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¡Mira los arlequines!
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 01:25

Текст книги "¡Mira los arlequines!"


Автор книги: Владимир Набоков



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He descrito una novela escrita hace casi cuarenta y cinco años y sin duda olvidada por el público. Nunca la releí porque sólo he releído ( je relis, perechityvayu: bromeo con una amante adorable) las pruebas de página de mis ediciones en rústica. Y por razones que, estoy seguro, J. Lodge encuentra muy justificadas, esta obra no ha pasado de la edición encuadernada a la edición en rústica. Pero en la rosada perspectiva del recuerdo, la veo como algo placentero y la he disociado por completo de los terrores y tormentos que me acechaban mientras escribía aquella sátira sin presunciones.

La verdad es que la composición de esa sátira, a pesar del deleite (quizás nocivo en sí mismo) que las burbujas iridiscentes de mis alambiques me proporcionaron después de una noche de inspiración, esfuerzo y triunfo (¡miren los arlequines, mírenlos todas: Iris, Annette, Bel, Louise y tú, la última, la inmortal!) me llevó casi a la parálisis general que temí desde mi juventud.

En el mundo de los deportes creo que no ha existido nunca un campeón mundial de tenis y esquí. Pero he sido el primero en cumplir esa hazaña en dos literaturas tan diferentes como la hierba y la nieve. Como nada tengo de atlético y las páginas deportivas de los diarios me aburren casi tanto como las de cocina, ignoro qué destreza física se necesita para lograr un día una serie de treinta y seis tiros perfectos al nivel del mar de la cancha de tenis, y remontarse al día siguiente en un salto de esquí ciento treinta y seis metros en el aire luminoso de la montaña. Una fuerza colosal, sin duda, y quizás inconcebible. Pero yo me las he arreglado para superar las torturas de La Metamorfosisliteraria.

Pensamos con imágenes, no con palabras; sin embargo, cuando componemos, recordamos o reelaboramos mentalmente, a medianoche, algo que deseamos decir en el sermón del día siguiente, o que hemos dicho a Dolly en un sueño reciente, o que desearíamos haber dicho veinte años antes a un celador impertinente, las imágenes con que pensamos son, desde luego, verbales y hasta audibles, cuando somos viejos y estamos solos. No solemos pensar con palabras, ya que casi todo el vivir es un mimodrama. Pero sin duda imaginamos palabras cuando las necesitamos, así como imaginamos todo lo que puede percibirse en este mundo y hasta en otro mundo aún más improbable. En mi mente el libro se presentó, bajo mi mejilla derecha (duermo sobre el lado opuesto al corazón), como una procesión multicolor con cabeza y cola, avanzando como un dragón hacia el oeste a través de una aldea fascinada. Los niños que hay en ustedes y todos mis antiguos yos en sus humildes asistían a la promesa de un espectácuIo asombroso. Entonces vi él espectáculo con los más vivos detalles, cada escena en su sitio, cada trapecio en las estrellas. Pero no era una mascarada ni un circo, sino un libro encuadernado, una novela breve escrita en un idioma tan alejado de la prosa ilusoria que engendré en el desierto del exilio como lo estaría el tracto o el pahlavi. Sentí una náusea al sólo pensar en el esfuerzo de imaginar cien mil palabras adecuadas; prendí la luz y llamé a Annette en el dormitorio contiguo para que me diera una de mis píldoras estrictamente racionadas.

