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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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—¡Se nota que te lo ha explicado Seluyánov! —Yura sonrió maliciosamente, mientras frenaba a la altura del semáforo.

Dieron sin problemas con la redacción. Efectivamente, Kolia Seluyánov lo explicaba todo con mucho detalle y daba unas orientaciones muy precisas. Había una abuelita en la entrada: una bendita mujer que les dejó pasar sin hacer una sola pregunta y sin pedirles la documentación. En el segundo piso no tardaron en encontrar la sala 203, en la que, de acuerdo con las informaciones del propio Seluyánov, trabajaba Pável Shalisko. Estaba hasta arriba de gente, había mucho jaleo y la densa niebla de los cigarrillos lo cubría todo. Nastia tocó en el codo a la primera joven que vio al lado de la puerta.

—Disculpe, buscamos a Shalisko —dijo suavemente.

—¡Pasha! —gritó de repente la chica, tan alto que Nastia se asustó—. ¡Pávlik! ¡Tienes visita!

Un hombre emergió de la niebla y se acercó hasta ellos.

—¿Querían ustedes verme?

Korotkov se arrepintió de sus prejuicios. Desde luego, no podía ser más distinto de lo que Nastia y él se esperaban. Shalisko era un adonis de anchos hombros, con una mandíbula varonil y unos ojos risueños. Nada de birria. Ni rastro de chepa. Ni rastro de gafas. Si era éste el pretendiente rechazado, podía haber asfixiado a Alina perfectamente. Pero, ¿qué falta le hacía? Esos hombres tan atractivos no son de los que piensan que el mundo se ha acabado cuando les deja una mujer: enseguida la remplazan y se consuelan con otra.

—¿Dónde podríamos hablar con tranquilidad? —dijo Korotkov secamente, después de presentarse.

—Si no les importa esperar unos diez minutos, podemos hablar aquí mismo. Acabamos de tener una reunión de trabajo y, en cuanto la gente se eche un cigarrillo, cada uno se irá a hacer sus cosas y esto se quedará vacío.

Ningún síntoma de inquietud, de temor, de nerviosismo. A Korotkov eso le dio mala espina. Pero Shalisko no les había mentido: a los pocos minutos la gente empezó a dispersarse, y enseguida se quedaron los tres solos. Lo primero que hizo Pável fue abrir las dos ventanas de par en par.

—Hay que ventilar un poco; con todo este humo los ojos se irritan —se justificó—. Bueno, ustedes dirán. ¿Han venido por lo de Alina?

Korotkov se sentó a una mesa, cerca del sillón en el que se había acomodado Pável. Nastia se quedó algo más apartada, a su espalda. Yura se imaginaba que a Seluyánov no se le habrían escapado detalles tales como el de cuál de las ocho mesas de trabajo era la de Shalisko, y que Nastia se habría acercado todo lo posible a esa mesa. «Seguro que está echándole un vistazo», pensó.

—¿Llevaba usted mucho tiempo sin ver a Alina Vaznis?

—Sí, bastante.

—Concretamente, ¿cuándo fue la última vez?

—Hace mucho. Hará medio año, seguramente.

—¿Y habían hablado por teléfono últimamente?

—Déjeme pensar. —Shalisko hizo memoria—. A mediados de julio Alina fue a rodar en exteriores; me llamó dos días antes de marcharse, para comunicarme en qué hotel se iba a alojar.

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué?

—¿Para qué se lo comunicó?

—Para que la llamara allí.

—¿Y por qué tenía que llamarla al hotel?

—¡Ah, bueno! —Shalisko sonrió irónicamente—. Todo eso son trucos, cuestión de imagen. No me diga que no se habían dado cuenta...

—Pues fíjese, no me había dado cuenta —replicó Korotkov con frialdad—. Estoy esperando sus explicaciones; verídicas, a ser posible.

Súbitamente, los ojos de Shalisko se convirtieron en dos trozos de hielo, su rostro se petrificó.

—Sus sospechas no tienen ningún fundamento. Que yo sepa, no les he dicho nada que no sea verdad. En todo caso, no me han pillado mintiendo. Así que tenga la bondad de medir sus palabras.

Korotkov se dio cuenta de que se había relajado de forma imperdonable: había escogido un tono inadecuado y había asustado a su interlocutor. ¿O le había puesto en guardia? Pero es que estaba tan cansado, le dolía tanto la cabeza...

—Le pido disculpas —dijo en tono conciliador—. Pero, de todos modos, tendría usted que explicarse.

