es natural, sus ojos se cruzan con los del duque que, vestido de paisano, también ha ido a la iglesia a «cazar» alguna palomita que se le ponga a tiro. Bastan unas cuantas miradas, arte en el que Gilda es ya una maestra, para que se entable la relación. A eso se refiere cuando dice: «No le dije una sola palabra, pero las miradas hablaban de mi pasión». Para que las miradas puedan «hablar de la pasión», tienen que cumplirse al menos dos condiciones: hay experimentar la pasión y ser capaz de transmitirla por los ojos. Para una mujer coqueta y experimentada, es una tarea insignificante; pero una muchacha que nunca... que ni una sola vez... ¿sería capaz de mirar a los ojos al objeto de su frenética pasión, aun suponiendo que pudiera experimentar de pronto tal pasión? Lo dudo.

»Prosigamos. El conde, que oculta su identidad, acude (con ayuda de Giovanna) a la cita con Gilda. ¿Y qué pasa con nuestra virginal doncella? No le confiesa a su padre que ha conocido a un joven y que éste le ha propuesto una cita. ¿Por qué? Porque sabe que no está obrando bien. Aun sabiéndolo, de todas maneras sigue adelante. En otras palabras, no podemos afirmar que Gilda sea la víctima inocente de un engaño, que no esperaba que pudiera pasar nada malo y que confiaba en que todo iría bien. Ella esperaba algo malo, incluso lo ansiaba, y por eso no le había contado nada a su padre.

»En definitiva, los hombres del duque raptan a Gilda y la llevan hasta sus aposentos. Gilda pasa en ellos bastante tiempo. Cuando sale de allí —fíjese en que no lleva la ropa rota, ni tiene moratones ni presenta signos de violencia—, Rigoletto jura vengarse. Gilda, como es natural, suplica a su padre que mitigue su ira. ¿Por qué? Porque ama al duque. Así consta en el libreto. Y ahora, Leonid Serguéyevich, dejemos a un lado las convenciones propias del género operístico y centrémonos en la verdad de la vida. Gilda pasó bastante tiempo con el conde en la cama, y con todo no hay rastros en ella de violencia física. La conclusión es evidente: ella no se siente en absoluto violada ni vejada. Al contrario, ha experimentado un gran placer y, en su afán de ser honrada, se esfuerza por convencer a su padre de que no se deje llevar por la ira. Y ahora imagínese a una muchacha casta que nunca... que ni una sola vez... etcétera, a la que de repente secuestran y atan, y sólo la desatan en el momento en que está en la cama con un hombre, y ese hombre consuma el acto sexual con ella. La desflora, por cierto. ¿Puede imaginarse a una chica a la que todo eso le gustara tanto como para después dar la vida por ese hombre? Sin olvidar el hecho de que ese hombre la había engañado: se había hecho pasar por Gualtier Maldé, un estudiante pobre, y luego resultó ser el duque de Mantua. En otras palabras, le ha robado su virginidad, pero no piensa casarse con ella, así que va a quedarse para el resto de su vida mancillada, deshonrada y, no lo quiera Dios, cargando con un hijo bastardo. ¿Y eso hace que Gilda le ame con devoción? No se engañe, Leonid Serguéyevich: No existen esas muchachas. Para que Gilda actúe como actúa a lo largo de la ópera, tiene que ser una mujer completamente diferente. Con experiencia, por descontado. Coqueta. Enamoradiza. Apasionada y temperamental. Y, al mismo tiempo, de una gran integridad. Porque, incluso cuando el duque la engaña con Maddalena, Gilda no se deja llevar por los celos, unos celos que clamarían por la muerte del traidor. Sufre y lo pasa mal, pero no deja de reconocer que el duque no la sedujo, que todo eso no son más que patrañas para justificarse ante su padre, sino que, sencillamente, se conocieron, se gustaron, pasaron la noche juntos y a los dos les pareció muy bien. Y es injusto que el duque tenga que pagar ahora con su vida. El deseo fue mutuo y el placer también. El duque no es culpable de nada. En cambio, la que sí es culpable es Gilda: no se ha atrevido a abrirle los ojos a su padre, le ha dado vergüenza decirle que hace ya tiempo que dejó de ser virgen, que disfrutó en la cama con el duque y que lo deseaba tanto como él. Por cobardía, ha mentido a su padre, haciéndole creer que el duque la había engañado y la había forzado. Por todo eso, Gilda tiene que pagar. Y es lo que hace al arrojarse al cuchillo del bandido para salvar al duque. El cual, en el fondo, no tiene la culpa de nada...».