La evolución de mi inglés, como la de los pájaros, tuvo sus alternativas. Desde 1900, cuando tenía un año de edad, hasta 1903, estuve al cuidado de una querida niñera cockney. La sucedieron tres institutrices inglesas (1903-1906, 1907-1909 y noviembre de 1909, Navidad de ese mismo año), a quienes veo, por encima del hombro del tiempo, representando mitológicamente a la Prosa Didáctica, la Poesía Dramática y el Idilio Erótico. Mi tía abuela, una mujer encantadora de mentalidad insólitamente liberal, cedió al fin ante las exigencias del decoro hogareño y despidió a Cherry Neaple, mi última pastora. Tras un interludio de pedagogía rusa y francesa, dos tutores ingleses se alternaron con cierta regularidad entre 1912 y 1916, aunque se superpusieron de manera bastante cómica en la primavera de 1914, cuando compitieron por los favores de una joven belleza aldeana que ya había estado en mis brazos. Hacia 1910 dejé de leer los cuentos de hadas ingleses por el B.O.P., que en seguida reemplacé por todos los volúmenes del Tauchnitz acumulados en las bibliotecas familiares. Durante la adolescencia leí, a pares, Oteloy Onegin, Tyuchev y Tennyson, Browning y Blok. Durante mis tres años universitarios de Cambridge (1919-1922) y hasta el 23 de abril de 1930, mi lengua doméstica continuó siendo el inglés, mientras el cuerpo de mis obras en ruso empezaba a crecer y pronto habría de sacar de órbita a mis penates.

Hasta aquí las cosas bien. Pero esta frase no es más que un clisé remanido. Y el problema que debía resolver en París a fines de los años treinta era precisamente este: ¿sería yo capaz de desechar fórmulas y lugares comunes idiomáticos, y apartarme de mi glorioso ruso autodesarrollado para aventurarme no ya en el océano de un inglés chato y plomizo, con maniquíes vestidos de marinero, sino un inglés genuinamente mío, en todas sus luces cambiantes y movimientos imprevistos?

No dudo que el lector común salteará la descripción de mis problemas literarios; pensando en mí mismo, más que en él, me demoraré en describir una situación que ya era bastante mala antes de mi partida de Europa y estuvo a punto de acabar conmigo en la travesía.

Durante años, el ruso y el inglés habían existido en mi mente como dos mundos separados. (Sólo ahora se ha establecido entre ambos cierto contacto interespacial.

En su astuto ensayo sobre mi Ardis, 1970, George Oakwood escribe: "Conocer algo de ruso permitirá saborear los juegos de palabras en la más inglesa de las novelas inglesas del autor. Por ejemplo: 'The chimp and the champ carne all the way from Omsk to Neochomsk'[El chimpancé y el campeón hicieron todo el viaje desde Omsk hasta Neochomsk]. ¡Qué deliciosa relación entre un lugar real y esa tierra de nadie creada por la moderna filosofía lingüística!") Yo tenía aguda conciencia del abismo sintáctico que separaba las estructuras de ambos idiomas. Temía (de manera irrazonable, como se demostraría con los años) que mi fidelidad a la gramática rusa crearía dificultades a mi noviazgo apóstata. Tomemos el caso de los tiempos verbales, por ejemplo: qué diferente es su minué estricto y calculado en inglés, del juego libre y fluido que entablan el presente y el pretérito en ruso (Ian Bunyan lo ha comparado de manera.muy divertida con "una danza de los velos ejecutada por una dama rolliza y graciosa en un círculo de borrachos que la vitorean"). Me perturbaba la increíble cantidad de nombres corrientes que los ingleses y los norteamericanos usan en sentido técnico. ¿Cuál es el término exacto para denominar la pequeña taza en que se ponen los diamantes para tallarlos? (La llamamos dop, que es la crisálida de la mariposa, me dijo el viejo joyero de Boston a quien compré el anillo para mi tercera mujer.) ¿No existe una palabra simpática para nombrar al lechoncito? Necesito la palabra exacta para describir cómo se quiebra la voz de un chico en la pubertad, dije a un amable cantante de ópera tendido junto a mí en una reposera durante mi primer viaje transatlántico. "Creo que se dice ponticello—contestó—, puentecito, un petit pont, mostik... Oh, ¿no es usted ruso?

