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Retrato póstumo
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 18:29

Текст книги "Retrato póstumo"


Автор книги: Alexandra Marinina



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El sábado había regresado Nikolái Seluyánov con novedades de Víktor Voloshin; seis recibos de giros postales y una portada doblada en cuatro con la foto de una estrella de cine. Los giros los habían puesto en distintas oficinas de correos de Moscú, y hubo que llorarles a los seis jefes de esas sucursales para que el domingo uno de sus subordinados se presentara en el trabajo y se pusiera a revisar los resguardos archivados.

Seluyánov llamó a Nastia a última hora de la tarde. Nada —ni el hambre, ni el cansancio, ni el sueño– podía hacer que dejara de bromear, tal era su carácter.

—Como decía aquel chiste verde de tema histórico, «la orina es del duque de Orleans, pero la letra es de la reina» —declaró sin más preámbulos.

—¿No podrías simplificar?

—Por supuesto. El domicilio y el apellido del remitente son todos distintos, y todos falsos, pero la letra es la misma.

—¿Y de quién es?

—Bueno, querida, confórmate con eso. —Se echó a reír—. Tú dame algunas muestras para cotejar, y luego pregunta.

El lunes a primera hora de la mañana Nastia colocó sobre su mesa de trabajo los recibos de los giros y el diario de Alina. Su explicación de los hechos se desmoronaba a ojos vistas. No había sido Alina Vaznis quien le había estado mandando dinero a Voloshin. ¡Con lo seductora que era esa explicación! Voloshin, por la razón que fuera, le había estado haciendo chantaje a Alina, y ésta había decidido quitárselo de encima. Habían acordado que pusiera tierra por medio y ella le mandaría dinero. Luego tuvo que haber algo que no le hiciera gracia a Voloshin, a lo mejor la suma le parecía pequeña. Y había regresado... Hasta podía haber matado él a Alina. En definitiva, si hubiera sido ella la que le enviaba el dinero, se habría podido descartar la disparatada fantasía de Nastia a propósito de Smúlov. Y se habría quitado un peso de encima. Era incapaz de entender qué podía haber llevado al director de cine a matar a Alina, y por eso se veía a sí misma como una burda cuentista.

Korotkov la sorprendió después de su infructuoso examen de los recibos.

—Te veo triste, chica. ¿Otro fracaso?

—Y de los gordos —le confirmó con pesar—. Mira, en el fondo de mi alma seguramente abrigaba la esperanza de que mis conjeturas relativas a Smúlov no se confirmaran. Es tan... no sé cómo decirlo. Tan brillante. Tan guapo. Y no tenía motivos para matarla. O, por lo menos, a mí no se me ocurre ninguno.

—¿Y qué es eso que te ha escrito?

—¿Dónde?

—Pues eso.

Dio unos pasos desde la puerta hasta la mesa y se inclinó para examinar unos gruesos papeles alargados.

—Ésta es su letra. ¿Qué papeles son éstos?

—Los recibos de unos giros que le mandaban a Voloshin. Nikolái Seluyánov los ha traído de Kranosyarsk. Espera, espera, Yuri, ¿estás seguro de que ésta es la letra de Smúlov?

—Se parece mucho.

Cogió dos recibos y se los acercó a los ojos.

—Se parece mucho —repitió pensativo—. Yo le tomé declaración por escrito el mismo día en que encontraron el cadáver de Alina Vaznis. La declaración la tiene Gmyria, así que podríamos pasársela a los peritos para que compararan. Como es natural, a simple vista no se puede decir nada definitivo, pero si te fijas hay un trazo muy característico en la «d» y en la «z». A mí ya me habían llamado la atención.

Nastia marcó enseguida el número de Gmyria. Éste le prometió enviar urgentemente a Petrovka la correspondiente orden dirigida a los peritos, junto con una muestra del texto redactado de puño y letra por Smúlov.

—Mete tus papeles en el sobre y llévaselo a Svetka Kasiánova, yo ya me encargo de llamarla para que se dé toda la prisa que pueda. No te olvides de adjuntar el diario: también les voy a pedir a los peritos su opinión sobre Alina Vaznis. Que lo examinen. Quién sabe. A lo mejor fue ella la que mandó los giros, alterando su letra.

