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Barra siniestra
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Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



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Flaquezas de la costumbre. Un ex oficial, viejo miembro del ancien régime, había evitado la detención, o algo peor, huyendo de su polvoriento y lujoso departamento de la calle de Peregolm n.° 4 y trasladando su cuartel general al parado ascensor de la casa donde vivía Krug. A pesar del letrero de «No funciona» colgado en la puerta, el extraño autómata que era Adam Krug trataba invariablemente de entrar en el ascensor y era recibido por la asustada cara y la perilla blanca de aquel hombre perseguido. Sin embargo, el espanto era inmediatamente sustituido por mundanas muestras de hospitalidad. El viejo había conseguido transformar su angosta morada en un pequeño y confortable cubil. Vestía con pulcritud, iba cuidadosamente afeitado y, con perdonable orgullo, le mostraba a uno adminículos tales como, por ejemplo, una lámpara de alcohol y una prensa para los pantalones. Poseía el título de barón.

Krug rehusó toscamente la taza de café que le ofrecía el hombre, y subió a su propio piso. Hedron le esperaba en la habitación de David. Le habían comunicado la llamada telefónica de Krug y había venido en seguida. David no quería que saliesen de su cuarto y amenazó con levantarse si lo hacían. Claudine trajo la cena al niño, pero éste se negó a comer. Desde el estudio, donde se habían retirado, Krug y Hedron podían oír confusamente su discusión con la mujer.

Hablaron de lo que podía hacerse: de trazar algún plan de acción; pero sabiendo que ninguna acción daría resultado. Se preguntaban por qué tenían que detener a personas sin significación política. Seguramente, habrían podido adivinar la respuesta, la sencilla respuesta que recibirían media hora más tarde.

—A propósito, tenemos otra reunión el día doce —dijo Hedron—. Y temo que volverás a ser el invitado de honor.

—No —dijo Krug—. No iré.

Hedron vació cuidadosamente el contenido de su negra pipa en el cenicero de bronce colocado junto a su codo.

—Tengo que marcharme —dijo, y suspiró—. Esos delegados chinos vienen a cenar.

Se refería a un grupo de físicos y matemáticos extranjeros que habían sido invitados a participar en un congreso, cancelado en el último momento. Algunos de los miembros menos importantes no habían tenido noticia de la cancelación y habían venido para nada.

Ya en la puerta, cuando iba a marcharse, miró el sombrero que tenía en la mano y dijo:

—Confío en que ella no sufrió... Yo...

Krug meneó la cabeza y abrió rápidamente la puerta.

La escalera presentaba un aspecto muy curioso. Hustav, ahora con uniforme de gala y con una expresión de enorme melancolía en su hinchado semblante, estaba sentado en un peldaño. Cuatro soldados, en variadas posiciones, formaban un bajorrelieve marcial a lo largo de la pared. Rodearon inmediatamente a Hedron y le mostraron la orden de detención. Uno de los hombres apartó a Krug. Hubo una especie de vaga refriega, en el curso de la cual Hustav perdió pie y rodó escalera abajo, arrastrando a Hedron en su caída. Krug trató de seguir a los soldados, pero se vio obligado a desistir. Cesó el tumulto. Uno puede imaginarse al barón agazapado en la oscuridad de su nada corriente escondrijo, sin atreverse a creer que aún no lo hubiesen capturado.


CAPITULO IX



Manteniendo juntas las ahuecadas manos, querido, y avanzando con la precaución y los trémulos pasos de la avanzada edad (aunque apenas tenías quince años), cruzaste el portal; te detuviste; abriste delicadamente la puerta cristalera con el codo; pasaste junto al gran piano engualdrapado, cruzaste la serie de habitaciones que olían a fresco perfume de clavel, y encontraste a tu tía en la chambre violette...

