Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Pero, en el momento en que el impaciente niño empezaba a cruzar solo la carretera, apareció un automóvil negro que venía a toda velocidad, de la dirección de la carretera principal del distrito, y Krug, lanzándose hacia delante, agarró a David y le hizo retroceder, mientras el coche negro pasaba rugiendo y dejando en su ruidosa estela el cuerpo aplastado de una gallina.
—Me has hecho daño —dijo David.
Krug sintió que le Saqueaban las rodillas y dijo a David que se apresurase, a fin de que no viese el ave muerta.
—¿Cuántas veces...? —dijo Krug.
Una copia en pequeño del vehículo asesino (cuyas vibraciones persistían aún en el plexo solar de Krug, aunque, probablemente, el coche había llegado ya o incluso rebasado el punto en que el haragán del pueblo estaba sentado en su valla) fue descubierta inmediatamente por David entre las muñecas baratas y las latas de conserva. Aunque un tanto polvoriento y con rascaduras, tenía esos neumáticos desmontables que gustaban al niño, y era particularmente apetecible por haber sido encontrado en un sitio inesperado. Krug pidió al joven y rubicundo tendero un frasco-petaca de coñac (los Maximov eran abstemios). Mientras pagaba éste y el cochecito que David hacía rodar delicadamente arriba y abajo, sobre el mostrador, retumbó en el exterior la voz nasal de el Sapo, prodigiosamente amplificada. El tendero se colocó en posición de firmes, mirando con cívico fervor las banderas que decoraban la casa del Ayuntamiento, que, junto con una franja de cielo blanco, podían verse a través de la puerta.
—...ya todos aquellos que confían en mí como en ellos mismos —rugió el altavoz, terminando una frase.
La salva de aplausos que siguió fue seguramente interrumpida por un ademán del orador.
—De ahora en adelante —prosiguió el tremendamente hinchado Tiranosaurio– queda abierto el camino hacia la felicidad total. La alcanzaréis, hermanos, a fuerza de una ardiente comunicación de unos con otros, siendo como niños dichosos en un susurrante dormitorio, ajustando vuestras ideas y emociones a las de una armónica mayoría; la alcanzaréis, ciudadanos, extirpando todos los conceptos arrogantes que la comunidad no comparte ni debe compartir; la alcanzaréis, adolescentes, dejando que vuestra persona se disuelva en la unicidad del Estado; entonces, y sólo entonces, será alcanzada la meta. Vuestras individualidades, que andan a tientas, se volverán intercambiables, y el alma desnuda, en vez de permanecer acurrucada en la celda carcelaria de un ego ilegal, estará en contacto con las de los demás hombres de este país; digo mal, más aún: cada uno de vosotros podrá construir su morada en el elástico interior de cualquier otro ciudadano, y revolotear de uno a otro, hasta que no sepa ya si es Pedro o Juan, tan íntimamente unidos estaréis en el abrazo del Estado, tan felices os sentiréis todos juntos...
El discurso se desintegró en una sucesión de chasquidos. Se hizo una especie de silencio aturdido: evidentemente, la radio del pueblo no funcionaba muy bien.
—Casi se podría untar el pan con las modulaciones de esta voz admirable —observó Krug.
Siguió una cosa totalmente inesperada: el tendero le hizo un guiño.
—¡Dios sea loado! —dijo Krug—. ¡Un destello en la penumbra!
Pero aquel guiño tenía una intención específica. Krug se volvió. Un soldado ekwilistaestaba en pie detrás de él.
Sin embargo, sólo quería una libra de pipas de girasol. Krug y David inspeccionaron una casa de cartón que había en el suelo, en un rincón. David se agachó para mirar el interior a través de las ventanas. Pero éstas sólo estaban pintadas en la pared. Volvió a levantarse despacio, sin dejar de mirar la casa y deslizando automáticamente su mano en la de Krug.