CAPÍTULO IV




KAMÉNSKAYA


Los primeros fríos otoñales dejaron paso de pronto a un tibio veranillo de días soleados y noches frescas y agradables. Nastia no le había mentido a Stásov al decirle que dos domingos al mes salía por la mañana temprano a pasear por el parque Izmáilovski en compañía del general Zatochny. Y precisamente aquel domingo «tocaba paseo». Últimamente, a Nastia e Iván Alexéyevich solía unírseles el hijo del general, Maxim, que ese año acababa sus estudios de secundaria y se preparaba para ingresar en la escuela militar, para lo cual tenía que estar en buena forma, pues las pruebas físicas eran bastante exigentes. Nastia e Iván Alexéyevich recorrían tranquilamente los senderos, mientras Maxim iba y venía, cronometrándose en la carrera de cien metros, en la de quinientos y en la de cinco mil.

—¿Qué tal, papá? —El chaval llegó corriendo sofocado.

Zatochny miró el cronómetro que llevaba en la mano.

—Bastante bien —le alabó sin excesos—. Podemos dejar la carrera por hoy, ponte con los ejercicios de fuerza. Mira, ahí tienes una barra fija, ¿la ves? Haz cinco series de veinte flexiones.

—¡Qué horror! —exclamó Nastia—. ¡Es usted un sádico, Iván Alexéyevich! ¿Por qué tortura al chico? ¿Para qué tantas flexiones?

—Son buenas —dijo el general con una sonrisa—. No le vendrán mal.

—Y la normativa ¿cuántas exige?

—Doce.

—Entonces, ¿por qué cien? ¿No se está excediendo?

—De ninguna manera. Quién sabe qué cosas pueden pasar de aquí al verano. ¿Y si el día del examen se pone enfermo y se siente mal? Si tiene anginas, por ejemplo, o gripe, o si tiene la mala suerte de caerse y lesionarse. Si por culpa de eso no cumple los requisitos y no ingresa, perderá todo un año. Así que no, no puede arriesgar tanto. Si ahora se entrena para hacer doce flexiones, al menor contratiempo seguro que no supera la prueba. En cambio, si es capaz de hacer cinco series de veinte, aunque esté en muy baja forma el día del examen, aguantará las doce.

—Es razonable —concedió Nastia—. Aunque cruel.

Se sentaron en un banco, a escasa distancia de la barra fija. Zatochny vigilaba a su hijo y Nastia volvió a ensimismarse en sus reflexiones sobre Alina Vaznis, la mujer asesinada. De manera que era reservada, cerrada, que no tenía amigas. O igual sí las tenía, pero no en Sirius. No tenía ninguna facilidad de palabra, pero era muy diestra con la pluma. Reflexiva, no le gustaba dejarse llevar por los estereotipos ni transitar por caminos trillados, tenía su propio punto de vista, su visión de las cosas. Emocionalmente fría. Seguramente saldrían a la luz más detalles una vez que Korotkov hablase con Smúlov; de momento todas las conjeturas de Nastia se basaban en la información recabada el sábado.

Del apartamento de Vaznis habían desaparecido las joyas. Tampoco se encontró el dinero que, supuestamente, le había llevado Jaritónov. Y ¿qué era lo que tenían? Tenían huellas.

