355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Alexandra Marinina » Retrato póstumo » Текст книги (страница 1)
Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



сообщить о нарушении

Текущая страница: 1 (всего у книги 14 страниц)

Annotation

Alina Vaznis es una actriz que hasta hace un año protagonizaba películas de pequeño presupuesto. Tras mucho esfuerzo y vicisitudes había conseguido, por fin, el reconocimiento internacional. Y, repentinamente, alguien ha acabado con su vida.Anastasia Kaménskaya es una comandante de la policía moscovita que se verá envuelta en la investigación de este extraño caso, y aunque en un principio parece que nadie podría tener motivos para acabar con Alina, poco a poco va descubriendo que la actriz tenía más enemigos de los que podía pensar: familiares, compañeros de reparto, la esposa del propietario de la productora de las películas de la fallecida, un talentoso director de cine cuya carrera había caído en picado hasta conocer a Alina e iniciar una relación con ella, e incluso un extraño admirador secreto podrían ser los asesinos.



Alexandra

Marinina



Retrato

Póstumo





Anastasia Kaménskaya, 7

GUÍA DE PERSONAJES PRINCIPALES



Alexéi Mijáilovich Chistiakov (Liosha): marido de Nastia.

Alois Vaznis: hermano pequeño de Alina.

Alina Váldisovna Vaznis (Lina): actriz de los estudios Sirius que aparece asesinada en su domicilio. Mantenía una relación con el director de cine Smúlov.

Anastasia Pávlovna Kaménskaya (Nastia, Nastasia) Andréi Lvóvich Smúlov (Andriusha): director de cine que trabaja para los estudios Sirius. Amante de Alina.

Boris Iósifovich Rudin (Boria): amante de la ex mujer de Stásov y propietario de los estudios de cine RUNIKO.

Boris Vltállevlch Gmyria: juez de instrucción.

Imants Vaznis: hermano mayor de Alina.

Inga Vaznis: Madrastra de Alina.

Írochka MilovánovA: hermana del primer marido de Tatiana.

Iván Alexéyevtch Zatochny: general.

Leonid Serguéyevich Degtiar (Lionia): fundador y director artístico del estudio especializado en musicales de Sirius.

Lilia (Lili): hija de Vladislav Stásov y Margarita.

Margarita (Rita, Ritka): ex mujer de Vladislav Stásov.

Maxim: hijo de Iván Alexéyevich Zatochny.

Mijaíl. Dotsenko (Misha): policía.

Mijaíl Nikoláyevich Mazurkévich: presidente de los estudios cinematográficos Sirius.

Mijaíl Tatósov (Mishka): compañero de colegio de Andrei Smúlov.

Nikolái Stepánovich Jaritónov: administrador de Sirius.

Nikolái Seluyánov: compañero de Nastia.

Pável Shalisko (Pasha): redactor de la revista cinematográfica Kin ó.

Rafik Zhigarevski (El jirafa): policía de la comisaría de Zamoskvorechie.

Sofia Schweistein (Sónechka): madre de Alina.

Tatiana Obraztsova (Tánechka): amante de Vladislav Stásov.

Valdis Gúnarovich Vaznis: padre de Alina Vaznis.

Valentín Petróvich Kózyrev: banquero y padre de Xenia.

Víktor Alexéyevich Gordéyev (Buñuelo): jefe de Nastia, coronel.

Víktor Voloshin (Vitia): vecino de Alina.

Vladislav Nikoláyevich Stásov (Slava, Dima): policía retirado y jefe de seguridad de los estudios Sirius.

Xenia Mazurkévich: mujer de Mijaíl Nikoláyevich Mazurkévich.

Yelena Albikova (Lénochka): ayudante de dirección.

Yuri Víktorovich Korotkov (Yura): compañero de Nastia, comandante.

Zoya Ignátievna Sementsova: actriz, rival de Alina Vaznis.


