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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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Agitada por la rabia, Zoya llegó hasta el despacho donde pensaba recoger el guión. Le salieron al encuentro actores conocidos, gerentes, attrezzistas, y todos llevaban escrito en la cara: «Sí, lo que te ha contado Katia es verdad». La expresión de algunos era de compasión, la de otros de manifiesta alegría, pero todos ellos, de eso Zoya estaba convencida, sabían que la habían «mandado a paseo». Por culpa, nada menos, que de la zorra de la Vaznis. Por segunda vez.

La conversación en la escalera con la maquilladora y el recorrido que hizo a continuación por los pasillos del chalet fue lo último que Zoya Sementsova pudo contar con cierta claridad. Su relato posterior fue confuso y vacilante. No recordaba con quién había hablado, adónde había ido, a quién había llamado. Sólo le venían a la cabeza informaciones fragmentarias. Se acordaba, por ejemplo, de que había tomado la decisión de hablar con Smúlov y había tratado de averiguar dónde estaba. Le dijeron que hasta la una estaría rodando en el pabellón alquilado y que hacia las tres tendría que acercarse a la oficina para llevar el material rodado.

—¿Le esperó usted? —preguntó Stásov, intuyendo que, tras recibir la desagradable noticia, Zoya no habría perdonado una copa. Por lo visto, siempre llevaba alcohol en el bolso, lo que podía explicar aquellas «lagunas» en su memoria. De lo único que estaba segura era de haber pasado por la oficina. Sin duda. La habían visto muchas personas, había charlado con ellas, pero no recordaba los detalles de las conversaciones.

Pero también cabía otra explicación. A Zoya no le fallaba la memoria: sencillamente, estaba tratando de ocultarle algo a Stásov. Así que tenía que ser muy cauto y estar muy atento con esa mujer, por un lado para no ofenderla, y por otro para no bajar la guardia.

—Yo... No, no le esperé. Pensé que podía entretenerse y yo tenía prisa.

—¿Por qué? —preguntó inocentemente.

—Tenía que hacer unos recados.

Sementsova le dirigió una rápida mirada y se sirvió otra copa.

—Bien, continuemos, Zoya Ignátievna. Entonces, de la oficina salió usted más o menos... ¿a las cinco? ¿A las seis?

—Alrededor de las cinco.

—Y ¿adónde se dirigió?

—Mire, Slávik, en el sitio al que me dirigí ni tuve ni pude tener ninguna conversación sobre Alina. Ya le he contado todo lo que sucedió en la oficina. Allí no vi a Alina y tampoco la llamé por teléfono. Y todo lo que oí sobre ella no hacía más que confirmarme que era una tía cruel, insensible y estúpida. Entiendo que me despreciara, ¿quién era yo para ella? Nadie. Una antigua rival. ¡Aunque hace ya tanto de eso! Pero, ¿cómo pudo hacerle una cosa así a Andréi Lvóvich? Él sólo quiso ser sincero con ella, hacerle una confidencia, y ya ve cómo se lo pagó. Ahora me da vergüenza mirarle a la cara.

—En cualquier caso, Zoya Ignátievna, ¿adónde se dirigió usted alrededor de las cinco?

—A la peluquería.

—¿Y cuánto tiempo estuvo allí?

—Hasta las siete, más o menos, me parece. Es que ahora en las peluquerías todo se alarga mucho. La tecnología de los peinados de moda es compleja... Los productos químicos, las mechas... Todo eso lleva su tiempo.

—¿Y después de la peluquería?

Cuanto más se acercaban a la noche del viernes, más evidente era el pánico que se apoderaba de Sementsova. Stásov se acordó de la conversación del día anterior con Kaménskaya: Degtiar, según ella, no había dudado ni un instante de que, atendiendo a su estado psíquico, Zoya podía haber matado perfectamente a Alina Vaznis. Es verdad que, desde el punto de vista de su condición física, existían serias dudas al respecto, pero, de haber estado Alina inconsciente o muy debilitada, entonces ya la cosa cambiaba. ¿Y si ése hubiera sido el caso? Por la razón que fuera, a Zoya se la notaba muy alterada.