—¿Imitando la letra de Smúlov? —preguntó Nastia, escéptica.

—Salta a la vista que no tienes hijos. —El juez instructor se rió por el teléfono—. Es ley de vida, ¿sabes? Imitamos a las personas que queremos. Sobre todo si, además de quererlas, las admiramos.

Nastia colgó el teléfono y encendió el hervidor.

—Oye, ¿Gmyria tiene hijos? —le preguntó a Korotkov.

—Cinco. Es nuestro padre-héroe. ¿Es que no lo sabías? Por eso dejó la policía judicial. Decía que, si le pasaba algo, su mujer no podría sacar adelante sola a sus cinco hijos.

El resto de la jornada Nastia hizo un poco de todo, ayudando a sus compañeros a analizar la información recogida de una serie de asesinatos, elaborando esquemas y planteando hipótesis. Pensaba horrorizada en que ya había pasado el día veinte y aún no había presentado a su jefe el informe mensual sobre homicidios y violaciones cometidos en Moscú. Desde hacía unos diez años, ella era la encargada de elaborar esos informes. Cada vez que sonaba el teléfono interno, le daba un vuelco el corazón: ¿y si era Gordéyev, que se había acordado del asunto y llamaba para exigirle el documento?

A eso de las cinco le llegó el sobre de Gmyria, y Nastia salió pitando en busca de Kasiánova. Gmyria, en tono cordial, la llamaba Svetka, pero la Kasiánova era en realidad una lozana señora de mediana edad, con muchas canas sin teñir en sus cabellos y una eterna mueca de disgusto y descontento petrificada en su rostro. Pero aquella apariencia, por fortuna, era engañosa: Svetlana Mijáilovna tenía una sonrisa encantadora y se reía a carcajadas de forma atronadora.

—¡Ay, este Boris! —exclamó, tras leer a toda prisa la orden—. Se ha encaramado a su campanario, rodeado de su familia numerosa, y está convencido de que si alguien no tiene cinco hijos, sino únicamente dos, es libre como un pájaro. Vale, vale, no se asuste, tengo hijos, pero, a diferencia de los de Boris, ya son adultos y no hay que estar pendiente de ellos. Por cierto, ya soy abuela. ¿Va a esperar usted o aguantará hasta mañana?

—Voy a esperar todo lo que haga falta. —Nastia le dio vivamente las gracias—. De todas formas, aún me queda mucho trabajo.

Volvió a su despacho y se puso a redactar el informe, sin dejar de pensar en la extraña relación de la actriz Alina Vaznis con el peón Víktor Voloshin. De modo que Alina conocía a Voloshin desde hacía muchos años, y su relación no era precisamente grata. Alina veía a Voloshin en sus pesadillas, y después de esas pesadillas sufría depresiones. Más tarde, hacía un par de años, Voloshin se había marchado a Siberia, y Alina lo sabía, porque había respirado aliviada y pensaba que había llegado el momento de dejar de tenerle miedo. Dejar de tenerle miedo... ¿Por qué le tenía tanto miedo? ¿Recibía amenazas de él? ¿La chantajeaba? Pero, si se conocían de hacía años, de cuando vivían en el mismo barrio, ¿a qué se debía que la familia de Alina no supiera nada de él? Porque no le conocían. Korotkov había ido a verles después del entierro de Alina, había mencionado el nombre de Voloshin, les había enseñado una foto. No le conocían ni le habían visto jamás, o, por lo menos, no les sonaba su cara.

En los dos años que Voloshin había vivido en Siberia, había recibido periódicamente giros de Moscú, por un importe considerable. Sin embargo, en cierto momento había decidido volver. Y a los tres meses de su regreso había muerto trágicamente Alina Vaznis, y dos días más tarde, él también había muerto. ¿Qué había sucedido? ¿Y qué tenía que ver con todo eso el director de cine Andréi Lvóvich Smúlov?