Pienso que debemos repetir toda la escena. Sí, desde el principio. Mientras subías los escalones de piedra del portal, tus ojos no se apartaban de tus manos ahuecadas, de la rosada hendidura entre los dos pulgares. ¡Oh! ¿Qué llevabas? Vamos, dilo. Vestías jersey a rayas (blanco deslucido y azul pálido) y sin mangas, falda azul de girl-scout, desaliñadas medias negras de huerfanita y un par de viejos zapatos de tenis manchados de clorofila. Entre las columnas del pórtico, unos rayos geométricos de sol tocaban tus cabellos castaños rojizos cortados a la romana, tu cuello rollizo y la marca de la vacuna en tu brazo tostado por el sol. Cruzaste despacio un fresco y sonoro cuarto de estar; después, entraste en una estancia cuyos sillones, alfombra y cortinas, eran de colores púrpura y azul. Desde varios espejos, tus manos ahuecadas y tu cabeza gacha vinieron hacia ti, y al darte la vuelta, tus movimientos fueron imitados a tu espalda. Tu tía, figura de maniquí, estaba escribiendo una carta.

—Mira —dijiste.

Muy lentamente, abriste las manos como pétalos de rosa. Allí, aferrada con seis aterciopeladas patas a la yema de tu dedo pulgar, con la punta de su cuerpo gris ligeramente encorvada hacia fuera, con las breves alas inferiores rojas y salpicadas de azul sobresaliendo extrañamente debajo de las caídas alas superiores, largas, jaspeadas y fuertemente melladas...

Creo que debemos repetir tu acción por tercera vez, pero a la inversa: devolviendo la esfinge al huerto donde la habías encontrado.

Cuando desandabas tu camino (ahora con la palma de la mano extendida), el sol, que había estado yaciendo sobre el mosaico de madera de la habitación y sobre la piel de tigre (de ojos brillantes y patas abiertas, junto al piano), saltó súbitamente sobre ti, trepó por los gastados y suaves listones de tu jersey, y fue a darte de lleno en la cara, de modo que todos pudiesen ver (arremolinándose, ringlera sobre ringlera, en el cielo, empujándose los unos a los otros, señalando, alegrando los ojos con la visión de la joven radabarbara) su vivo color y sus encendidas pecas, y las ardientes mejillas coloradas como las alas de atrás de la mariposa, pues ésta seguía pegada a tu mano, y tú la mirabas al dirigirte al huerto, donde la dejaste cuidadosamente sobre la fresca hierba, al pie de un manzano, lejos de los ojos como abalorios de tu hermanita pequeña.

¿Dónde estaba yo entonces? Estudiante de dieciocho años, me hallaba, leyendo un libro (Les Pensées, creo recordar), en un banco de estación, a muchas millas de allí, sin conocerte, sin saber nada de ti. Después, cerré el libro y tomé uno de los trenes que llamaban tranvías, con destino a un lugar del campo donde el joven Hedron pasaba el verano. Era un racimo de «villas» de alquiler en una vertiente que dominaba el río, a la otra orilla del cual veíanse los abetos y los alisos que marcaban los poblados acres de terreno de la finca de tu tía.

Ahora vemos llegar a otra persona venida de ninguna parte, á pas de loup; un muchacho alto, con bigotito negro y otras señales de una ardiente e incómoda pubertad. No yo, ni Hedron. Aquel verano no hicimos más que jugar al ajedrez. El muchacho era primo tuyo, y, mientras mi camarada y yo, al otro lado del río, estábamos enfrascados en la colección de juegos anotados de Tarrash, él te hacía llorar durante la comida con alguna broma complicada e hiriente, y después, so pretexto de querer hacer las paces, se deslizaba detrás de ti hasta el desván donde habías ido a ocultar tus furiosas lágrimas, y allí te besaba los húmedos ojos, el ardiente cuello y los despeinados cabellos, y trataba de llegar a tus axilas y a tus ligas, porque eras una niña bastante desarrollada para tu edad; en cambio, él, a pesar de su buen aspecto y de sus duros y afanosos miembros, murió de tuberculosis un año más tarde.

