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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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Jaritónov era el típico fracasado, uno de tantos a los que les está categóricamente contraindicado dedicarse a los negocios y que, a pesar de eso, se afana en hacer dinero rápido, invirtiendo un rublo para sacar mil en dos días. Todos sus proyectos habían ido fracasando uno tras otro, pero él era tenaz, y antes de que le diera tiempo a librarse de una deuda ya se había metido en la siguiente. En enero de 1995 le pidió prestados a Alina tres mil dólares, a devolver en cuatro meses con un interés mensual del quince por ciento, exactamente lo mismo que le pagaba a Alina el banco donde tenía depositados sus ahorros. El plazo venció el quince de mayo, pero Jaritónov no sólo no devolvió el dinero, sino que daba la sensación, más bien, de que había empezado a evitar a Alina.

Alina Vaznis se pasó todo el verano fuera, rodando la nueva película de Andréi Smúlov, Locura, cuya acción se localizaba en su mayor parte en la costa. El 15 de septiembre, después de otros cuatro meses, se le agotó la paciencia y le exigió a Jaritónov que le devolviera todo el dinero prestado más los intereses, lo que ascendía a un total ya no de tres mil, sino de seis mil seiscientos dólares. Aquello constituyó una desagradable sorpresa para Jaritónov. Hacía tiempo que conocía a Alina y se había pintado un panorama de lo más favorable: no era de esas personas a las que les gusta dejar las cosas claras, no sabía exigir ni insistir, así que confiaba en que aguardaría pacientemente a que le devolviera lo que le debía, sin apremiarle. Sin embargo, Alina Vaznis no procedió de ese modo. Es verdad que no tuvo fuerzas para ir a hablar personalmente con Jaritónov, sino que le encomendó esa tarea a su amante, Smúlov, quien le comunicó con claridad meridiana que ya estaba bien de abusar, que tenía que devolver inmediatamente el dinero. El pobre Jaritónov no se esperaba semejante giro en los acontecimientos.

—¿Y qué hizo usted después de recibir la llamada de Smúlov? —le preguntó Korotkov, a quien con cada minuto que pasaba Jaritónov se le hacía más desagradable.

—Bueno, pues... Fui a ver si algún conocido me dejaba el dinero.

¿ Ylo consiguió?

—Sí, lo conseguí —confirmó Jaritónov con un profundo suspiro—. No tenía más remedio. Con Alina aún es posible que hubiera llegado a alguna clase de entendimiento, pero estando Andréi Lvóvich de por medio, la cosa cambiaba.

—Y después, ¿qué?

—Le llevé el dinero a Alina. Saldé íntegramente mi deuda.

—¿Y eso cuándo fue? ¿A qué hora?

—A última hora, probablemente a eso de las diez de la noche.

—¿Está seguro?

—¿De qué? ¿De que ya era tarde?

—De que ya era tarde y de que le devolvió el dinero. ¿Está seguro?

—Claro, no estoy loco.

—Por desgracia, Nikolái Stepánovich, en el apartamento de Vaznis no ha aparecido el dinero.

—¿Cómo? ¿Cómo es que no ha aparecido el dinero si yo mismo le había llevado esa cantidad? Como no lo ingresara directamente en el banco...

—¿A las diez de la noche? Por el amor de Dios, Nikolái Stepánovich. Las cosas no pintan bien para usted. O el dinero se lo llevó el asesino, o usted nunca se lo devolvió. Alina Váldisovna ya nunca podrá corroborar si le entregó usted ese dinero. Hay una tercera posibilidad: usted fue quien la mató para no tener que devolverle lo que le debía. Naturalmente, ése sería ya un caso extremo, y yo no tengo ningún interés en aceptar semejante giro en los acontecimientos. Por eso nuestra tarea ahora consiste en determinar quién podría corroborar que usted, efectivamente, se presentó en casa de Alina Vaznis alrededor de las diez de la noche y que, tras su marcha, la joven seguía viva. Y, a ser posible, encontrar a una persona a la que le hubiera dicho que usted le había devuelto por fin todo el dinero.

