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¡Mira los arlequines!
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 01:25

Текст книги "¡Mira los arlequines!"


Автор книги: Владимир Набоков



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Fue un juego de niños encontrar a unas parientas de Karl en los Estados Unidos: dos tías atroces que se odiaban mutuamente pero detestaban aún más al sobrino.

La Tía Número Uno me aseguró que el muchacho nunca había salido de Suiza (todavía seguían reexpidiendo a la casa de ella, en Boston, la correspondencia publicitaria dirigida al sobrino). La Tía Número Dos, el Terror de Filadelfia, me dijo que al muchacho le gustaba la música y que vegetaba en Viena.

Había sobrestimado mis fuerzas. Una seria recaída me confinó en un hospital casi durante un año. Interrumpí el descanso absoluto ordenado por todos mis médicos para acompañar a mi editor en una larga lucha legal contra los cargos de obscenidad hechos a mi novela por censores pudibundos. Volví a enfermarme. La presión de las alucinaciones que me acosaban aumentó cuando mis pesquisas sobre Bel se mezclaron con las controversias sobre mi novela. Veía con la claridad con que se ven las montañas o las naves un gran edificio con todas las ventanas iluminadas que procuraba avanzar sobre mí, más allá de las paredes del hospital, buscando un punto débil para derribarlas y precipitarse sobre mi cama.

A fines de 1960 averigüé que Bel ya estaba casada legalmente con Karl Ivanovich Vetrov, pero que él había sido destinado a un lugar remoto para un trabajo de índole desconocida. Entonces recibí una carta.

Me la hizo llegar un viejo y respetable hombre de negocios (lo llamaré A. B.), con una nota donde me explicaba que se dedicaba a la industria textil, aunque era ingeniero; que representaba a "una compañía soviética en los Estados Unidos y viceversa"; que la carta adjunta era de una dama, empleada en su oficina de Leningrado (la llamaré Dora), y se refería a mi hija, "a quien no tenía el honor de conocer pero que, según creía, necesitaba mi ayuda". Agregaba que volaría de regreso a Leningrado dentro de un mes y le alegraría "ponerse en contacto conmigo". La carta de Dora estaba escrita en ruso:


¡Admirado Vadim Vadimovich!

Sin duda recibirá usted muchas cartas de habitantes de nuestro país que se las arreglan empresa nada fácil!– para obtener sus libros. Pero esta carta no es tan sólo de una admiradora, sino también de una amiga de Isabella Vadimovna Vetrov, con quien comparto un cuarto desde hace más de un año.

Isabella Vadimovna está enferma, no tiene noticias de su marido y ni un solo kopek.

Por favor, comuniqúese con la persona que le entregará estas líneas. Es mi patrón y también un pariente lejano mío, y consiente en traernos una carta suya y también algún dinero, si es posible. Pero lo principal, lo principal (glavnoe, glavnoe) es que venga usted personalmente (lichno). Dígale si puede venir y dónde y cuándo podríamos hablar de la situación en que estamos. Todo en la vida es urgente (speshno, "apremiante", "impostergable") pero algunas cosas son terriblemente urgentes. Esta es una de ellas.

Para convencerlo de que ella está aquí, conmigo, puliéndome que le escriba, ya que —ella misma es incapaz de hacerlo, incluyo una clave que sólo ustedes pueden interpretar: "...y el sendero inteligente" (i umnitsa tropica).


Durante un minuto permanecí sentado ante la mesa del desayuno, bajo la mirada compasiva de Rose Brown, en la actitud de un habitante de las cavernas que se toma la cabeza con ambas manos al oír un derrumbe de piedras (las mujeres hacen el mismo ademán cuando algo se cae en un cuarto vecino). Desde luego, tomé mi decisión de inmediato. Palmeé al pasar las jóvenes nalgas de Rose Brown a través de su leve vestido y fui al teléfono.