—Después de la peluquería fui a la masajista...

Tenía una respuesta preparada para cada pregunta referente a los lugares donde había estado hasta las diez de la noche, hora en que, según sus palabras, volvió a casa y se acostó. Y esas respuestas eran más fluidas que su confuso relato sobre las tres horas y media que había pasado en las oficinas de Sirius. A Stásov no le gustó nada.

—Zoya Ignátievna, tengo la sensación de que no me lo está contando todo, de que intenta usted ocultarme algo. ¿Me equivoco?

La reacción de Sementsova fue tan violenta que Stásov llegó a asustarse un poco.

—¡No le estoy ocultando nada! ¿Me oye? ¿Qué iba a ocultar? Todo el mundo conoce mi desgracia. ¡Todo el mundo!

¡Todo! Esa Vaznis no es más que una sinvergüenza insaciable. No le bastó con humillarme hace cinco años, cuando me apartó del papel de Azucena. Pero si hasta fui a su casa, lloré, le supliqué que renunciara a Azucena, que interpretara a Leonor como se había planeado desde el principio. Se lo expliqué todo, ¡todo! Lo importante que era para mí que me dieran el papel, lo que había sufrido cuando perdí a mi familia y la forma tan terrible en que me habían curado. ¡Se lo conté todo! ¿Y ella? Me escuchó, no me contestó nada e hizo lo que le dio la gana. Si usted supiera lo que me costó tragarme mi orgullo e ir a suplicarle. ¡A ella, a una mocosa, a una estudiante! Yo, una actriz reconocida, me arrojé a sus pies, perdí los papeles, lloré, supliqué. ¿Cómo se puede perdonar eso? Se tenía bien merecida la muerte que ha tenido, mire lo que le digo. A quien la haya matado deberían erigirle un monumento.

Zoya temblaba como si tuviera fiebre, escupía al hablar, y Stásov tuvo la impresión de que estaba a punto de darle un ataque.

—Zoya Ignátievna, tranquilícese. —La cogió con cariño de la mano y se la apretó ligeramente—. No se ponga tan nerviosa. Comprendo que Alina la ofendió, pero han pasado muchos años, todos se han olvidado de esa historia y ya va siendo hora de que también usted se olvide. Tranquilícese, se lo ruego...

Dejó la casa de Sementsova con esa penosa sensación que siempre experimentaba en presencia de personas que habían sido agraviadas de un modo cruel. Zoya no habla despejado sus dudas, pero al menos le había proporcionado un punto de partida para seguir investigando. Ahora tenía que comprobar su relato, había anotado el nombre y la dirección de la peluquera, de la masajista y del resto de personas a las que Zoya había mencionado. Ojalá todo se confirmara. Porque si no...



ALINA VAZNIS DIEZ AÑOS ANTES DE SU MUERTE


Con el paso de los años se fue resignando. Él siguió apareciendo, se cruzaba de improviso en su camino cuando no había nadie alrededor y todo estaba oscuro. Alina procuraba no salir sola de noche, pero a veces no le quedaba más remedio que pasar por una oscura calle desierta, y él, como si la estuviera esperando a propósito, se presentaba de inmediato. Ella ya conocía el sentido y el significado de aquellas palabras que él le había susurrado tantas veces mirándola fijamente a los ojos. Mientras con una mano sostenía la suya, con la otra acariciaba sus espesos cabellos castaños, lisos y sedosos. Y hablaba, hablaba, hablaba... Ella tenía miedo, aquello le resultaba desagradable, pero aguantaba. Ni siquiera podía pensar en ponerse a gritar, pedir ayuda o tratar de soltarse. Él vivía en algún lugar del vecindario, y ella no tenía la menor duda de que cumpliría la amenaza que siempre repetía antes de marcharse.

Se acostumbró a sentirse sucia. Desde el mismo día en que su amiguita de la guardería le dijo que era mala y podía contagiarla. Entonces no hubo nadie al lado de Alina que le explicara que ella no tenía la culpa, que era igual que los otros niños. No hubo a su lado ningún adulto que acudiera a la policía y denunciara que por allí cerca vivía un joven que acosaba a los niños. Llevaba ese miedo en su interior, y en su alma infantil creció y arraigó el sentimiento de culpa y una amarga soledad.