Algo tenía que ver, de eso no cabía duda. Stásov había cumplido su promesa, y para el sábado Nastia ya sabía que «la ola informativa» relativa a la conducta torpe, inadecuada y cruel de Alina se había propagado en un solo día: el viernes 15 de septiembre. Según Smúlov, ese día Alina no había trabajado en buenas condiciones; su estado se explicaría por el inesperado éxito obtenido en la sesión de visionado y el subsiguiente insomnio, debido a su alegre excitación. A la una de la tarde había concluido el rodaje en el pabellón alquilado, y, al parecer, Smúlov le había aconsejado que se fuese a casa, que se relajase y que durmiese a gusto para estar en plena forma el sábado por la mañana. El sábado, nuevamente, le tocaba rodar de siete de la mañana a una de la tarde. El mismo viernes, mientras tenía lugar el rodaje, ya recorrían los aires los primeros soplos destinados a suscitar una actitud negativa hacia Alina. Smúlov había aprovechado las pausas para telefonear a alguien una y otra vez, si bien es cierto que nadie había escuchado la conversación, porque en ningún momento había levantado la voz. Una vez concluido el rodaje, cuando Alina se marchó a casa, la leve agitación en la superficie de las aguas se había convertido en una auténtica tempestad. De ahí que resultara evidente que Smúlov había preparado el asesinato de Alina. Pero, mientras no se aclarara por qué lo había tramado, mientras no hubiera evidencias concluyentes de que Smúlov tenía una razón, un motivo para cometer el asesinato, era inútil tratar de desenmascararle. No había una sola prueba directa, únicamente pruebas indirectas. Y eso significaba que sería necesario forzarle, a toda costa, a que él mismo lo confesara todo. Y eso sólo se podía lograr de un modo: abrumándolo con el conocimiento de los detalles y de los hechos verdaderos.

El tiempo corría imperceptiblemente, y Nastia se quedó de piedra al mirar el reloj y ver que ya eran casi las nueve. Por fin, pasadas las nueve, llamó Kasiánova.

—Las direcciones que figuran en los giros postales han sido escritas por la misma mano que la declaración firmada por Smúlov —le informó.

—Muchas gracias, Svetlana Mijáilovna. ¿Qué clase de bombones prefiere?

—No acepto sobornos de mis compañeros. —La perito se echó a reír a carcajadas—. No tomo bombones, me sobran kilos, pero a Boris sí le voy a exigir una buena botellita.

O sea, que todo apuntaba a Smúlov. Pero, ¿por qué?


CAPÍTULO IX




KOROTKOV


Nastia tenía razón, algo tenía que haber ocurrido la víspera, el 14 de septiembre, para que Smúlov se hubiera dedicado durante toda la jornada a crear un estado de opinión sobre Alina Vaznis, modelando así su retrato póstumo. Nikolái Seluyánov se iba a encargar de «tantear» a Smúlov en relación con el asesinato de Víktor Voloshin, mientras Yura volvía a interrogar a la gente de Sirius, reconstruyendo, hora por hora, la vida de Alina a lo largo del jueves 14. De siete de la mañana a una de la tarde habían rodado en las instalaciones de los antiguos estudios Gorki, como el resto de la semana. Luego, Alina y Smúlov se fueron a comer por ahí. Después ella tuvo que pasar por casa a cambiarse de ropa, porque la ayudante de dirección Albikova, que también había asistido a la sesión de visionado, mencionó que Alina se había presentado vestida con un bonito traje canadiense y, en cambio, había acudido al rodaje matutino, como era habitual, con pantalones y jersey, porque de todos modos allí iba a tener que cambiarse.

La sesión había dado comienzo a las cinco de la tarde y acabó a las siete. Después Alina se despidió y se marchó. Todo apuntaba a que se había ido a su casa, porque algunas personas declararon que la habían llamado por teléfono entre las veinte y las veintitrés horas, y estaba en casa. Aunque Alina Vaznis había llegado a la proyección de excelente humor, los que habían hablado con ella por teléfono aquella noche comentaron que la habían notado algo nerviosa. Era evidente que no tenía muchas ganas de charla y que había tratado de cortar lo antes posible, pretextando un fuerte dolor de cabeza y cansancio.