La travesía de mi puente personal terminó, semanas después de tocar tierra, en un encantador departamento de Nueva York (que nos prestó a Annette y a mí un generoso pariente y desde el cual se veía el flamígero crepúsculo, más allá de Central Park). La neuralgia de mi antebrazo derecho era sólo una gris insinuación, comparada con el sólido, negro dolor de cabeza que ninguna píldora lograba perforar. Annette llamó a James Lodge quien, impulsado por su confundida benevolencia, me hizo revisar por un viejo y minúsculo médico de origen ruso. El pobre tipo me enloqueció aún más: no sólo insistió en explicar mis síntomas en una execrable versión del idioma que yo procuraba desechar, sino que además tradujo a él varios términos absurdos, empleados por el Curandero vienés y sus apóstoles ( simbolizirovanie, mortidnik). Debo confesar, sin embargo, que a la vuelta de los años recuerdo esa consulta médica como una coda muy artística.


TERCERA PARTE



1



Ni Asesinato bajo el sol (título que dieron a la versión inglesa de Camera Lucidamientras yo estaba hospitalizado en Nueva York) ni El sombrero de copa rojose vendieron bien. Mi ambiciosa, hermosa, extraña novela Véase en Realidadbrilló fugazmente al final de la lista de bestsellers de un diario del oeste y desapareció de allí para siempre. En tales circunstancias, no pude sino dar la conferencia a que me invitó en 1940 la Universidad de Quirn, entusiasmada por mi renombre europeo. Después me nombraron profesor en la misma universidad y llegué a ocupar en ella un cargo importante en 1950 o 1955: no encuentro la fecha en mis notas.

Aunque recibía una remuneración aceptable por mis dos clases semanales sobre Obras Maestras Europeas y por mi seminario de los jueves sobre el Ulisesde Joyce (empecé con 5.000 dólares anuales y llegué a ganar 15.000 por los años cincuenta) y me habían pagado de manera espléndida los cuentos publicados en El dandy y la mariposa, la revista más bondadosa del mundo, no me sentí cómodo hasta que mi Un reino junto al mar(1962) compensó en parte la pérdida de mi fortuna rusa (1917) y disipó toda preocupación financiera. No suelo conservar recortes de críticas adversas y reproches envidiosos, pero atesoro la siguiente definición: "Este es el único caso en la historia en que un europeo se ha convertido en su tío rico norteamericano ( amerikanskiy dyad-yushka)". La frase es de mi fiel Zoilus, Demian Basilevski, uno de los pocos y enormes saurios del pantano emigréque me siguieron en 1939 a la hospitalaria y admirable Norteamérica, donde en menos que canta un gallo fundó un periódico en ruso que aún hoy, al cabo de treinta y cinco años, sigue dirigiendo en su heroica chochez.

El departamento amueblado que por fin alquilamos en el último piso de una hermosa casa en Buffalo Street me gustaba mucho a causa de un estudio excepcionalmente cómodo, con una gran biblioteca llena de obras sobre Norteamérica, entre ellas una enciclopedia en veinte volúmenes. Annette habría preferido una de las estructuras estilo dachaque nos mostró el administrador; pero cedió ante mis argumentos: lo que en verano parecía abrigado y curioso, sería gélido y sórdido en el resto del año.

La salud emocional de Annette me preocupaba: su cuello grácil parecía aún más largo y delgado. Una expresión de suave melancolía daba una nueva, ingrata belleza a su rostro boticelliano: el hueco bajo los pómulos se acentuaba con el hábito de hundir las mejillas cuando estaba pensativa o vacilante. Todos sus fríos pétalos permanecían cerrados en las raras ocasiones en que hacíamos el amor. Su distracción se volvió peligrosa: los gatos noctámbulos sabían que la misma deidad excéntrica que no había cerrado la ventana de la cocina dejaría abierta la puerta de la frigidaire; el cuarto de baño solía inundarse mientras ella hablaba por teléfono, frunciendo la límpida frente (¡qué poco le importaban mis dolores, mi creciente locura!), para averiguar cómo seguía la jaqueca o la menopausia de la ocupante del primer piso. Esa distracción de Annette con respecto a mí fue la culpable de que olvidara tomar una precaución: en el otoño, después que nos mudamos a la maldita casa de la señora Langley, me dijo que el médico a quien había consultado era idéntico a Oksman y que estaba embarazada de dos meses.

