Текст книги "Retrato póstumo"
Автор книги: Alexandra Marinina
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Todavía quedaba mucho tiempo para las cinco y cuarto, y Nastia volvió a concentrarse en el análisis de las informaciones que habían podido reunir sobre Alina Vaznis, su vida y su ambiente.
No tenía amigas. Eso parecía lo más probable. La otra posibilidad, según la cual sí las tenía pero no hacía gala de su relación con ellas, convendría aparcarla por el momento. A juzgar por las palabras de su madrastra, ya de niña había sido solitaria y reservada.
Era emocionalmente fría, en opinión de Smúlov. Nadie, de acuerdo con Yelena Albikova, ayudante de dirección, había detectado que fuera una persona bondadosa. No se sentía inclinada al sentimentalismo y la compasión, a juzgar por la historia con Zoya Sementsova. No sólo no perdonaba las ofensas, sino que estaba dispuesta a vengarse a la chita callando, como atestiguaba su respuesta a los insultos de Xenia Mazurkévich. La obsesionaba la idea de la venganza, de la represalia, como podía apreciarse en sus comentarios sobre la imagen de Azucena en El trovador.
No era nada impulsiva, sino que controlaba cuidadosamente su comportamiento. Una mujer joven y atractiva, que era una estrella de la pantalla desde hacía dos años, y no le había dado a Smúlov, su amante, un solo pretexto para estar celoso. Al mismo tiempo, estaba muy preocupada por la cuestión de la culpa, como se desprendía de sus notas sobre Gilda.
¿Qué clase de persona era? ¿Un monstruo sin corazón, profundamente cínico?
Nastia le echó una ojeada al reloj: las cuatro y media.
Muy bien, ¿qué más se sabía de Alina? Escasa facilidad de palabra. Ágil con la pluma.
¡Un diario! ¡Seguro que llevaba un diario! ¡Señor, si era más que evidente! ¿Dónde se habría metido Korotkov? Tenía que localizarlo inmediatamente.
Pero Nastia era consciente de que no iba a ser tan sencillo localizar a Yura. De acuerdo, podía probar con el juez instructor. Lástima que el asesinato de la Vaznis no lo llevara Olshanski. Con éste, Nastia siempre era capaz de entenderse.
—Boris Vitálievich —se apresuró a decir en cuanto consiguió comunicar con el juez instructor Gmyria—. Hay que volver a registrar el apartamento de Alina Vaznis. Tiene que haber allí un diario.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó lacónicamente Gmyria, que no solía fiarse de los «cálculos» y prefería basarse exclusivamente en los datos positivos.
—Tengo esa impresión. Fíjese: según han declarado las personas que mejor conocían a la víctima, ésta no destacaba precisamente por su facilidad de palabra; vamos, que hablaba fatal, tartamudeaba, era incapaz de explicarse con claridad. Pero yo he leído algunas notas escritas por ella, de manera informal, una especie de ensayos literarios, y puedo asegurarle que no escribía nada mal. Además, su estilo compositivo adopta la forma de diálogo con un interlocutor imaginario. ¿Me sigue? Estoy convencida de que eso es consecuencia de un arraigado hábito de escribir un diario.
—Si hubiera habido un diario en el apartamento, lo habríamos encontrado —replicó secamente el juez—. No vaya a pensar usted que todos somos tontos.
—Boris Vitálievich, no me interprete mal, pero los agentes que estaban de guardia se ocuparon del cadáver de Vaznis a eso de las nueve de la mañana. Justo al final de su turno, cuando más cansados estaban, con los sentidos un tanto embotados. Se les pudo pasar algo por alto. No quiero ofender a nadie, pero...
—De acuerdo —accedió Gmyria inesperadamente, y Nastia se dio cuenta de que tenía prisa y quería librarse de ella lo antes posible—. Mañana por la mañana, antes de entrar a trabajar, nos vemos allí.
—¿Y hoy? ¿No podría ser hoy? —sugirió Nastia tímidamente.
—Hoy no puede ser. Eso es todo, hasta mañana. A las siete treinta en casa de Alina Vaznis.