Por tanto, de haber ocurrido algo, tuvo que ser en el intervalo entre las cinco y las ocho de la tarde. Habría que investigar a fondo ese intervalo, minuto a minuto, segundo a segundo. Pero se esclareció que no había nada particular que investigar. De cinco a siete o, más exactamente, hasta las siete menos diez, Alina estuvo con Smúlov en la sala de visionado, tras lo cual cogió el coche y se fue a casa. Smúlov se quedó en Sirius, y hasta las ocho y media estuvo preparando el rodaje del día siguiente con Yelena Albikova. Korotkov no se preocupó de investigar los desplazamientos subsiguientes del director, porque para las ocho y media Alina ya había dado muestras por teléfono de su nerviosismo y excitación. Lo cual quería decir que, para esa hora, ya tenía que haber pasado algo. Pero, ¿dónde? ¿De camino a casa? Ya no había forma de determinarlo. La única persona que podría haber dado una respuesta era la propia Alina. Sólo quedaba indagar en el lapso entre las cinco y las siete. Pero, ¿qué iban a indagar si Alina había estado todo ese tiempo en la sala de visionado, viendo con todos los demás el material rodado en exteriores?

Korotkov suspiró profundamente y fue en busca de Stásov. Veinte minutos más tarde, ambos estaban sentados en la sala, mientras el operador, Volodia, iba proyectando, una por una, las cintas con las distintas tomas. Korotkov recordó que Kaménskaya le había pedido que prestara especial atención a aquella toma que había suscitado tantos comentarios, además de sinceros y entusiastas elogios.

—Vete a saber, Yuri —le había dicho con aire pensativo—, a lo mejor la Vaznis no era tan buena actriz. Lo mismo vio alguna cosa que le dio un susto de muerte. ¿Me explico? Igual se asustó de verdad, no porque lo indicara el guión. De ahí la repentina palidez, los labios grises y los ojos hundidos. Fíjate muy bien, por si adviertes algo en la imagen.

Por eso, Yura había pedido que empezaran por esa toma. El rostro de la actriz le dejo fascinado: en él se reflejaba con tanta precisión el espanto creciente, que en ese momento a Korotkov se le fue completamente de la cabeza la petición de Nastia y no se fijó en nada que no fuera la propia Alina. Sólo cuando se apagó la pantalla cayó en la cuenta.

—Anda, pásalo otra vez —pidió, sintiéndose culpable.

—¿Hay algo que no te haya gustado? —preguntó Stásov sorprendido—. ¿Para qué tenemos que verlo otra vez?

—Si es que se me había olvidado por completo que tenía que fijarme bien —replicó Korotkov, disgustado—. He clavado los ojos en Alina y me he quedado en blanco.

Repitieron la toma desde el principio. Esta vez Korotkov procuró no mirar a la actriz y estar muy pendiente de cualquier cosa que pudiera aparecer en la pantalla.

—¡Alto! —gritó—. ¡Ahí está!

El operador salió de su cabina asustado.

—¿Qué ha pasado?

—Nada —respondió Korotkov, más tranquilo—. Puedes apagar el aparato, ya hemos terminado. Y prepárame una lata con la cinta, que me la llevo.

Volodia se encogió de hombros y volvió a la cabina.

—Bueno, ¿y qué hay ahí? —preguntó Stásov, ardiendo de impaciencia.

—Alina vio a Voloshin. Queda saber por qué le tenía tanto miedo.



SELUYÁNOV


La madre del asesinado Víktor Voloshin no pudo aportarle nada nuevo. A Nikolái lo que más le interesaba era la razón de que, dos años antes, Víktor se hubiera largado a Siberia precipitadamente, pero ella no tenía ni idea.

—¡Ay, Señor! Y yo que estaba tan contenta de que se marchara —dijo entre lágrimas—. Porque aquí, en Moscú, no hacía nada de provecho. Había acabado a duras penas la secundaria, no quería estudiar, no tenía oficio ni beneficio. Cargador y peón, ¿cree usted que un hombre hecho y derecho puede vivir de eso? No daba ni golpe. «No puedo, mamá, no puedo trabajar, me duele la cabeza», decía. Yo ya no podía con él. Pero de pronto, de un día para otro, anunció que se marchaba. Me dijo: «Me largo de aquí; voy a ganarme un sueldo y a ordenar mi vida». Me puse muy contenta, pensé que por fin había sentado la cabeza. Se marchó justamente por las fiestas de noviembre. [14]Solemos aprovechar esos días libres para reunirnos todos; estaba aquí mi hija con su marido y los niños, despedimos juntos a Víktor.