Salieron de la tienda y, para evitar la monotonía del trayecto de regreso, decidieron dar un rodeo por el lago y seguir por un sendero que serpenteaba entre los prados y les conduciría al cottagede los Maximov después de rodear el bosque.
¿Trató de salvarme aquel estúpido? ¿De qué? ¿De quién? Perdón, yo soy invulnerable. Aunque, a fin de cuentas, no ha sido una estupidez mucho mayor que la de sugerir que me deje crecer la barba y cruce la frontera.
Tenía otras muchas cosas que arreglar, antes de pensar en cuestiones políticas..., si aquella ñoñería podía llamarse una cuestión política. Si, dentro de quince días más o menos, no se le ocurría a algún admirador impaciente asesinar a Paduk. Confundiendo, por decirlo así, el sentido del canibalismo espiritual predicado por el pobre muchacho. Uno se preguntaba también (al menos, alguien podía preguntárselo, aunque la cuestión tenía poco interés) qué sacaban los campesinos de aquella elocuencia. Tal vez les recordaba vagamente la iglesia. Ante todo, tengo que buscarle una buena niñera, una niñera de libro de cuentos, amable, prudente y escrupulosamente limpia. Después, tendré que hacer algo por ti, querido. Hemos imaginado que un blanco tren hospital, con una blanca máquina «Diesel», te ha llevado a través de muchos túneles a un país montañoso a orillas del mar. Allí te estás poniendo bien. Pero no puedes escribir, porque tus dedos están muy, muy débiles. Los rayos de luna no pueden sostener siquiera un lápiz blanco. La imagen es bonita, pero ¿cuánto tiempo permanecerá en la pantalla? Esperamos la placa siguiente, pero ya no queda ninguna más en la linterna mágica. ¿Debemos dejar que el tema de una larga separación se dilate hasta romperse en lágrimas? ¿Diremos (traduciendo remilgadamente en símbolos la desinfectada blancura) que el tren es la Muerte y que el sanatorio es el Paraíso? ¿O dejaremos que la imagen se desvanezca por sí sola, que se confunda con otras impresiones evanescentes? Pero nosotros queremos escribirte cartas, aunque no puedas contestarlas. ¿Debemos sufrir que los lentos y vacilantes garabatos (podemos poner nuestro nombre y dos o tres palabras de saludo) se abran, consciente e innecesariamente, camino en una postal que nunca será echada al buzón? ¿No son estos problemas demasiado difíciles de resolver, porque mi propia mente no ha resuelto todavía nada sobre tu muerte? Mi inteligencia no acepta la transformación de la discontinuidad física en la continuidad permanente de un elemento no físico que escape a la ley evidente, ni puede aceptar la sandez de acumular incalculables tesoros de pensamiento y sensación, y de pensamientos ocultos y sensaciones ocultas, para perderlos de una vez para siempre en un vómito negro seguido de una nada infinita. Fin de la cita.
—A ver si puedes subir a lo alto de aquella piedra. Yo creo que no podrás.
David trotó sobre un prado muerto en dirección a una peña que tenía la forma de una oveja (dejada atrás por algún descuidado glaciar). El coñac era malo, pero de algo serviría. De pronto, recordó un día de verano en que había paseado por estos mismos campos en compañía de una muchacha alta y de negros cabellos, labios gordezuelos y dulces brazos, a la que había cortejado antes de conocer a Olga.
—Sí, te estoy mirando. Magnífico. Ahora, trata de bajar.
Pero David no pudo hacerlo. Krug se acercó a la peña y lo bajó de ella cariñosamente. Ese pequeñín... Se sentaron un rato en otra piedra en forma de oveja que estaba cerca de allí y contemplaron un interminable tren de mercancías que resoplaba más allá de los campos, dirigiéndose a la estación próxima al lago. Un cuervo pasó volando majestuosamente, y el lento susurro de sus alas hizo que el corrompido herbazal y el incoloro cielo pareciesen aún más tristes de lo que eran en realidad.