«No ha habido suerte», pensó Nastia con pesar. Le tocaba esperar hasta el día siguiente. Naturalmente, siempre era posible hacer el gamberro y presentarse allí sin el instructor. Pero la pena era que las llaves del apartamento las tenía él. Los dos juegos: el que estaba en la mesita del recibidor, de la propia Alina, y el que había facilitado Smúlov.
Bueno, qué se le iba a hacer. Eso sí, ya que iban a pasarse al día siguiente por el lugar del crimen, había que sacarle el máximo partido a la visita. ¿Qué llevaba puesto Alina Vaznis cuando la asesinaron? Un camisón y una bata. ¿Qué significaba eso? O bien que la visita del asesino había sido inesperada, o bien que Alina estaba esperando a una persona muy cercana, a un amante o a una amiga. Jaritónov afirmaba que había llamado con antelación a Alina para avisarla de que iba a acercarse a llevarle el dinero. ¿Le habría abierto la puerta con esa ropa? No, una mujer que en cuatro años no había dado a Smúlov el menor pretexto para estar celoso no iba a recibir a un extraño vestida tan a la ligera. ¿Qué conclusión se podía sacar? Una de dos. Primera posibilidad: Jaritónov mentía, no había llamado a Alina, se había presentado sin avisar. Pero, en tal caso, ¿por qué mentía? No tenía sentido. ¿Qué más daba que hubiera llamado o no? Podría haber dicho la verdad. Segunda: Jaritónov había llamado a Alina, ésta le había recibido correctamente vestida, había recibido el dinero y él se había marchado. O sea, que la había matado otra persona, bastante más tarde, una vez que Alina ya se había cambiado y se iba a meter en la cama.
Volviendo a la primera opción: Jaritónov habría aparecido, sin telefonear previamente, a eso de las diez. Alina le habría abierto la puerta con una ropa poco menos que transparente. Como la conocía bien, Jaritónov sabía que, de haberle anunciado su visita, Alina se habría vestido como Dios manda. Era una muchacha decente. Total, que la mata, y luego se inventa el cuento de que la había llamado antes de ir a su casa, intuyendo que Nastia o cualquiera de los investigadores iba a razonar justo como lo estaba haciendo. Además, por si no reparaban en ese detalle, él mismo podía dejar caer, como quien no quiere la cosa, que Alina le había recibido vestida con unos pantalones y un jersey. Y, como habían encontrado el cadáver en camisón, lógicamente Jaritónov no podía ser el asesino. Desde luego, para tramar algo así había que tener una buena cabeza. Pero, ¿quién había dicho que Jaritónov no la tuviera? Que fuera un fracasado en los negocios no quería decir que fuera estúpido. Sólo que era un fracasado. Eso explicaría también por qué, habiendo reunido ya el dinero a eso de las cinco, no se había presentado en casa de Vaznis hasta las diez.
Nastia abrió su libreta y rápidamente encontró el teléfono de Nikolái Stepánovich Jaritónov. Era el número del trabajo, de Sirius, y ahí le explicaron prolijamente que Jaritónov había salido, lo mismo podía estar en el tercer piso que en el primero, o a lo mejor ya se había marchado, porque habían dado las cinco.
Nastia pidió que le dejaran una nota con sus teléfonos, y nada más colgar volvió a marcar. Casi se le pasaba la hora a partir de la cual ya podía ir probando a llamar a Alexéi.
En el Instituto comunicaban sin parar, y Nastia, mientras marcaba maquinalmente una y otra vez, se puso a pensar en qué otras cosas convendría verificar cuando estuviera en el apartamento de la asesinada. Justo en el momento en que empezaban a llegarle por el aparato las ansiadas señales largas, se le acababa de ocurrir que en el piso de Alina Vaznis seguramente habría videocasetes de las películas en las que había actuado. Tendría que llevárselos para verlos en casa. A lo mejor la ayudaban a completar el retrato de la víctima, a entender mejor su personalidad.