—¿Y qué dijo cuando volvió? ¿Dio alguna explicación de por qué había venido?

—No dio ninguna explicación. Sólo dijo que me echaba de menos, que había venido de visita. Traía dinero, en tres meses no me sacó ni un kópek, así que pensé que en Siberia ganaría bastante.

—¿Y a qué se dedicaba? ¿Se veía con alguien? ¿O es que se pasaba todo el santo día durmiendo?

—Salía sin parar; se marchaba por la mañana y no volvía hasta la noche. Y cada día que pasaba era peor. Al principio estaba normal, alegre, pero luego empezó a volverse esquivo. A los dos meses prácticamente ya no me hablaba. Después se marchó por ahí, estuvo fuera una semana. O puede que un poco más, como diez días. Volvió más tranquilo, se le veía más sosegado, otra vez me hablaba. Estuvo bien unos días; el viernes por la mañana salió, como de costumbre, y regresó a eso de las cuatro: los ojos le echaban chispas, le temblaban las manos, parecía otro. Yo tenía pensado coger el tren de cercanías de las seis para ir a la dacha de mi hija, y le invité a acompañarme. «Vamos, Vitiusha», le dije. «Allí se está muy bien, puedes respirar aire fresco, pasear, ver a tus sobrinos.» Pero no quiso venir. «Ya he respirado suficiente aire fresco en la taiga para el resto de mis días», me dijo. Así que me fui sola. Ya no volví a verlo con vida...

—Y dígame, ¿Víktor nunca le habló de nadie relacionado con el cine?

—¿De quién? —preguntó la mujer, sorprendida.

—Bueno, por ejemplo, de un director de cine, un tal Smúlov.

—No. —Negó con la cabeza—. Nunca le oí mencionar ese nombre.

—¿Y de Alina Vaznis?

—No, no, qué va.

—¿Y usted tampoco ha oído hablar de ella?

—Bueno, sí, claro, ha salido en la tele. Una chica muy guapa.

—¿Sabía que vivió veinte años en la calle de al lado?

—¿Pero qué me dice? —La madre de Voloshin levantó las manos en señal de asombro—. ¡Hay que ver! Y yo sin saberlo. Pero, ¿por qué me lo pregunta usted? ¿Es que mi Vitiusha era amigo de ella?

—No lo sé —dijo Seluyánov con un suspiro—. Puede que sí. Eso es lo que pretendo averiguar, pero nadie lo sabe.

«A qué vendrá tanto asombro —pensó Nikolái al salir de la casa donde vivió y fue asesinado Voloshin—. Si muchas veces no conocemos a los vecinos de nuestro mismo piso, cómo vamos a conocer a los de la calle de al lado. Ya se sabe: la vida anónima en las grandes ciudades, con sus enormes edificios, llenos de apartamentos, donde todo el mundo se ocupa exclusivamente de sus propios asuntos y a nadie le importa lo que hagan los demás.» Decidió probar por otra vía y se encaminó al lugar donde había pasado su infancia el célebre director Andréi Lvóvich Smúlov. Igual tenía suerte, daba con sus viejos amigos y le contaban algo interesante. Más adelante, Nikolái sería incapaz de recordar qué le había llevado a hurgar en la infancia de Smúlov. No había tenido una corazonada, ni había escuchado una voz interior, ni siquiera era cuestión de olfato profesional. Se dirigió a ese sitio sin saber muy bien por qué. El caso es que fue para allá. En eso era muy distinto de Kaménskaya. Anastasia, antes de salir corriendo a ninguna parte, reflexionaba detenidamente qué clase de información se podía obtener, cómo convenía recabarla y qué había que hacer después con ella. Nikolái, por lo general, no evaluaba la situación, no planificaba su siguiente paso, se dejaba llevar por su intuición y, en ocasiones, actuaba sencillamente «a la buena de Dios», sobre todo cuando ya no sabía qué hacer.