CAPÍTULO I




STÁSOV


El antiguo funcionario de la policía judicial Vladislav Stásov, ex teniente coronel de la policía y actual jefe del servicio de seguridad de los estudios cinematográficos Sirius, se ocupaba de una tarea totalmente prosaica: elaborar, bolígrafo y papel en mano, la lista de alimentos que al día siguiente debía comprar sin falta para preparar la comida de toda la semana para su hija y para él. La ex mujer de Stásov, Margarita, había salido precipitadamente de viaje de negocios, dejándole a cargo de su hija de ocho años, Lilia, de lo cual se alegraba enormemente. El trabajo de Margarita era estresante y complicado, y conllevaba frecuentes y largas ausencias, por lo que Stásov tenía ocasión de quedarse con su hija más a menudo de lo que podía esperar cuando se divorció. Adoraba a Lilia.

En primer lugar —se dijo—, había que comprar un poco de todo para preparar bocadillos: a Lilia le encantaba pasarse las horas muertas en el sofá con un libro, picoteando sin parar. Claro que, para ser una niña de ocho años, pesaba más de lo debido, aun teniendo en cuenta lo alta que era (como su padre), pero Stásov no consideraba imprescindible corregir sus malos hábitos. Con un libro y unos bocadillos Lilia podía quedarse sola días enteros sin que fuera necesaria la presencia de sus padres, siempre atareados y muertos de cansancio.

En segundo lugar, hacía falta un buen pedazo de carne con su hueso para preparar una cazuela de borshch [1] . Eso implicaba comprar, además, remolacha, zanahorias, cebolla y patatas. Sin olvidar, claro está, la smetana [2] .

En tercer lugar, había que comprar un centro de solomillo y sacar de ahí unos veinte filetes, cuatro para cada uno de los cinco días laborables. En cuanto a la guarnición, también convenía tenerla pensada de antemano, y preparar un poco cada día: cosas como la pasta o la grechka [3] se cuecen en un santiamén, así que, entre que se cambiaba de ropa y se iban tomando el borshch, ya estarían a punto. Lilia nunca tomaba guarnición con la carne: por la razón que fuera, la prefería con ketchup o con col fermentada, acompañada de enormes rebanadas de pan negro.

Listo. Ahora el postre. ¿Qué tal una simple compota? Igual convenía comprar más fruta fresca, para que la niña tomara vitaminas. Bueno, eso podía decidirse al día siguiente en el mercado, había oferta suficiente.

Una vez acabada la lista de la compra, Stásov se disponía a revisar las provisiones que había en el armarito de la cocina cuando sonó el teléfono. Antes de cogerlo, echó un vistazo al reloj: las doce y media de la noche. Demonios, ¿no habría pasado algo en el trabajo? No quería dejar sola a su hija de noche, aunque a ella no le daba miedo la oscuridad. Se quedó parado junto al aparato, que no dejaba de sonar, atento a la duración de los intervalos entre los tonos, y se alivió al ver que eran más breves de lo habitual. Una llamada interurbana: de Tatiana, seguro. En efecto.

—¿No te habré despertado? —a través del auricular le llegó su voz algo áspera y sonora, y por un instante se le encogió el corazón, de tanto como la echaba de menos.

—No te lo vas a creer si te digo lo que estaba haciendo ahora mismo.

—¿El qué?

—El trabajo de Irochka.

—¿Cómo?

—Estaba organizando el menú de la semana que viene.

—Pobrecito mío —le compadeció Tatiana con sorna—. A lo mejor podría mandarte a Irochka. Te la alquilo hasta que vuelva tu Margarita. ¿Quieres?

—¿Y tú cómo te vas a arreglar sin ella?

—Que trabaje primero para mí, que me prepare la comida de la semana, luego que coja un tren y por la mañana la tienes en tu casa.

—No puedo aceptar semejante sacrificio —se negó muy digno Stásov—. La literatura universal no me lo perdonaría. Por cierto, ¿cómo va el trabajo?

—Fenomenal. Para el fin de semana que viene seguramente ya esté acabado.

—¿Y cuántos pliegos te van a salir?

—Unos veinte. Por desgracia, otra vez veinte, mi extensión favorita. Mi editor me va a matar.

—¿Por qué? —se sorprendió Stásov—. ¿Es que veinte pliegos está mal?