Esta forma de abordar la cuestión muchas veces le había sido útil a Yuri Korotkov. No ocultar al interrogado sus sospechas, hablarle con toda franqueza, compadecerle y ofrecerle su ayuda para recabar cualquier información que contribuyera a exculparlo. Si era inocente, él mismo se encargaría de la parte del león del trabajo de los investigadores; si era culpable, de todos modos se prestaría a colaborar y, cuanto más activamente se implicase, antes daría un paso en falso y acabaría por desenmascararse.

—Pero, ¿qué dice usted? —El susto de Jaritónov no era fingido—. ¿Piensa que yo he podido...?

—No es que yo quiera pensarlo, Nikolái Stepánovich —respondió Korotkov con estudiada indulgencia—. Pero las circunstancias son las que son, ya lo ve. No le favorecen, en una palabra. Si se hubiera encontrado el dinero en el apartamento de la Vaznis, no se habría planteado la cuestión. Pero no ha sido así. Vamos a intentar disipar entre los dos las sospechas que pesan sobre usted. Trate de recordar: ¿quién le vio en las inmediaciones o en el interior del edificio? ¿Quién podría confirmar que fue usted a verla? De momento, vamos a empezar por ahí...

Jaritónov se esforzó por hacer memoria: sudó, se puso nervioso, pero no consiguió recordar nada. Después recitó la lista completa de personas a las que había «sableado» aquel día, con la promesa de devolverles el dinero de forma inmediata. Tras despedirse de Jaritónov, Korotkov fue en busca de aquellas personas, cuatro en total, y logró poner dos circunstancias en claro. En primer lugar, que la suma requerida la había reunido Jaritónov entre la una y las cinco de la tarde. Y, en segundo lugar, que había prometido a todos sus acreedores devolverles el dinero a lo largo de la semana. Esas dos circunstancias no le hicieron ninguna gracia al comandante Korotkov. ¿Por qué, si el dinero ya estaba reunido a las cinco, Nikolái Stepánovich no se lo llevó a Alina hasta las diez de la noche? ¿A qué estaba esperando? ¿Por qué se demoró? ¿Y cómo pensaba devolver el dinero a lo largo de la semana? Si tenía a la vista algún ingreso considerable, podría haber llegado a un acuerdo con Alina, prometiendo solemnemente que le devolvería la totalidad de la deuda en una semana, evitándose así la molestia de reunir urgentemente seis mil seiscientos dólares. ¿Por qué no lo hizo?

Como habría dicho su colega Nastia Kaménskaya, sólo cabían dos respuestas. Una: que desde el primer momento ya estuviera pensando en llevarle el dinero a Alina Vaznis (que lo contara y se quedara tranquila), asesinarla y volver a guardarse el dinero. Y dos: existía otra circunstancia en virtud de la cual ni siquiera había intentado explicarse ni con Alina ni con Smúlov. Pero, ¿de qué circunstancia podía tratarse?

Korotkov decidió que esa cuestión mejor se la dejaba a Kaménskaya. Él no tenía más remedio que ir a ver al director Andréi Lvóvich Smúlov. El día anterior, el sábado, no había podido hablar con él en condiciones: Smúlov estaba destrozado por lo sucedido, apenas entendía el sentido de las preguntas que se le hacían y sus respuestas eran incongruentes. Transcurrido un día, seguramente ya se podría intentar obtener de él algún testimonio.


A Korotkov le bastó con ver al director Smúlov para comprender el significado del verdadero sufrimiento, del sufrimiento al desnudo. Andréi Smúlov era un hombre de cuarenta años tan atractivo que solía despertar una profunda animadversión entre los representantes del sexo masculino, pero en esos momentos lo único que despertaba era compasión. Sufría mucho, lo estaba pasando muy mal; eso lo veía hasta un ciego.

Smúlov vivía en un piso grande con todas las comodidades. El mobiliario daba fe de su hospitalidad. Los mullidos sillones, los divanes, las mesitas bajas del enorme salón estaban sin duda destinados a recibir a un gran número de personas a la vez. En general, el piso estaba amueblado y decorado con buen gusto y con esmero, y se veía que el dueño estaba orgulloso de él.