Con el tiempo empezó a darse cuenta de que las apariciones de aquel terrible individuo (ella le llamaba el Loco) tenían cierta periodicidad. A pesar de todo, no se acercaba a ella más que cada dos o tres meses. Por eso, después de cada encuentro Alina respiraba aliviada, pues sabía que durante las cinco o seis semanas siguientes podría caminar tranquila por las calles, sin estremecerse, sin tener que ir pendiente de todo. Pasaban unos dos meses y ella empezaba a esperar. Era preferible sufrirlo cuanto antes, pensaba con tristeza, y después disfrutar de otros casi dos meses de tranquilidad. Hasta el punto de que, cuando la espera ante aquella pesadilla se hacía insoportable, salía a propósito de casa por la noche y se sentaba en un jardincillo cercano. Solía funcionar. El Loco aparecía por detrás, se sentaba a su lado, sonreía de forma repulsiva, deslizaba su mano por sus largos y sedosos cabellos y empezaba a susurrar sus habituales porquerías, diciendo cómo iba a bajarle las braguitas y a acariciarla y a tocarla con los dedos... Ella procuraba no escuchar, pensar en algo diferente: en el colegio, por ejemplo, en las clases, en su madrastra y sus hermanos. Alina sabía que lo único que podía hacer era intentar desconectar y aguantar. Después vendrían dos meses de relativa calma. O tres, con un poco de suerte.

Con quince años ya era capaz de comprender todos sus gestos, sabía por qué, cuando se acercaba al final de su lento y voluptuoso relato, apartaba la mano de su pelo y se la colocaba entre las piernas. Sabía por qué, de repente, se quedaba con la palabra en la boca, callaba durante dos o tres segundos y después emitía una especie de suspiro profundo y ronco. Se daba cuenta de lo que le pasaba a esa persona que se sentaba a su lado en el banco, y no sentía nada, salvo miedo y repulsión. Pero se acostumbró al miedo y también a la repulsión. Y al sentimiento de culpa. Y a la soledad.

No tenía amigas, así que nunca aprendió a relacionarse con la gente. Alina pronunciaba largos y vehementes monólogos dirigidos a interlocutores imaginarios, les hablaba de los libros que leía, de las películas que veía en el cine, discutía, trataba de demostrarles alguna cosa, les daba explicaciones. Protestaba, y procuraba dar respuesta a sus quejas. Existía en su cabeza un mundo entero, poblado por personas buenas e inteligentes para quienes ella era alguien importante, a quienes no dejaba indiferente, que se preocupaban por sus problemas y estaban en vilo cada vez que tenía un examen. Pero bastaba con que abriera la boca para que un frío mortal la dejara paralizada. Entonces tenía la sensación de que nadie se ocupaba de ella, de que nadie la necesitaba, de que sus pensamientos y emociones traían sin cuidado a todo el mundo. Y además estaba el miedo. Aquella experiencia de la infancia había sido demasiado amarga y dolorosa, y desde entonces siempre había tenido mucho miedo a que cualquier palabra que dijera se volviera en su contra.

Los profesores no advertían nada. Dotada de una magnífica memoria, cuando le preguntaban la lección, explicaba con soltura todo lo que había estudiado en los libros; como su intelecto se había desarrollado con normalidad, era capaz de resolver sin dificultad los problemas de física, matemáticas y química. La única excepción eran las clases de literatura: la profesora tenía la costumbre de hacer preguntas que no venían en los libros de texto. Después de escuchar la respuesta de un alumno a la cuestión: «La imagen de Napoleón en la novela Guerra y paz, de Tolstói», podía preguntar:

—Bueno, ¿y tú que dirías? ¿Era Napoleón un hombre cruel? Has leído la novela, ¿qué impresión te ha producido?