Todavía más tarde, cuando tú tenías veinte años, y yo, veintitrés, nos conocimos en una fiesta de Navidad y descubrimos que habíamos sido vecinos aquel verano, cinco años atrás..., ¡cinco años perdidos! Y, en el preciso instante en que, con temerosa sorpresa (temerosa, por las jugadas del destino), te llevaste la mano a la boca, me miraste con ojos muy abiertos y murmuraste: «Pero, ¡si yo vivía allí!», recordé, como en un destello, un prado verde junto a un huerto, y una rolliza jovencita llevando en las manos un velloso polluelo perdido, pero sin poder confirmar o desmentir, por mucho que lo intentase, si habías sido realmente tú.

Fragmento de una carta dirigida a una muerta, que está en el cielo, por su marido borracho.


CAPITULO X



Se desprendió de las pieles de ella, de todas sus fotografías, de su enorme esponja inglesa y de toda su provisión de jabón de espliego, de su paraguas, de la argolla de su servilleta, del pequeño buho de porcelana que ella había comprado para Ember y que nunca le había dado... Pero se negaba a ser olvidada. Cuando (unos quince años antes) habían muerto sus padres en un accidente ferroviario, él había conseguido aliviar su dolor y su pánico escribiendo el Capítulo III (Capítulo IV en ediciones posteriores) de su Mirokonzepsia, donde miraba a los ojos a la muerte y la llamaba perra y abominación. Con un fuerte encogimiento de sus robustos hombros, había sacudido la carga de santidad que envolvía al monstruo, y, al caer con estruendo y gran polvareda las gruesas y viejas esteras y alfombras y todo lo demás, había sentido una especie de repugnante alivio. Pero, ¿podía hacerlo otra vez?

Los vestidos, las medias, los sombreros y los zapatos, desaparecieron afortunadamente junto con Claudine, que fue coaccionada por los agentes de Policía para que se marchase de allí. Las agencias a las que había acudido, tratando de encontrar una niñera capaz de sustituirla, le habían dicho que no podían servirle; pero, a los dos días de marcharse Claudine, había sonado el timbre de la puerta, y allí, en el rellano, estaba una chica muy joven, con una maleta, que venía a ofrecerle sus servicios. «Respondo —dijo curiosamente– al nombre de Mariette.» Había estado empleada, como doncella y como modelo, en casa del conocido artista que vivía en el departamento n.° 30, exactamente encima del de Krug, pero que había tenido que marchar, con su esposa y otros dos pintores, hacia un campo de prisioneros mucho menos confortable, en una provincia remota. Mariette bajó una segunda maleta y se instaló sin ruido en la habitación contigua a la del niño. Tenía buenas referencias del Departamento de Sanidad, unas piernas graciosas y una cara atractiva e infantil, pálida, de delicadas facciones, aunque no particularmente linda, con unos labios que parecían resecos, siempre entreabiertos, y unos ojos negros y extrañamente opacos; la pupila casi se confundía, por el calor, con el iris, colocado un poco más arriba de lo acostumbrado y sombreado oblicuamente por las negras pestañas. No había indicios de pinturas ni de polvos en las singularmente exangües e incluso translúcidas mejillas. Llevaba el cabello largo. Krug tuvo la vaga impresión de haberla visto antes, probablemente en la escalera. Cenicienta, la pequeña fregona, trajinando y quitando el polvo en sueños, con su eterna palidez marfileña e indeciblemente cansada después del baile de la última noche. En conjunto, había en ella algo más bien irritante, y sus ondulados cabellos castaños olían fuertemente al árbol del mismo nombre; pero, como a David le gustó, pensó Krug que, a fin de cuentas, podía convenirle.