—Vas a perderlo. Será mejor que yo lo guarde en mi bolsillo.
Emprendieron de nuevo la marcha, y David quiso saber cuánto les quedaba por andar. Sólo un pequeño trecho. Siguieron por la orilla del bosque y salieron a un camino muy fangoso que les llevaría a su hogar provisional.
Había una carreta frente a la casa de campo. El viejo caballo blanco les miró por encima del hombro. En el umbral de la puerta de entrada, hallábanse sentadas dos personas, una al lado de la otra: el granjero que vivía en el monte, y su mujer, que hacía las labores de la casa para los Maximov.
—Se han ido —dijo el granjero.
—Espero que no hayan salido a nuestro encuentro por la carretera, pues hemos vuelto por otro camino. Entra, David, y lávate las manos.
—No —dijo el granjero—. Se han ido definitivamente. Se los ha llevado un coche de la Policía.
Llegados a este punto, la mujer se volvió muy locuaz. Acababa de bajar de la colina cuando vio a los soldados llevándose a la pareja. Había tenido miedo de acercarse más. Le debían un salario desde octubre. Se llevaría, dijo, todos los tarros de compota de la casa.
Krug entró. La mesa estaba puesta para cuatro. David pidió su juguete, esperando, dijo, que su padre no lo habría perdido. Un pedazo de carne cruda yacía sobre la mesa de la cocina.
Krug se sentó. El granjero había entrado también y se acariciaba la pardusca barbilla.
—¿Podría llevarnos a la estación? —le preguntó Krug, al cabo de un rato.
—Podría meterme en líos —dijo el granjero.
—Vamos, hombre; yo le ofrezco más de lo que le pagaría a la Policía por cuanto hiciese por ella.
—Usted no es la Policía, y, por tanto, no puede sobornarme —replicó el honrado y meticuloso granjero.
—¿Quiere decir que se niega?
El granjero guardó silencio.
—Bueno —dijo Krug, poniéndose en pie—. Lamento tener que insistir. El niño está cansado, y no puedo llevarlo a cuestas junto con la maleta.
—¿Cuánto ha dicho? —preguntó el granjero.
Krug se caló las gafas y abrió la cartera.
—Se detendrá un momento en el cuartelillo de Policía —añadió.
Empaquetó rápidamente los cepillos de dientes y los pijamas. David aceptó la imprevista partida con perfecta ecuanimidad, pero propuso comer algo antes de salir. La amable mujer le dio unos bizcochos y una manzana. Había empezado a caer una fina llovizna. No hubo manera de encontrar el sombrero de David, y Krug le cedió el suyo, negro y de ala ancha; pero David se lo quitaba continuamente, porque quería oír el chapaleo de las pezuñas y el chirrido de las ruedas.
Al pasar por el sitio donde, dos horas antes, un hombre de poblado bigote y ojos chispeantes se hallaba sentado sobre una rústica valla, Krug advirtió que ahora, en vez del hombre, no había más que una pareja de rudobrustkio ruddocks(un pajarillo parecido al petirrojo), y que un cartón cuadrado había sido clavado en la valla. El cartel contenía una tosca inscripción en tinta (ya bastante estropeada por la llovizna):
Bon Voyage!
Krug llamó la atención del conductor sobre el particular, y el conductor, sin volver la cabeza, dijo que hoy en día (eufemismo que quería decir «el nuevo régimen») ocurían muchas cosas inexplicables y que era mejor no estudiar demasiado los fenómenos cotidianos. David tiró a su padre de la manga y le preguntó de qué estaban hablando. Krug le respondía que discutían la extraña manera que tiene la gente de preparar excursiones en el triste mes de noviembre.
—Será mejor que les lleve directamente, amigos, o perderán el tren de la una cuarenta —dijo el granjero, tentador.