Gracias a Dios, a Liosha todo le había ido bien. Nastia no se había equivocado: efectivamente, se disponía a acudir al banquete con todos los participantes en la conferencia y se había pasado antes por su despacho a coger la cazadora.
—¿Cuándo te voy a ver? —preguntó Nastia.
—¿Qué? ¿Ya te has aburrido? ¿O es que pasa algo?
—No, no, qué va a pasar. —Se echó a reír—. Sólo que, como no me das de comer, me voy a morir de hambre. No, en serio, ¿cuándo vuelves?
—La conferencia se clausura el jueves, así que antes es difícil. Pero si hay algo urgente...
—No hay nada urgente, cariño, sólo quería saberlo para tenerlo todo preparado. Tengo que comprar pan, echar a todos esos tíos que se esconden debajo de la cama, deshacerme de la botella de vodka... En una palabra, eliminar las huellas.
—Ya entiendo. Hasta el viernes puedes seguir tan tranquila con la juerga. Después ya iré yo a espantar a tus muchos amantes. Por cierto, no te tomes la molestia de comprar ni de preparar nada para cuando yo vuelva. El miércoles mis padres celebran sus cuarenta años de vida en común. Van a invitar a los amigos y mi madre piensa preparar unas exquisiteces increíbles. Todo lo que sobre, como de costumbre, va a ser para nosotros. Así que el viernes me voy a presentar con el coche lleno de platitos y de cazuelitas.
Después de hablar con su marido, Nastia se sintió mucho más relajada y se puso a indagar otras posibles vías en el asesinato de Alina Vaznis. Por otra parte, no podía evitar sentirse culpable ante sus colegas: el asesinato de la actriz estaba muy lejos de ser el único caso del que se ocupaban en esos momentos los agentes del Departamento para la lucha contra los delitos violentos, y Nastia tenía muchísimo trabajo pendiente en relación con otros crímenes. Pero estaba «atascada», justamente, con el de Alina. Era algo bastante frecuente: entre un montón de asesinatos, Nastia se fijaba en uno en particular, que le hacía perder los nervios, el sueño y el apetito. Por lo general, habría sido incapaz de explicar con precisión por qué tal crimen concreto la martirizaba tanto, qué tenía de especial, de novedoso, de inquietante. Pero no paraba de darle vueltas a ese caso, que ahuyentaba cualquier otra idea de su cabeza. Pues bien, el asesinato de Alina Vaznis era uno de esos casos.
A eso de las siete, Jaritónov dio señales de vida.
—¿Es la policía? —preguntó angustiado—. Me han dicho que llamara.
—Me llamo Anastasia Pávlovna —le dijo Nastia en tono cortés—. Trabajo en la policía judicial y me ocupo del asesinato de Alina Vaznis. Me gustaría hacerle unas preguntas, Nikolái Stepánovich.
—¿Tengo que presentarme en algún sitio? —respondió, dándose por perdido.
—No, no, qué va, puede contestar por teléfono. Dígame, ¿qué llevaba puesto Alina Vaznis cuando le recibió a usted el viernes por la noche?
—¿Qué llevaba puesto? —Jaritónov estaba desconcertado, evidentemente—. Me parece que llevaba una falda y una blusa. No, una blusa no, una camiseta.
—Le ruego que sea más preciso. Haga memoria. ¿Qué clase de falda, de qué color?
—Eso ya... Era una falda como de flores, larga, con vuelo. Creo que era verde, o puede que fuera de una mezcla de colores, pero seguro que tenía algo de verde.
—¿Y la camiseta?
—La típica camiseta blanca de punto, de manga corta. Con botones delante. Al principio parece una blusa, pero luego ya se ve que es una camiseta.
—Muy bien, Nikolái Stepánovich. A ver, usted llamó a la puerta, Alina le fue a abrir. ¿Y después qué?
—Pero, ¡si ya se lo he contado diez veces! —dijo Jaritónov enojado—. ¿Es que no toman nota de las declaraciones?
—Nikolái Stepánovich, no hace falta que se enfade. Conteste, si es tan amable, a mis preguntas.