Smúlov había conseguido rehacerse y, cuando llegó Korotkov, ya estaba en condiciones de responder a sus preguntas de un modo plenamente inteligible y coherente. Invitó a sentarse al agente en una cómoda butaca de su elegante salón, trajo té y dos ceniceros, uno para él y otro para su invitado.

—Cuando quiera, Yuri Víktorovich —dijo, tratando de hablar con voz firme—. Pregunte.

En relación con todo lo ocurrido la mañana del dieciséis de septiembre y con el hallazgo del cadáver de Alina Vaznis, Smúlov ya había sido interrogado el día anterior por el juez de guardia que había acudido al lugar de los hechos. Korotkov se enfrentaba a otra tarea: averiguar todo lo posible sobre Alina Vaznis. Por lo visto, la ayudante de dirección Yelena Albikova había declarado la víspera, con toda rotundidad, que Andréi Smúlov era la persona más próxima a Alina, y que nadie conocía a la difunta mejor que él.

—Sí, yo era quien mejor la conocía —asintió Smúlov—. Pero no se haga ilusiones, Yuri Víktorovich, ni siquiera yo la conocía a fondo. Alina era increíblemente reservada. Y muy vulnerable. Hemos estado juntos cuatro años, y en todo ese tiempo nunca he dejado de pensar, de sentir, que no la conocía en absoluto.

—Si es posible, le ruego que sea más concreto —le pidió Korotkov—. Y desde el principio.

—Desde el principio... Muy bien, desde el principio. A Alina la «descubrí» en nuestros estudios especializados en musicales, que dirige Lionia Degtiar. Y me quedé prendado de ella. Fue algo repentino, instantáneo, me enamoré tanto que se me cortó la respiración. ¿Entiende? Más adelante empecé a rodar con ella, eso es lo habitual. Pocos son los directores que no trabajan con sus amantes, si son actrices, claro. Lo de menos es el grado de talento de la actriz: si es la amante del director, seguro que actúa a sus órdenes. Algunos se las ingenian incluso para que amigas suyas que en la vida han sido actrices también trabajen con ellos. La verdad es que yo me di cuenta de que Alina tenía talento, eso era indiscutible. Pero era un talento, no sé... que no acababa de salir a la superficie. Es como cuando se coge un casete con una música maravillosa, pero luego, al meterlo en el aparato y ponerlo en marcha, lo que se oye es algo ininteligible. No se sabe si es por el ruido de fondo, o porque va lento, pero el caso es que no suena como tiene que sonar. No obstante, yo a Alina la quería mucho, por eso seguía trabajando con ella y no cejaba en mi empeño por sacar de ella lo mejor. Era evidente que no terminaba de funcionar en el plató, que había algo que le impedía trabajar a pleno rendimiento, aunque lo intentaba con todas sus fuerzas. No se lo va a creer, pero tardé dos años en conseguir que se abriera a mí. Y entonces empezaron a salirnos bien las cosas. Rodé Miedo at á vico, con Alina como protagonista. ¡Y cómo interpretó su papel! Todo el mundo se dio cuenta de que tenía delante a una actriz con un enorme futuro. A una gran actriz. A una verdadera actriz. Yo estaba orgulloso de ella, entendía que parte del éxito también era mío... De inmediato, me puse a trabajar en la siguiente película, titulada Locura, y, no se lo va a creer, pero Alina estaba actuando aún mejor. ¡Estaba increíble! ¡Inigualable! La última parte, que estábamos rodando en exteriores, era algo magistral, todo el mundo decía que esas tomas iban a pasar a los anales de la cinematografía. Nos faltaba muy poco, poquísimo para terminar la película... Y ya lo ve... Alina ya no va a estar con nosotros. ¿Comprende? Sin ella no soy nada. Le seré sincero: antes de conocerla, me faltaba poco para convertirme en el típico director de una sola película. Así es como llaman a los directores cuya primera película es muy buena pero las siguientes son cada vez peores, cada vez más flojas. Eso pasaba conmigo. No tengo más remedio que decirle toda la verdad, de otro modo, no va a entender nada de lo que le estoy contando: yo había sido muy desgraciado en el amor. Mucho. Probablemente, por eso mismo tampoco me había ido bien en el trabajo. Me iba arrastrando de fracaso en fracaso, siempre abrumado por el sufrimiento, por los celos. Pero después apareció Alina. Una mujer joven, hermosa, con talento, que me amaba, porque me amaba tanto que no me trajo ni un solo instante de sufrimiento. Ni uno solo. ¿Se da usted cuenta? En cuatro años no he sentido ni una sola vez la punzada de los celos ni el miedo a que me dejara. Me atrevería a asegurar que ella me quería a mí tanto como yo a ella. En definitiva, yo era feliz a su lado. Muy feliz. Y en ese estado de exaltación rodé Miedo at á vico, y ¡logré mi objetivo! No yo, nosotros, Alina y yo. Volví a nacer, era otra persona, me di cuenta de que era capaz de hacer películas de primera. Pero sólo mientras ella estuviera a mi lado. Sin ella no soy nada. Un cero. Como creador, un impotente.