—Pues claro que está mal —suspiró Tatiana—. El editor necesita un volumen del que pueda sacar un libro. O bien de doce a catorce pliegos impresos para una edición de bolsillo o bien de veinticinco a treinta para un libro grueso de formato normal. Pero veinte no casa con ninguno de los dos. Un libro de bolsillo de esa extensión no aguanta y las hojas se sueltan, mientras que uno normal resulta demasiado fino y muy poco compacto, no es agradable tenerlo entre las manos. Y aquí es donde el editor empieza a romperse la cabeza pensando en qué puede añadir a mis veinte pliegos para que salga un libro más grueso. Se puede aprovechar una novela corta de otro autor; pero, ¿cómo encontrar una que tenga justo la extensión requerida? Son pocos los que escriben novelas de entre cinco y ocho pliegos, ahora todo el mundo tiene delirios de grandeza, igual que yo. Salvo los más experimentados, naturalmente, que saben calcular la extensión de antemano.

—¿Y tú no sabes?

—No. Pero ya aprenderé, así que no soy un caso perdido.

Stásov volvió a mirar el reloj. Ya llevaban charlando tres minutos.

—Tania, cuelga y te llamo yo, ¿vale? No quiero que derroches el dinero.

—Ni se te ocurra, haz el favor. Creía que esa cuestión ya la habíamos zanjado. Disfruto charlando contigo y quiero ser yo la que paga por disfrutar.

—Si no fueras tan terca y te casaras conmigo, sabría que estabas pagando las llamadas con el dinero de los dos. Pero así me siento como un gorrón.

—Mira, Dima, ya hemos acordado que...

Tatiana era la única persona que, de todas las variantes posibles del nombre de Vladislav, elegía la más rara: Dima. Aparte de ella, nadie llamaba Dima a Stásov. Los demás le llamaban Vládik, Stásik o Slávik.

Stásov la había conocido hacía tres meses, tal vez algo menos. Una semana después le había hecho una proposición que no sólo había sorprendido mucho a Tatiana: también él se había quedado bastante sorprendido. No puede decirse que la primera vez ella le rechazara, sino más bien que no se lo tomó en serio. Volvió a intentarlo una semana más tarde, y obtuvo permiso, en principio, para plantear nuevamente la cuestión en invierno. Pero Stásov no se dio por vencido. Ni él mismo entendía por qué le acuciaba de ese modo la urgencia de casarse con Tatiana, pero sabía con toda certeza que era lo que más deseaba en el mundo. De modo que al final consiguió que ella consintiera casarse en enero.

—Sí, ya lo sé, ya sé que no puede ser antes de enero. Pero, de todas formas, a lo mejor podrías replanteártelo, ¿no? ¿Por qué precisamente en enero? Si nos casamos ahora, se acaban todos los problemas de un plumazo.

—Bueno, a finales de diciembre.

—No, ahora —insistió Stásov, notando que había dado con el momento oportuno para presionar a su terca amada. ¡La echaba tanto de menos! La quería mucho.

—A principios de diciembre.

—¡Antes! Tania, te lo suplico...

—Bueno, en noviembre —se rindió Tatiana.

—De acuerdo —respondió Stásov—. A principios de noviembre, concretamente el Día de la Policía [4].

—¡Dimka! No fuerces las cosas, no me pongas contra las cuerdas.

—Gracias, Tánechka. En mi primer fin de semana libre iré a verte y presentaremos la solicitud. ¿Qué tal Irochka?

—Fenomenal. No para quieta: canta, cocina, limpia y está pendiente de mí, como si fuera mi niñera.

—Tienes suerte.

—Hay que saber elegir a los parientes, así es como se tiene suerte.

Irochka era la hermana del primer marido de Tatiana. Después del divorcio, éste se había ido a vivir a Canadá, pero su hermana se había convertido en la mejor amiga, confidente y ama de llaves de Tatiana Obraztsova, que trabajaba como juez instructor y en su tiempo libre escribía novelas policíacas con el pseudónimo de Tatiana Tomilina, gozando de gran aceptación entre el público. Tanta actividad no habría sido posible sin Írochka Milovánova, que liberaba a Tatiana de todas las preocupaciones domésticas y organizaba magistralmente su tiempo, convirtiendo las veinticuatro horas del día en no menos de treinta y seis con la misma habilidad con la que una buena ama de casa prepara una comida para cuatro invitados imprevistos con las escasas reservas del frigorífico. Después de colgar el teléfono, Stásov vio cómo su querida niña se colaba en la cocina, cabeceando con aire soñoliento, con su pijama de franela.

—¿Era mamá la que ha llamado?