Pocas horas después cenaba con A. B. en Nueva York (en el transcurso de los meses siguientes, le hice varios llamados de larga distancia desde Londres). Era un hombrecito soberbio, de forma perfectamente oval, calva reluciente y pies minúsculos calzados con esplendidez (el resto de su envoltura era menos refinada). Hablaba un frágil inglés con acento ruso y un ruso natal con signos de interrogación judíos. Me aconsejó que empezara por ver a Dora. Me indicó el lugar exacto donde podíamos encontrarnos. Me advirtió que al preparar mi viaje al sombrío País de las Maravillas de la Unión Soviética debía cumplir con un primer requisito: la gestión filistea para que me asignaran un nomer(cuarto de hotel). Sólo después podía solicitar la "visa". Sobre una montaña pardusca de blinis pecosos, empapados en manteca y acompañados de caviar (que A. B. me prohibió pagar, aunque me sobraba el dinero de Un reino junto al mar) habló poéticamente y con cierta extensión de su viaje a Tel Aviv.

El episodio que siguió en mi aventura (una visita a Londres) habría sido delicioso si no me hubieran abrumado sin cesar la ansiedad, la impaciencia, el tormento de los presagios. Por intermedio de varios caballeros azarosos (un antiguo amante de Allan Andoverton y dos de los misteriosos compinches de mi difunto benefactor) conservaba vínculos con el BINT, sigla mediante la cual los agentes soviéticos acronimizan el conocido, demasiado conocido British Intelligence Service. Fue así como pude obtener un pasaporte falso, o casi falso. Puesto que quizá vuelva a emplear este recurso en otra ocasión, no revelaré el alias que usé. Baste decir que cierta burlona semejanza entre mi verdadero apellido y el que adopté podía muy bien pasar, si me pescaban, por el error de un cónsul distraído y por indiferencia del perturbado viajero ante los documentos oficiales. Supongamos que mi verdadero apellido fuera "Oblonsky" (invención tolstoyana); el falso podría ser, por ejemplo, "O. B. Long", una borronskioblonga, por así decirlo. Ese alias podía desarrollarse como, digamos, "Oberon Bernard Long", de Dublín o Dumberton, y yo podía vivir usando ese nombre durante años en cinco o seis continentes.

Había escapado de Rusia antes de cumplir los diecinueve años, dejando en mis huellas el cuerpo derribado de un soldado rojo. Después había dedicado medio siglo a criticar, escarnecer, caricaturizar, retorcer como una toalla empapada en sangre, patear en el sitio más hediondo y atormentar de mil otras maneras al régimen soviético en cuanta ocasión se me presentaba al escribir mis obras. A decir verdad, durante el período y en el nivel literario a que pertenecían mis libros no hubo crítica más sostenida que la mía contra la brutalidad y la esencial estupidez bolchevique. Tenía, pues, clara conciencia de dos hechos: por un lado, con mi verdadero nombre jamás lograría que me asignaran un cuarto en el Evropeyskaya o el Astoria o cualquier otro hotel de Leningrado, a menos que presentara excusas extraordinarias y me retractara con abyecta exuberancia; por el otro, si al gestionar ese cuarto de hotel como el señor Long o Blong me interrumpían para alguna averiguación, podían surgir infinitas dificultades.

Por lo tanto, decidí evitar las interrupciones.

"¿Me dejaré crecer la barba para cruzar la frontera?", se pregunta el nostálgico general Gurko en el capítulo Sexto de Esmeralda y su Parandro.

—No estaría de más —me dijo Harley Q., uno de mis alegres consejeros—. Pero hazlo antes de que peguemos y sellemos el retrato de O. B., y después trata de no adelgazar.

Me dejé crecer la barba durante la atroz espera del cuarto que no podía inventar y de la visa que no podía falsificar. Resultó una gran barba victoriana, de un agradable matiz leonado con estrías plateadas. Empezaba en mis rojos pómulos y me llegaba hasta el chaleco, confraternizando en el descenso con mis rizos laterales, amarillentos y entrecanos. Unos lentes de contacto especiales no sólo daban una expresión diferente, aturdida, a mis ojos, sino que además transformaban su forma, que pasó de leonina a jupiteriana. Sólo a mi regreso me di cuenta de que mis pantalones hechos a medida, los que llevaba puestos y en la valija, exhibían mi verdadero nombre en el interior de la cintura.