—Pasé al recibidor, y lo primero que hice fue sacar del maletín el sobre con el dinero y dárselo a Alina. «Venga, cuéntelo», le dije. «Hay seis mil seiscientos.» Ella me miró con cara de asombro, como si, en vez de dólares, le hubiera llevado rublos. «¿Seis mil seiscientos?», me preguntó. «¿Cuánto si no? Ocho meses, a un interés del quince por ciento, equivale al ciento veinte por ciento de intereses. El ciento veinte por ciento de tres mil es tres mil seiscientos. En total, seis mil seiscientos.» Me sonrió y me dijo: «Ah, claro, claro. No lo había pensado». Total, que le di el sobre, ella lo dejó en la mesita del recibidor y se me quedó mirando. Bueno, estaba claro que no me iba a ofrecer un té. Y yo tampoco habría aceptado. Le di las gracias a Alina por su ayuda, me despedí y me marché. Eso es todo.
—Dice usted que Alina, según cogió el sobre, lo dejó en aquella mesita. ¿No contó el dinero?
—No. Ni siquiera abrió el sobre.
—¿Y a usted no le chocó? ¿O es que Alina era especialmente confiada?
—Déjeme que le diga una cosa. —Jaritónov se ahogaba de la indignación—. Yo no soy un ladrón ni un timador. Si yo le había dicho que en el sobre había seis mil seiscientos dólares, no le hacía falta contarlos. Trabajamos en la misma empresa; si la hubiera engañado, ¿cómo iba a mirarla después a la cara?
La rabia de Jaritónov parecía tan genuina y sincera que, por un momento, Nastia se olvidó de que Nikolái Stepánovich, después de haberle pedido el dinero prestado a Alina para cuatro meses, tardó ocho en devolvérselo, y entretanto había empezado a rehuirla. Y, si le había devuelto el dinero, había sido únicamente porque Smúlov, a petición de Alina, se había dirigido a él en un tono muy firme.
—¿Y cuánto tiempo estuvo en el apartamento de Alina Vaznis?
—Diez minutos, como mucho. Más bien serían cinco.
—¿No pasaron del recibidor?
—No. Alina no me invitó a pasar a otra habitación, ni falta que hacía.
—¿Tuvo usted la impresión de que pudiera haber alguien más en el apartamento en aquel momento? Intente recordar, Nikolái Stepánovich, si por la forma de actuar de Alina se podría pensar que deseaba evitar que usted pudiera llegar a ver allí a alguien. ¿Se dio demasiada prisa en despedirle? ¿Estaba pendiente del reloj, como si esperara a otra persona y no quería que ustedes coincidieran?
—No, no creo —dijo pensativo Jaritónov—. No me dio esa sensación. Estaba totalmente tranquila, como de costumbre. Y, en cuanto a lo de que no me invitara a pasar, Alina no era lo que se dice hospitalaria. Nunca invitaba a nadie a su casa. Y me parece que ella tampoco era muy amiga de ir a casa de nadie.
Después de colgar, Nastia pensó con satisfacción que el relato de Jarítonov le proporcionaba, al menos, cierta base para seguir investigando. Sabía positivamente que lo más importante es ponerse en marcha, y que después, a medida que uno se va moviendo, va viendo claro en qué dirección debe seguir. Un resultado negativo no tiene por qué ser peor que uno positivo desde el punto de vista del análisis y del conocimiento: eso lo tenía asimilado Nastia Kaménskaya desde hacía mucho tiempo, desde la infancia.
STÁSOV
Toda la segunda mitad del día la dedicó a analizar con lupa, junto con Yuri Korotkov, las biografías de Xenia Mazurkévich y de Zoya Sementsova, a la vez que intentaban aclarar dónde habían pasado la tarde del viernes y por qué habían mentido tan descaradamente al hablar de lo ocurrido aquella tarde. El resultado de su intenso y minucioso trabajo fue tan desconcertante como hilarante: al final, Xenia y Zoya habían pasado la tarde juntas. ¡Y de qué manera! Ni más ni menos que en la misma cama, si bien es verdad que lo que les había servido de «cama» había sido el habitáculo de un coche y un bosquecillo a las afueras de Moscú.