Cuando a Alina le tocaba responder a esa clase de preguntas, empezaba a balbucir y a duras penas conseguía pronunciar unas cuantas palabras que ni por asomo podían expresar lo que pensaba. Claro que tenía su propia opinión, pero sentía pánico ante la perspectiva de tener que exponerla en voz alta. ¿Y si las cosas volvían a salir mal y todos, nuevamente, la daban de lado?

—Alina, es increíble —solía decir la profesora en estas ocasiones—. Con las redacciones tan brillantes que escribes, ¿cómo es posible que te expliques tan mal?

«Porque mis redacciones sólo las lee usted —le replicaba Alina en su cabeza—. Pero mis respuestas las oye toda la clase. Porque tengo confianza en usted, y sé que nunca me va a poner en ridículo delante de los demás aunque haya algún fallo en mi redacción. En cambio, si digo alguna tontería o meto la pata, mis compañeros se van a reír de mí y me van a despreciar.» Y todo por culpa de su hermano Imants, que le había inculcado aquel pánico a la palabra hablada. A los quince años ya sabía y entendía todo lo que tiene que saber y entender una chica de su edad. Sabía, como es natural, que ninguna palabra hace que salgan hongos en la boca. Pero los miedos de su infancia habitaban en su interior, habían echado espesas raíces y con los años eran cada vez más profundos. Alina seguía teniéndole miedo a la gente y prefería quedarse al margen, de modo que no estaba habituada a conversar; en cambio, pensaba y hablaba mucho a solas.

Estaba firmemente decidida a ser actriz. No la movían esos impulsos infantiles por los que se dejaba llevar la abrumadora mayoría de las chicas que aspiraban a ingresar en el Instituto Estatal Pansoviético de Cinematografía o en el Instituto Estatal de Arte Dramático. En lo que menos pensaba era en la fama, en la popularidad, en la buena vida y en las giras por el extranjero. Quería hablar y ser escuchada, quería transmitir a la gente aquel océano de ideas, sentimientos, sufrimientos y juicios acumulados en su interior a lo largo de todos esos años. Pero no quería hacerlo en su propio nombre, en nombre de Alina Vaznis, sino en el de los personajes que pensaba interpretar. Aquel océano ansiaba estallar, haciendo añicos su frágil mentalidad adolescente; pero estaba atrapado en su interior, retenido por su miedo atávico a ser malinterpretada y rechazada. En cambio, a un personaje de ficción, ¿quién le iba a pedir cuentas?


CAPÍTULO V




KAMÉNSKAYA


El lunes, después de la breve reunión matinal, Nastia Kaménskaya y Yuri Korotkov se pusieron a trazar un plan de acción. Desde primera hora, Nastia estaba al corriente de las conclusiones de los forenses que habían realizado la autopsia del cadáver de Alina Vaznis. La causa de la muerte había sido la asfixia. Pero en su sangre se hallaron restos de potentes tranquilizantes, y en cantidades bastante elevadas.

—¿Y qué sacamos de todo esto? —preguntó Korotkov con pesar—. Xenia Mazurkévich estaba en posesión de tranquilizantes, por lo menos ochenta pastillas, y no tenemos ni idea de lo que hizo con ellos. Y, ya que no los tenía, debería tener la receta. Una de dos. Sementsova pudo estrangular perfectamente a la pobre Vaznis después de haberla dejado atontada a base de pastillas. En cuanto a Jaritónov, no hay nada claro. Una cosa es demostrar que no has estado en un sitio concreto porque te han visto en otro. Pero, ¿cómo vas a demostrar que no has estado en un sitio si nadie te ha visto? Él jura que había saldado por completo su deuda con Alina. ¿Cómo comprobarlo?

—Anda, no te quejes, no todo es tan terrible. Que el juez instructor se ocupe de Xenia y la interrogue sobre la receta y los tranquilizantes. Por cierto, debemos comprobar si Xenia y Zoya Sementsova eran buenas amigas.

—¿Qué pasa? —Korotkov levantó hacia Nastia sus ojos sorprendidos—. ¿Crees que han podido matar juntas a Alina?