CAPITULO XI



El día de su cumpleaños, Krug fue informado por teléfono de que el Jefe del Estado deseaba concederle una entrevista; y, apenas había tenido tiempo el enojado filósofo de colgar el aparato, cuando se abrió la puerta de par en par, y —a la manera de uno de esos criados de comedia que aparecen muy estirados medio segundo después de que su fingido amo (insultado y tal vez apaleado en el entreacto) les llame con una palmada– un apuesto lugarteniente hizo chocar los talones y le saludó desde el umbral. Cuando el automóvil de palacio, un enorme coche negro que hacía pensar en un entierro de primera clase en una ciudad de alabastro, llegó a su destino, la irritación de Krug había dado paso a una especie de lúgubre curiosidad. Aunque vestido de etiqueta en todo lo demás, llevaba todavía sus zapatillas de alcoba, y los dos gigantescos porteros (heredados por Paduk junto con las abyectas cariátides que sostenían los balcones) miraron fijamente sus descuidados pies, al subir él los escalones de mármol. A partir de entonces, una multitud de pillastres uniformados le condujeron en silencio, haciéndole seguir tal o cual camino por medio de una presión inmaterial y elástica, más que por ademanes o palabras definidos. Le introdujeron en una sala de espera donde, en vez de las acostumbradas revistas, había una serie de juegos de habilidad (como, por ejemplo, unos aparatos de cristal en los que unas brillantes y terriblemente móviles bolitas tenían que introducirse en las órbitas de unos payasos sin ojos). Ahora, entraron dos hombres enmascarados y le cachearon minuciosamente. Después, uno de ellos se retiró detrás de la pantalla, mientras el otro sacaba un pequeño frasco con el marbete de H2S04 y lo escondía debajo del sobaco izquierdo de Krug. Después de decir a Krug que adoptase una «posición natural», llamó a su compañero, el cual se acercó sonriendo gravemente y encontró inmediatamente el objeto: en vista de lo cual, le acusaron de haber atisbado por la kwazinka(una raja entre los pliegues de la pantalla). El creciente alboroto fue interrumpido por la llegada del zemberl(chambelán). Este atildado y viejo personaje comprendió al momento que Krug iba inadecuadamente calzado, y a ello siguió una búsqueda febril en la opresiva inmensidad del palacio. Un pequeño surtido de zapatos empezó a acumularse alrededor de Krug: varios pares de escarpines viejos, una pequeña zapatilla de niña ribeteada de apolillada piel de ardilla, unos chanclos altos y manchados de sangre, zapatos marrones, zapatos negros e incluso un par de botas de patinar con los patines puestos. Sólo estas últimas le iban a Krug a la medida, y hubo que esperar algún tiempo a que se encontrasen las manos e instrumentos adecuados para separar de las suelas los enmohecidos pero delicadamente curvos suplementos.

Entonces, el zemberlcondujo a Krug a presencia del ministr dvortza, un tal Von Embit, de origen germano. Embit se declaró inmediatamente humilde admirador del genio de Krug. Dijo que su mentalidad había sido formada por Mirokonzepsia. Además, un primo suyo había estudiado con el profesor Krug, el famoso físico: ¿era acaso pariente suyo? No, no lo era. El ministrcontinuó su charla social durante unos pocos minutos (tenía la extraña costumbre de emitir un breve ronquido antes de decir algo) y, después, tomó del brazo a Krug y le condujo por un largo pasillo con puertas a uno de sus lados y un tapiz de colores verde pálido y verde espinaca al otro, mostrando lo que parecía ser una interminable cacería en un bosque subtropical. Se invitó al visitante a inspeccionar varias habitaciones: su guía abría silenciosamente una puerta y, con un murmullo reverente, llamaba su atención sobre algún objeto interesante. La primera habitación que le mostraron contenía un mapa topográfico del Estado, hecho de bronce y con las ciudades y pueblos representados por piedras preciosas o semipreciosas de diversos colores. En la siguiente, una joven mecanógrafa escudriñaba el contenido de ciertos documentos, y tan absorta estaba en su descifrado, y tan silenciosamente había entrado el ministr, que lanzó un salvaje alarido cuando éste resopló a su espalda. Después, visitaron una clase: una veintena de morenos muchachos armenios y sicilianos escribían aplicadamente sobre pupitres de palisandro, mientras su eunig, un hombre gordo de cabellos teñidos y ojos enrojecidos, sentado frente a ellos, se pintaba las uñas y bostezaba con la boca cerrada. Particularmente interesante era una habitación absolutamente vacía, en la que algunos muebles desaparecidos habían dejado manchas cuadradas y de color de miel en el suelo castaño: Von Embit se entretuvo un rato allí e hizo que Krug hiciese lo propio, y señaló en silencio un aspirador eléctrico, y se entretuvo un poco más, moviendo los ojos de un lado a otro, como considerando los sagrados tesoros de una antigua capilla.