Xenia, de hecho, no había visto nunca a Zoya Sementsova hasta que ésta apareció por Sirius. Coincidieron cuando Zoya, después de su primera rehabilitación, empezaba de nuevo a darle a la botella. Un buen día, Xenia se encontró por casualidad con Zoya mientras andaba «pescando» algún conductor. La mujer del presidente de Sirius tenía un olfato excelente y un ojo de lince para localizar a los tíos con los que podía entenderse, e identificaba sus objetivos a una distancia de cien metros. En aquella ocasión estaba en la calle Bolshaya Dmítrovka, antes llamada Púshkinskaya, cuando descubrió a Zoya, que salía dando tumbos de un café-bar de mala muerte. Sementsova estaba borracha y no parecía darse cuenta de nada.
—¡Zoya! —la llamó Xenia Mazurkévich, que había tenido una iluminación repentina—. ¡Sementsova!
Loya se volvió al oír que la llamaban y se dirigió con paso vacilante al encuentro de Xenia. Se le notaba en la cara que no acertaba a identificarla, pese a sus denodados esfuerzos por recordar quién sería aquella dama tan peripuesta que parecía conocerla.
—Buenas noches —la saludó Zoya cortésmente, procurando mantener la compostura.
—Sube, te acerco —le propuso directamente Xenia—. De todos modos, seguro que cazo algún marido infiel.
A los pocos minutos, Xenia Mazurkévich lo detectó. Un cincuentón con entradas, abotagado, con unos ojillos vivos y chispeantes que delataban al rompecorazones y al pasable donjuán que había sido en sus buenos tiempos. Xenia siempre elegía coches baratos de fabricación nacional. Y no precisamente porque fuera una patriota que sólo apreciaba los productos de la industria automovilística rusa. Había llegado a la sabia conclusión de que un tipo gordo, calvo y poco agraciado podía disfrutar de todas las chavalas de largas piernas y piel sedosa que le diera la gana siempre y cuando le sobrara el dinero. Sin embargo, si andaba justo de recursos —algo de lo que daban testimonio tanto las «pintas» del conductor como la marca del coche—, pero tenía a sus espaldas un activo historial sexual, de cuyo recuerdo no tenía fuerza moral para desprenderse, entonces... Esa clase de hombres eran los que le iban a Xenia.
Como de costumbre, su elección fue todo un acierto, y tres minutos más tarde ya estaba sentada, en compañía de Zoya, en el interior de un Zhigulí [10]. Naturalmente, Xenia iba delante, a la derecha del conductor, mientras que Zoya ocupaba el asiento trasero. A los diez minutos todo estaba dicho, y el conductor pisaba el acelerador, en dirección a la autopista de circunvalación. Xenia apenas podía reprimir su creciente excitación; se le había ocurrido una idea extraordinaria. Hacía ya tiempo que tenía problemas con el sexo; un deseo incontrolable la impulsaba a salir a la calle en busca de conductores fortuitos, porque sólo le gustaba una cosa: un hombre al volante, un coche, esa increíble sensación de peligro al saber que en el momento menos pensado puede aparecer un extraño. Pero en los últimos tiempos ni siquiera ese esquema la dejaba satisfecha. El conductor y el coche eran dos elementos imprescindibles, sin los cuales Xenia era incapaz de excitarse, pero hacía falta algo más... Algún detalle adicional que actuara a modo de fusta, de catalizador, de estimulante. En este caso, el detalle adicional era la presencia de Zoya Sementsova, antigua artista emérita y actual actriz de reparto dada a la bebida.
—Vamos, tío, empieza primero por ella —le dijo Xenia al conductor cuando llegaron a su destino—. Yo me dedico a mirar. Luego, cuando yo diga, la dejas y te ocupas de mí. ¿Entendido?
—¿Y eso? —dijo con asombro el conductor, que estaba dispuesto a mostrarse agradecido—. Porque a tu amiga le vendría bien...
—Se las apañará —le interrumpió Xenia, con frialdad—. Venga, manos a la obra, no pierdas el tiempo. Y enciende la luz del habitáculo.