Huellas de la propia Alina, huellas de Smúlov, que a lo largo de cuatro años había estado allí como mínimo tres o cuatro veces por semana, igual que si residiera en ese piso. También había algunas superficies con evidencias de destrucción de huellas. Las habían limpiado, lavado. En el armarito de la cocina, dos tazas habían sido fregadas cuidadosamente, con sosa y un agente limpiador, o al menos así lo aseguraba el perito Oleg Zúbov. De una de las tazas había bebido, al parecer, el asesino. ¿Y de la otra? ¿La propietaria? Entonces ¿para qué lavarla con tanto esmero? La respuesta parecía evidente: en la taza podían quedar restos de sustancias extrañas. Pero hasta el lunes no se aclararía si Alina Vaznis había sido envenenada; era poco probable que se recibieran los resultados de la autopsia antes del lunes. También habían limpiado los pomos de la puerta de entrada, el botón del timbre, los tiradores y las puertas del frigorífico y del armario de la vajilla que había en la cocina, la superficie pulida de la mesa de centro de la habitación y todos los interruptores del apartamento. Por lo visto, el asesino no tenía prisa y se había permitido ser cuidadoso y precavido.

¿Qué más? Las notas que le había facilitado Leonid Serguéyevich Degtiar a Nastia demostraban claramente que Alina Vaznis estaba muy interesada en dos cuestiones: el problema de la culpa y el problema de la venganza. Ni el amor, ni los celos ni la traición. Únicamente la culpa y la venganza. ¿Habría que buscar por ahí?

—Ivan Alexéyevich, ¿tiene usted mala memoria? —le preguntó de repente al general, que estaba sentado a su lado.

—¿A qué viene esa pregunta? —respondió sorprendido.

—Eso da igual —insistió Nastia.

—Bueno, pues no, creo que no especialmente. Vamos, que no me quejo de mi memoria; no olvido las ofensas, aunque el arrebato de ajustar cuentas con el ofensor se me pasa rápido. Tengo demasiados problemas y preocupaciones cotidianas, Nastia, como para distraerme con las emociones. Siempre tengo la cabeza ocupada en algo.

—Y, si se siente culpable de algo, ¿le dura mucho el pesar?

—No sé, no lo he experimentado —sonrió Zatochny—. Tengo una regla: si eres culpable de algo, reconócelo de inmediato, discúlpate y, si puedes, expía la culpa. En cuanto a si alguna vez he hecho algo malo y después he tenido que vivir con ello, no, eso no me ha pasado. Seguramente, la conciencia de culpa me resulta insoportable, por eso tomo medidas rápidamente. ¿Está haciendo un estudio de mi personalidad, Nastia? ¿O es algo relativo al trabajo?

—Al trabajo. La víctima era muy reservada, nadie sabe nada de ella a ciencia cierta, no tenía amigas íntimas. O las tenía, pero por alguna razón hacía todo lo posible por ocultarlas. Así que estoy intentando orientarme...

—A lo mejor tenía un pasado delictivo —sugirió Zatochny.

—No, no parece. Primero la escuela, después el Instituto Estatal de Cinematografía, luego se hizo actriz... ¿Cómo cuadra aquí un delito? Por cierto, Iván Alexéyevich, quería preguntarle si conoce usted por casualidad a Stásov.

—¿Un tal Vladislav? ¿Uno que se retiró no hace mucho?

—El mismo.

—Lo conozco. Es un buen tipo. ¿Es que han coincidido?

—Pues sí. Ahora es el jefe de seguridad de los estudios Sirius, donde trabajaba la víctima.

—Pues ha tenido usted suerte. Vlad es un hombre sensato y muy cabal en todos los sentidos.

—Y ¿más concretamente?

—No voy a entrar en detalles. —Se rió—. Los cotilleos no son lo mío. Seguro que ya tiene usted su propia opinión. Yo sólo puedo valorarle como profesional; en cuanto a la clase de persona que es, ya lo verá por sí misma.

—Es usted un peligro, no me diga que no.

—Tengo mis principios.

—Por cierto, ese Vlad suyo, tan respetable en todos los sentidos, intentó sonsacarme si éramos amantes.