Smúlov había repetido las palabras del día anterior. Que sin Alina era incapaz de trabajar.

—Andréi Lvóvich, ¿y por qué no se casaron? —preguntó Korotkov—. Los dos estaban libres. ¿Qué se lo impedía?

—Nada. No había nada que nos lo impidiera. Pero Alina tenía la perspectiva de convertirse en una auténtica estrella, y una estrella sólo lo es de verdad mientras está libre. Es un viejo axioma que todo el mundo tiene claro en nuestro círculo. Una estrella o no se casa o cambia continuamente de pareja: de ese modo, en el subconsciente de los espectadores sigue viva la idea de que la estrella está, teóricamente, a su alcance. Si Alina se hubiera casado y su matrimonio hubiera sido estable, los espectadores, al menos los masculinos, habrían perdido todo interés por ella. Y no me cabe la menor duda de que nuestro matrimonio habría sido estable. Nos queríamos mucho.

—¿Había estado casado antes, Andréi Lvóvich?

—Sí, hace mucho tiempo. Fue un matrimonio muy breve y muy infeliz. Ya le he dicho que había sido desgraciado en el amor, es algo que me persiguió desde la infancia. Por eso Alina significaba tanto para mí...

—¿Y Alina? ¿Había tenido algún romance serio antes de conocerle?

—Yuri Víktorovich, ya le he advertido de que conocía a Alina mejor que los demás, pero de todos modos no lo suficiente. Contaba que no había tenido ningún amor serio y duradero, aunque tampoco ocultaba que había habido otros hombres en su vida. Pero le repito que eso es lo que ella decía. Lo que pudiera haber en realidad es algo que desconozco. Yo nunca insistí demasiado en el tema, porque para mí no tenía ninguna importancia. En cuatro años no me dio ni un solo motivo para estar celoso. Ni uno solo.

—¿Cómo era Alina? ¿Buena, mala, dulce, dura? ¿Mentirosa, sincera? Cuénteme más cosas sobre ella, Andréi Lvóvich.

Smúlov se volvió hacia la ventana y, por la tensión de los músculos del cuello, Korotkov comprendió que el director intentaba contener las lágrimas.

—Me cuesta hablar de eso —comenzó por fin con voz ahogada—. Mire, es lo que pasa cuando te das cuenta de que la persona amada ha hecho algo incorrecto, pero tú no puedes reaccionar y sigues queriéndola. Nadie ha escrito mejor sobre ese tema que Somerset Maugham. ¿Recuerda Servidumbre humana?Sólo le pido, por el amor de Dios, que no interprete mis palabras de forma literal, no vaya a pensar que Alina era una cualquiera, estúpida e inmoral. ¡No, no, qué va! ¡De ninguna manera! Ella era... Cómo decirle... emocionalmente limitada. Creo que en psiquiatría existe el término de «incapacidad emocional». Sordera moral. Le daré sólo un ejemplo. Una vez se me torcieron las cosas y me invadió una tristeza tan profunda que sólo quería echarme a llorar y acabar con todo. Necesitaba tanto oír una palabra cálida, tierna de Alina... Total, que era la una de la noche, y yo estaba en casa, muy alterado, rabioso como un lobo en una jaula, la tristeza me ahogaba. Llamo a Alina y le pregunto: «Lina, ¿tú me quieres?». Lo único que necesitaba era oírla decir: «Claro que sí, cariño. Te quiero mucho. Mucho». Nada más. Se me habría pasado al instante.