—De acuerdo. —Shalisko se suavizó—. Alina y yo tuvimos una relación, pero hace ya mucho de eso; ella todavía trabajaba para el estudio donde se filmaban musicales. La nuestra fue una relación algo especial, cómo decirlo... En una palabra, no muy apasionada. Alina era más bien fría en ese sentido. Quedamos como amigos. Y un día va y me dice: «¿Sabes, Pasha, que he perdido mucho al dejar de verme contigo?». El caso es que, por lo visto, alguien le había dicho que cualquier estrella que se precie debe contar con un grupo de fieles admiradores que estén haciéndose notar continuamente y cubriéndola de flores. Y una estrella que empieza a despuntar debería tener al menos un admirador de ésos. Y yo, la verdad, había sido siempre muy atento con ella: que si las flores, que si los regalos, que si los recibimientos, que si las esperas, todo eso. Bueno, aquello nos parecía muy divertido, naturalmente, y yo le propuse, en homenaje a nuestras buenas relaciones, ayudarla a forjar su imagen de estrella. Periódicamente me presentaba en el estudio donde estuviera rodando con un ramo de flores. No faltaban los regalos por su cumpleaños y con ocasión de las distintas fiestas. Y, cada vez que ella salía de viaje, llamaba indefectiblemente al hotel y exigía que me dieran su número. Como es natural, no me lo daban: no en vano me había incluido en una «lista negra», de modo que todo el mundo estaba enterado de que Pável Shalisko sufría por aquel amor no correspondido y que Alina Vaznis estaba harta de sus atenciones. Eso es todo.

—¿Podría usted probarnos de algún modo la veracidad de lo que nos ha contado?

—¿Y cómo? —Shalisko abrió los brazos—. Bueno, mi mujer está al corriente de todo. Ella conoció a Alina. Ya saben, en los tiempos que corren nadie hace nada porque sí. Yo, por el bien de Alina, hacía el papel de admirador pesado, y ella, a cambio, le facilitaba a mi mujer material para sus artículos. Cotilleos, noticias del plató y cosas así. Mi mujer trabaja en el periódico Club de tarde.

«Y encima está casado», pensó Korotkov, deprimido. La verdad sea dicha, a Pável Shalisko no le cuadraba el papel de amante despechado que asesina a su infiel amada. Como habría dicho Nastia, ni por asomo. ¡Con lo bien que habría estado esta opción!

—Yura —le llegó desde atrás la voz de Kaménskaya—. Acércate un momento, por favor.

Korotkov se levantó perezosamente de la silla y se acercó a donde estaba Nastia. Uno de los cajones de la mesa más próxima a ella estaba abierto, y Yura vio un grueso cuaderno de cuadros con una tapa marrón de imitación de piel. En un abrir y cerrar de ojos, Shalisko se plantó a su lado.

—¿Qué se les ha perdido en mi escritorio? —preguntó enfadado.

—¿Este cuaderno es suyo? —preguntó Nastia.

—No. —Se quedó callado, perplejo—. Nunca lo había visto. ¿De dónde ha salido?

Nastia, sin sacar el cuaderno del cajón, enganchó la tapa con una uña y la levantó. Vio una hoja llena, escrita con letra grande y redonda. Arriba ponía la fecha: «17 de noviembre».

—¿Reconoce la letra?

—Es la letra de Alina. No entiendo nada... ¡Es la primera vez que lo veo!

Nastia cerró el cajón de golpe y miró espantada a Korotkov. ¡La habían hecho buena! ¡Idiotas! Iban a ver a Shalisko, con la sospecha de que podía ser el asesino, ¡y se olvidaban por completo del dichoso diario! ¿Qué podían hacer? Sin el juez instructor, sin un solo testigo..Luego Shalisko diría que la propia Kaménskaya le había metido allí el diario, y a ver quién le quitaba la razón. ¡Imposible! ¡Qué forma de meter la pata! ¡Qué poca profesionalidad!

—Avisa al juez instructor, Yura —dijo tranquilamente—. Vamos a requisarlo formalmente. Y, en cuanto a usted —se dirigió a Shalisko—, le ruego que se siente y que ponga por escrito, con todo detalle, lo que acaba de contarnos. Y anote, de paso, cómo hemos encontrado este cuaderno. Estaba usted sentado de cara a mí, ¿verdad?

—Sí, la estaba viendo —asintió Shalisko.

—Pues escriba todo lo que ha visto.

—No entiendo...

—¿Ha visto usted, por ejemplo, que yo haya sacado el cuaderno de mi bolso y que lo haya metido en su mesa?