Pero había algo aún más curioso reservado pour la bonne bouche. Notamment une grende pièce bien claire, con sillas y mesas de típico estilo de laboratorio, y algo que parecía un aparato de radio extraordinariamente grande y complicado. Esta máquina emitía un ruido de golpes rítmicos, parecido en cierto modo al de un tambor africano, y tres doctores vestidos de blanco estaban ocupados comprobando el número de latidos por minuto. Por su parte, dos miembros de rudo aspecto de la guardia personal de Paduk controlaban a los doctores, contando separadamente. Una linda enfermera leía Rosas lanzadas, en un rincón, y el médico particular de Paduk, un hombre enorme de cara infantil y levita de aspecto polvoriento, dormía profundamente detrás de una pantalla de proyección. Bum, bum, bum, hacía la máquina, y, de vez en cuando, se producía una extrasístole que rompía momentáneamente el ritmo.

El dueño del corazón cuyos latidos ampliados escuchaban los expertos, estaba en su despacho, a unos quince metros de allí. Sus soldados de guardia, hechos de cuero y cartuchos, estudiaron minuciosamente los documentos de Krug y de Von Embit. Este último caballero había olvidado proveerse de una fotocopia de su certificado de nacimiento y no pudo pasar, con grande y resignado desconsuelo por su parte. Krug entró solo.

Paduk, vestido de gris de los pies a la cabeza, estaba de pie, con las manos cruzadas en la espalda y de espaldas al lector. Orientado y vestido de esta guisa, hallábase plantado frente a un balcón desnudo. Jirones de nubes surcaban el blanco cielo, y los cristales vibraban ligeramente. La estancia había sido, ¡ay!, salón de baile. Numerosos adornos de estuco animaban las paredes. Las pocas sillas que flotaban en aquel desierto reluciente eran doradas. También lo era el radiador. Uno de los ángulos de la habitación aparecía cortado por una enorme mesa escritorio.

—Aquí estoy —dijo Krug.

Paduk giró en redondo y, sin mirar al visitante, se dirigió a su mesa. Allí se dejó caer en un sillón de cuero. Krug, cuyo zapato izquierdo empezaba a hacerle daño, buscó un asiento y, al no encontrarlo en las cercanías de la mesa, miró hacia las sillas doradas. Sin embargo, el dueño de la casa reparó la omisión: se oyó un chasquido, y una copia del klubzessel(sillón) de Paduk emergió de una trampa próxima a la mesa.

Físicamente, el Sapo había cambiado muy poco, salvo que cada partícula de su organismo visible se había dilatado y endurecido. En la cima de su abollada, azulada y afeitada cabeza, lucía un mechón de cabello cuidadosamente acepillado y partido. Su manchada tez era aún peor que antes, y uno se preguntaba qué tremenda fuerza de voluntad tenía que poseer un hombre para abstenerse de apretar las espinillas que llenaban los toscos poros en y cerca de las aletas de su gorda nariz. El labio superior aparecía desfigurado por una cicatriz. Llevaba un trozo de esparadrapo adherido a uno de los lados del mentón, y un trozo más grande del mismo material, con un sucio ángulo levantado y sujetando un torcido aposito de algodón, en un pliegue del cuello, exactamente encima del de su chaqueta semimilitar. En una palabra, era demasiado repulsivo para ser verosímil; por consiguiente, toquemos la campana (sostenida por un águila de bronce) y hagámosle asear por un empresario de pompas fúnebres. Ahora, la piel ha sido perfectamente limpiada y ha tomado un delicado color de mazapán. Una sedosa peluca, con bucles castaños y rubios artísticamente combinados cubre su cabeza. Una pintura rosa ha ehminado la desagradable cicatriz. Ciertamente, sería una cara admirable si consiguiésemos cerrarle los ojos. Pero, por más presión que hagamos sobre los párpados, éstos vuelven a abrirse. Nunca me había fijado en sus ojos, o tal vez han cambiado.