Pero Krug le ordenó parar ante la casa de ladrillos donde tenía su sede la Policía local. Krug se apeó y entró en una oficina donde un viejo con patillas, desabrochado el cuello del uniforme, sorbía té de una tacita azul, soplándolo antes de cada sorbo. Dijo que nada sabía del asunto. Había sido la Guardia de la Ciudad, no su departamento, quien había practicado la detención. Sólo podía presumir que los habían llevado a alguna prisión de la ciudad, como delincuentes políticos. Aconsejó a Krug que no se entremetiese y que diese gracias a su buena estrella por no haberse encontrado en la casa en el momento de la detención. Krug dijo que, por el contrario, quería hacer cuanto estuviese en su mano para averiguar por qué dos ancianos respetables, que habían vivido tranquilamente en el campo durante muchos años y no tenían ninguna relación con... El oficial de Policía le interrumpió diciendo que lo mejor que podía hacer el profesor (si Krug era un profesor) era cerrar el pico y largarse del pueblo. Levantó de nuevo la taza hasta sus barbudos labios. Dos policías jóvenes empezaron a revolotear por allí, mirando fijamente a Krug.
Éste permaneció un momento inmóvil, mirando la pared y un cartel que llamaba la atención sobre la situación de los policías ancianos, y un calendario (monstruosamente in copula) con un barómetro; pensaba en el soborno: pero decidió que allí no sabían absolutamente nada y, con un encogimiento de los pesados hombros, salió al exterior.
David no estaba en la carreta.
El granjero volvió la cabeza, miró el asiento vacío y dijo que seguramente el chico había seguido a Krug al cuartelillo de la Policía. Krug volvió atrás. El jefe le miró con irritación y recelo y dijo que había visto la carreta desde la ventana y que allí no había habido nunca ningún niño.
Krug trató de abrir otra puerta del pasillo, pero estaba cerrada.
—No haga eso —gruñó el hombre, perdiendo la paciencia– o le detendremos por alborotar.
—Quiero a mi chico —dijo Krug (otro Krug, terriblemente mermado por un espasmo en la garganta y por las palpitaciones de su corazón).
—Pare el carro —dijo uno de los policías jóvenes—. Esto no es un jardín de infancia; aquí no hay niños.
Krug (ahora un hombre de luto con cara de marfil) le empujó a un lado y volvió a salir. Se aclaró la garganta y vociferó llamando a David. Dos campesinos vestidos con kappen medievales, que estaban cerca de la carreta, le miraron, se miraron y uno de ellos se volvió y miró en cierta dirección.
—¿Han visto ustedes...? —preguntó Krug.
Pero ellos no le respondieron y volvieron a mirarse.
No debo perder la cabeza, pensó Adam Noveno, pues ahora había ya muchos Krug en la serie: volviéndose a un lado y otro, como el burlado y abofeteado buscador en el juego de la gallina ciega; haciendo añicos con unos puños imaginarios una comisaría de Policía de cartón; corriendo a lo largo de túneles de pesadilla; medio ocultándose con Olga detrás de un árbol, para observar a David que andaba de puntillas alrededor de otro, con todo el cuerpo dispuesto a un pequeño escalofrío de gozo; buscando un intrincado calabozo donde, en algún lugar, un chiquillo gemebundo estaba siendo torturado por manos expertas; abrazando las botas de un bruto uniformado; estrangulando al bruto entre un caos de muebles derribados; encontrando un pequeño esqueleto en un oscuro sótano.
Llegados a este punto, hay que mencionar que David llevaba un pequeño anillo esmaltado en el cuarto dedo de la mano izquierda. Krug estaba a punto de atacar al policía una vez más, cuando se dio cuenta de que un estrecho callejón, flanqueado de mustias ortigas, discurría al lado de la casa de ladrillos de la Policía (hacía un rato que los campesinos miraban en esta dirección), y se metió en él, tropezando dolorosamente con un leño.
—Cuidado; no vaya a romperse las piernas, las necesitará —dijo el granjero, con una risa amistosa.