—Nada de eso. Mire dónde está su bolso, al lado de la puerta. ¿Me toma usted por un idiota? —dijo Pável indignado.

—Perfecto —comentó Nastia con una sonrisa—. Pues escríbalo. Por cierto, ¿no sabrá usted, por casualidad, cómo ha podido venir este cuaderno a parar a su mesa?

—Ya le he dicho que es la primera vez que lo veo.

—Pues escríbalo también.

Korotkov se acercó a un teléfono para llamar a Gmyria, y pensó con amargura que las cosas iban mal, no ya desde primera hora de la mañana, sino desde la pasada noche. Menos mal que Gmyria conocía el percal y no iba a montar un escándalo. Pero, como las sospechas contra Shalisko se confirmasen, el abogado se iba a aprovechar de la iniciativa de Nastia para crucificarlos. ¡Ay, Señor, ojalá salieran de ésa!



KAMÉNSKAYA


Aquella tarde, Nastia, después de cenar a toda prisa, se puso a ver los vídeos de las películas de Smúlov. Por lo visto, Alina Vaznis tenía en casa todas las obras de su amado, prueba evidente de que admiraba su talento. Por otra parte, también había copias de todas las películas en las que había intervenido como protagonista la propia Alina antes de conocer a Andréi Lvóvich. En total, eran doce las cintas: cinco películas de Smúlov sin Alina, cuatro versiones filmadas de óperas y los tres thrillersque Smúlov había rodado con Alina.

Los sucesos del día le habían dejado a Nastia muy mal sabor de boca y un sentimiento de culpa. ¡No había sabido dominarse! Había sido algo imperdonable. Gmyria, evidentemente, no había dicho nada; estaba claro que él había pasado por trances semejantes, y más de una vez. Se había limitado a cabecear a modo de reproche. Habían confiscado el cuaderno y se lo habían mandado a los peritos, y a Shalisko se lo habían llevado a Petrovka. Nastia fue a ver enseguida al perito Oleg Zúbov y, dándose golpes en el pecho, como acto de contrición, se lo confesó todo.

—Oleg, ¡no te imaginas qué metedura de pata! Igual me hundes en la miseria, pero hazlo rápido. Mientras los chicos intentan sacarle algo a Shalisko. Quiera Dios que sus huellas estén en ese cuaderno, en cuyo caso ingresará en prisión. Pero, si no es así, habrá que ir pensando en lo que eso va a suponer. En tal caso, lo más probable es que Gmyria decrete su libertad condicional. Como comprenderás, si resulta que no ha tocado el cuaderno, no hay razón para tenerlo entre rejas.

—¿Cómo es que estás tan preocupada? —farfulló Zúbov, muy serio, mientras examinaba el diario—. Piénsalo bien: ¿qué tiene de raro que detengan a alguien y luego lo pongan en libertad? Es cosa habitual, como decía Karlsson [13]. Tú no eres la primera, ni serás la última. Total, pasarse un par de días a la sombra, meditando acerca de la fragilidad de la vida terrena, no le viene mal a nadie. ¿Qué te pasa, Nastia? ¿Es que ahora le has cogido miedo al fiscal?

—Pues sí, a él también —confesó Nastia—. Pero quien más miedo me da es Buñuelo. Hace que me sienta avergonzada.

—¡Vaya! Eso está muy bien —concedió el perito—. Nos da vergüenza tener miedo. Pero avergonzarse es muy saludable. Purifica el alma. Venga, Kaménskaya, no me atosigues. Vete a tu despacho.

—Vale. Pero mejor espero en el pasillo. Te conozco: seguro que te distraes con otras cosas. Oleg, cada minuto cuenta para mí.

—No insistas. Te dije que lo haría, y lo haré. Largo de aquí, no seas pesada.

Nastia se volvió a su despacho. Estaba muy inquieta, pendiente de cada paso que se oía en el pasillo, y se estremecía cuando sonaba la puerta del cuarto de al lado, donde Gmyria y Korotkov trataban de hacer confesar a Pável Shalisko. Por fin, alrededor de las siete de la tarde, Yura entró en el despacho. Estaba extenuado.

—Ya está —dijo con un suspiro, sentándose al lado de la ventana y estrujándose las sienes—. Le han dejado en libertad condicional. No hay huellas suyas. Las tapas del cuaderno las habían limpiado a conciencia, y dentro, en las hojas, sólo están las huellas de la Vaznis. No hay quien se lo explique.