—¿Y usted se lo aclaró?

—Me parece que no me creyó. Aunque se lo expliqué con toda sinceridad.

—Déjese de tonterías, Nastia. Usted es una persona razonable, capaz de pensar con lógica, así que no me diga que le cuesta entender que nadie acabe de creérselo. No se humille, no le dé explicaciones a nadie, no tiene sentido.

—¿Y la reputación?

—¿De quién? ¿La suya?

—La mía puede irse al diablo, yo no cuento. Me refiero a su reputación.

—A mí no me perjudica. —Zatochny sonrió con esa famosa sonrisa suya, tan radiante, que en un momento convertía sus ojos atigrados en dos cálidos luceros que iluminaban su rostro enjuto, de pómulos salientes, y todo el espacio a su alrededor—. Desde que sirvo en la policía, las mujeres, por lo visto, se arrastran detrás de mí. Que si esposas de viceministros, que si actrices famosas, que si damas de la política... no hay una sola de la que no hayan dicho que era mi amante. Pero yo, en lugar de patalear, echar espuma por la boca y tratar de demostrar mi integridad, sencillamente no hago caso, no discuto y luego me aprovecho de la situación. Le aconsejo que haga lo mismo.

—Pero ¿qué provecho puede sacar usted de los rumores que aseguran que yo soy su amante?

—Alguno, alguno. Por ejemplo, mucha gente sabe que usted y yo venimos los domingos a pasear a este parque. Y no sólo los que trabajan conmigo en el ministerio o con usted en Petrovka. De modo que, si un domingo por la mañana concierto un encuentro discreto por aquí cerca con un hombre de confianza, los que están pendientes de mis movimientos y mis contactos no le dan ninguna importancia. ¿Que Zatochny se ha marchado al parque un domingo por la mañana? Seguro que ha ido a pasear con su querida, nada del otro mundo, no vale la pena esforzarse. Sin embargo, es entonces cuando ocurren las cosas más interesantes. ¿Entiende?

—Entonces, ¿le sirvo de tapadera?

—En cierto modo. Y yo también a usted. ¿Quién se lo impide? Su marido, por ejemplo, ¿está al tanto de nuestros paseos?

—Por supuesto. E incluso los alienta. Cree que paso muy poco tiempo al aire libre y está encantado de que al menos dos veces al mes esté un par de horas paseando.

—Ya lo ve. De modo que, si decide engañarle, contará con dos horas perfectamente legitimadas los domingos. Libres de sospecha. Dígale que hemos decidido salir a pasear todas las semanas.

—Lo pensaré —respondió Nastia con toda seriedad—. No se me había ocurrido.

—Eso es porque lleva poco tiempo casada. Usted está acostumbrada a organizar su tiempo como más le conviene, no le ha hecho falta recurrir a esos pequeños ardides. Con el tiempo valorará mis consejos, cuando empiece a hartarse de su marido.

—Papá —resonó la voz de Maxim—. Ya he hecho cuatro series. ¿Basta por hoy?

—No, hijo. No seas vago, trabaja como es debido.

—Estoy cansado.

—Venga, descansa. Camina, haz estiramientos, da unos saltos. Y después las últimas veinte.

Nastia miró a Maxim con compasión. Menos mal que, cuando ella era joven, aún no admitían mujeres en la escuela militar y fue a la universidad. Sin duda, habría sido incapaz de superar esas malditas pruebas físicas.