Un ángel espera ahora bajo mis inquietos talones. Mi pobre Annette se desesperaba al tratar de cumplir con sus funciones de ama de casa. La propietaria de nuestro departamento, que vivía en el primer piso, resolvió sus problemas en un abrir y cerrar de ojos. Dos muchachas con traseros de fascinante movimiento, naturales de las Bermudas y vestidas con su traje nacional (pantalones cortos de franela y camisas abiertas), idénticas como mellizas y alumnas en la frecuentada carrera de "hotelería" en mi universidad, que cocinaban y carbonizaban para ella, nos ofreció los servicios de ambas.

—Es un verdadero ángel —me confió Annette en su conmovedor seudoinglés.

Reconocí en la mujer a la profesora ayudante de ruso que me habían presentado en la universidad, cuando el jefe de esa lamentable sección, el viejo, sumiso, miope Noteboke, me invitó a asistir a una clase con alumnos avanzados ( My govorim porusski. Vy govorite? Pogovorimte íogda: tonterías por el estilo). Por suerte yo no tenía relación con la gramática rusa en la universidad, aunque mi mujer encontró refugio contra el insoportable aburrimiento cuando la señora Langley la puso a cargo de los alumnos principiantes.

Ninel Ilinishna Langley, persona fuera de lugar en más de un sentido, acababa de dejar a su marido, el "gran" Langley, autor de la Historia marxista de Norteamérica(agotada), la biblia de toda una generación de imbéciles. No sé por qué se separaron (al cabo de un año de sexo norteamericano, según dijo la mujer a Annette, que me trasmitió la información en tono de irritante condolencia). Pero tuve ocasión de conocer y odiar al profesor Langley durante una cena que se le ofreció la víspera de su partida a Oxford. Lo odié porque se atrevió a desaprobar mi manera de enseñar el Ulisesde Joyce: un comentario del texto sin alegorías orgánicas, mitos cuasi griegos ni esa clase de idioteces. Por otro lado, el "marxismo" de Langley era bastante cómico y moderado (demasiado moderado, quizá, para los gustos de su mujer), en comparación con esa actitud de admiración ignorante que los intelectuales norteamericanos tenían ante la Rusia soviética. Recuerdo el súbito silencio, el intercambio furtivo de gestos asombrados durante una fiesta que me ofreció el miembro más importante de la sección de Literatura Inglesa, cuando describí el gobierno bolchevique como filisteo en estado de reposo y bestial en la acción, rival internacional de la mantis religiosa por su rapacidad, aficionado a sanear la mediocridad de su literatura mediante el recurso de perdonar a algunos pocos talentos del período previo sólo para ahogarlos después en su propia sangre. Un profesor, moralista de izquierda y esforzado muralista (ese año experimentaba con pintura para automóviles) se fue de la casa. Pero al día siguiente me escribió una carta de disculpas magnífica y muy larga, diciéndome que no podía enojarse con el autor de Esmeralda y su Parandro(1941), libro que a pesar de "su estilo sobrecargado y sus metáforas barrocas" era una obra maestra donde se "tocaban cuerdas de íntima emoción que él jamás haría vibrar en sí mismo". Los críticos de mis libros seguían esa línea: me reprochaban formalmente que subestimara la "grandeza" de Lenin, pero me hacían cumplidos que, a la larga, eran conmovedores, inclusive para mí, autor desdeñoso y austero, ignorado en París. Hasta el rector de la universidad, que de puro timorato simpatizaba con los izquierdistas a la moda, estaba en el fondo de mi parte: cuando fue a visitarnos (incitando a Ninel a subir a nuestro piso y aguzar el oído tras nuestra puerta), me dijo que estaba orgulloso, etc., y que había encontrado "muy interesante mi último (?) libro, aunque lamentaba que yo no desperdiciara oportunidad para criticar en mis clases a "nuestra gran aliada". Le contesté, riendo, que esa crítica era una caricia de niño comparada con la conferencia pública sobre "El tractor en la literatura soviética" que pensaba dar al final del período de clases. También él rió, y preguntó a Annette cómo era vivir con un genio (ella se limitó a encoger sus hermosos hombros). Todo eso fue très américainy derritió una aurícula de mi congelado corazón.