En el callejón, un niño escrofuloso y descalzo, con camisa de color de rosa y remiendos colorados, estaba jugando con una peonza, y David lo contemplaba con las manos cruzadas a la espalda.
—Esto es intolerable —gritó Krug—. Nunca debiste marcharte de esta manera. ¡Silencio! Sí, te llevaré cogido. Vamos. Vamos.
Uno de los campesinos se tocó ligeramente la sien con aire juicioso, y su compañero asintió con la cabeza. Desde una ventana abierta, un joven policía apuntó con una manzana a medio comer a la espalda de Krug, pero un camarada más formal le contuvo.
La carreta reemprendió su marcha. Krug buscó su pañuelo, no lo encontró y se enjugó la cara con la palma de una mano que aún temblaba.
El lago, haciendo honor a su nombre, era una amorfa extensión de agua gris, y, al entrar el vehículo en la carretera que discurría a lo largo de la orilla hacia la estación, una brisa fría levantó, con unos invisibles dedos índice y pulgar, la crin plateada de la vieja yegua.
—¿Habrá vuelto mamá cuando lleguemos? —preguntó David.
CAPITULO VII
Un vaso estriado, de color violeta veteado de azul, y una jarra de ponche caliente, están sobre la mesita de noche de Ember. Una serie de tres grabados pende de la pared color ante, directamente sobre su cabeza (Ember tiene un fuerte resfriado).
El grabado número uno representa a un caballero del siglo xvi en el acto de entregar un libro a un hombre humilde que sostiene un venablo y un sombrero coronado de laurel en la mano izquierda. Adviértase el detalle siniestro (¿Por qué? Ah, «ésta es la cuestión», como observó una vez MonsieurHomais, citando el journal d'hier; una cuestión que es contestada con voz torpe por el Retrato de la página titular del Primer Infolio). Adviértase también el pie: Ink, a Drug(La Tinta, una Droga). El lápiz ocioso de alguien (Ember aprecia muchísimo este escolio) numeró las letras de manera que digan Grudinka, que significa «tocino» en varias lenguas eslavas.
El número dos muestra al rústico (vestido ahora con las ropas del caballero) quitando de la cabeza del caballero (ahora escribiendo sentado a una mesa) una especie de shapska. Garrapateado al pie, en la misma caligrafía: «Hamlet, u Homelette aun Lard.»
Por último, el número tres representa una carretera, un viajero a pie (que lleva la shapskarobada) y un rótulo indicador: A High Wycombe.
Su nombre es proteico. Engendra dobles en cada esquina. Su caligrafía es imitada inconscientemente por abogados que escriben en parecido estilo. En la húmeda mañana del 27 de noviembre de 1582, es Shaxpere, y ella es una Wately de Temple Grafton. Un par de días más tarde, él es Shagspere, y ella es una Hathway de Stratford-on-Avon. ¿Quién es él? William X, astutamente compuesto de dos brazos izquierdos y una máscara. ¿Quién más? La persona que dijo (no por primera vez) que la gloria de Dios es esconder las cosas, y la gloria del hombre, encontrarlas. Sin embargo, el hecho de que el hombre de Warwickshire escribió las obras está satisfactoriamente demostrado por la fuerza de una manzana tardía y de una pálida vellorita.
Ahora, pueden tratarse dos temas: el shakespeariano vertido en tiempo presente, con Ember presidiendo en su melle; y otro completamente distinto, una complicada mezcla de pasado, presente y futuro, con la monstruosa ausencia de Olga causando una terrible turbación. Éste era su primer encuentro desde la muerte de ella. Krug no quiere hablar de ella, ni siquiera quiere preguntar por sus cenizas; y Ember, que siente también la vergüenza de la muerte, no sabe qué decir. Si hubiese podido moverse libremente, tal vez habría abrazado a su gordo amigo en silencio (una miserable derrota en el caso de los filósofos y los poetas acostumbrados a creer que las palabras son superiores a los hechos), pero esto es imposible cuando uno de los dos yace en la cama. Krug, semiintencionadamente, se mantiene fuera del alcance del otro. Es una persona difícil. Describe la habitación. Alude a los brillantes ojos castaños de Ember. Ponche caliente y un poco de fiebre. Su firme y reluciente nariz surcada de venas azules, y el brazalete en su hirsuta muñeca. Di algo. Pregunta por David. Relata el horror de aquellos ensayos.