—No, la tía Tania. ¿Por qué no estás durmiendo?

—¿Te vas a casar con ella? – preguntó Lilia, haciendo oídos sordos a la estricta pregunta de su padre sobre la razón de que estuviera despierta.

—Bueno... Si a ti te parece bien.

—¿Y tendré que llamarla mamá?

—No estás obligada en absoluto. No hace ninguna falta. Tú ya tienes a mamá, mientras que la tía Tania va a ser mi mujer, y puedes llamarla tía Tania o simplemente Tania. Como prefieras.

Lilia suspiró aliviada. Hacía tiempo que le permitían elegir sus propias lecturas, y había leído ya tantos libros «de mayores» que en su cabeza se había formado una extraña mezcolanza de imágenes puramente infantiles con trágicas historias «de la vida real». Sobre todo, se trataba de historias de malvadas madrastras y sufridas hijastras.

—Y, si mamá se casa, ¿tendré que llamar papá a su marido, o podré llamarle tío Boria?

Conque esas tenemos, pensó Stásov. Pero si Ritka le había jurado que no iba a subir a casa a ese cerdo de Rudin estando allí Lili. ¿Cómo era que la niña sabía de su existencia? Rita le había vuelto a mentir. Esa mujer nunca aprendería.

—Mira, cariño, en primer lugar, no estamos seguros de que el nuevo marido de mamá se vaya a llamar Boris. ¿De dónde has sacado ese nombre? Puede que sea Grigori, o Mijaíl, o Alexandr.

—Pero es que se llama Boris Iósifovich, no Grigori ni Mijaíl. ¿Es que no lo sabes, papá? Boris Iósifovich Rudin.

—En segundo lugar, cielo —prosiguió Stásov, como si no hubiera oído su réplica—, no está claro que mamá quiera casarse con él.

—¡Pero si están saliendo!

La lógica de la niña era irreprochable; no como la capacidad de su padre para estar informado.

—Son amigos —trataba de explicarle pacientemente Stásov—. Y, si va a surgir entre ellos un sentimiento más fuerte que acabe en boda, eso aún está por ver.

En realidad, no había nada que estuviera por ver. Pero no era cuestión de ponerse a explicarle a Lili que Rudin estaba casado y no tenía la menor intención de divorciarse. Mujeres como Margarita le sobraban, casi no sabía cómo quitárselas de encima.

—Venga, cielo, vete a la cama. Mañana hay que madrugar para ir al colegio.

—¿Qué dices, papá? Si mañana es sábado.

—¡Anda! Ya se me olvidaba que vosotros no tenéis clase los sábados. En mi época los sábados también había clase.

—¿Y mañana trabajas?

—No sé cómo pintará la cosa, cariño.

La cosa pintaba mal. Pero eso el antiguo teniente coronel de la policía Vladislav Stásov no lo iba a saber hasta la mañana siguiente.



MAZURKÉVICH


Tras oír el chirrido de la llave en la cerradura, Mijaíl Nikoláyevich Mazurkévich, presidente de los estudios cinematográficos Sirius, tomó aliento y se miró las manos. Le temblaban como en su juventud, cada vez que le tocaba hacer un examen. Ahora se va a enterar esa zorra, esa puta descerebrada.

Su mujer avanzaba con precaución por el recibidor; evidentemente, creía que él ya estaba dormido y procuraba no despertarle. Mazurkévich estaba sentado en el salón, completamente a oscuras, esperando. Cuando se encendió la luz y vio a Xenia, se puso lívido. Sus peores sospechas parecían confirmarse. La cara de la mujer estaba pálida; las mejillas, muy coloradas, echaban fuego; le brillaban los ojos, de un azul muy vivo.

—Son las tres de la madrugada —dijo con el tono más neutro posible —. ¿Puedo saber dónde has estado?

—No, no puedes —le soltó Xenia con indiferencia—. No es asunto tuyo.