Mi viejo y buen pasaporte británico, apenas revisado por tantos funcionarios que nunca habían abierto mis libros (únicos documentos de identidad genuinos de su ocasional portador), después de un procedimiento que tanto el pudor como la incapacidad me impiden describir permaneció físicamente inalterado en muchos aspectos. Pero otros de sus rasgos —detalles de sustancia, pormenores de información– quedaron "modificados", por así decirlo, mediante un nuevo método, un tratamiento alqui-misterioso, una técnica genial "todavía ignorada en el resto del mundo", según dijeron con discreción los tipos del laboratorio para referirse a la falta de trascendencia de un descubrimiento que pudo salvar a incontables fugitivos y agentes secretos. En otras palabras, nadie, ningún químico forense que no estuviera al tanto era capaz de sospechar, y menos aún de probar, que mi pasaporte era falso. No sé por qué me demoro en este tema con persistencia tan tediosa. Quizá porque otlynivayu—"esquivo"– la tarea de describir mi visita a Leningrado. Pero ya no puedo evitarla.


2



Al cabo de casi tres meses de inquietud, estuve en condiciones de partir. Me sentía barnizado de la cabeza a los pies, como aquel efebo desnudo, el brillante cloude una procesión pagana que murió de asfixia dérmica bajo su revestimiento de esmalte dorado. Pocos días antes de mi partida hubo un cambio que entonces pareció insignificante. Mi vuelo desde París estaba fijado para un jueves. El lunes, una melodiosa voz femenina me llamó a mi hotel de la rue Rivoli, cargado de nostalgias, para decirme que algo —quizá un accidente mantenido tras un velo de bruma soviética– había alterado los horarios y que yo podía tomar el turbohélice a Moscú ese miércoles o el siguiente. Elegí el primero, desde luego, ya que así no debía modificar la fecha de mi cita.

Mis compañeros de viaje eran unos cuantos turistas ingleses y franceses, y un correcto grupo de tristes funcionarios soviéticos que regresaban de una misión comercial. Una vez dentro del avión me envolvió cierta ilusión de barata irrealidad que fluctuó sobre mí durante el resto del viaje. Era un día de verano muy caliente y el absurdo sistema acondicionador de aire no superaba las vaharadas de sudor y la invasión del Krasnaya Moskva, un perfume insidioso que impregnaba hasta los caramelos duros (denominados en la envoltura Ledenets vzlyotnyy, "caramelos de despegue") generosamente distribuidos antes de la partida. Otro rasgo de cuento de hadas eran las brillantes viñetas —rúbricas amarillas y motas violetas– que adornaban las ventanillas. Un bolso imperdonable en el respaldo del asiento frente a mí llevaba un rótulo siniestro: "Para depositar desperdicios"... tales como el depósito de mi identidad en ese país de hadas.

Mi estado de ánimo y mi condición mental exigían un vaso de bebida fuerte, más que otra ración de vzlyotnyyo alguna lectura liviana. Sin embargo, acepté la revista de propaganda que me ofreció una azafata robusta, de expresión austera y brazos al aire, y me interesó enterarme de que (en contraste con los triunfos habituales) Rusia no había hecho buen papel en las Olimpíadas de Fútbol de 1912, cuando el "equipo zarista" (sin duda compuesto por diez boyardos y un oso) perdió por 12 a 0 contra los alemanes.