Pero volvamos a la buena Ninel.

La habían bautizado con el nombre de Nonna, en 1902; veinte años después le habían dado el nuevo nombre de Ninel (o Ninella) a pedido de su padre, un Héroe del Trabajo y un servil adulador. Ella firmaba con ese nombre, pero sus amigos la llamaban Ninette o Nelly, así como el nombre de pila de mi mujer era Anna (como se complacía en señalar Norma) pero se había convertido en Annette o en Netty.

Ninella Langley era un personaje corpulento, de cara roja y sonrosada (ambos matices azarosamente distribuidos), pelo corto teñido de un color barcino como el de las suegras, ojos castaños aún más demenciales que los míos, labios muy delgados, gorda nariz rusa y tres o cuatro pelos en el mentón. Antes de que el lector joven se encamine hacia Lesbos deseo aclarar que, en la medida en que había podido averiguarlo (y soy un espía muy diestro), no había nada sexual en el afecto ridículo e ilimitado que sentía por mi mujer. Yo no había comprado todavía el automóvil blanco que Annette nunca llegó a ver, de manera que era Ninella quien la llevaba de compras en un armatoste desvencijado, mientras su ingenioso inquilino, ahorrándose los ejemplares de sus novelas, autografiaba a las agradecidas mellizas novelas de misterio y panfletos ilegibles tomados de la colección Langley, en el altillo, cuya ventana daba, afortunadamente, hacia la calle que iba y venía del Shopping Center. Era Ninella quien mantenía a su adorada "Netty" bien abastecida de lana de tejer blanca. Era Ninella quien dos veces por día la invitaba a tomar una taza de café o té en su departamento: la mujer evitaba escrupulosamente nuestro piso, al menos cuando estábamos en él, so pretexto de que aún apestaba al tabaco de su marido. Le expliqué que era el de mi pipa; más tarde, ese mismo día, Annette me dijo que no debería fumar tanto, sobre todo en los interiores; además me trasmitió otra absurda queja de su amiga, molesta porque yo me pasaba largas horas de la noche yendo y viniendo exactamente sobre su cabeza. Sí. Y un tercer reclamo: ¿por qué no ponía los volúmenes de la enciclopedia en orden alfabético, como siempre hacía su cuidadoso marido, ya que (decía él) "un libro mal ubicado es un libro perdido"? Todo un aforismo.

A nuestra querida señora Langley no le gustaba mucho su trabajo. Era dueña de una cabaña junto al lago ("Rosas silvestres"), a cincuenta kilómetros al norte de Quirn, no muy lejos del Honeywell College, donde daba cursos de verano y donde pensaba concentrar todas sus actividades si continuaba la "atmósfera reaccionaria" en Quirn. En realidad, su único motivo de rencor era la decrépita Madame de Korchakov, que la había acusado en público de hablar ruso con sdobnyy("un dejo de") acento soviético y con vocabulario provinciano, cosas que no podían negarse aunque Annette sostenía que yo era un burgués desalmado al decir eso.


2



En mi conciencia los primeros cuatro años de vida de Isabel están a tal punto separados por un vacío de siete años de la adolescencia de Bel, que tengo la sensación de ser el padre de dos hijas distintas: una niña alegre y de mejillas sonrosadas, y su hermana mayor, pálida y taciturna.