Son los de un pez en un acuario descuidado, unos ojos turbios e inexpresivos, y además, el pobre hombre se halla en un estado de morbosa turbación, por encontrarse con el alto y pesado Adam Krug en la misma estancia.

—¿Querías verme? ¿Tienes algún apuro? ¿Cuál es tu verdad? La gente se empeña en verme para contarme sus apuros y sus verdades. Estoy cansado, el mundo está cansado, los dos estamos cansados. Los apuros del mundo son mis apuros. Yo les digo que me los cuenten. ¿Qué es lo que quieres?

Pronunció este discursito en un murmullo grave y monótono. Y, después de soltarlo, Paduk bajó la cabeza y se miró las manos. Lo que quedaba de sus uñas parecían fibras profundamente hundidas en la carne amarillenta.

—Bueno —dijo Krug—, ya que me lo ofreces, dragot-zennyi(querido), creo que quiero un trago.

El teléfono emitió una discreta llamada. Paduk la atendió. Su mejilla se crispó mientras él escuchaba. Después pasó el auricular a Krug, que lo agarró tranquilamente y dijo:

—¿Sí?

—Profesor —dijo el teléfono—, esto no es más que una advertencia. No es costumbre llamar dragotzennyial Jefe del Estado.

—Comprendo —dijo Krug, estirando una pierna—. A propósito, ¿tendrían la bondad de subirnos un poco de coñac? Espere un momento...

Dirigió una mirada interrogadora a Paduk, el cual hizo un ademán de fatiga y repugnancia, un tanto clerical y gálico, levantando ambas manos y dejándolas caer de nuevo.

—Un coñac y un vaso de leche —dijo Krug, y colgó.

—Más de veinticinco años, Mugakrad —dijo Paduk, después de un momento de silencio—. Sigues siendo el mismo de siempre, pero el mundo da vueltas. Gumakrad, mi pobre y pequeño Gumradka.

—Y entonces —dijo Krug, los dos empezaron a hablar de los viejos tiempos, a recordar los nombres de los maestros y sus idiosincrasias, curiosamente las mismas a través de los años...—. ¿Hay algo más divertido que una rareza habitual? Vamos, dragotzennyi..., vamos, señor; todo esto lo sé ya, y, realmente, tenemos cosas que discutir mucho más importantes que bolas de nieve y manchas de tinta.

—Podrías tener que lamentarlo —dijo Paduk.

Krug tamborileó un momento con los dedos sobre la mesa. Después, jugueteó con un largo cortapapeles de marfil.

Volvió a sonar el teléfono. Paduk escuchó.

—Dicen que no debes tocar ningún cuchillo —dijo a Krug, suspirando y colgando el aparato—. ¿Por qué querías verme?

—Yo no quería. Has sido tú.

—Bueno... ¿por qué lo quería yo? ¿No lo sabes, mi loco Adam?

—Porque —respondió Krug– soy la única persona que puede sentarse en la otra punta del columpio y hacer que la tuya se levante.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta, y entró el zemberl con una bandeja y un retintín de cristales. Sirvió diestramente a los dos amigos y entregó una carta a Krug.

Éste tomó un sorbo de su copa y leyó la nota. «Profesor —rezaba ésta—, sus modales no son muy adecuados. Debe recordar que, a pesar del estrecho y frágil puente de recuerdos escolares que une las dos orillas, éstas están profundamente separadas por un abismo de poder y dignidad que ni siquiera un gran filósofo (y usted lo es, sí, señor) puede esperar salvar. No debe usted tomarse esta atroz familiaridad. Nos permitimos advertirle de nuevo. Es un ruego. Esperando que los zapatos no le resulten demasiado incómodos, le expresamos nuestros mejores deseos.»

—Entendido —dijo Krug.

Paduk mojó los labios en la leche pasteurizada y habló con voz un poco más ronca.