STÁSOV


Conocía a Zoya Sementsova de vista, pero era la primera vez que iba a su casa. Una vez allí le sorprendió ver hasta qué punto el mobiliario y la decoración de su apartamento no se correspondían con la impresión que la propia Zoya causaba en quienes la rodeaban. Era realmente asombroso que una mujer que había envejecido prematuramente hubiera sido capaz de crear en su vivienda el ambiente que se esperaría de una verdadera estrella de cine. Unos cuantos ramos de flores frescas, las paredes cubiertas con enormes fotografías de la propia Sementsova en sus años jóvenes, su época de mayor actividad artística, interpretando diferentes papeles. Reinaban una limpieza y un orden perfectos; en una mesita, rodeada por tres sillas, había un original cenicero y dos botellas empezadas, una de coñac francés y otra de crema irlandesa. Costaba creer que la que vivía ahí fuera Zoya, a la que en los estudios veían como una mujer desaliñada, con profundas arrugas, vestida con modelitos imposibles que combinaban colores y formas horrorosos. Cuando recibió en su casa al jefe del servicio de seguridad, parecía la amabilidad y la cortesía en persona.

—Zoya Ignátievna —comenzó prudentemente Stásoy, tratando de poner en marcha, a toda prisa, una nueva táctica para la entrevista, distinta a la que había imaginado, basada en el supuesto de que tendría que vérselas con una borracha infeliz y ajada—. ¿Podría usted recordar los detalles de lo ocurrido el viernes 15 de septiembre?

—¿Para qué? —preguntó con arrogancia Sementsova, sentándose en un sillón y cruzando las piernas.

Stásov se sintió incómodo y profundamente apenado por la mujer. La espesa máscara de pestañas y la generosa sombra de ojos no podían ocultar sus arrugas, y se notaba perfectamente que los abundantes bucles rubios que cubrían su cabeza eran postizos. El maquillaje de su rostro acentuaba la irregularidad del cutis, y el brillo de las medias hacía que uno se fijara en sus piernas, que habían dejado de ser motivo de orgullo hacía ya mucho. En otros tiempos Zoya Sementsova había sido una muñequita menuda, de piernas torneadas y delicadas manos. Ahora toda ella parecía haberse marchitado: se diría que el alcohol y los numerosos medicamentos a los que la habían atiborrado los especialistas la habían abrasado por dentro, dejando un envoltorio vacío y flácido. Y el gesto con el que cruzaba las piernas podría haber parecido sexy hacía quince o veinte años, pero ahora lo único que daba era risa y lástima.

—Estamos intentando reconstruir todos los movimientos de Alina aquel día. Por eso es tan importante que esclarezcamos quién, dónde y cuándo la vio o simplemente habló con ella por teléfono. ¿Podría usted decirme algo al respecto?

—No, no podría. El viernes no vi a Alina.

—Haga memoria, por favor, Zoya Ignátievna. A lo mejor alguien le dijo que había visto a Alina o sabe si alguien la llamó. Cualquier detalle es de gran importancia para nosotros, hasta el mínimo indicio que pueda conducirnos a una posible fuente de información. Piénselo bien.

—¿Quiere beber algo? —preguntó de repente, alargando su mano hacia la botella de coñac.

—No, se lo agradezco.

—Pues yo sí. —Levantó la cabeza con aire provocador.

Sementsova cogió una copa de la parte inferior de la mesita, se sirvió un coñac y se lo bebió de un trago.

—¿Qué es lo que mira? Sí, bebo, también por las mañanas. Pero bebo únicamente cuando no tengo trabajo. Cuando voy a rodar lo hago sobria. Pregunte a quien quiera. Nadie ha visto a Zoya Sementsova borracha en un plató, y lo que hago en casa es asunto mío.

El efecto de la copa de coñac se dejó sentir de inmediato, y Stásov comprendió que Zoya estaba realmente enferma. En un santiamén ya estaba «achispada». Tampoco se podía descartar que hubiera empezado a beber antes de la llegada de Stásov y que aquello no fuera más que un complemento. Sus mejillas se sonrojaron bajo la espesa capa de maquillaje, le empezaron a brillar los ojos.

—Si no hubiera sido por esa puta, ahora yo estaría rodando a destajo —declaró con voz estridente por la excitación—. Es a ella a quien hay que agradecerle que yo beba. Todo es por su culpa... por su culpa...

Zoya volvió a servirse coñac y volvió a bebérselo de un trago.

—Bueno, ¿qué es lo que quería saber, Slava?