—David está también en cama, resfriado ( ist auk beterkeltet), pero no ha sido ésta la causa de nuestro regreso ( zueruk). ¿Qué ( shto bish) estabas diciendo sobre esos ensayos ( repetitia)?
Ember recibe con agradecimiento el tema elegido. Podía haber preguntado: «entonces, ¿por qué?» Tardará un poco en aprender a razonar. Percibe vagamente peligros emocionales en esta vaga región. Prefiere hablar de negocios, ultima oportunidad de describir la habitación.
Demasiado tarde. Ember habla a chorros. Exagera su propia verborrea. En forma deshidratada y condensada, las nuevas impresiones de Ember como Asesor Literario del Teatro del Estado pueden expresarse en estos términos:
—Los dos mejores Hamlet que teníamos, en realidad los únicos aceptables, salieron disfrazados del país y, según se dice, están ahora intrigando furiosamente en París, después de haber estado a punto de matarse el uno al otro en el camino. Ninguno de los jóvenes a quienes hemos entrevistado valen para nada, aunque uno o dos de ellos tienen, por lo menos, la apostura que requiere el personaje. Por razones que en seguida explicaré, Osric y Fortinbras han adquirido un tremendo ascendiente sobre el resto del reparto. La reina está embarazada. Laertes es constitucionalmente incapaz de aprender los rudimentos de la esgrima. He perdido todo interés en el montaje de la obra, porque no puedo cambiar el grotesco rumbo que ha tomado. Mi único y pobre objetivo actual es hacer que los actores adopten mi propia traducción, en vez de aquella, abominable, a la que están acostumbrados. Por otra parte, su trabajo de aficionados, empezado hace mucho tiempo, no ha terminado aún del todo, y el hecho de tener que acelerarlo con un propósito bastante incidental (por no decir algo peor) me causa una intensa irritación, que, sin embargo, no es nada en comparación con el horror de oír que los actores se entregan, con una especie de alivio atávico, a la jerga de la versión tradicional (de Kronberg), siempre que Wern, hombre débil y que prefiere las ideas a las palabras, se lo permite a espaldas mías.
Ember sigue explicando por qué el nuevo Gobierno creyó que valía la pena sufrir la producción de una embrollada obra isabelina. Explica la idea en que se basa la producción. Wern, que propuso humildemente el proyecto, tomó su concepción de la obra del extraordinario libro del difunto profesor Hamm, La verdadera trama de Hamlet.
«"Hierro y hielo (escribió el profesor): ésta es la amalgama física sugerida por la personalidad del extrañamente rígido y grave Fantasma. De esta unión nacerá Fortinbras ( Ironside). Según las normas inmemoriales de la escena, lo que es presagiado debe ser incorporado: la erupción debe producirse a toda costa. En Hamlet, la exposición promete oscuramente al auditorio una obra fundada en el intento del joven Fortinbras para recobrar las tierras perdidas por su padre en favor del rey Hamlet. Éste es el conflicto, ésta es la trama. Desviar subrepticiamente la tensión de este tema saludable, vigoroso y claramente nórdico, al humor camaleónico de un impotente danés, representaría, en la escena moderna, un insulto al determimsmo y al sentido común.