Me había provisto de una cantidad de tapones para los oídos. Resultaron innecesarios, ya que del cuarto de niños no llegaba el menor llanto que perturbara mi trabajo: La doctora Olga Repnin, historia ficticia de una profesora de ruso en Norteamérica que, después de aparecer por entregas (cosa que me obligó a infinitas correcciones de pruebas), Lodge publicaría en 1946, el mismo año en que Annette me abandonó. La novela fue aclamada como "una mezcla de humorismo y humanismo" por críticos propensos a la aliteración que no sabían aún las obras que quince años después yo escribiría para su horrorizado deleite.

Me divertía mirar a Annette cuando nos tomaba en el jardín instantáneas de color a Isabel y a mí. Me gustaba mucho pasear a la fascinada Isabel por los bosques de alerces y hayas junto al río Quirn Cascade, donde cada rayo de luz, cada mancha de sombra parecía contar con la entusiasta aprobación de la niña. Hasta consentí en pasar buena parte del verano de 1945 en "Rosas silvestres". Allí, al volver un día con la señora Langley de comprar un diario o una botella de vino, algo que dijo, una entonación o un gesto suscitó en mí el fugaz estremecimiento, la atroz sospecha de que esa desdichada mujer no se había enamorado de mi mujer sino de mí.

La tortuosa ternura que siempre había sentido yo por Annette se hizo más intensa a causa de los sentimientos que ambos compartíamos hacia nuestra hija. Yo "temblaba" por ella, como Ninella decía en su ruso torpe, quejándose de que eso quizá fuera nocivo para la niña, aun "restando importancia a mi exageración". Ese era el lado humano de nuestro matrimonio. El aspecto sexual había desaparecido por completo.

Durante un buen tiempo, cuando Annette volvió de la maternidad, ecos de sus dolores en los corredores más oscuros de mi mente y una aterradora ventana en cada ángulo —el espectro de un orificio lastimado– me persiguieron y adormecieron todo mi vigor. Cuando me sentí curado y se reanimó mi deseo por sus pálidos encantos, la violencia y el volumen de mis exigencias pusieron fin a los esfuerzos, enconados pero esencialmente ineficaces, que Annette hacía para restablecer una especie de armonía amorosa entre nosotros, aunque sin apartarse en lo más mínimo de la norma puritana. Ahora tenía el descaro (un lamentable descaro de chiquilla) de insistir para que consultara a un psiquiatra recomendado por la señora Langley, quien me ayudaría a "serenar" mis pensamientos en momentos de excesiva voracidad. Le dije que ella era una santurrona y su amiga un monstruo, y tuvimos la peor pelea conyugal en años.


Las mellizas de muslos lechosos ya habían regresado con sus bicicletas a su isla natal. Muchachas más feas las reemplazaron en las tareas domésticas. Hacia fines de 1945, ya había interrumpido mis visitas al frío dormitorio de mi mujer.

A mediados de mayo de 1946 viajé a Nueva York —cinco horas de tren– para almorzar con un editor que me ofrecía mejores condiciones que el bueno de Lodge por la publicación de una serie de cuentos, Exilio de Mayda. Después de la agradable comida, fui caminando en la bruma soleada de aquel día trivial hacia la Biblioteca Pública. Por un simple milagro de sincronización ella, Dolly von Borg, que ya tenía veinticuatro años, bajaba ágilmente las escaleras de la Biblioteca en el instante en que yo, famoso y gordo escritor en su imponente cuarentena, las subía con esfuerzo. Salvo por los reflejos grises en la abundante melena que había adoptado para mis conferencias en París, diez años antes, no creo que estuviera tan cambiado como para que ella dijera (como en efecto empezó a decir) que nunca me habría reconocido si no hubiera admirado tanto mi retrato meditabundo en la cubierta de Véase en Realidad. Por mi parte, la reconocí porque nunca había perdido de vista su imagen, corrigiéndola de cuando en cuando: el último retoque lo había hecho en 1939, cuando su abuela, en respuesta al saludo de Navidad enviado por mi mujer, nos mandó desde Londres una fotografía tamaño postal de una adolescente con pestañas postizas y abanico de plumas en una representación estudiantil, de una tremenda cursilería. En los dos minutos que permanecimos en aquellas escaleras —ella apretando un libro con ambas manos contra el pecho; yo en un nivel inferior, con el pie derecho sobre el escalón siguiente, golpeándome la rodilla con un guante en un gesto típico de tenor—, en esos dos minutos intercambiamos muchas informaciones triviales.