Había tomado un sedante y me disponía a dormir al menos durante parte del trayecto. Pero el primero y único intento de conciliar el sueño fracasó gracias a una azafata aún más robusta y con un aura de sudor y cebolla, quien me ordenó ásperamente que recogiera la pierna, demasiado estirada hacia el pasillo por donde ella circulaba cada vez con más materiales de propaganda. Envidié furiosamente a mi vecino del lado de la ventanilla, un anciano francés —o en todo caso, apenas compatriota mío– de desordenada barba entrecana y corbata abominable, que durmió durante las cinco horas del viaje, desdeñando las sardinas y el vodka que yo no pude resistir, aunque llevaba un frasco de algo mejor en el bolsillo del pantalón. Quizá los historiadores de la fotografía me ayuden alguna vez a explicarme qué índices me hacen retroceder el recuerdo de una cara anónima e inubicable hasta el período 1930-1935, por ejemplo, y no hasta 1945-1950. Mi hermano era como el hermano mellizo de una persona que yo había conocido en París. Pero ¿quién? ¿Otro escritor? ¿Un portero? ¿Un zapatero remendón? La dificultad de determinarlo era menos ardua que el enigma de los límites apenas sugeridos por el "sombreado" y la "calidad" de la imagen.

Tuve una visión más inmediata y divertida del francés cuando, hacia el fin de nuestro viaje, mi impermeable cayó del portaequipaje y aterrizó sobre él, que me sonrió con bastante amabilidad al emerger del súbito alud. Volví a atisbar su perfil carnoso y sus cejas hirsutas mientras sometía a la inspección mi única valija y contenía la tentación demencial de criticar el estilo de la versión inglesa en la Declaración de Aduana: "... gráficos en miniatura, aves sacrificadas y animales y pájaros vivos".

Lo vi de nuevo, aunque con menos claridad, mientras nos trasladaban en ómnibus de un aeropuerto a otro por los míseros alrededores de Moscú, ciudad que no había visto en mi vida y que me interesaba tanto como, por ejemplo, Birmingham. Pero en el avión a Leningrado volvió a sentarse junto a mí, esta vez del lado del pasillo. Olores mezclados a austera azafata y "Moscú Rojo", con gradual preeminencia del primer ingrediente, a medida que nuestros ángeles de brazos al aire multiplicaban sus últimas ofertas, nos acompañaron desde las 21.18 hasta las 22.33. Para identificar a mi vecino antes que él y su enigma se desvanecieran, le pregunté en francés si sabía algo sobre un pintoresco grupo que había abordado nuestro avión en Moscú. Me contestó, con grasseyementparisiense, que debían ser los integrantes de un circo iraní en gira por Europa. Los hombres parecían arlequines en traje de paisano; las mujeres, aves de paraíso; los niños, medallones de oro. Y había una pálida belleza de pelo negro que me recordó a Iris o un prototipo de Iris.

—Espero que actuarán en Leningrado —dije.

—¡Bah! —contestó—. No pueden competir con nuestros circos soviéticos.

Reparé en ese instintivo "nuestros".

A ambos nos habían asignado el Astoria, un horrible bloque construido en épocas de la primera guerra mundial, según creo. El cuarto de luxe, lleno de micrófonos ocultos (Guy Gayley me había enseñado a descubrirlos en un abrir y cerrar de ojos) y por lo tanto con aspecto inocente, con cortinas anaranjadas y colgaduras también anaranjadas en la cama, dentro del nicho estilo viejo mundo; tenía baño privado, según lo convenido, pero me llevó algún tiempo entendérmelas con un convulso torrente de agua color tiza. Encontré la última versión de "Moscú Rojo" en la pastilla de jabón color carne. Por puro masoquismo pedí la cena; nada ocurrió y pasé otra hambrienta hora en un restaurante inamistoso. La Cortina de Hierro es en verdad una pantalla de lámpara: allí su variante estaba adornada con incrustaciones de vidrio en un rompecabeza de pétalos. La kotleta po kievskique pedí tardó cuarenta y cuatro minutos en llegar desde Kiev y dos minutos en ser devuelta por su desemejanza con una chuleta, con una minúscula palabrota (murmurada en ruso) que dejó boquiabierta a la camarera ante mí y mi Daily Worker. El vino caucásico era impotable.