»"Fuesen cuales fueren las intenciones de Shakespeare o de Kyd, no hay duda de que la clave, la fuerza impelente de la acción, es la corrupción de la vida civil y militar en Dinamarca. Imagínate la moral de un Ejército donde un soldado, que no debería temer los truenos ni el silencio, ¡dice que tiene enfermo el corazón! Consciente o inconscientemente, el autor de Hamlet creó la tragedia de las masas y, de este modo, fundó la soberanía de la sociedad sobre el individuo. Esto no quiere decir que no haya un héroe tangible en la obra. Pero no es Hamlet. El verdadero héroe es sin duda Fortinbras, un brillante y joven caballero, hermoso y sensato hasta la médula. Con la aprobación de Dios, este magnífico joven nórdico asume el control de la mísera Dinamarca, que ha sido tan criminalmente gobernada por el degenerado rey Hamlet y el judeo-latino Claudius.
«"Como ocurre en todas las democracias decadentes, todo el mundo padece, en la Dinamarca de la obra, de una plétora de palabras. Si el Estado quiere salvarse, si la nación desea hacerse merecedora de un nuevo y firme gobierno, todo debe cambiar; el sentido común popular debe escupir el caviar de poesía y luz de luna, y devolver el poder a las palabras sencillas, verbum sine ornatu, inteligibles tanto para el hombre como para los animales, y acompañadas de una acción adecuada. El joven Fortinbras reivindica unos antiguos derechos hereditarios sobre el trono de Dinamarca. Alguna oscura acción de violencia o de injusticia, alguna jugarreta ruin por parte del degenerado feudalismo, alguna maniobra masónica urdida por los Shylock de las altas finanzas, despojaron a su familia de sus justos derechos, y la sombra de este crimen flota en el oscuro ambiente hasta que, en la escena final, la idea de justicia de masas estampa en toda la obra su sello de significación histórica.
»"Tres mil coronas y una semana de tiempo disponible no habrían bastado para conquistar Polonia (al menos en aquella época); pero resultaron sobradamente suficientes para otro fin. Claudius, atontado por el vino, se deja engañar completamente por el joven Fortinbras, el cual dice que cruzará los dominios de Claudius en su camino (singularmente desviado) hacia Polonia, con un ejército que, en realidad, ha reclutado para un fin muy diferente. No; los bestiales polacos no tienen por qué temblar: esta conquista no llegará a realizarse; nuestro héroe no ambiciona sus ciénagas y bosques. En vez de dirigirse al puerto, Fortinbras, soldado genial, permanecerá a la espera, y el 'marchad despacio' (que murmura a sus tropas después de enviar un capitán a saludar a Claudius) sólo puede significar una cosa: marchad despacio y ocultaos, mientras el enemigo (el rey danés) se imagina que habéis embarcado hacia Polonia.
»"Se comprenderá en seguida la verdadera trama de la obra si se advierte lo siguiente: el Fantasma de las murallas de Elsinore no es el fantasma del rey Hamlet. Es el del Antepasado de Fortinbras, asesinado por el rey Hamlet. El fantasma de la víctima haciéndose pasar por el fantasma de su asesino: ¡qué maravillosa y previsora estrategia, y cómo excita nuestra intensa admiración! El voluble y probablemente falso relato de la muerte del viejo Hamlet, pronunciado por este admirable impostor, sólo pretende crear innerliche Unruheen el Estado y debilitar la moral de los daneses. El veneno vertido en el oído del durmiente es símbolo de la sutil inyección de rumores letales, un símbolo que los villanos de los tiempos de Shakespeare dejarían difícilmente de advertir. De este modo, el viejo Fortinbras, disfrazado de fantasma de su enemigo, prepara la perdición del hijo de éste y el triunfo de su propio retoño. No; los 'juicios' no eran tan accidentales, ni las 'matanzas' tan casuales, como parecían a Horacio el Cronista, y hay una nota de profunda satisfacción (que el público no puede dejar de compartir) en la gutural exclamación del joven héroe —Ja, ja, estas piezas chillan en la ruina (queriendo decir: los zorros se han devorado los unos a los otros)– mientras observa el copioso montón de cuerpos muertos, que es cuanto queda del podrido reino de Dinamarca. Y podemos fácilmente imaginarnos que añade, en un estallido de tosca gratitud filial: ¡Sí, el viejo topo ha hecho un buen trabajo!