—¿Y qué le dijo Alina?

—Me dijo: «¿Tú estás mal de la cabeza o qué? Estoy durmiendo». Y me colgó. Pero no me dijo eso porque no me quisiera, sino únicamente porque ese tipo de padecimientos estaban fuera de su alcance. No sabía escucharlos, ni entenderlos. En ese momento me dolió tanto... Porque tiene usted que entender que yo veía todos sus defectos (no estoy ciego, no soy un joven y estúpido enamorado), pero de todas formas la quería. Cuantos más defectos veía en ella, más la quería.

—Andréi Lvóvich, aparte de usted, ¿alguien más se daba cuenta de sus defectos? ¿O era usted el único al que Alina mostraba su lado negativo?

—Qué va, Yuri Víktorovich, por supuesto que no era el único. Alina tenía una particularidad. No tenía ninguna facilidad de palabra. Su discurso era monótono, inexpresivo. Para mí eso no tenía la menor importancia, yo la quería tal como era, y esa forma suya de hablar casi infantil incluso me enternecía, me conmovía en cierto modo. Pero, por culpa de esa incapacidad suya para expresarse, para exponer sus puntos de vista, para defender sus opiniones, para discutir, para montar escándalos, para perseverar, para exigir, Alina daba la sensación a toda la gente que la rodeaba de ser una boba apocada y sumisa. Y, en realidad, no tenía nada de apocada ni de sumisa, lo que pasa es que su auténtico carácter nunca lo manifestaba verbalmente.

—¿Y cómo lo manifestaba? —se interesó Korotkov.

—En su comportamiento, Yuri Víktorovich, en su comportamiento. Y muchos no se lo esperaban. Y sospecho que justamente por eso tenía tantos enemigos. Por eso mismo eran muchos los que la odiaban.

Korotkov se puso en guardia, como un sabueso. ¿Tal vez había dado con algo importante? Hasta el momento, el móvil del odio y la animadversión lo habían investigado en Sementsova y Mazurkévich. Sólo en esas personas. Y resulta que Smúlov hablaba de muchos enemigos...

—A nadie le agrada sentirse engañado, porque el embustero queda como alguien más listo y más astuto, y a las personas normales no les gusta llegar a la conclusión de que son estúpidas o ingenuas. Si desde el principio sabes, por ejemplo, que Iván Petróvich Sídorov es un miserable y un bastardo, actúas con él en consecuencia, procuras protegerte y relacionarte lo menos posible con ese individuo, y, si a pesar de todo te la juega, te lamentas y te dices que no podía esperarse otra cosa de él. Pero con la gente como Alina la cosa cambia. La toman por una boba, débil y descerebrada, y, cuando esa boba les hace una faena, entonces se dan cuenta de lo lista que es. Bueno, tenemos en el estudio a un par de reputadas cotillas, de lo que sale de su boca no hay que creerse ni la mitad. Siempre están exagerándolo todo, inventándose detalles sobre la marcha. Nadie se toma en serio sus historias. Hablan de unos y de otros, pero nadie se ofende, aunque sus chismes son repugnantes. Pero, como a Alina se le ocurriera decir algo poco halagüeño de alguien, eso enseguida se consideraba un golpe bajo. Había que oírles: que si era una víbora, que si parecía una mosquita muerta, que si sólo abría la boca para hacer daño. Y todo porque Alina decía la pura verdad; aunque doliera, decía siempre la verdad, nada de chismes.

—¿Puede darme algún ejemplo, Andréi Lvóvich? ¿ Aquién ofendió Alina de ese modo? ¿De quién se ganó la enemistad?