—¿Es que no lo entiendes? —explotó Mazurkévich—. ¡Te he explicado mil veces, y tu padre también te lo ha explicado, que tienes que olvidarte de tus juergas! ¿Es que quieres acabar entre rejas con los tipos esos de los coches? ¡Estúpida! ¡Cretina! No te exijo que me seas fiel, eso no se le puede exigir a una mujer que antes de nacer ya era una puta, ¡pero al menos guarda las apariencias! Tu padre te lo ha dejado muy claro: como vuelvan a ver a la mujer de Mazurkévich, a la hija del mismísimo Kózyrev, metida en el coche del primer conductor que se le pone a tiro, se acabó. Se acabó el dinero. Se acabó la ayuda en los negocios. Nada de créditos, nada de tasas preferenciales, nada de nada. ¿Es eso lo que quieres?

—Olvídame —le soltó Xenia mientras se quitaba unos pendientes de brillantes y se sacaba el jersey por la cabeza.

Era típico de ella llevar pendientes de brillantes incluso con jersey y vaqueros.

—También te vas a quedar sin brillantes si tu querido papá se entera de que sigues haciendo de las tuyas a pesar de su prohibición. Vas a tener que desprenderte de todos tus caprichitos para hacer frente a las deudas.

Xenia se volvió hacia él, mostrándole el rostro contraído por el odio frío y el desprecio. A sus cuarenta y cuatro años no parecía ni un día más joven: su figura empezaba a abotagarse, el contorno de sus ojos estaba cubierto por cientos de pequeñas arrugas, sus cabellos habían perdido el lustre. Pero, cada vez que volvía a casa después de hacer el amor en un coche con el desconocido de turno, parecía casi una belleza. Ése era el hobby de la hija de Kózyrev, uno de los mayores banqueros de Rusia: subirse al coche del primero que se le cruzaba, presentarse y hacer el amor con él en un callejón cualquiera. A veces la historia acababa con el interior del coche iluminado por las luces de una patrulla de la policía, descubriendo a los ojos de los presentes los pechos impúdicamente desnudos de una mujer y el trasero de un hombre. Se levantaba acta, la historia se pregonaba a los cuatro vientos, Kózyrev y Mazurkévich se llevaban las manos a la cabeza, y Xenia sonreía con descaro, sin desmentir ni prometer nada. Como si le diera completamente igual que su marido se fuera a quedar sin dinero. Pero Mazurkévich estaba segurísimo de que no le daba igual. Estaba acostumbrada al lujo y la abundancia. Y aún más acostumbrada a no renunciar a ninguno de sus caprichos. Y, si tenía algún antojo, hacía lo que fuera para conseguirlo. Xenia sabía que Mazurkévich dependía de su suegro en el terreno financiero, así que no tenía más remedio que soportar todas sus extravagancias.

Cogió de la mesita los pendientes que acababa de quitarse y los arrojó con todas sus fuerzas al suelo, a los pies de su marido.

—Que te aprovechen, impotente —dijo entre dientes—. No te creas que vas a asustarme. Como si no supiera yo dónde encontrar brillantes...

Se encerró en el baño, dando un portazo. Mijaíl Nikoláyevich se quedó un tiempo sentado sin moverse, después se sirvió una copa de coñac y se la bebió de un trago. Sus vasos sanguíneos se dilataron, sus manos entraron en calor, el temblor fue remitiendo poco a poco. Se acercó a la puerta del baño, detrás de la cual se oía el ruido uniforme de la ducha.

—¿Te ha visto alguien? —preguntó subiendo la voz.

Xenia no contestó. Tal vez no le había oído.

—¿Te ha visto alguien? —repitió más alto.

—Mañana lo sabrás —le llegó la voz burlona de su mujer.

Claro, pensó Mazurkévich, mañana lo sabría. Si habían vuelto a ver a Xenia, al día siguiente, desde primera hora, le empezarían a llegar los rumores. Todo Sirius estaba al corriente de los problemas económicos de su presidente y de que, por lo tanto, estaba atado de pies y manos.

—Zorra —susurró, presa de una rabia impotente—. ¡Mira que eres zorra!



KAMÉNSKAYA


La mañana del sábado, Nastia Kaménskaya la dedicó a su ocupación favorita: hacer el vago. Ya la noche anterior, a la pregunta de su marido: «¿Qué piensas hacer mañana?», había contestado con toda sinceridad: «Voy a hacer el vago».