—Pero, si las tapas las habían limpiado, eso no demuestra que él no se hubiera llevado el cuaderno. En mi opinión, es más bien al contrario —dijo prudentemente Nastia.

—En tu opinión, en tu opinión... —la remedó Korotkov—. Pues, en mi opinión, si robas un diario es porque piensas que hay algo desagradable sobre ti. Y, para averiguar qué es lo que han puesto, tienes que leer el diario al menos una vez. Si Shalisko hubiera leído ese diario, debería haber huellas suyas en las hojas. Y no las hay.

—Sí, claro —asintió Nastia, pensativa—. Pero admitamos que, a la hora de leerlo, haya sido extremadamente precavido y se haya cuidado mucho de dejar ninguna huella; en ese caso, no iba a agarrar luego las tapas con las manos desnudas. Bueno, todo esto no son más que conjeturas. Lo que hace falta ahora es leer ese diario para aclarar las cosas. ¿Dónde está, por cierto?

—Se lo ha llevado Gmyria. Decía que se lo iba a leer esta noche, en lugar de un cuento. Pero, ¿sabes, Nastia?, Shalisko no tiene pinta de ser un asesino. Está furioso, enfadado, indignado, pero no está asustado. O es un gran actor, o está sinceramente convencido de que todo ha sido un malentendido.

—Bueno, igual es un actor. —Nastia suspiró—. Y hasta puede que sea un gran actor...

Más tarde, viendo en casa las películas de Alina Vaznis, Nastia no dejaba de pensar en aquel diario y en Pável Shalisko.

El primero de los vídeos seleccionados contenía la tan mentada versión de El trovador. Nastia se acordaba muy bien de las notas redactadas por Alina a propósito del personaje de la gitana Azucena y tenía curiosidad por ver en qué se habían traducido sus ideas a la hora de interpretar. Pues sí, era una mujer tenaz y se había atenido estrictamente a lo descrito en la «redacción» que le había entregado a Degtiar. Cada vez que la vieja gitana se acordaba de sus planes para vengar la muerte de su madre, en el rostro de la actriz se dibujaba una expresión soñadora, poco menos que voluptuosa. Y, cuando Azucena hablaba de su fatídico error, no había en sus ojos espanto ni desesperación, sino una evidente maldad. Nastia se saltó las escenas en las que no aparecía Alina, así que no tardó en despachar El trovador.

A continuación venía una de las películas de Smúlov. Se trataba de un film policíaco bien armado, con un toque místico, si bien es verdad que los elementos místicos tenían al final una explicación estrictamente terrenal. A juicio de Nastia, la película no estaba nada mal, y le chocaba que a Smúlov le pareciese un tanto «rebuscada». Una escena le llamó la atención. «¿Tú me quieres?», le pregunta uno de los personajes del film a su novia. Y ella se parte de risa: «¿No tienes preguntas más interesantes que hacer? Más valdría que me dieras dinero, necesito un abrigo para este invierno». Nastia había escuchado varias veces la grabación de la conversación entre Korotkov y Smúlov, y se acordaba muy bien de cómo se había referido éste a la insensibilidad y la frialdad emocional de Alina. Por lo visto, esa cuestión le había afectado tanto, que su malestar había calado en el guión, y Smúlov, de una manera inconsciente, como dicen los psicólogos, se había «proyectado» en su obra.

Sin embargo, cuando Nastia empezó a ver la siguiente película de Smúlov, comprendió lo que había ocurrido. Se parecía mucho a la anterior. Los mismos subrayados, los mismos personajes: un hombre apuesto, sombrío e incomprendido en el que recaen las sospechas desde el primer momento, pero que al final es un individuo claramente positivo, y un /«ven campechano al que todo el mundo aprecia, que colabora decididamente en la investigación, pero que, a fin de cuentas, resulta ser el asesino. Y otra vez el motivo del ímpetu sentimental no compartido: „Dime algo bonito“. „Vete por ahí... Eres un quejica.“ Nastia frunció el ceño. Estaba claro: Smúlov se repetía en sus películas.

En aquel momento, cuando se disponía a sacar aquel vídeo y poner el siguiente, el de la película Miedo at á vico, cayó en la cuenta de una cosa. Rebobinó la cinta y buscó los títulos de crédito. La película era del año 1990. ¡Qué curioso! En 1990 Smúlov no conocía aún a Alina Vaznis y, por tanto, aún no había tenido lugar aquella conversación que tanto le había impactado. Pero en las dos películas ese motivo estaba presente de una forma muy nítida. ¿Y eso? ¿Acaso aquel hombre de talento intuía ya que, si encontraba a una mujer que le amara, habría de ser precisamente así, insensible y poco delicada? ¿Un pálpito genial? O bien...