—El ejemplo más reciente es el de Jaritónov. Aunque seguro que usted ya le conoce. Habrá oído cómo se sorprendió cuando le llamé de parte de Alina. Se quedó tan sinceramente sorprendido como si le hubiera llamado un extraterrestre. Seguro que, cuando le cogió el dinero, contaba con que a ella le daría vergüenza recordárselo, que esperaría pacientemente. Y lo cierto es que a Alina le daba vergüenza. Ella misma era consciente de que no iba a poder ser dura ni seca con él, de que se limitaría a mascullar alguna palabra y se disculparía por su insistencia... Lo sorprendente en Alina era la combinación de frialdad y dureza interior con esa dulzura exterior, con esa especie de indolencia, de inseguridad incluso. Un ejemplo más: no hace mucho le hice una prueba a Zoya Sementsova para un papel muy pequeño, apenas una escena, pero es igual. La verdad es que no lo hizo bien, pero, ¿sabe?, a Zoya todos le tenemos lástima, porque pasar por una tragedia así... ¿Se lo han contado?

—Sí, sí, estoy al corriente. Continúe, por favor.

—El caso es que decidí elegir a Zoya para el papel. Por lástima. Si está usted informado de lo que pasó con El trovador, probablemente lo entenderá: no podía dejar de sentirme incómodo ante Zoya. Yo no tenía ninguna culpa; es más, cuando eso sucedió, yo todavía no trabajaba en Sirius, pero, al estar enamorado de Alina, en cierto modo lo comparto todo con ella, incluida la hostilidad que otras personas le muestran. No sé si me entiende... En resumen, yo sabía que Alina le había quitado a Zoya aquel papel, y como amante de Alina me sentía responsable de su relación con Sementsova. Quería suavizar las cosas... Pero Alina se opuso. Se negó en redondo. Decía que, tratándose de arte, de la oportunidad de alcanzar un gran éxito, no había lugar para la compasión. ¡Dios mío, cómo gritaba! Que si Zoya se había dado a la bebida, que si ya no parecía una persona, que si estaba loca, y cosas por el estilo. Y claro, se puso a contarle a todo el mundo que yo iba a coger a Zoya por pura compasión, porque las pruebas habían sido francamente malas, y que Zoya echaría todo el trabajo a perder y etcétera, etcétera. Lo que Alina decía era la pura verdad. Las pruebas habían sido malas, yo iba a coger a Sementsova sólo por pena y ella era una borracha horrible y vieja. Pero, ¿por qué tenía que contárselo a todo el mundo? Zoya, por supuesto, se enteró. Fue muy desagradable.

—¿Cuándo pasó todo eso?

—La semana pasada. Hace nada. Zoya se puso hecha una furia. Y claro, volvió a sacar lo de que Alina le había robado el papel de Azucena, su última oportunidad de hacer un personaje secundario. —Smúlov hizo un movimiento torpe con la mano en la que sostenía un cigarrillo encendido, la ceniza se desprendió y cayó a la alfombra, pero el director no pareció darse cuenta, abrumado como estaba por el sufrimiento—. Luego está la historia con Xenia, que puso a Alina en evidencia. Hizo que aflorara su carácter. ¿Se lo han contado ya?

—Sí, me dijeron que Xenia Mazurkévich ofendió soezmente a Alina en público. Pero desconozco lo que pasó después.

—El caso es que no pasó nada. Alina ni siquiera intentó responder, ni la detuvo, ni cortó toda aquella porquería. Estaba escuchando en silencio, de pie, a la espalda de Xenia. Ésta, por cierto, no sospechaba siquiera que Alina pudiera oírla, estaba borracha, como siempre, y actuaba para su público. Así que Alina escuchó su retahíla hasta el final y se fue sin decir una sola palabra. La gente que se encontraba allí, naturalmente, empezó a ponerse nerviosa. Le explicaron a Xenia que hablaba demasiado alto y que Alina la estaba escuchando. Pero ella, como quien oye llover: había hecho toda la vida lo que le daba la gana y contaba con el apoyo unánime de todo Sirius. Así que se quedó convencida de que seguía siendo intocable, aunque salieran de su boca atrocidades tales que a uno se le ponían los pelos de punta. Pero, al día siguiente, Alina se dedicó a buscar el teléfono de Kózyrev, el padre de Xenia. ¿Entiende? Todos estábamos al corriente de las aventuras de la mujer del presidente, la habíamos visto cientos de veces en situaciones de lo más pintorescas, pero nos lo callábamos, porque de la reputación de Xenia dependía nuestro trabajo y nuestro dinero. Sin embargo, Alina se decidió a dar el paso. ¿Se imagina? No contestó a Xenia delante de todo el mundo, no montó un escándalo, no era capaz de hacer esas cosas, ya se lo he dicho. Pero al día siguiente, con toda tranquilidad, empezó a actuar discretamente. Para Alina, como es natural, la humillación había sido brutal, algo imperdonable, y, como ya era una estrella, el dinero de Mazurkévich la traía sin cuidado. Podía pasarse sin él, echar mano de Rudin, que no la dejaba ni a sol ni a sombra ofreciéndole contratos millonarios.