El conductor, obediente, abatió los respaldos de los asientos delanteros, se apresuró a desabrocharse los pantalones y se estiró hacia Zoya, que dormitaba acurrucada en el asiento de atrás. Sus zapatos estaban tirados en el suelo. Al principio Zoya se resistió; no entendía nada, porque, en lugar de acercarla a su casa, la habían despertado en medio de un bosque y había que ver lo que quería aquel conductor. Después, al oír la típica letanía de epítetos cariñosos, como «preciosa», «tesoro» o «garita», se derritió y se sumó gustosa al proceso. En el momento decisivo, cuando Zoya ya se disponía a experimentar una sensación muy agradable de la que raramente tenía ocasión de disfrutar, Xenia le dio unas palmadas en la espalda al conductor:
—Vale, tío, ya está bien. Ahora me toca a mí.
Echó del coche, sin contemplaciones, a la flaca y menuda Sementsova y, levantándose la amplia falda plisada —bajo la cual, naturalmente, no llevaba ninguna prenda de ropa interior—, se tumbó sobre el asiento trasero.
¡Todo fue de maravilla! Justo como quería Xenia Mazurkévich.
Un tanto perplejo, aunque plenamente satisfecho, el conductor llevó a casa a sus extrañas compañeras. Al día siguiente, Xenia estaba algo tensa, temiendo que pudiera llamarla Zoya una vez que se le pasara la resaca. Cualquiera sabía cómo reaccionaba. ¿ Ysi le daba por montar un escándalo? Igual se lo contaba al padre de Xenia, o empezaba a exigir dinero o papeles en el cine... O, casi peor, buscaba su amistad...
Pero pasó un día, dos días, tres días, pasó una semana, y Zoya Sementsova no hizo ningún intento de contactar con Xenia, con la que había vivido una aventura tan picante y, por decirlo claramente, tan guarra. Al principio Xenia se quedó tranquila, pero más tarde empezó a tener sus dudas. Un buen día, su marido la llevó al Kinotsentr a ver alguna película de éxito —seguramente, Instinto b á sico—, y allí Xenia se encontró con Zoya Sementsova, que pasó de largo, saludando con un gesto al presidente de Sirius y a su mujer. La cara de Zoya no delató nada: ni complicidad, ni nostalgia, ni apuro, ni vergüenza, ni desprecio. Nada de nada. Y Xenia cayó en la cuenta de que Zoya, sencillamente, no se acordaba de nada. La típica amnesia alcohólica.
Un mes más tarde, aproximadamente, Xenia se encontró con Zoya Sementsova en las oficinas de Sirius. Iba ya algo alegre, pero aún guardaba perfectamente la compostura. Xenia se mostró muy amable y atenta, acompañó a Zoya a un garito cercano y se dedicó a tantear el terreno. Descubrió que, a pesar de todo, Zoya sí se acordaba de alguna cosa. Recordaba, por ejemplo, que Xenia la había llamado a la salida de un bar y se había ofrecido a llevarla en coche. Después, ya en el coche, se había quedado dormida y a partir de ahí ya no sabía lo que había pasado. Había despertado en su casa a la mañana siguiente. Xenia, con mucha decisión pero también con cautela, le abrió los ojos a la actriz en relación con lo que había ocurrido después de quedarse dormida. Ni que decir tiene que su relato se apartó bastante de la realidad: según su versión, la iniciativa había partido de Zoya, que había sido la que se había puesto de acuerdo con el conductor, y en general había actuado como una obsesa sexual. La Sementsova estaba muerta de vergüenza y, mientras escuchaba el relato de Xenia, bebía una copa detrás de otra. A continuación, Xenia volvió a montarla en el coche y se la llevó fuera de la ciudad. Esta vez Zoya se dio más cuenta de lo que pasaba, y le gustó. Aunque al día siguiente tampoco se acordaba de nada. O, mejor dicho, se acordaba de lo que había decidido con Xenia, y sabía para qué habían cogido el coche y adónde habían ido juntas. Pero de lo que había pasado de verdad... nada, de eso no tenía ni idea.