—Me explicaré. Ellos vienen y me dicen: ¿Por qué está ocioso ese hombre bueno e inteligente? ¿Por qué no está al servicio del Estado? Y yo respondo: no lo sé. Y ellos están tan intrigados como yo.

—¿Quiénes son ellos? —preguntó, secamente, Krug.

—Amigos, amigos de la ley, amigos del que dicta la ley. Y las hermandades de los pueblos. Y los clubs de la ciudad. Y las grandes logias. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué no está con nosotros? Yo sólo repito su pregunta.

—Y un cuerno —dijo Krug.

La puerta se entreabrió, y entró un loro gordo y gris, con una nota en el pico. Se dirigió a la mesa, bamboleándose sobre las torpes y blanquecinas patas, y sus uñas produjeron el mismo ruido que suelen hacer los perros no «manicurados» sobre un pulido suelo. Paduk se levantó de un salto, corrió hacia el pajarraco y, como si éste fuese una pelota de fútbol, le sacó de la habitación de una patada. Después, cerró la puerta de golpe. El teléfono se desgañifaba sobre la mesa. Él desconectó la corriente y metió todo el aparato en un cajón.

—Y ahora, la respuesta —dijo.

—Eres tú quien me la debes —dijo Krug—. En primer lugar, quisiera saber por qué has hecho detener a cuatro amigos míos. ¿Pretendías hacer un vacío a mi alrededor? ¿Dejarme temblando en la nada?

—El Estado es tu único amigo de verdad.

—Comprendo.

Una luz gris, filtrándose en los largos ventanales. El triste gemido de un remolcador.

—Bonita imagen, la nuestra: tú, como una especie de Erlkönig, y yo, como el niño pequeño agarrado al práctico jinete y atisbando entre la mágica niebla. ¡Bah!

—Lo único que queremos de ti es la pequeña parte que puede manejarse.

—No tengo ninguna —gritó Krug, descargando un puñetazo sobre la mesa.

—Te suplico que tengas cuidado. Las paredes están llenas de orificios disimulados, y en cada uno de ellos te está apuntando un rifle. Por favor, no exageres tus ademanes. Hoy están un poco nerviosos. Será por el tiempo. Esos estratos grises.

—Si no puedes dejarnos en paz, a mí y a mis amigos, permítenos marchar al extranjero. Te ahorrarías muchas molestias.

—¿Qué tienes exactamente contra mi Gobierno?

—Tu Gobierno no me interesa en absoluto. Lo único que siento es que tú te empeñes en que me interese. Déjame solo.

—«Solo» es la palabra más ruin del lenguaje. Nadie está solo. Cuando una célula de un organismo dice «dejadme sola», el resultado es un cáncer.

—¿En qué cárcel o cárceles se encuentran recluidos?

—¿Cómo dices?

—Por ejemplo, ¿dónde está Ember?

—Quieres saber demasiado. Éstas son aburridas cuestiones técnicas que no pueden interesar a una mentalidad de tu tipo. Y ahora...