Así que en esos momentos estaba remoloneando en la cama, sorbiendo un café cargado y escuchando música, entregada a sus tranquilas reflexiones. Hay que decir, para ser justos, que sus meditaciones estaban, de todos modos, relacionadas con su trabajo. Primero había estado dándole vueltas a la desaparición de las pruebas materiales del proceso por el asesinato de un quinceañero. Su departamento llevaba ya cuatro meses ocupándose de ese asesinato. Después había estado pensando en el asesinato de cinco personas, la familia al completo de un famoso pintor de retratos moscovita, un caso que les había caído encima hacía dos días. Por último, Anastasia Kaménskaya se había puesto de mal humor al acordarse de que tenían que darle el nuevo uniforme, para lo cual necesitaba a toda costa encontrar las viejas órdenes. Por culpa de esas órdenes ya se había quedado sin uniforme la última vez. Nastia era incapaz de recordar dónde las había metido, así que iba a tener que redactar un informe justificando su extravío.

Esperaba pasar el fin de semana disfrutando de una plácida soledad. Su marido trabajaba a las afueras de Moscú, en Zhukovski, a bastante distancia; por eso, cuando su presencia en la facultad era imprescindible durante varios días seguidos, Andréi se quedaba en casa de sus padres, que vivían a diez minutos a pie de su trabajo. El lunes iba a inaugurarse un importante congreso internacional sobre una materia en la que el profesor Alexéi Chistiakov, doctor en física y matemáticas, estaba considerado una eminencia y, como es natural, tendría que pasarse día y noche en el trabajo, preparando su conferencia y haciendo frente a numerosas cuestiones administrativas.

Otro motivo de reflexión para Nastia fue la búsqueda de una respuesta a la pregunta que, por cuarto mes consecutivo, se venía haciendo cada mañana: «¿He hecho bien en casarme?». Los días en que la respuesta era negativa o quedaba en el aire, Nastia salía hecha una furia, maldiciendo el mundo entero y maldiciéndose a sí misma. Pero había que reconocer que esos días, a pesar de todo, no eran muy frecuentes. Ese día, sábado 16 de septiembre de 1995, la respuesta había sido afirmativa, algo que inmediatamente la había puesto de buen humor e incluso le había infundido cierto ánimo.

Después de remolonear en la cama hasta eso de las doce, Nastia se arrastró hasta la cocina y se acomodó en un rincón para seguir vagueando; se preparó unas tostadas con queso y, ciñéndose su calentita bata de felpa, pasó al segundo capítulo, que consistía en dos tazas de café y un vaso de zumo de naranja. De acuerdo con el orden del día previamente establecido, se disponía a vaguear hasta eso de las cuatro; a esa hora tenía intención de ponerse a redactar un informe analítico sobre los asesinatos y violaciones ocurridos en Moscú. Solía preparar ese tipo de informes hacia el día veinte de cada mes.

De momento, todo respondía al plan previsto. Cumplido el objetivo de hacer el vago hasta las cuatro menos cuarto, Nastia empezó a despedirse con tristeza del placer de la ociosidad. Sacó del bolso los materiales que se había traído del trabajo y empezó a clasificarlos, separando aquellos que sólo tenía que leer y resumir escuetamente en el ordenador de aquellos otros cuyos contenidos debía trasladar al ordenador con todo detalle. A las cuatro y diez, la tarea se vio interrumpida por una llamada telefónica.

—Nastia, prepárate, que va para tu casa Korotkov —le dijo el coronel Gordéyev en un tono que no admitía objeción—. Hoy tenía turno de veinticuatro horas. A las diez de la mañana se marchó a levantar un cadáver, le ha tocado quedarse allí hasta las tres y está que se cae. Te va a pasar toda la información y luego se va a ir a dormir aunque sea un par de horas. Aprovecha tú esas dos horas para estudiar todo lo que él ha podido sacar a lo largo del día. ¿Entendido?

—Entendido, Víktor Alexéyevich. ¿Y de quién es el cadáver?

—De Alina Vaznis.

—¿De quién?

—De Alina Vaznis. La actriz. ¿Nunca te había tocado trabajar en el mundo del cine?

—Aún no.

—No hay más que mierda... La verdad, no tiene nada de bueno. La única ventaja es que la Vaznis solía rodar en los estudios cinematográficos Sirius, y allí trabaja como jefe del servicio de seguridad nuestro antiguo compañero Vladislav Nikoláyevich Stásov. ¿Le conoces?

—Un poco.