A partir de entonces, se había convertido en una costumbre. Delante de todo el mundo, aparentaban que sólo se conocían de un modo muy superficial. Y periódicamente, como una vez al mes, Xenia hacía beber a Zoya hasta que ésta perdía la consciencia, se la subía en el coche y se la llevaba por ahí. Xenia Mazurkévich había ido elaborando un enfoque más creativo del asunto y ya no se limitaba a mirar mientras los conductores de turno hacían el amor con Zoya, sino que participaba activamente, sumándose a la tarea, y lo mismo se ocupaba del hombre que de Zoya o de sí misma.
De modo que el viernes 15 de septiembre, Xenia Mazurkévich y Zoya Sementsova habían salido, una vez más, «de excursión». Xenia se lo había callado por una razón muy comprensible, y Zoya había mentido al contar dónde había estado aquel viernes sencillamente porque no se acordaba para nada. Pero, claro, reconocer que uno ha bebido hasta el punto de ser incapaz luego de recordar dónde ha pasado varias horas equivale a marcarse con una cruz. Y, aparte de eso, como realmente no sabía decir dónde había estado, se había asustado mucho. ¿Y si le había dado por ir a casa de Alina? ¿Y si resultaba que alguien la había visto por allí? ¿Y si resultaba que ella, efectivamente, la había...?
Por fortuna, en el edificio donde vivía Zoya tenía su sede una importante empresa, muy preocupada por su seguridad. Tanto que tenía permanentemente apostado junto a la ventana a un tipo con un ordenador, uno de cuyos cometidos consistía en anotar la matrícula de todos los coches que se detenían cerca del edificio. Aquello tenía su explicación: se trataba de averiguar si frecuentaban los alrededores de la oficina ciertas personas cuya presencia no estaba justificada. Y, si llegaba a ocurrir algo, incluso lo peor, como un asesinato, la matrícula del coche habría quedado registrada en el ordenador, y eso siempre era mucho mejor que andar buscando eventuales testigos y pedirles que intentaran recordar el número de la matrícula.
Korotkov no tardó en llegar a un acuerdo con el joven que había estado de servicio la noche del viernes al sábado: éste le facilitó una copia de la lista de las matrículas de los coches que se habían detenido cerca de la casa en el intervalo de tiempo que le interesaba. Había subrayado algunas líneas, en las que, además de la hora y el número de matrícula, constaba una anotación: «Dejó a una mujer y se marchó». De ese modo, no habían tardado en dar con el fogoso conductor, el cual, lejos de avergonzarse de lo sucedido, parecía orgulloso de ser capaz, a sus años, de satisfacer a dos damas a la vez. Se acordaba muy bien del aspecto y de las direcciones de sus ocasionales compañeras. A partir de ahí, sólo fue cuestión de psicología, de empeño y de técnica. A eso de las once de la noche del lunes, Xenia Mazurkévich y Zoya Sementsova ya estaban libres de toda sospecha. Aunque sólo Dios sabe cuántos esfuerzos, cuánta tensión les había costado a Yuri Korotkov y a Vladislav Stásov.
—Llamo a Nastia y me voy para casa —dijo Korotkov, bostezando y estirándose a gusto—. Ha sido un día verdaderamente demencial; tengo la sensación de que ha transcurrido un año desde esta mañana.
Estaban en el coche de Stásov, enfrente de las oficinas de Sirius. En la última charla con Xenia habían decidido participar los dos; les parecía lo más adecuado por razones tácticas. Por eso, para ahorrar gasolina, habían acudido a la cita en un solo coche, y habían estacionado el Zhigulí de Korotkov delante del palacete ocupado por Sirius.
—Vamos a mi despacho —propuso Stásov—. Llama desde ahí, y yo mientras recojo algunos trastos.
Subieron al segundo piso y Stásov abrió la puerta, revestida de piel de imitación de color cereza. Korotkov se dejó caer directamente en el sillón giratorio que había junto al escritorio y agarró el teléfono.