No, no fue exactamente así. En primer lugar, Paduk guardó silencio durante casi toda la entrevista. Lo único que dijo fueron unas cuantas vulgaridades. Desde luego, tamborileó un poco sobre la mesa (todos lo hacen), y Krug replicó con su propio repiqueteo; pero, aparte de esto, ninguno de los dos mostró nerviosismo. Fotografiados desde arriba, habrían aparecido en una perspectiva china, como muñecos, un poco fláccidos, pero con un duro núcleo de madera bajo su plausible indumentaria: uno, derrumbado sobre su mesa bajo un rayo de luz gris, y el otro, sentado oblicuamente a la mesa, con las piernas cruzadas, balanceando arriba y abajo el dedo gordo del pie superior..., y sin duda el secreto espectador (por ejemplo, algún dios antropomorfo) se habría divertido al advertir la forma de las cabezas humanas vistas desde arriba. Paduk preguntó escuetamente si su departamento (de Krug) estaba lo bastante caliente (desde luego, nadie se habría imaginado una revolución sin escasez de carbón), y Krug le respondió que sí. ¿Y tenía alguna dificultad en la consecución de leche y de rábanos? Pues, sí, un poco. Paduk tomó nota de la respuesta de Krug en una hoja de calendario. Se había enterado, con pesar, de la sensible pérdida sufrida por Krug. ¿Era pariente suyo el profesor Martin Krug? ¿Tenía algún pariente por la parte de su difunta esposa? Krug le dio los datos necesarios. Paduk se echó atrás en su sillón y se golpeó la nariz con la goma de su lápiz hexagonal. Al tomar sus pensamientos un rumbo diferente, cambió la posición del lápiz: ahora lo sostenía por la punta, horizontalmente, y lo hacía rodar ligeramente entre el índice y el pulgar de cada mano, aparentemente interesado en ver desaparecer y aparecer de nuevo la inscripción Eberhard Faber N.° 2 3/8. El papel no es muy difícil, pero el actor debe tener mucho cuidado en no exagerar lo que Graaf llama, en alguna parte, «ruin deliberación». Mientras tanto, Krug sorbía su coñac y acariciaba tiernamente el vaso. De pronto, Paduk se inclinó sobre su mesa; se abrió un cajón, y sacó de él unas hojas de papel ribeteado, escritas a máquina. Lo alargó a Krug.

—Tengo que ponerme las gafas —dijo éste.

Las levantó delante de su cara y miró a través de ellas a una ventana lejana. El cristal izquierdo tenía en su centro una opaca nebulosa en espiral, algo parecido a la huella del pulgar de un fantasma. Mientras humedecía el cristal con su aliento y lo enjugaba con el pañuelo, Paduk le explicó el asunto. Krug sería nombrado rector universitario, en el puesto de Azureus. Su salario sería tres veces mayor que el de su antecesor, que era de cinco mil coronas. Además, le proporcionarían un coche, una bicicleta y un paidógrafo. En la apertura del curso académico, tendría la bondad de pronunciar un discurso. Sus obras serían reeditadas, previa revisión a la luz de los acontecimientos políticos. Podría tener bonos, un año de vacaciones cada siete años, billetes de lotería, una vaca..., muchísimas cosas.

—Y supongo que esto es el discurso —dijo amablemente Krug.

Paduk le respondió que, para ahorrarle el trabajo de redactarlo, el discurso había sido preparado por un experto.

—Confiamos en que te gustará tanto como a nosotros.

—Conque —repitió Krug– esto es el discurso.

—Sí —dijo Paduk—. Y ahora, tómalo con calma. Léelo cuidadosamente. A propósito, había que cambiar una palabra y me pregunto si lo habrán hecho. Por favor...

Alargó la mano para tomar el escrito y, al hacerlo, volcó el vaso de leche con el codo. Lo que quedaba de la leche formó un charco blanco, en forma de riñon, sobre la mesa.

—Sí —dijo Paduk, devolviendo el escrito a Krug—, la han cambiado.

Entonces se dedicó a apartar varias cosas de la mesa (un águila de bronce, un lápiz, una postal del «Muchacho Azul, de Gainsborough, y una reproducción, con marco, de la «Boda», de Aldobrandini, de la coronada, semidesnuda y adorable favorita a quien el novio se ve obligado a renunciar por causa de la apelmazada y arrebozada novia) y, después, secó desmañadamente la leche con un trozo de papel secante. Krug leyó sotto voce:

—«¡Señoras y señores! ¡Ciudadanos, soldados, esposas y madres! ¡Hermanos y hermanas! La revolución ha traído a primer plano problemas ( zadachi) particularmente difíciles, de colosal importancia, de alcance mundial ( mirovovo mashtaba). Nuestro jefe ha aplicado las medidas más revolucionarias para despertar el infinito heroísmo de las masas oprimidas y explotadas. En el menor ( krat-chaisbü) tiempo ( srok) posible, el Estado ha creado órganos centrales para suministrar al país todos los productos más importantes, que serán distribuidos a precios fijos, de una manera plantificada. Perdón..., planificada. ¡Esposas, soldados, madres! La hidra de la reacción puede levantar la cabeza...»


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