Seluyánov, como de costumbre, empezó por la comisaría de policía, porque, como llevaba tanto tiempo en la policía judicial, tenía conocidos en casi todas. También allí, en la comisaría de Zamoskvorechie, en cuya jurisdicción se encontraba la calle donde había vivido Andriusha Smúlov con su madre, dio con un conocido.

La fortuna, que llevaba tanto tiempo dándole espalda, dejó por fin de comportarse caprichosamente y volvió hacia Nikolái Seluyánov su hermoso y radiante rostro. Su amigo seguía allí, no se había olvidado de Nikolái y estaba de buen humor; por lo menos, abandonó gustoso lo que tenía entre manos y atendió la visita, y hasta sacó una botella de vodka de la caja fuerte. A este amigo le llamaban el Jirafa; realmente, en su pasaporte y en su acreditación policial figuraba el nombre de Rafik Zhigarevski, pero su estirado y fino cuello, que desembocaba suavemente en un tronco alargado y enjuto, despertaba la irresistible tentación de emplear tan bien traído mote.

—¿Smúlov? —Frunció el ceño, bebiéndose de un trago un tercio del vaso—. ¿El director de cine? Un tipo repugnante. Pero está con una tía de primera. Qué envidia.

Seluyánov dio un buen trago, sin llegar a apurar el vaso. Un plácido calor se extendió por su pecho, como solía ocurrir cada vez que, después de largas e inútiles pesquisas, veía próximo el final. No podía dejar pasar esa oportunidad.

—¿Sois amigos?

—Para nada... —Resultaba gracioso ver beber al Jirafa con aquel cuello tan largo—. Le interrogué una vez, hace un par de años. En relación con un cadáver.

—Rafik, trae para acá la botella, no vayas a hacerte un lío —le rogó Seluyánov.

Sabía que al Jirafa no le hacía gracia el mote, y en los momentos decisivos, cuando convenía «mostrarse respetuoso», prefería dirigirse a su amigo por su nombre de pila.

—¡Pero qué me voy a liar! ¡Qué cosas tienes! Mira: había aparecido un cadáver en mi territorio, un tal Tatósov. Primero investigamos, como es natural, en su entorno más inmediato. Nada. Empezamos a interrogar entre su círculo de amistades, ya sabes. Fuimos ampliando el círculo. Tampoco. Todo el mundo adoraba a ese tío, las mujeres estaban coladitas por él. Y te juro que no había por dónde cogerle. Era horrible, feísimo. Pero ellas se morían por sus huesos. Y nadie hablaba mal de él. ¿Qué hacer? Nos ocupamos del siguiente círculo, sus compañeros de la universidad. Luego, los de colegio. Resulta que la mujer de uno de sus antiguos compañeros de clase le había dejado y se había liado con Tatósov. Aunque la verdad es que no estuvieron mucho tiempo juntos, rompieron pronto; eso había ocurrido unos diez años antes del asesinato, pero, por si acaso, ya sabes, localizamos a ese compañero de clase y le preguntamos dónde había estado tal día a tal hora. El tipo tenía una coartada. «Estaba con mi amante», nos dijo. «Pregúntenselo. Ella se lo puede confirmar.» Fuimos a ver a la amante y nos dijo: «Sí, pasó toda la noche conmigo». Tuvimos que interrogarlos, más que nada, para cubrir el expediente, pero estaba claro que no tenía ningún móvil. Y aquí se acaba la historia.

—¿Cómo que aquí se acaba la historia? —saltó Seluyánov—. ¿Y Smúlov? ¿Qué pinta aquí?

—¿A qué vienen esos gritos? —El Jirafa se ofendió—. Anda, mejor bebe. Smúlov era, justamente, el compañero de clase al que había dejado la mujer. No llegamos a sospechar de él en serio. Bueno, piensa con esa cabeza pelona que la mujer le había abandonado hacía diez años, y que a los pocos meses también había dejado a Tatósov. De modo que no eran rivales, sino compañeros de fatigas, por así decir. Eso lo primero. Lo segundo es que habían pasado diez años. Y, en tercer lugar, cuando tienes una novia tan despampanante como la que tenía Smúlov, no te acuerdas de los celos. Sobre todo por algo sucedido hacía diez años.