Dolly estudiaba Historia del Teatro en la Universidad de Columbia. Sus padres y abuelos estaban en Londres. Yo tenía una hija, ¿verdad? Mis zapatos eran muy elegantes. Los estudiantes decían que mis clases eran estupendas. ¿Me sentía feliz?

Sacudí la cabeza. ¿Cuándo y dónde podía verla?

Ella había estado siempre loca por mí, desde la época en que la sentaba en mis rodillas y la fascinaba representando el papel del cariñoso tío Gasper, con alguno que otro furcio. Ahora todo aquello había vuelto y ella no estaba dispuesta a perder la ocasión.

Su vocabulario era notable. La definía a las claras. Todo es según el color del cristal con que se mira: yo veía espejismos de acogedores hotelitos a la espera de nosotros. ¿Tenía ella automóvil?

¡Vaya, qué rápido iba yo! (Risas.) Quizá le pediría prestado el viejo sedan, aunque a él no le gustaría mucho la cosa (señalando a un joven indefinible que la esperaba en la acera). Acababa de comprarse un Hummer fabulso para salir con ella.

Por favor, ¿podía decirme cuándo podíamos encontrarnos?

Había leído todas mis novelas, por lo menos las traducidas al inglés. Estaba olvidándose del ruso.

¡Al diablo con mis novelas! ¿Cuándo?

Tenía que dejarla pensar. Tal vez fuera a visitarme al terminar las clases. Terry Todd (que ya medía las escaleras con la mirada, disponiéndose a subirlas) había sido estudiante mío durante algún tiempo; casi lo había aplazado en el primer examen y había dejado la universidad.


Le contesté que relegaba a un olvido eterno a los aplazados. Eso de "al terminar las clases" también podía equivaler a una eternidad. Exigí más precisión.

Ella me avisaría. Me llamaría la semana próxima. No, yo no la dejaría ir sin que me diera su número de teléfono. Me dijo que mirara al payaso (ya subía las escaleras). Paraísoera una palabra persa. Nuestro nuevo encuentro había sido sencillamente persa. Ella se aparecería alguna vez por mi oficina, para charlar sobre los viejos tiempos. Sabía qué ocupado...

—¡Oh, Terry, este es el escritor, el hombre que escribió Esmeralda y su Meandro).

No recuerdo para qué había ido yo a la Biblioteca. En todo caso, no en busca de ese libro desconocido. Vagué sin rumbo por varias salas, acabé en la abyección del water closet. Pero sólo castrándome habría podido sacarme de la cabeza la nueva imagen de Dolly, iluminada por su resplandor portátil (pálido cabello lacio, pecas, infantiles labios abultados, largos ojos de endemoniada), aunque sabía que ella era sólo lo que solía llamarse una "perdularia", y quizá porque lo era.

Di mi penúltima clase sobre "Obras maestras" en el semestre de primavera. Di la última. Mi ayudante distribuyó los cuadernos azules para el examen final de ese curso (que yo había abreviado por razones de salud) y los recogí mientras tres o cuatro ilusos ya desesperados seguían escribiendo como poseídos en diferentes lugares del aula. Continué con mi último seminario del año sobre Joyce. La pequeña baronesa Borg había olvidado el final del sueño.