—¿Y por qué no? Ambas tenían un motivo, y además una de ellas tenía las pastillas. Y fíjate en que ninguna de las dos tiene una coartada. Stásov se ha ocupado de los desplazamientos de Xenia el viernes y no ha averiguado nada. Después de las nueve de la noche no hay el menor rastro, nadie la ha visto y ni la ha oído. Es verdad que hasta ahora nadie le ha preguntado directamente a ella; a lo mejor podría decirnos dónde estuvo, pero eso se lo dejaremos al juez instructor. Y ¿qué hay de Sementsova?

—Nada. No estuvo en la peluquería ni tampoco en la masajista, eso era mentira. Además, Stásov ha localizado a algunas personas en Sirius que aseguran que llamaron a casa de Zoya aquella noche, entre las diez y las once. Ya sabes, cada vez que te ocurre alguna desgracia siempre hay un montón de gente que quiere preguntarte si es cierto. Aquella noche la llamaron al menos dos amigas para saber si era verdad que Smúlov quería que actuara en la película pero Zarubin se lo había prohibido, y si era verdad que la iniciativa había partido de la propia Alina Vaznis. Una de esas amigas llamó poco después de las diez, y la otra cerca de las once, aunque la primera volvió a llamar a eso de las once y media. Se ve que tenía muchas ganas de saborear la desgracia ajena.

—¿Y Sementsova no estaba en casa?

—No, no estaba en casa. O, por lo menos, no cogió el teléfono. Sin embargo, a Stásov le ha dicho que había llegado a casa a eso de las diez. Hoy se te ve rara, Nastia.

—¿A qué viene eso? —Nastia se mostró sinceramente sorprendida—. Estoy de buen humor, me encuentro estupendamente, no me duele nada, nadie se ha metido conmigo. Vaya una ocurrencia.

—No es ninguna ocurrencia; lo que pasa es que llevo ya media hora aquí contigo y no te has tomado ni un café ni me has propuesto que nos tomemos uno.

A Nastia le dio un ataque de risa. Yurka llevaba mucho tiempo trabajando a su lado, codo con codo, y sabía de sobra que era incapaz de pasarse dos horas sin una taza de café. Años de observación le habían enseñado que Nastia, después de la reunión matinal, lo primero que hacía, de vuelta en su despacho, era enchufar el hervidor y prepararse una enorme taza de café bien cargado. Sólo entonces se ponía a trabajar.

—Deduzco que lo más importante en tu frase es la última parte. Das a entender, muy educadamente, que no te lo he ofrecido.

Cogió el hervidor, echó agua de la garrafa en una jarra grande de cerámica y sacó de un armarito dos tazas, un bote de café soluble y un azucarero.

—Muy bien, extorsionista, ¿qué vamos a hacer? ¿Ponemos a Xenia Mazurkévich en manos del juez instructor?

—Pues sí, eso es —asintió Korotkov.

—¿Y a Sementsova? Stásov le ha sacado todo lo que ha podido. ¿Tiene algún sentido que siga ocupándose de ella?

—De acuerdo, yo lo haré. Está claro que a Stásov no le conviene ser demasiado duro con ella: en cierto sentido, los tíos trabajan para la misma empresa. A mí, en cambio, no me conoce de nada y no tengo esas limitaciones.

—Entonces, vamos a hacer lo siguiente. Que el juez instructor compruebe la coartada de Xenia Mazurkévich, tú comprueba la de Zoya Sementsova, y yo ya me ocupo de aclarar si estas simpáticas damas son o no son amigas íntimas. Queda pendiente Jaritónov —dijo Nastia pensativa—. Buñuelo prometió que, en cuanto se despejara el panorama, tendríamos más ayuda. No ha habido suerte, por lo que se ve. No ha abierto la boca.

«Buñuelo» era el mote cariñoso con el que se referían en el departamento a su superior, Víktor Alexéyevich Gordéyev, debido a su tipo, rechoncho y fornido, y a su cabeza, redonda y calva. Gordéyev conocía cuál era su apodo, pero no se lo tomaba a mal: hacía tanto tiempo que se lo habían puesto que Víktor Alexéyevich lo consideraba como su segundo nombre.