Mientras me precipitaba hacia el ascensor procurando recordar dónde había puesto mis píldoras para la digestión ocurrió una breve, encantadora escena. Una liftyorshaatlética y de mejillas encendidas, con varios collares de cuentas, fue reemplazada por una mujer mucho mayor con aire de jubilada a quien gritó, mientras salía del ascensor como una tromba: " Ya tebe eto popomnyu, sterva!" ("¡Ya te ajustaré las cuentas, vieja bruja!"). Y procedió a atropellarme y casi derribarme (soy un viejo corpulento, pero de poca consistencia). " Shtoy-ty suyosbsya pod nogi?" ("¿Por qué te metes entre los pies?") exclamó en el mismo tono insolente, que hizo mover suavemente la gris cabeza a la ascensorista nocturna mientras subíamos.

Entre dos noches, dos partes de una pesadilla en etapas durante la cual procuré en vano localizar la calle de Bel (cuyo nombre preferí que no me dijeran, obedeciendo a una secular superstición en los círculos de conspiradores), sabiendo muy bien que ella yacía, sangrando y riendo, en otra cama de mi cuarto, a pocos pasos descalzos de distancia, vagabundeé por la ciudad, intentando obtener algún beneficio emocional del hecho de haber nacido allí casi tres cuartos de siglo antes. Quizá porque nunca podría superar la existencia del pantano sobre el cual la había construido un famoso valentón (por motivos nunca descubiertos, según Gogol), San Petersburgo no era un lugar para niños. Debí pasar allí partes insignificantes de unos pocos diciembres y sin duda uno o dos abriles; pero pasé por lo menos doce inviernos en las costas del Mediterráneo o del Mar Negro en mis diecinueve años previos a Cambridge. En cuanto a los veranos, mis veranos jóvenes, todos ellos habían florecido en las grandes fincas campestres de mi familia. Comprendí, pues, con necio asombro, que nunca había visto mi ciudad natal en junio o julio, salvo en tarjetas postales (fotos convencionales de parques públicos con tilos que parecían robles y un palacio color pistacho, en lugar de los rosados que recordaba, y cúpulas implacablemente doradas bajo un cielo italiano). Su aspecto, por lo tanto, no me producía la emoción del reconocimiento; era una ciudad desconocida, si no totalmente extranjera, que permanecía en otra época: una época indefinible, no remota, pero sin duda previa a la invención de los desodorantes.

Había empezado la temporada de calor y en todas partes, en las agencias de viajes, en los vestíbulos, en las salas de espera, en las tiendas de ramos generales, en los trolebuses, en los ascensores, en las escaleras, en todos los malditos corredores, en todas partes, en especial donde trabajaban o habían trabajado las mujeres, se cocinaban invisibles sopas de cebolla en fogones invisibles. Debía estar sólo un par de días en Leningrado y no tenía tiempo para acostumbrarme a esas tristes emanaciones.

Sabía por otros viajeros que nuestra mansión ancestral ya no existía, que el terreno mismo donde se alzaba, entre dos calles en la zona Fontanka, había desaparecido como un tejido conectivo en un proceso de degeneración orgánica. ¿Qué fue, pues, lo que logró traspasar mi memoria? Aquel crepúsculo, con un triunfo de nubes broncíneas y tonalidades carmesíes tras la arcada del Puente de Invierno, quizá lo había visto antes en Venecia. ¿Qué otra cosa? ¿La sombra de las rejas sobre el granito? A decir verdad, solamente los perros, las palomas, los caballos, los viejos, sumisos encargados de los guardarropas me parecían conocidos. Ellos, y quizá la fachada de una casa en la calle Gertsen. Quizá fui a ella para alguna fiesta infantil, siglos antes. El adorno floral sobre sus ventanas superiores hizo correr un misterioso estremecimiento por la base de esas alas que nos crecen en momentos de recuerdos involuntarios.