O bien. Nastia extrajo febrilmente la cinta del aparato e introdujo la película siguiente. Justo. Otra vez los mismos personajes, otra vez la misma situación: «¿Es que ya te has cansado de mí?». «Estoy demasiado ocupada para ponerme a pensar en esas cosas.» Y la continua aparición de nuevos sospechosos, los bruscos giros argumentales y el mismo desenlace imprevisto. Sí, eso ya estaba muy visto y se repetía en todas sus películas, con la consiguiente desaprobación de los críticos. Pero no se trataba sólo de las películas. También había pasado en otros sitios. Pero, ¿dónde?

Hacia las dos de la noche, Nastia era plenamente consciente de que todo lo que acababa de presenciar en las cinco películas dirigidas por Andréi Smúlov antes de conocer a Alina Vaznis, así como en las dos que tenían a Alina como protagonista, lo había vivido ella con anterioridad. Muy recientemente, a lo largo de los últimos cuatro días. El esquema se había repetido con toda precisión, sin descuidar un solo detalle.

No se trataba de ninguna intuición genial. Todo el proceso del asesinato de Alina y la investigación posterior había sido concebido y dirigido por el mismo autor. Por el mismo artista. Por Andréi Lvóvich Smúlov. Pero ¿por qué? Dios mío, ¿por qué?

¿Por qué acabar con la vida de una actriz justo cuando estaban a punto de terminar una película grandiosa, una película que, sin duda, contribuiría a su fama y le reportaría prestigiosos premios? ¿Por qué acabar con la vida de una actriz sin la cual él jamás sería capaz de volver a rodar nada de auténtico valor? Era algo inconcebible.

Tenía que haber una razón, una razón de muchísimo peso. Pero Nastia Kaménskaya no tenía ni idea de dónde podía dar con esa razón.



ALINA VAZNIS DIEZ DÍAS ANTES DE SU MUERTE


A principios de septiembre hacía un tiempo espléndido en la costa; en esos días solían disfrutar del sol y del calor. El rodaje se acercaba a su fin, todo estaba saliendo a las mil maravillas. Todo el mundo comentaba que iba a ser aún mejor que Miedo at á vico, y cada día Alina se dirigía al plató muy animada, con muchas ganas de trabajar.

Aquel día rodaban una escena en la playa; una nutrida multitud de veraneantes curiosos se agolpaba alrededor del equipo. Andréi trabajaba a buen ritmo; siempre dedicaba mucha atención a los ensayos para reducir al máximo el número de tomas. La primera había salido perfecta.

—Diez minutos de pausa y repetimos —anunció Smúlov, satisfecho, abriendo una botella de Fanta y echando la burbujeante bebida de naranja en un vasito de plástico.

Alina se le acercó, se sentó en la arena y estiró plácidamente las piernas.

—¿Qué tal? ¿Algún problema?

—Nada, todo ha salido estupendamente, lo estás haciendo muy bien. En el momento culminante, tienes que cerrar con fuerza el puño: le voy a decir a Zhenia que tome un primer plano del instante en que abres el puño, para que se vea la marca de las uñas en la palma de la mano. Va a quedar muy bien.

—Vale, así lo haré.

Diez minutos más tarde Alina estaba otra vez en el centro del círculo; empezaban a rodar la escena. De acuerdo con el guión, tenía que extender la vista, lentamente, por todo el grupo de gente que la rodeaba. Y allí estaba é l. El Loco. No había error posible: era el mismo rostro con un horrible antojo en la mejilla, los mismos ojos aterradores, los mismos labios finos y húmedos. ¡No podía ser! ¡Era imposible! Llevaba casi dos años sin verle. Estaba muerto.

Por unos instantes, Alina se olvidó de que estaban rodando. Nuevamente, dos años después, era presa del pánico.

—¡Genial! —oyó decir a Andréi. Inmediatamente, se sumaron otras voces.

—¡Sobrecogedor!

—¡De locura!

—Alina, ¡eres un genio!