En los últimos días del semestre de primavera, una baby-sitterparticularmente estúpida me dijo que había telefoneado una muchacha cuyo nombre no había entendido bien —Tallbird o Dalberg– para anunciarme que iría a verme a la universidad. Recordé que cierta Lily Talbot, una alumna de mi clase sobre Obras Maestras, había faltado al examen. Al día siguiente fui a mi oficina para someterme al tormento de corregir el montón de papeles sobre mi escritorio. "Cuadernos de Examen de la Universidad de Quirn." Todo el que emprende una tarea universitaria se dispone a algo espantoso. "Escriba su examen en las páginas consecutivas, pares e impares." ¿Qué significa "consecutivas", profesor? ¿Quiere usted que describamos todos los pájaros del relato o sólo uno? Por lo común, un décimo de los trescientos cerebros preferían la ortografía "Stern" a "Sterne" y "Austin" a "Austen".

Sonó el teléfono en mi amplio escritorio ("grande como cama para dos", solía decir mi procaz vecino, el profesor King) y esa Lily Talbot empezó a explicarme por qué había faltado al examen, locuaz, poco convincente y con voz deliciosa, aterciopelada, confidencial. Yo no recordaba su cara ni su silueta, pero la suave melodía que me tintineaba en el oído insinuaba tales encantos, tal mansa actitud de entrega que me reproché no haberme fijado en ella en la clase. Cuando estaba a punto de decirme lo más importante, me distrajo un enérgico golpe infantil en la puerta. Dolly entró sonriendo. Sonriendo me indicó con un movimiento del mentón que debía colgar el tubo. Sonriendo apartó los cuadernos sobre el escritorio y se sentó, con las piernas desnudas ante mi cara. Lo que prometía los ardores más refinados acabó en la escena más vulgar que recuerdo. Me apresuré a saciar una sed cuyo ardor había empezado a abrir un agujero en la turbia metáfora de mi vida desde la época, trece años antes, en que acariciaba a una Dolly muy diferente. La convulsión final sacudió la lámpara del escritorio, y del aula situada al otro lado del corredor llegó una salva de aplausos, al final de la clase con que el profesor King terminaba el semestre.

Cuando volví a casa, vi a mi mujer sentada a solas en el porche, meciéndose suavemente y medio de lado en su hamaca preferida. Leía un ejemplar de Krasnaya Nkva("Maíz rojo"), una revista bolchevique. Su proveedora de literatura estaba en la universidad, tomando examen final a los peores traductores del futuro. Isabel había jugado en el jardín y ahora dormía la siesta en su cuarto, situado sobre el porche.

En los días en que las bermudki(como las llamaba indecentemente Ninella) satisfacían mis humildes necesidades, no tenía sentimientos de culpa después del acto y miraba a mi mujer con mi habitual sonrisa, afectuosa e irónica. Pero en esa ocasión sentí mi carne enviscada de fango urticante y el corazón me dio un vuelco cuando Annette, levantando los ojos y señalando la línea con un dedo, dijo:

—¿Esa chica se puso en contacto contigo en la oficina?

Le contesté "en sentido afirmativo", como un personaje de novela.

—Parece que sus padres te escribieron —agregué– para anunciarte que vendría a estudiar a Nueva York. Pero nunca me mostraste la carta. Tant mieux, la chica es insoportable.

Annette me miró perpleja.

—Te he hablado, o he tratado de hablarte, de una estudiante llamada Lily Talbot que telefoneó hace una hora para explicar por qué no dio examen. ¿A qué chica te refieres tú?

Procedimos a individualizar a nuestras muchachas. Después de cierta vacilación moral ("Les debemos mucho a sus padres"), Annette admitió que en verdad no teníamos por qué mantener a chicas extraviadas. Parecía recordar la carta porque contenía una alusión a su madre viuda (ahora trasladada al cómodo hogar para ancianos en que yo había convertido poco antes mi villa de Carnavaux, a pesar de las objeciones bien intencionadas de mi abogado). Sí, sí, había perdido la carta... y algún día aparecería dentro de un libro nunca devuelto a la inalcanzable biblioteca pública de donde provenía. Una extraña calma empezó a fluir por mis venas. Los pormenores de sus distracciones siempre me hacían reír de buena gana. Reí de buena gana. Besé la piel infinitamente suave de su frente.


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