—¿Nastia? Soy yo. Ya puedes ir tachando a las chicas... Ajá, estaban en un bosquecillo, echando un polvo con el primer tipo que habían pillado... A las dos, claro... No; no ha sido de repente. Por lo visto, llevan casi tres años dedicándose a eso, siempre en viernes. Según ellas, los viernes los conductores no llevan prisa; como no tienen que madrugar al día siguiente para ir al trabajo... ¿La receta? Me la ha enseñado. Entera y verdadera. La llevaba en la billetera, en el apartado del abono de transportes. En vez del abono, tenía metido ahí un calendario, y justo debajo estaba la receta. Al marido no se le ocurrió mirar ahí... Sí, claro, son unas guarras, eso ni se discute. Pero no son asesinas. Ajá... Ajá... Pero si no se acuerda de nada, la pobre. Tú dile que ha disparado al presidente de los Estados Unidos, que seguro que se lo cree. El alcohol, qué va a ser si no... Muy bien, mañana te cuento los detalles. Me voy a dormir, se me cierran los ojos y se me traba la lengua...
¿Cómo? ¿A las siete y media? Mira que eres sádica, ¿sabes a qué hora me tengo que levantar? Vale... Vale... Bueno, un beso, hasta mañana.
Stásov no pudo evitar escuchar la conversación mientras examinaba un montón de carpetas que había sacado de la caja fuerte. Se trataba de los documentos que habían dejado sus predecesores, y Stásov era consciente de que, tarde o temprano, no le iba a quedar más remedio que echarles un vistazo si quería tener una visión completa de los problemas que se habían planteado en relación con la seguridad de los estudios cinematográficos Sirius. No podía aplazar eternamente esa tarea tan desagradable, pero tan necesaria.
A finales de septiembre estaba prevista la salida de varios empleados de Sirius para participar en el festival de cine Kinoshok. Por eso, Stásov se fijó en tres gruesas carpetas con el título: «Salidas». En dos de ellas ponía además: «Exteriores». En la tercera, debajo de la palabra «Salidas» habían escrito: «Festivales». Stásov pensó que, en vísperas de la partida de cinco miembros de Sirius al Kinoshok, no estaría de más familiarizarse con unos papeles que podían proporcionarle información sobre la clase de problemas que pueden surgir durante la estancia en un festival de cine y sobre las medidas preventivas que era aconsejable adoptar para garantizar la seguridad.
Salieron a la calle, se despidieron con un apretón de manos, se subió cada uno en su coche y se fueron a casa.
Al abrir la puerta de su apartamento, pasadas ya las doce de la noche, Stásov se disgustó al ver que Lilia no tenía ninguna intención de dormirse. Estaba acostada, mordisqueando un cacahuete garrapiñado y leyendo una novela de amor.
—¿Qué es esto? —preguntó Stásov en tono amenazante, acercándose a su hija y quitándole el libro—. ¿Me lo puedes explicar?
—Mañana no voy al cole —le explicó tranquilamente Lilia—. Puedo leer hasta tarde.
—¿Y por qué no vas al cole? —Stásov entornó los ojos receloso, preparado para oír cosas como que la maestra estaba enferma o que habían anunciado «una recogida de chatarra».
—Porque tengo anginas.
—¿Y eso? Anginas, ¿por qué? —preguntó Stásov, inquieto.
Se asustaba mucho cada vez que Lilia se ponía mala. Estaba seguro de que iba a confundirse de todas todas, de que no le iba a dar la medicina adecuada, de que iba a meter la pata y, en consecuencia, la niña iba a sufrir alguna complicación.
—Me duele la garganta, y está enrojecida, me la he visto en el espejo —le explicó concienzudamente Lilia—. Creo que la tengo inflamada. Y la fiebre me ha subido a treinta y siete con ocho.
—Pues habrá que hacer algo. ¿Te acuerdas de lo que te da mamá cuando tienes anginas?
—Sí, claro que me acuerdo. Tú no te preocupes, papá, yo ya he hecho todo lo que había que hacer. Estoy haciendo gárgaras cada hora y estoy tomando paracetamol y limón con azúcar.