—¿No te acordarás del nombre de la amante? —preguntó Nikolái, esperanzado.

—No te andes con rodeos, Koliánych —dijo el Jirafa, suspicaz—. Nosotros tampoco nos chupamos el dedo. No hay informe donde no haya aparecido su nombre. Vaznis, la actriz. Te has arrastrado hasta aquí por ella, ¿a que sí?

—A decir verdad, no me he arrastrado hasta aquí por ella, sino más bien por un personaje insignificante, un tipo raro. ¿Te dice algo el nombre de Víktor Voloshin?

—No. ¿Quién se supone que es?

—Uno que conocía a la Vaznis y al que mataron justo un día después que a ella.

—¡Caramba! —El Jirafa sacudió la cabeza, expresando su simpatía—. Te ha tocado la china. Cómo se ha liado el ovillo. ¿Y qué es lo que querías averiguar por aquí?

—Lo que sea. Ni yo mismo lo sé. Igual, con un poco de suerte, consigo hablar con alguien que conociera bien a Smúlov.

—Lo dudo. Me acuerdo del caso de Tatósov: los amigos de la infancia habían tirado cada uno por su lado; como éste es un distrito viejo, todos habían volado a edificios de nueva construcción. Alguno había estado procesado, otros se habían casado, otros se habían mudado... Ahora todos rondan la cuarentena, hace un cuarto de siglo que dejaron el colegio. ¿Qué te van a contar que pueda ser de tu interés? Eso sí, aquí vive la madre de Smúlov. ¿Quieres su dirección?

—Venga. ¿Y quién mató a ese Tatósov?

—Sabe Dios. —El Jirafa dio otro trago y su parecido con el simpático animal tropical se volvió sorprendente.

—¿No se ha cerrado el caso?

—Aún no. ¿Qué te pasa, Nikolái, que no bebes nada? Sólo te he puesto una gotita y ni te la has acabado.

—Sí que bebo, Rafik —dijo Seluyánov con pesar—. Lo malo es que sí bebo. Pero sólo de noche y en casa. De día procuro evitarlo. Tú dame rienda suelta, que luego no puedo trabajar.



KAMÉNSKAYA


Continuamente se iban añadiendo nuevos detalles a la imagen, pero las cosas, lejos de aclararse, estaban cada vez más confusas. Nastia tenía la sensación de que en cualquier momento se iba a romper el velo, cada pieza encajaría en su sitio y todo se volvería simple y comprensible. Pero la bruma se espesaba cada vez más, ocultando celosamente la respuesta a una pregunta bien sencilla: ¿qué interés tenía el director de cine Andréi Smúlov en matar a la actriz Alina Vaznis?

Nastia, fiel a su vieja costumbre, había dibujado un esquema que la ayudaba a aclarar sus ideas. El 9 de noviembre de 1993 fue asesinado un tal Mijaíl Tatósov, que trabajaba de oftalmólogo, a cambio de un sueldo miserable, en un ambulatorio de distrito. El 8 de noviembre, es decir, un día antes del asesinato de Tatósov, Víktor Voloshin cogió un avión y se fue a Krasnoyarsk. El 24 de noviembre, los funcionarios de policía que se ocupaban de investigar el asesinato de Tatósov interrogaron a su antiguo compañero de clase Andréi Smúlov y averiguaron que el día del asesinato Smúlov había estado rodando y después había ido a ver a su amante, Alina Vaznis.

Víktor Voloshin vivió casi dos años en Siberia. En ese tiempo, una vez al trimestre, Smúlov le enviaba desde Moscú una suma de dinero equivalente a quinientos dólares americanos. El 18 de noviembre de 1995 Voloshin regresó a Moscú; del 31 de agosto al 9 de septiembre estuvo en Sochi, donde se estaba rodando la película Locura, y allí le vio Alina. Ésta, por alguna razón, se asustó terriblemente.

El 14 de septiembre, durante una sesión de visionado, Alina vuelve a ver en la pantalla el rostro de Voloshin, y su estado de ánimo se altera bruscamente. Resulta extraño. Antes de ir al pase, ya tenía que saber que iba a verlo, y, sin embargo, los testigos aseguran que estaba de un humor excelente.