—Y otra cosa, Yuri. Tenemos que averiguar si Alina Vaznis solía tomar tranquilizantes. No vayamos a estar haciendo conjeturas, y luego resulte que sí los tomaba habitualmente. Llama ahora mismo a Smúlov para salir de dudas y dejarnos de historias.

Korotkov descolgó dócilmente el teléfono y marcó el número de Smúlov. Por suerte, estaba en casa.

—¿Tranquilizantes? No, nunca. Alina tenía unos nervios de acero, nunca tomaba nada de eso. Incluso el viernes, cuando le aconsejé que se quedara en casa relajada, no se tomó más que una infusión de agripalma. Ella misma me lo dijo. El único calmante que le he visto tomar ha sido valeriana, en pastillas. Alina le tenía mucho miedo al dentista; era tal el pánico que la anestesia no le hacía suficiente efecto. Por eso le habían aconsejado tomar previamente algunos comprimidos para reforzar los efectos del anestésico.

—¿Y usted nunca vio en su casa ningún tranquilizante?

—No —negó tajantemente Smúlov—. Jamás.

Korotkov colgó el teléfono y le dio un sorbo al café.

—No ha habido suerte —comentó—. La víctima no era aficionada a las sustancias psicotrópicas y, de hecho, tenía un sistema nervioso a prueba de bombas. Sólo le tenía miedo al dentista y lo único que tomaba eran pastillas de valeriana. Muy de vez en cuando, una infusión de agripalma. Eso es todo.

—Lástima. —Nastia suspiró apenada—. No vamos a tener más remedio que ocuparnos de la Mazurkévich y la Sementsova. La verdad es que no me hace ninguna gracia...

—¿Y eso?

—Pues ya sabes. —Hizo un gesto indolente—. Porque con las mujeres todo es más complicado. No hacen más que mentir, lo lían todo y luego no hay quien se aclare. Y, encima, una es alcohólica, y la otra ninfómana. Ésas no te sueltan una sola palabra que no sea mentira y te marean hasta volverte loca. ¿Sabes por qué es más fácil con los hombres? Pues porque los hombres, si los acorralas y les demuestras que han mentido, se rinden a las primeras de cambio. Y a partir de ahí todo va como la seda. En cambio, las tías están hechas de otra pasta. No sólo no se avergüenzan cuando las pillas en un renuncio, sino que pierden los estribos, porque están deseando engañarte a toda costa, darte gato por liebre. Y, si les haces ver que lo que han dicho es falso, te saltan enseguida: «De eso nada, es la pura verdad; no sé de dónde se habrá sacado esa estupidez. ¿Quién se ha atrevido a decir que miento?». Hay otra variante, aún más retorcida: «Pues sí, le he mentido, pero eso se debe a que...». Y empieza a largarte una nueva retahíla de embustes. Y, cuando vuelves a ponerla en evidencia, le da por lloriquear y te cuenta una historia tremenda sobre un secreto espeluznante que por nada del mundo se puede divulgar, y te explica que por ese motivo te había estado mintiendo. Para preservar el secreto, por así decir. Ay, Yuri, no hay quien. pueda con las tías.

—Podría ser —Korotkov soltó una carcajada—. ¿Y entonces tú qué eres?

—Yo, amigo mío, no soy ninguna tía —dijo Nastia con una sonrisa—. Soy un agente de sexo femenino. Que es algo muy distinto.


Nastia quería aclarar cuanto antes las cosas y llamó a Stásov para pedirle que averiguara si Xenia Mazurkévich y Zoya Sementsova eran buenas amigas. La pregunta le pareció a Stásov de lo más extraña.

—Pero, ¿qué pueden tener en común? —se sorprendió—. La mujer del presidente y una actriz alcoholizada.

—Eso mismo pienso yo. Pero tú, de todos modos, intenta averiguarlo, ¿de acuerdo? Igual fueron juntas al colegio o a la universidad, o eran de la misma pandilla. O compartieron habitación en un hospital. Ya se sabe, todo es posible. Entiéndeme bien, Slava: lo que me interesa en este momento no es la verdad, sino la opinión de la gente. Quiero saber si la idea «oficial» que se tiene de ellas es que son buenas amigas o que no tienen la menor relación. Y luego ya veremos.