—No acabo de entenderlo. —Korotkov se mostró sorprendido—. Porque su trabajo, Andréi Lvóvich, también dependía del dinero de Mazurkévich, no sólo el de Alina. Una cosa es que ella no necesitara ese dinero, pero, ¿es que no pensó en usted ni por un momento? ¿Le daba igual que no pudiera rodar más películas?

—Qué cosas tiene. —Por primera vez en todo el rato que llevaba conversando con Korotkov, Smúlov esbozó una débil sonrisa—. Por supuesto que no le daba igual. Sencillamente, no he querido darle demasiada importancia, a mí también me resulta incómodo... Yo también soy una estrella. En cierto sentido, incluso más estrella que Alina. Porque con Miedo at á vicoa ella le llegó la fama por primera vez, pero para mí ya era la segunda. Yo ya había triunfado en otra ocasión, después de mi primera película, y, aunque de eso hace más de diez años, todavía hay quien me recuerda, sobre todo entre los aficionados al género. Además, la gente de Rudin, del consorcio RUNIKO, ya había empezado a ofrecerme contratos incluso antes que a Alina. Así que, aunque Mazurkévich perdiera su fuente de financiación, yo no me iba a quedar sin trabajo.

—¿Puedo saber por qué, a pesar de todo, se quedaron ustedes en Sirius? ¿Por qué no se fueron con Rudin?

—¿Eso qué tiene que ver con la muerte de Alina? No nos fuimos y punto, qué más da el porqué.

—Andréi Lvóvich, insisto en que me conteste.

—Está bien. Rudin tiene muy mala reputación. El verano pasado organizó el festival de cine Águila de Oro, seguramente habrá oído hablar de él.

Korotkov asintió con la cabeza.

—El caso es que en el festival murieron cuatro personas, una detrás de otra: dos actrices, un actor y un director. Y Boris Iósifovich Rudin, en vez de clausurar el festival después del primer asesinato y preocuparse porque enviaran a los mejores investigadores de Moscú, siguió adelante con el festival con toda la calma del mundo y, en consecuencia, hubo tres nuevas víctimas. La organización de sus servicios de seguridad fue pésima, pero eso no fue lo más importante. Lo más importante es que se trata de un tipo completamente inmoral y, como comprenderá, no quería enemistarse con los patrocinadores, que contaban con hacer grandes sumas de dinero durante el festival, gracias a la distribución de su publicidad. Por cierto, que el jefe de nuestros servicios de seguridad también rechazó trabajar para RUNIKO, está enterado de la terrible historia del festival. En definitiva, parecía que la gente del mundo del cine coincidía en hacerle el vacío a Rudin y a su consorcio cinematográfico. Por eso Alina y yo...

No terminó la frase, sólo tragó saliva y se deleitó dando una calada a su cigarrillo. Smúlov fumaba muchísimo, encendía un cigarrillo tras otro, le temblaban las manos, a veces se le quebraba la voz, pero de todas formas conservaba la entereza, despertando en Korotkov no sólo compasión, sino también respeto.

—Por último, Andréi Lvóvich, remontémonos de nuevo al viernes quince de septiembre. Recuerde todo lo referente a Alina.