¿Acaso no se esperaba que se le viera en la imagen? Muy bien, pues sí que se le vio. ¿Y qué? ¿A qué obedecía tanto nerviosismo, tanta excitación?

El 15 de septiembre, Smúlov despliega un esfuerzo titánico para suscitar una actitud negativa hacia Alina entre el personal de los estudios Sirius. Aquella misma noche, alguien (dejémoslo así por ahora para preservar la pureza del experimento) mata a Alina. El 18 de septiembre, alguien (ya sea la misma persona u otra distinta) mata a Víktor Voloshin.

Una historia diabólica. Nada encajaba. No era posible, por el momento, echarle el guante a Smúlov, no había base para arrestarlo. Tampoco tenía sentido volver a interrogarle: seguro que se le ocurría algo y complicaba más las cosas. Era un maestro del género, al diablo con él...

Nastia estaba en la cocina de su casa, enfrente de la ventana, sentada en un pequeño sofá, con las piernas encima del asiento. Había un montón de hojas esparcidas por la mesa, con esquemas que sólo ella entendía. Alexéi, en el salón, veía la tele con el volumen muy bajo. Ya era bastante tarde, pero aún no se había acostado, la estaba esperando.

—¡Liosha! —gritó ella—. Vamos a picar algo.

Liosha apareció en la cocina, enorme, desgarbado, con aquellos mechones pelirrojos tan rebeldes que le daban un aspecto poco serio, impropio de un doctor en ciencias, de un catedrático como él.

—¿Tienes hambre?

—No, tengo el cerebro embotado. Me hace falta distraerme. ¿Ha quedado algo de la cena?

—Pollo con patatas. ¿Te apetece?

—Bueno.

Rápidamente recogió las hojas, cortó un poco de pan y puso la mesa, mientras Liosha recalentaba las sobras del pollo asado. Nastia no tenía ganas de tomar nada, pero un poco de comida caliente solía venirle bien como distracción.

—Liosha, tú qué crees, ¿a qué puede tenerle más miedo una persona normal?

—A la muerte —respondió de inmediato—. Eso en primer lugar.

—¿Y en segundo?

—A los fantasmas.

—Venga, que te estoy hablando en serio.

—Y yo también. Tú, si estás sola en casa y oyes de repente un ruido extraño que sale de algún sitio, muy cerca de ti, ¿no te asustas?

—Claro que me asusto.

—Ahí está. Y ahora piensa: tú sabes que estás sola en casa, que no hay nadie más. Entonces, ¿de qué tienes miedo?

—Sí, ya veo... —Nastia, pensativa, no dejaba de darle vueltas a la botella de ketchup, dudando si echarle o no al pollo—. Dicho de forma más precisa, la gente le tiene miedo a lo inexplicable, a aquello que se encuentra más allá de los límites de su entendimiento. Fantasmas incluidos.

Alina conoce a Voloshin desde hace años y le tiene miedo. Después Voloshin se marcha; es evidente que Alina lo sabe, porque escribe en su diario que es posible que ya no tenga que temerle en el futuro. Probablemente, Smúlov pagó a Voloshin para que se alejara y dejara a Alina en paz. Al principio, el arreglo funciona... Pero Voloshin regresa y aparece ante los ojos de Alina. Y no por casualidad. Se presenta justo donde está rodando en ese momento. La está buscando. ¿Para qué? Bueno, ya veremos. Alina lo ve y... se lleva un susto de muerte: es como si hubiera visto a un fantasma. No al hombre que le resulta tan desagradable y al que le tiene tanto miedo, sino a un espectro. En su rostro se dibuja un horror tan genuino que parece como si estuviera al borde de la locura. ¿Y qué es un espectro? La imagen de un muerto. Alina creía que Voloshin estaba muerto, precisamente por eso estaba tan convencida de que podía dejar de tenerle miedo. Si únicamente se hubiera marchado, podría haber regresado en cualquier momento. Pero en el diario no hay una sola palabra al respecto. Ni una sola vez, cuando describe la pesadilla que la aterroriza, hace referencia a que el hombre del antojo en la mejilla y los labios finos pueda reaparecer. No, escribe convencida en todo momento: «Menos mal que ya no hay nada que temer».


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