—Ah, entendido —respondió Stásov aliviado—. Enseguida lo averiguo. Llámame dentro de unos diez minutos.

Al cabo de diez minutos, Nastia oyó de su boca más o menos lo que esperaba: nueve años antes, cuando se fundó Sirius, la artista emérita Zoya Sementsova fue una de las primeras a las que ofrecieron firmar un contrato. Tenía una buena reputación de actriz trabajadora y diligente, poco amiga de pendencias e intrigas. La contrataron a instancias de Leonid Serguéyevich Degtiar, que conocía a Zoya desde hacía mucho y necesitaba para sus filmaciones operísticas una actriz de mediana edad. En la óperas, para esa clase de mujeres escriben las partes de mezzo-soprano y de contralto: la condesa en La dama de picas, Flora en La Traviata, Ulrica en Un baile de m á scaras. Xenia no mostró ningún interés por Sementsova. Ni siquiera creyó necesario interesarse por ella cuando sufrió el accidente, aunque todos en Sirius fueron a ver a Zoya al hospital o le mandaron flores y cartas. En conclusión, Xenia no conocía de nada a Sementsova.

Y en cuanto a Sementsova, nunca le dijo a nadie que fuera conocida de la mujer del presidente. Cuando coincidían en reuniones y fiestas, en estrenos y presentaciones, se saludaban educadamente y cada una tiraba por su lado.

—Oye, Slava, ¿no te hace pensar todo esto en una vieja enemistad? —preguntó Nastia tras escuchar la respuesta de Stásov.

—No, más bien me recuerda a Labruyère —contestó entre risas—. Si no me equivoco, fue él quien escribió que, cuando un hombre y una mujer que se encuentran en público se marchan cada uno por un lado, no se miran y no se dirigen la palabra, todo el mundo entiende enseguida lo que eso significa.

—Bueno, en general, tienes razón —reconoció Nastia—. De todos modos, hay que comprobar si existe esa vieja relación. Tengo serias sospechas de que nuestras damas se afanan por disimular. A propósito, ¿cuál es el apellido de soltera de Xenia?

—Kózyreva. Ya te lo había dicho, es hija del banquero Valentín Petróvich Kózyrev. ¿No te acuerdas?

—Me acuerdo, pero a veces los hijos llevan el apellido de la madre o de un segundo marido, de ahí mi pregunta.

—Caray, Anastasia, eres endiabladamente precavida —dijo Stásov con sincero respeto—. Gato escaldado del agua fría huye, ¿no?

—Claro. No sabes cuántas veces me he escaldado. Una vez me las vi con un sinvergüenza con el que no habría soñado ni en mis peores pesadillas. Buscaba mujeres que estuvieran en la miseria, les pagaba una buena suma de dinero a cambio de casarse con él y al cabo de un mes se divorciaban. Al casarse adoptaba el apellido de la mujer, y enseguida obtenía un nuevo pasaporte [9]; después de divorciarse, acudía a la policía a denunciar que había perdido el pasaporte o que se lo habían robado, o lo que fuera, y le daban uno nuevo con el apellido de la ex mujer, porque al divorciarse no había cambiado de apellido; más tarde se casaba de nuevo y vuelta a empezar.

Para cuando lo pescamos, tenía cuatro pasaportes auténticos con diferentes apellidos. ¡Todos auténticos! Quién sabe cuántas fechorías habría acumulado para entonces con esos pasaportes. Por cierto, tenía una cómplice y, cada vez que se divorciaba, se casaba con ella. Ella también cambiaba de apellido, y hacía lo mismo: iba a la policía a denunciar la desaparición de su pasaporte, cuando en realidad lo tenía bien guardado en su mesilla de noche. Estuvieron persiguiéndolos unos ocho años por toda Rusia, y en ese tiempo caerían como veinte veces en manos de la policía. Buscaban a unos tales Ivanov y Sídorova, pero sus documentos estaban a nombre de Petrov y Tiútkina o de Búblikov y Krúglikova; la policía pedía informes, hacía las comprobaciones pertinentes, y todo estaba en regla, los pasaportes eran auténticos, las fotografías coincidían... Nuestras más sinceras disculpas. Así que, en lo tocante a los apellidos, yo siempre tengo mis dudas.