Haciendo un gran esfuerzo, se sacudió el estupor. Aquella mañana se había sentido tan dichosa... Parecía evidente que la enfermedad era ya cosa del pasado. No necesitaba aquellas sustancias psicotrópicas que durante años había consumido sin control. Y, cuando ya se creía curada, reaparecía la misma pesadilla, en esta ocasión en forma de alucinación. ¿Qué iba a ser de ella? Señor, ¿qué más podía pasar? ¿La encerrarían en un manicomio de por vida? ¿La tratarían como a una incapacitada? ¿Como a una persona digna de lástima? Todo el mundo la estaba felicitando: creían que había interpretado de una manera genial una escena de pánico. ¿Qué pasaría cuando descubrieran que, lejos de ser una actriz de talento, no era más que una vulgar lunática que había sufrido una alucinación, víctima de un brote psicótico?

Trató de dominarse, de disimular su desesperación. Lo más importante era que Andréi no se diera cuenta. Llevaba tanto tiempo ocupándose de ella, intentando librarla de sus terrores, que había que evitar a toda costa que llegara a descubrir que sus esfuerzos habían sido baldíos. No podría sobreponerse a un golpe semejante.

Alina fue capaz de «poner buena cara» hasta que llegó al hotel en compañía de Andréi y de la ayudante de dirección Lena Albikova. Aún pudo resistir, con sus últimas fuerzas, durante la comida, pero después, pretextando cansancio, corrió a encerrarse en su habitación. No conseguía llorar. Sentía escalofríos, como si tuviera fiebre, le temblaban las manos, le castañeteaban los dientes. Le quedaba un último recurso: las pastillas que aún llevaba en su equipaje. No es que las hubiera cogido a propósito, sino que seguían allí, en su botiquín de viaje, desde la época en que las consumía con regularidad. Estaban al lado de las aspirinas, de los comprimidos para el dolor de cabeza o el resfriado, del agua oxigenada y del esparadrapo.

Se colocó debajo de la lengua tres tabletas de Phenazepam y al cabo de veinte minutos empezaron a hacerle efecto. Alina se metió en la cama y se tapó con un par de mantas, a pesar de que en la calle había veinticinco grados, y consiguió relajarse y dormir. Aquella noche tuvo fuerzas incluso para salir a cenar y dar una vuelta con Smúlov por el paseo marítimo. A Andréi no le inquietó que estuviera tan callada, era algo muy habitual en ella. Al día siguiente, muy temprano, le aguardaba una nueva sesión de rodaje, y no se quedó a dormir con ella. Por la mañana, Alina volvió a tomar las pastillas antes de dirigirse al plató. Consiguió hacer su trabajo de tal manera que nadie notó nada, aunque sólo Dios sabe cuántos esfuerzos le costó. Menos mal que aquélla era ya la última jornada de rodaje. Regresaban a Moscú.

En Moscú se fue serenando gradualmente. No se repitió el ataque, no volvió a sufrir alucinaciones, y Alina se fue sintiendo más segura. Pero después tuvo lugar la sesión de visionado del material rodado. Pasaron la cinta con la escena de la playa: primero una toma, luego otra. Y volvió a aparecer en la pantalla aquel rostro abominable, con su antojo y su mirada aterradora. Alina apretó los dientes para sofocar un gemido. ¡Otra vez! ¡Otra vez!

Pero era demasiado fuerte y sensata para rendirse sin lucha. Examinó con calma la sala. Todo estaba como siempre, todo el mundo estaba en su sitio, a nadie le habían crecido dos cabezas o cinco manos. De modo que no estaba enferma, no había sufrido una alucinación. El Loco había estado allí, en la playa. Y había entrado en el plano.

Decidió asegurarse. Nunca se había dejado llevar por el pánico. Siempre luchaba hasta el final. Le pidió al operador que volviera a proyectar la segunda toma. Andréi la miró asombrado, pero apoyó su petición. Por suerte, el resto de los presentes le secundaron.

—¡Claro, vamos a verlo otra vez! ¡Es una escena sin igual! ¡Esta secuencia está llamada a formar parte de los anales de la cinematografía mundial!

La pantalla se iluminó nuevamente. En esta ocasión Alina hizo todo lo posible por controlarse; no quería perder el dominio de sí misma. Y volvió a ver al Loco. Apenas pudo distinguirlo fugazmente, por un brevísimo instante, entre la hilera de rostros, pero lo reconoció sin sombra de duda. Conocía demasiado bien esa cara: aunque hubieran pasado mil años, habría seguido reconociéndolo.

De vuelta a casa, Alina trató de analizarlo todo con más calma. Y ya de noche llamó a Smúlov.