Debía encontrarme con Dora un viernes por la mañana, en la Plaza de las Artes, frente al Museo Ruso, junto a la estatua de Pushkin erigida unos diez años antes por un comité de meteorólogos. Un folleto turístico exhibe una fotografía en colores del lugar. Las connotaciones meteorológicas del monumento predominan sobre las culturales. De levita, con la solapa derecha siempre agitada por la brisa del Neva, más que por el soplo lírico, Pushkin está de pie, mirando hacia arriba y hacia la izquierda, con la mano derecha extendida hacia el otro lado, de sesgo, para comprobar la intensidad de la lluvia (actitud muy habitual en los parques de Leningrado cuando florecen las lilas). Cuando llegué, había amenguado hasta convertirse en tibia garúa, un simple murmullo en los tilos sobre los largos bancos del jardín. Dora debía esperarme sentada a la izquierda de Pushkin, id esta mi derecha. El banco estaba vacío y parecía mojado. Al otro lado del pedestal podían verse tres o cuatro niños, con el aire hosco, triste, anticuado, que tienen todos los niños soviéticos. Por lo demás, yo estaba a solas, con un ejemplar de L'Humanitéen la mano, en lugar del Worketque debía señalarme discretamente, pero que no había conseguido ese día. En el momento en que desplegaba el diario, sentado en el banco, ella avanzó hacia mí por un sendero del jardín con la renguera prevista. Llevaba el abrigo rosado también previsto, tenía un pie contrahecho y caminaba con ayuda de un grueso bastón. También llevaba un paraguas diáfano que no figuraba en la lista de atributos. Me deshice en lágrimas de inmediato (aunque estaba atiborrado de píldoras). También ella tenía húmedos los ojos dulces y hermosos.

¿Había recibido el telegrama de A. B.? ¿Enviado dos días antes a mi dirección de París? ¿El Hotel Moritz?

—El nombre no es así —dije—. Además, salí antes de París. No importa. ¿Bel está mucho peor?

—No, no, al contrario. Yo sabía que, de todos modos, usted vendría. Pero ha ocurrido algo. Karl se apareció el martes, mientras yo estaba en la oficina, y se la llevó. También se llevó mi valija nueva. No tiene sentido de la propiedad. Algún día le pegarán un tiro como a un ladrón vulgar. La primera vez que se metió en líos fue cuando empezó con la manía de que Lincoln y Lenin eran hermanos. Y la última vez...

Dama simpática y conversadora, esa Dora. ¿De qué estaba enferma Bel, por favor?

—Anemia esplénica. Y la última vez, Karl dijo a su mejor estudiante en el instituto de lenguas vivas que lo único que deberían hacer los hombres es amarse los unos a los otros y perdonar a sus enemigos.

—Un espíritu muy original. ¿Dónde cree usted que...?

—Sí, pero el estudiante era un delator y Karl se pasó un año en una Casa de Descanso tundrovyy. No sé adonde se la habrá llevado ahora. Ni siquiera sé a quién preguntar.

—Pero tiene que haber algún medio... Debo llevármela de este agujero, de este infierno.

—Eso es imposible. Su hija adora, venera a Karlusha. C'est la vie, como dicen los alemanes. Es una lástima que A. B. se quede en Riga hasta fin de mes. Usted lo conoce muy poco. Sí, es una lástima. A. B. es un chiflado adorable ( cbudak dusbka) con cuatro sobrinos en Israel. Él mismo dice que esto suena como "los personajes de un drama seudoclásico". Uno de ellos era mi marido. A veces la vida es muy complicada. Uno pensaría que cuanto más complicada, tanto más feliz. Pero en realidad, "complicada" siempre ha significado, por un motivo u otro, grust toska(dolor y angustia).

—Pero óigame usted, ¿no puedo yo hacer algo? ¿No puedo quedarme aquí y hacer averiguaciones? ¿Quizá pedir consejo a la Embajada... ?