—Es un tipo muy correcto en todos los sentidos, pero con mucho carácter. Así que procura entenderte con él.

—A mí tampoco me falta carácter —respondió burlona Nastia—. Así que va a ser él quien tenga que procurar entenderse conmigo.

—Pues sí, todos conocemos tu carácter. Al lado de tus arrebatos, Stásov no tiene nada que hacer.

—¿Está insinuando, Víktor Alexéyevich, que soy una especie de monstruo?

—No sé si un monstruo, pero sí que tienes mala leche —constató Gordéyev—. Contente, Nastia, te lo ruego. Los del mundillo del cine son una pandilla de histéricos y no son de fiar. Allí, la envidia, las intrigas y las borracheras están a la orden del día. Es difícil encontrar buenos testigos entre ellos, prácticamente imposible, así que en esa pocilga Stásov es el único apoyo con que contamos.

—¿Debo deducir que me está asignando ese asesinato?

—Sí, con Korotkov. Hasta el lunes vais a trabajar los dos como muías y, una vez que tenga las cosas más claras, puede que le dé un día libre para compensarle la guardia de veinticuatro horas, y a lo mejor le pido a alguien más que se una a vosotros.

—A Misha Dotsenko —se apresuró a decir Nastia.

—Nada de regatear, no estás en el mercado. Como ya te he dicho, cuando tenga las cosas más claras lo decidiré.

—Pero, Víktor Alexéyevich, si no es por mí, es por el caso.

—¿Y por qué Dotsenko?

—Se le dan bien las testigos. Les saca el alma sin que se den ni cuenta. Cuando Misha las mira fijamente con sus enormes ojos negros, se quedan extasiadas y empiezan a recordar todos los detalles sólo por complacerle.

—Conque extasiadas... ¿Y qué pasa con los testigos?

—Con los hombres ya me las arreglaré yo.

—Me gustaría saber cómo —la pinchó su jefe—. Tú no tienes los ojos de Mijaíl.

—Pero tengo carácter —bromeó—. Una fuerza letal.


Yura Korotkov llegó unos cuarenta minutos más tarde, con el rostro pálido y ojeroso después de pasarse la noche en vela, hambriento y malhumorado. Cuando lo vio en el umbral, Nastia tomó de inmediato una decisión.

—Vas a ver cómo te pongo a tono; tú no te vas a casa.

—Nastia, no me tengo en pie, deja que me vaya a dormir —le suplicó Korotkov.

—Vas a dormir aquí, para no perder tiempo en el camino.

—¿Y Liosha?

—¿Qué pasa con Liosha? En primer lugar, está en Zhukovski, y, en segundo lugar, es una persona normal. Aunque estuviera aquí, seguiría ofreciéndote una cama. Mira, éste es el plan: te das una ducha caliente para que se te dilaten los vasos sanguíneos; después comes algo, a la vez que me lo cuentas todo muy rápidamente; y luego te bebes medio vaso de Martini para aliviar la tensión restante y quedarte dormido en un segundo. Ese mágico acontecimiento debería producirse —miró el reloj– a las diecisiete treinta. A las siete y media te despierto, te das una ducha de contraste, vuelves a comer, te tomas un café según la fórmula «Muerte al enemigo» y como nuevo. De esa forma dispondremos de tres horas para realizar las visitas necesarias antes de que expiren las veintitrés horas que señala el protocolo. ¿Qué haces ahí parado perdiendo tiempo? Quítate la ropa y a la ducha.

—Que no te oiga nadie, por Dios —balbuceó cansado Korotkov, desabrochándose la camisa—. Cualquiera pensaría que me quieres llevar a la cama.

—Precisamente ahí es adonde te quiero llevar —se echó a reír Nastia.


La verdad es que Korotkov se quedó dormido al instante. Nastia sabía bien que una persona que ha estado sometida a una tensión prolongada siente una necesidad imperiosa de dormir, pero le basta con cerrar los ojos para darse cuenta de que no lo va a conseguir. El cerebro sigue trabajando, el corazón se acelera como si uno hubiera corrido los cien metros lisos y, si dispone de poco tiempo para dormir, una buena mitad se la «merienda» el proceso de sedación y relajamiento. Por eso es tan importante prepararse correctamente para un breve descanso. Y algo fundamental: no hay que dormir vestido, acurrucándose en un par de sillas y tapándose con la cazadora, sino que conviene quitarse la ropa y acostarse en una cama de verdad, para que la sangre circule con normalidad y todos los músculos descansen. Era una ciencia que Nastia Kaménskaya dominaba a la perfección, puesto que ella misma tenía bastantes dificultades para conciliar el sueño.