CAPÍTULO VIII




STÁSOV


Llegó a casa de Kaménskaya cerca de las ocho de la mañana. Korotkov aún no estaba allí. Nastia le abrió la puerta en vaqueros y con un suéter ligero, animosa y despierta. Pero las ojeras y las mejillas hundidas delataban una noche en vela. Stásov hizo memoria, tratando de recordar cuántos años tenía. Seguramente, treinta años largos; sí, claro, si ya era comandante.

—¿Dónde es el incendio? —preguntó, quitándose la cazadora.

Nastia le había llamado a las seis y media de la mañana. Tenía la voz rara. Le había pedido que fuera a su casa lo antes posible, pero no le había explicado nada con claridad. Sólo le había dicho que también iba a estar presente Korotkov.

—No hay ningún incendio. Se trata, más bien, de un ataque leve de locura. —Apenas esbozó una sonrisa—. Os tengo que contar algo, y vuestra tarea consiste en ponerme a caer de un burro y hacerme ver que soy una mema y una fantasiosa.

—¡Pues sí que estamos bien! —protestó Stásov—. Tengo a mi hija enferma, y quería ir a primera hora a comprar leche, para que se la tome con miel y con alguna cosa rica, y tú vas y me sacas de casa. Total, ¿para qué? ¿Para oírte contar una tontería y decirte luego que sí, que es una tontería? ¡Que lo sepas, Anastasia!

Nastia estaba perpleja. Los ojos le echaban chispas.

—Te ruego que me perdones —respondió secamente—. No sé por qué no me lo dijiste al principio, nada más llamarte. No habría insistido.

Stásov se sintió incómodo. Nastia tenía razón: ¿cómo iba a saber ella que Lilia tenía anginas? ¿Por qué tenía que abroncarla de esa manera? Al fin y al cabo, aunque hubiera comprado esa dichosa leche, su hija no se la iba a tomar, no soportaba los productos lácteos. Le costaba menos hacer gárgaras con una mezcla de agua con sal y yodo que tomarse un vaso de leche o de kéfir.

Deseoso de corregir sus malos modales, trató de encontrar unas palabras conciliadoras, pero en eso llegó Korotkov y la cosa se arregló sola. Yura venía alegre y lleno de energía: le dio a Nastia un beso sonoro en la mejilla, se quitó los zapatos y se fue directamente a la cocina en calcetines. Indudablemente, frecuentaba la casa y estaba familiarizado con los hábitos de la anfitriona: beber mucho café por la mañana, y hacerlo preferentemente en la cocina.

—Bueno, Nastasia: ¿qué mosca te ha picado esta vez? —preguntó Korotkov mientras cogía una taza y se servía un té—. Anda, cuenta, que nos vamos a reír un rato.

Se sentaron a la mesa, provista de tazas y platos. Sabiendo que tenía invitados, Kaménskaya había vencido su legendaria pereza y había preparado un copioso desayuno. Korotkov miró con aprobación las apetitosas tostadas, los multicolores huevos revueltos con cebolla y tomate, la fuente con copos de maíz y el cartón de leche.

—Caramba, esto va en serio. Cómo se nota que te has casado y que por fin has decidido sentar la cabeza —bromeó.

—Te mato —le amenazó Nastia sin levantar la voz—.

Bueno, yo os lo cuento todo y vosotros me escucháis atentamente; eso sí, no empecéis a chillar y a decir que estoy mal de la cabeza, sino id pensando en argumentos que rebatan mi tesis. ¿De acuerdo? Yo sé mejor que nadie que es un puro disparate, pero hasta que no lo suelte no me lo voy a quitar de la cabeza. ¿Estamos?

—Muy prometedor —comentó Stásov—. Adelante, no nos hagas sufrir.

—Muy bien; vosotros comed algo. A ver, decidme, ¿qué es lo que sabemos de Alina Vaznis? Sabemos que era muy reservada, tanto que hasta la persona más próxima a ella, Andréi Lvóvich Smúlov, reconoce que en cuatro años no fue capaz de conocerla a fondo, de acabar de entender su personalidad, su forma de ser. ¿Cierto? Sigamos. Sabemos que no se portó nada bien con Zoya Sementsova al divulgar las auténticas razones por las que Smúlov se disponía a contratarla para un papel secundario. De paso, y por decirlo suavemente, Alina puso en un aprieto al propio Smúlov. El personal de Sirius ha declarado que Andréi Lvóvich estaba muy disgustado con el comportamiento tan poco delicado, tan odioso, de Alina. ¿Qué más? También sabemos que prefería actuar de tapadillo: no respondió directamente a los insultos de Xenia, la mujer de Mazurkévich, sino que buscó el modo de ponerse en contacto con su padre, el banquero Kózyrev, que sólo se mostraba dispuesto a seguir contribuyendo a la financiación de Sirius si Mazurkévich conseguía poner coto al desenfreno de su mujer. En resumen, una conducta intachable. Hasta aquí, todo claro, ¿no?