—Su hija ya no es inglesa y nunca fue norteamericana. No hay nada que hacer, se lo aseguro. Las dos hemos sido muy amigas durante mi vida tan complicada. Pero Karl no le permitió que me dejara por lo menos unas líneas. Y ni una palabra de despedida para usted, desde luego. Por desgracia, Isabella le anunció que usted estaba a punto de llegar. Karl no podía soportar la idea, a pesar de la simpatía que procura sentir hacia quienes no resultan simpáticos. ¿Sabe una cosa? El año pasado, o quizá hace dos años... sí, fue hace dos años, vi su cara en una revista holandesa o dinamarquesa. Lo habría reconocido de inmediato en cualquier parte.

—¿Con la barba?

—Oh, no lo cambia en lo más mínimo. Es como las pelucas o los anteojos verdes en las viejas comedias. De chica, soñaba con llegar a ser payasa de un circo. "Madame Brown" o "Trek Trek". Pero dígame una cosa, Vadim Vadimovich... quiero decir, Gospodin Long, ¿no han descubierto que ha venido a Rusia? ¿No piensan aprovechar su presencia? Después de todo, usted es el orgullo secreto de Rusia. ¿Tiene que irse en seguida?

Me levanté del banco —con algunas virutas de L'Humanitéempeñadas en acompañarme– y le dije que sí: era mejor que me fuera antes que el orgullo venciera la prudencia. Le besé la mano y ella observó que sólo había visto hacer eso en una película llamada La guerra y la paz. También le supliqué, bajo las lilas que goteaban, que aceptara un fajo de billetes y los usara en lo que quisiera. Inclusive para comprarse la valija que necesitaba para el viaje a Sochi.

—También se llevó mis alfileres de gancho —murmuró Dora con la sonrisa que le iluminaba la cara.


3



No estoy seguro de si era mi compañero de viaje (el del sombrero negro) un hombre a quien vi alejarse mientras me despedía de Dora y de Nuestro Poeta Nacional, dejando a este último para siempre preocupado por el despilfarro de agua (compárese con la estatua de Tsarsko-selski en que se ve a la doncella cavernícola de uno de sus poemas lamentándose por su cántaro roto, aunque aún rebosante). Pero estoy seguro de que vi a MonsieurPouf por lo menos dos veces en el restaurante del Astoria, así como en el pasillo del vagón dormitorio, en el tren nocturno que tomé para alcanzar el primer avión de Moscú a París. En ese avión le impidió sentarse junto a mí la presencia de una anciana norteamericana con arrugas de un color entre rosa y violeta y pelo amarillento. La dama y yo conversamos, dormitamos, bebimos Bloody Marshas: una broma de ella que no festejó nuestra celestial azafata. Me divirtió observar el asombro de la vieja señorita Havemeyer (apellido casi increíble) cuando le dije que había rechazado la invitación de la Oficina de Turismo para una excursión por Leningrado; que no había echado una mirada al cuarto de Lenin en el Smolny; que no había visitado una sola catedral; que no había comido algo llamado "pollo tabaka"; que había partido de esa ciudad hermosa, hermosa, sin ver siquiera un ballet o un espectáculo de variedades.

—Es que soy un triple agente —expliqué—, y ya sabe usted cómo son esas cosas...

—¡Oh! —exclamó la señorita Havemeyer, apartándose un poco como para observarme desde una perspectiva más noble—. ¡Oh! ¡Eso es formidable!

Tuve que esperar algún tiempo la partida de mi jet a Nueva York, medio borracho y bastante complacido con mi valiente travesía (después de todo, Bel no estaba demasiado enferma ni su matrimonio era tan desgraciado); Rosabel estaría sin duda en mi living room, leyendo una revista de Hollywood y comprobando en ella las medidas ideales de sus piernas (tobillos: 18 cm; pantorrillas: 30 cm; muslos lechosos: 44 cm); Louise estaría en Florencia o en Florida. Con una vaga sonrisa descubrí y recogí un libro en rústica que alguien había dejado sobre un asiento junto al mío, en la sala para pasajeros en tránsito del aeropuerto de Orly. Fue la obra del destino, en una agradable tarde de junio, entre un quiosco de bebidas alcohólicas y otro de perfumes libres de impuestos.