A Stásov le chocó su familiaridad, pero prefirió no darle importancia. ¿Quería darle a entender que eran de la misma generación? Adelante. Lo que fuera, con tal de que le contara algo útil.

—Vamos a intentar reconstruir lo que hizo el viernes pasado. Todo, paso a paso. ¿A qué hora se levantó?

—Suelo levantarme muy temprano. Soy actriz, soy un burro de carga, no uno de esos tipos bohemios que se pasan la noche de juerga y después duermen hasta entrada la tarde.

—Lo entiendo, Zoya Ignátievna, pero, en cualquier caso, ¿a qué hora se levantó? —repitió paciente Stásov.

—Bueno... seguramente, a eso de las ocho. No, a las siete y media. A las ocho ya estaba en la calle.

—¿Y adónde iba?

—¿Qué más da? Iba a pasear.

«Está claro —pensó Stásov—. Fue corriendo a pillar una botella a primera hora de la mañana.» —¿Cuánto tiempo estuvo paseando?

—Una media hora.

—¿Después volvió a casa?

—Sí, a casa. Yo, sabe usted...

Lentamente, como si estuviera venciendo unos obstáculos inconcebibles, se fue moviendo por las horas y los minutos, volviendo continuamente atrás, precisando alguna cosa, haciendo otra pregunta, calculando los intervalos de tiempo. Desde las siete y media de la mañana hasta la una y media de la tarde todo cuadraba —como decía la publicidad del banco Imperial– con absoluta precisión. A la una y media, Zoya Sementsova se presentó en la oficina de los estudios Sirius, un acogedor chalecito en una de las callejuelas tranquilas del centro de Moscú. Zoya iba a recoger el guión de una película de Andréi Smúlov en la que iba a hacer una pequeña colaboración. Una semana antes se había presentado a las pruebas y le habían comunicado que el papel era suyo. En las escaleras se topó con Katia, la maquilladora, a la que conocía desde hacía muchos años.

—¡Ay, Zoya, ni te imaginas! ¡Si será zorra esa Alina! —chilló Katia, de buenas a primeras, al tiempo que le daba a su amiga un sonoro beso en la mejilla—. Andréi Lvóvich está tan incómodo; se le ve fuera de sí.

—¿De qué estás hablando? —preguntó recelosa Sementsova, temiéndose lo peor.

—¡No veas! A Smúlov no le gustaron tus pruebas, pero de todas formas quería contar contigo porque sabe que eres una buena actriz. Y Alina empezó a comentarle a todo el mundo lo malas que habían sido tus pruebas, y le dio por decir que Andréi Lvóvich te cogía para el papel por lástima, porque, como todos saben lo mucho que bebes, él quería darte su apoyo moral. Date cuenta: él se lo había contado en plan confidencial, y ella lo ha ido pregonando por todos los estudios. Y también sacó el tema de no sé qué robo de hace un montón de tiempo. Que si tú le habías robado algo a alguien. Y, claro, la cosa ha llegado a oídos de Zarubin, y éste ha llamado a Smúlov al despacho para prohibirle que actúes en la película.

Zarubin era el director comercial de la película, el responsable de que los gastos de producción no sobrepasaran un determinado porcentaje de los ingresos previstos. Contaba hasta el último kópek, buscando dónde economizar para que la película saliera lo más barata posible. Aunque, a decir verdad, nunca escatimaba si la inversión adicional auguraba mayores ganancias. Consideraba que no había ninguna razón para contar con Sementsova. Hacía muchos años había recibido el título de actriz emérita, así que pagarle, aunque fuera por una sola escena, suponía una suma apreciable. ¿Para qué, si se podía contratar para ese papel a una actriz desconocida y pagarle mucho menos? Además, si a Smúlov no le habían gustado las pruebas, no se podía descartar que en el rodaje Sementsova tampoco estuviera a la altura. Es verdad que trataba de una sola escena, pero una cuenta falsa puede echar a perder todo el collar. ¿Para qué correr ese riesgo?


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