—Tú sigue —la animó Korotkov, mientras disfrutaba de los huevos, acompañados de unas tostadas.

—Sabemos que Alina no destacaba por su sensibilidad ni por su calidez. El propio Smúlov lo ha reconocido con pesar. Sabemos que tenía los nervios bien templados y que nunca tomaba tranquilizantes ni otras sustancias por el estilo. Todo eso también nos lo ha contado Smúlov. Y sabemos, además, que le exigió a Nikolái Stepánovich Jaritónov que le devolviera urgentemente el dinero que le debía, una suma bastante considerable, por cierto. ¿No me olvido de nada?

—No parece —respondió Stásov, que no acababa de encontrarle un sentido a todo aquello. ¿Qué necesidad había de salir de casa a esas horas de la mañana y presentarse allí corriendo si lo único que quería Nastia era hacer un repaso de todo lo que ya sabían? ¿A qué tanta prisa? Les había amenazado con ponerlo todo patas arriba, pero de momento sólo les había presentado la factura.

—Pues bien, vamos a considerar ahora esos mismos hechos desde otra perspectiva —prosiguió Nastia, que parecía haberle leído el pensamiento a Stásov—. ¿Quién nos ha dicho que Alina había tratado de conseguir el teléfono de Kózyrev? Smúlov. Y también otras personas, las cuales, a su vez, se lo habían oído decir a él. ¿Quién nos ha dicho que Alina había montado un número al enterarse de que iban a darle aquel papel a Sementsova? También Smúlov. Nadie más había sido testigo de su rabieta, pero todos se acordaban de Andréi Lvóvich, yendo por ahí con cara de disgusto y contándole a todo el mundo que había que ver, que Alina era tremenda, que claro, que él quería coger a Sementsova para un papel sin importancia, pero Alina se había puesto hecha una furia y había empezado a gritar que de ninguna manera, que si la Sementsova era una borracha y una ladrona y no sé qué más. A raíz de lo cual habían empezado los comentarios, y esos comentarios habían llegado a oídos de un tal Zarubin, y éste se había negado a tirar el dinero contratando a una persona como Sementsova, que, según él, no tenía remedio. Pero también aquí, en última instancia, la información había partido del propio Smúlov. Sabía muy bien lo que hay que hacer para crear un estado de opinión. Zoya se había enterado y, en el momento en que nosotros aparecemos en escena, su odio hacia Alina había llegado a su apogeo. Que fue, precisamente, lo que nos hizo sospechar de ella. Más cosas. ¿Quién llamó a Jaritónov para exigirle que saldara su deuda de inmediato, ese mismo día? Otra vez Smúlov. Él alega que había sido la propia Alina la que le había pedido que llamara, ya que, por lo visto, ella no tenía suficiente aplomo para obligar a Jaritónov a devolverle el dinero. ¿Y os acordáis de lo que declaró Jaritónov? Cuando le entregó a Alina el sobre con el dinero, le dijo a cuánto ascendía la suma, que equivalía a los tres mil dólares del préstamo inicial más el ciento veinte por ciento de intereses. Y Alina se quedó sorprendida. Fijaos bien, por favor. ¡Se quedó sorprendida! Y sólo después, cuando Jaritónov le aclaró que eran en total seis mil seiscientos dólares, cogió el dinero. Daos cuenta. Si una persona está tan preocupada porque no le devuelven un préstamo, seguro que tiene muy claro cuánto le tienen que pagar. De todas todas. No va a andar calculando a ojo: a ver, me deben tres mil y no sé qué más de intereses. Si Alina se había decidido a pedirle a Smúlov que se ocupara de Jaritónov, seguro que había calculado, por lo menos una vez, a cuánto ascendía la deuda en aquel momento. Entonces, ¿por qué se quedó tan sorprendida cuando Jaritónov le mencionó la suma? Pues porque ni se le había pasado por la cabeza calcularla. Porque ni siquiera le había pedido a Smúlov que llamara: la iniciativa había partido de él. Bueno, yo entiendo que Smúlov mintiera a Jaritónov, invocando el nombre de Alina, eso es algo de lo más natural. Pero, ¿por qué nos ha mentido a los demás, eh?


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