Tenía entre manos una edición en rústica hecha en Formosa (!) que reproducía la edición norteamericana de Un remo junto al mar. Aún no la había visto y preferí no revisar la sífilis de erratas que, sin duda, desfiguraba el texto pirateado. En la cubierta, una fotografía publicitaria de la actriz infantil que había hecho el papel de mi Virginia en la reciente versión cinematográfica hacía más justicia a la bonita Lola Sloan y a su chupetín que al sentido de mi novela. Aunque torpemente redactado por un gacetillero que no tenía la menor idea de la importancia del libro, el texto en la contratapa resumía con bastante fidelidad el argumento de mi Remo.

Bertram, un muchacho desequilibrado y condenado a morir muy pronto en un hospital para criminales dementes, vende por diez dólares a su hija Ginny, de diez años de edad, al solterón Al Garden, un poeta adinerado que vagabundea con la hermosa niña de hotel en hotel por Norteamérica y otros países. Una situación que, vista desde fuera —¡habría que decir espiada por el ojo de la cerradura!—, es de una irresponsable perversidad (descrita con una viveza de detalles nunca intentada hasta ahora) y que va convirtiéndose poco a poco en un verdadero diálogo de tierno cantor(errata). Los sentimientos de Garden encuentran eco en los de Ginny, la "víctima" inicial que, a los dieciocho años, cuando ya es una ninfa normal, se casa con él en una ceremonia religiosa descrita con emoción. Todo parece acabar a pedir de boca (¡ sic!) en una eterna felicidad en la cual podrían encontrar satisfacción para sus necesidades sexuales los amantes más rígidos o frígidos o humanitarios. Sin embargo, más allá de la dichosa intimidad en que vive nuestra pareja se precipita en caótica carrera el trágico destono (¿destino?) de los inconsolables padres de la ninfa, Oliver y (?), a quienes el astuto narrador impide por todos los medios posibles que sigan las huellas de su ovejita descarrillada (¡ sic!). Libro elegido por el club "Las mejores novelas de la década".

Me puse el libro en el bolsillo al advertir que mi compañero de viaje, con su barba de chivo y su sombrero negro, volvía del baño o del bar. ¿Me seguiría hasta Nueva York o ese sería nuestro último encuentro? El último. Se traicionó a sí mismo: cuando se me acercó y sacudiendo con tristeza la cabeza de arriba abajo abrió la boca y estiró el labio inferior para lanzar la exclamación " Ekh!" supe de inmediato no sólo que era tan ruso como yo, sino también a quién se parecía tanto: al padre de un joven poeta, Oleg Orlov, que coincidió conmigo en París por los años 20. Oleg escribía "poemas en prosa" (largos, a la manera de Turgenev) sin el menor interés, que su padre, un viudo medio loco, procuraba "ubicar" acosando con las fruslerías de su hijo a los periódicos emigrés. Solía vérselo en las salas de espera, adulando con abyección a alguna irritada y brusca secretaria, o saliendo al paso de un asesor literario entre baño y oficina, o escribiendo con estoica desdicha, en el ángulo de una mesa atestada, una carta para defender la causa de algún horrible poemita ya rechazado. Murió en el mismo Asilo para Ancianos donde la madre de Annette pasó los últimos años. En el ínterin, Oleg se había sumado al corto número de littérateursque resolvieron vender la triste libertad del exilio por el tentador plato de lentejas soviético. Sus años primaverales habían mantenido su promesa. Lo mejor que Oleg había producido durante los últimos cuarenta o cincuenta años era un popurrí de artículos propagandísticos, traducciones comerciales, denuncias perversas y —en el ámbito del arte– una asombrosa semejanza con el aspecto físico, la voz, la afectación, el descaro obsecuente de su padre.


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