—Habría que empezar por el día anterior, por el jueves. Tuvimos una sesión dedicada al visionado del material rodado, tras la cual todos se acercaron a felicitarnos a Alina y a mí por una escena en la que ella había estado especialmente brillante. En ella se percibe cómo su rostro se torna pálido y gris. ¡Es de una maestría increíble! Pero ya le he dicho que Alina es una actriz con un futuro prometedor. Quiero decir, que podría haberlo sido... Sí, perdone. Bueno, pues todos nos felicitaron, nos elogiaron, nos aplaudieron. Alina estaba muy alterada: ni ella misma sospechaba que fuera capaz de actuar de ese modo, y acababa de verlo con sus propios ojos. Se fue a casa, pero yo me quedé, tenía que preparar el rodaje del día siguiente con Lénochka Albikova. Estuvimos trabajando más o menos hasta las ocho y media, después llamé a Alina. Decidimos que no tenía sentido que fuera a pasar la noche a su casa. Alina se tomaba muy en serio lo de estar en forma, me refiero a estar en forma profesionalmente. Si por la mañana temprano había rodaje, nunca pasábamos la noche juntos. Seguramente no hace ninguna falta que le hable de esto, pero quiero que lo entienda... Por lo general, Alina no amanecía con muy buen aspecto cuando pasábamos la noche juntos. No solíamos dormirnos hasta muy tarde, y por la mañana se levantaba con ojeras y arrugas. Tenía que dormir como mínimo diez horas para tener buen aspecto y actuar a gusto. Cosas suyas. El jueves, cuando la llamé, calculamos que, para poder levantarse a las seis de la mañana, tenía que acostarse en ese momento. De hecho, tenía que levantarse algo más temprano, porque a las siete de la mañana debía estar ya en el pabellón. Toda la semana estuvimos rodando por la mañana, de siete a una; a partir de la una el pabellón lo ocupaba un director de otros estudios. Es que no tenemos un pabellón de rodaje propio, lo alquilamos por horas; a veces a Mosfilm, otras veces a los antiguos estudios Gorki. Bueno, sí disponemos de pequeños pabellones y, si necesitamos rodar una escena en un piso, en un despacho o, pongamos, en el compartimento de un tren, nos arreglamos con nuestros propios medios. Pero, si necesitamos un espacio más amplio y decorados de grandes dimensiones, entonces, claro está, no nos queda otro remedio que humillarnos y mendigar. Toda la semana pasada estuvimos así, precisamente, rodando de siete a una en un pabellón alquilado.

—He entendido, Andréi Lvóvich, continúe, por favor. Llamó usted a Alina el jueves alrededor de las nueve de la noche y...

—Y decidimos que era mejor que me fuera a mi casa, porque, si no, a las siete de la mañana estaría hecha un adefesio. Ésas fueron sus palabras. Acabé de hablar con ella y me fui a casa. A la mañana siguiente, el viernes, nos encontramos en el pabellón para el rodaje. Me sorprendió que Alina no tuviera buena cara a pesar de haberse acostado temprano. Dijo que el visionado del día anterior la había impresionado tanto que le había costado dormirse, que había estado dando vueltas en la cama casi hasta el amanecer. Aquella mañana, desde luego, no estaba en forma, todo el grupo se dio cuenta. Resumiendo, estuvimos trabajando hasta la una y después le pedí a Alina que intentara centrarse. Yo entiendo muy bien todas esas cosas: la fama mundial, los Óscar, una sex symboldel cine ruso... Todo eso, como es natural, nos pone a cien y nos quita el sueño, pero el trabajo es el trabajo, y más aún el trabajo en un pabellón alquilado. Sólo nos quedaban el sábado y el domingo, el domingo vencía el alquiler y de momento no teníamos dinero para ampliar el plazo. Así que, si una actriz no está en plena forma y no somos capaces de rodar como es debido todas las escenas previstas, seguro que surgen nuevas dificultades. Por eso le propuse a Alina que inmediatamente después de acabar el rodaje se fuera a casa, se tomara un tranquilizante y procurara dormir. Necesitaba descansar, estar relajada y, en la medida de lo posible, era conveniente que no hablara con nadie para poder olvidarse de todo lo que la inquietaba y la ponía nerviosa. Alina me prometió que así lo haría.


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