—¡Tiene gracia! —suspiró Stásov—. Así que fuiste tú la que atrapó a Koriaguin, ¿verdad? Demonios, ya conocía esa historia, pero no pensaba que hubieras sido tú...

—No exageres, Slava, no le cogí yo. En mi vida he atrapado a un criminal. Eso no sé hacerlo. Lo que hice fue calcular lo que podía haber hecho. Me figuré que en cada ocasión habría cambiado de apellido de forma legal. En realidad, es algo muy sencillo. Sólo que no es nada frecuente, y por eso a nadie se le pasa por la cabeza que un hombre adopte el apellido de la mujer. Y él contaba con eso. Entonces calculé cuántas mujeres había tenido y, cuando recibimos la lista completa de los apellidos que constaban en sus documentos, todo fue rodado. Por cierto, quien le cogió fue Yuri Korotkov.

En definitiva, el lunes al mediodía Nastia Kaménskaya tenía las siguientes alternativas para el asesinato de Alina Vaznis:

Primera. A Alina la mató Nikolái Stepánovich Jaritónov para no tener que devolverle el dinero que le había prestado, que suponía una suma desmesurada para él.

Segunda. El crimen lo cometió Xenia Mazurkévich, la cual, tras añadir al té o al café de Alina una dosis brutal de tranquilizantes que la dejaron atontada y soñolienta, sólo tuvo que asfixiarla con una almohada. No había signos de pelea en el apartamento, ni había tampoco moratones o rasguños en el cuello de la víctima.

Tercera. El mismo procedimiento, pero con Zoya Sementsova como asesina.

Cuarta. Lo mismo, pero con dos asesinas: Xenia y Zoya.

Y había una quinta. A Nastia Kaménskaya aún no se le había ocurrido, pero no le cabía ninguna duda de que, con toda probabilidad, existiría. Se lo decía su instinto, porque no dejaban de aparecer nuevos sospechosos. En cualquier momento podía plantearse esa quinta alternativa.

No le faltaba razón.



STÁSOV


Aún no había tenido tiempo de verificar las biografías de Xenia Mazurkévich y Zoya Sementsova cuando el propio Mazurkévich le llamó a su despacho. Stásov subió al tercer piso, donde se hallaba el despacho del presidente, y empujó la pesada puerta de roble.

Mazurkévich estaba sentado a su mesa con cara de preocupación, y enfrente de él, en los asientos destinados a las visitas, Stásov vio a Andréi Lvóvich Smúlov y a un hombre entrado en años con un rostro brutalmente esculpido por la adversidad.

—Vladislav Nikoláyevich —dijo Mazurkévich algo confuso—, le presento a Valdis Gúnarovich, el padre de Alina.

—He venido por la herencia —dijo Vaznis de inmediato, sin volver la cabeza—. Que abra el apartamento de Alina, para que podamos recoger todas sus cosas. Sé que tiene llave.

Se refería a Smúlov, pero no creía necesario llamarle por su nombre.

—Es imposible, Valdis Gúnarovich —dijo Stásov con mucha suavidad—. Hasta que no concluya la investigación de las circunstancias de su muerte, en el apartamento sólo pueden entrar funcionarios de policía. En cualquier caso, si quiere coger algo, necesita un permiso del juez instructor. Ni Mijaíl Nikoláyevich ni yo, y mucho menos Andréi Lvóvich, tenemos derecho a dejarle pasar al apartamento de Alina. Entiéndalo.

—Tengo derecho —repuso Vaznis secamente, como si no hubiera prestado atención a las explicaciones de Stásov—. Yo soy el heredero legal de mi hija y tengo derecho sobre todas sus pertenencias.

—Por supuesto que tiene derecho. Pero más adelante, no ahora.

—Pero es que necesito coger algo de ropa para enterrar a Alina. No podemos darle sepultura con semejante...


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