»"Pero, volvamos a Osric. El locuaz Hamlet ha estado hablando con el cráneo de un bufón; ahora, es el cráneo de la burlona muerte quien habla a Hamlet. Observa la notable yuxtaposición: el cráneo —la concha; 'Echa a correr con una concha en la cabeza.' Osric y Yorick casi riman, salvo que la yema (yolk) de uno se ha convertido en el hueso (os) del otro. Mezclando, como hace, el lenguaje del tendero con el del marino, este hombre corriente con apariencia de fantástico cortesano, está vendiendo la muerte, la misma muerte a la que acaba de escapar Hamlet en el mar. La alada pareja y las retóricas indirectas encubren un propósito profundo, una mentalidad audaz y astuta. ¿Quién es este maestro de ceremonias? Es el más brillante espía del joven Fortinbras." Bueno, esto constituye un buen ejemplo de lo que tengo que aguantar.»
Krug no puede dejar de sonreír ante las lamentaciones del pequeño Ember. Dice que, por alguna razón, todo esto le recuerda las manera de Paduk. Quiere decir los intrincados recovecos de la pura estupidez. Para recalcar la indiferencia del artista ante la vida, Ember dice que no sabe ni le importa saber (una manera de cerrar el asunto) quién es ese Paduk o Padock —bref, la personne en question. Por vía de explicación, Krug cuenta a Ember su visita a los Lagos y la manera en que terminó. Naturalmente, Ember se espanta. Se imagina vivamente a Krug y al niño vagando por las habitaciones de la abandonada casa de campo, cuyos dos relojes (uno en el comedor, el otro en la cocina) siguen probablemente marchando, solos, intactos, aferrados patéticamente a la noción humana del tiempo, después de marcharse el hombre. Se pregunta si Maximov tuvo tiempo de recibir la bien escrita carta que él le había dirigido, hablándole de la muerte de Olga y del desesperado estado de Krug. ¿Qué voy a decir? El sacerdote tomó al viejo legañoso y partidario de Viola por el viudo y, mientras rezaba, y mientras el hermoso cuerpo ardía detrás de una gruesa pared, siguió dirigiéndose a aquella persona (la cual le correspondía con inclinaciones de cabeza). Y no era siquiera un tío, ni siquiera el amante de la madre de ella.
Ember vuelve la cara a la pared y rompe a llorar. Para volver las cosas a su antiguo nivel menos emocional, Krug le habla de un curioso personaje con el que una vez viajó en los Estados Unidos, un hombre que estaba frenéticamente ansioso por hacer una película sobre Hamlet.
—Empezaremos —había dicho– con Monos fantasmas envueltos en sudarios vagando las estremecidas calles romanas. Y la embozada luna móvil...
Después: las murallas y las torres de Elsinore, sus dragones y sus floridos hierros forjados, la luna convirtiendo en escamas de pescado sus tejas de ripia, el tegumento de una sirena multiplicado por el tejado puntiagudo, que brilla en un cielo abstracto, y la estrella verde de una luciérnaga en la explanada del oscuro castillo. El primer soliloquio de Hamlet es recitado en un jardín sin escardar y que ha germinado copiosamente. Bardanas y cardos son los principales invasores. Un sapo respira y pestañea en el banco predilecto del difunto rey. En alguna parte, truena el cañón mientras bebe el nuevo rey. Por la ley de los sueños y la ley de la pantalla, el cañón se transforma delicadamente en la oblicuidad de un tronco podrido en el jardín. El tronco apunta como un cañón al cielo, donde, por un instante, las deliberadas volutas de humo blanquecino forman una palabra flotante: «suicidio».
«Hamlet en Wittenberg, siempre tardo, perdiéndose las conferencias de G. Bruno, siempre sin reloj, confiando en el de Horacio, que está atrasado, diciendo que estará en las murallas entre las once y las doce, y presentándose después de medianoche.