Sentada en la cocina, se dedicaba a dibujar en un papel toda clase de garabatos, circulitos y flechitas mientras pensaba en lo que Korotkov había tenido tiempo de contarle durante la comida. Esa misma mañana, a las siete, Alina Vaznis, una actriz joven pero de cierto renombre, tenía que haberse presentado en los estudios para rodar. Cuando a las siete y media todavía no había aparecido, el equipo de rodaje empezó a ponerse nervioso. La llamaron a casa, pero Vaznis no cogía el teléfono. A las ocho, Andréi Smúlov, director de la película y amante de Alina, tomó la decisión de ir a su casa. Tenía las llaves del apartamento de Vaznis, puesto que llevaban cuatro años de relación, algo que en los estudios cinematográficos Sirius sabía todo el mundo. Smúlov dijo que su coche estaba estropeado, así que pidió que le acercara alguien. De modo que se presentó en casa de Alina con el ayudante de cámara Nikolái Kotin. Como, a pesar de sus insistentes llamadas, no abría la puerta, entraron en el apartamento de Vaznis y descubrieron a la propietaria estrangulada. El médico que llegó con la patrulla de la policía determinó que la muerte de Alina Vaznis se había producido de siete a nueve horas antes, es decir, entre las doce de la noche y las dos de la madrugada.

Como suele pasar en estos casos, en un primer momento las sospechas recayeron sobre el amante de la asesinada, el director de cine Andréi Smúlov. Sin embargo, las primeras conversaciones con los miembros del equipo de rodaje evidenciaron que a quien más le había afectado la muerte de Alina había sido al propio Smúlov.

El presidente de los estudios Sirius, Mijaíl Nikoláyevich Mazurkévich, le había declarado a Korotkov:

«La trayectoria artística de Andréi ha sido muy complicada. Rueda películas policíacas, thrillers. Su primera película tuvo un éxito fulgurante, estaba hecha con mucho talento, y Smúlov, como dicen los libros, se despertó un buen día convertido en una celebridad. Vino después su segunda película, algo más floja, y después la tercera, más floja todavía. Nadie podía entender qué le pasaba. Nadie dudaba del inmenso talento de Andréi Lvóvich, pero, por alguna razón, sus siguientes películas no había por dónde cogerlas, y en ocasiones su parecido con las anteriores era demasiado evidente. Después encontró a Alina, que por aquel entonces estudiaba en el Instituto Estatal de Cinematografía y estaba grabando en el estudio que tenemos destinado a la producción de musicales.

»Smúlov apostó muy fuerte por Alina: en primer lugar, porque realmente era una buena actriz, y en segundo, porque se enamoró locamente de ella. Y ella también de él. Trabajó muchísimo con ella, la sacó en tres de sus películas, la formó como un mentor. Hay que decir que la presencia de Alina proporcionó un atractivo considerable a aquellas películas de Smúlov, a pesar de lo cual cada vez eran peores. Pero Andréi no se rendía, la verdad es que a trabajador no le gana nadie, hasta que por fin el año pasado hizo algo realmente brillante. ¿Lo entiende? Fue capaz de superarse, de ascender a un nuevo nivel de creatividad, y volvió a triunfar. En cuanto a Alina... No sé qué les pasó a los dos, si fue la magia del amor o como quiera llamarse, pero el caso es que Alina dejó impresionado a todo el mundo con su interpretación. La película recibió varios premios prestigiosos, empezaron a hablar de Alina Vaznis y Andréi Smúlov como de una «pareja de estrellas». La verdad es que todos nos temíamos que después del éxito cosechado querrían formalizar su relación, dado que Alina no estaba casada y Smúlov se había divorciado hacía tiempo. ¿A qué se debía ese temor? Pues a que Alina era una actriz muy guapa, un sex symbol, y el espectador masculino, inevitablemente, tenía la sensación de que podía ser suya. Por lo que yo sé, todavía no habían hablado de boda.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю