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Barra siniestra
  • Текст добавлен: 26 сентября 2016, 19:11

Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Está bien —dijo el soldado gordo—. Recógelas, viejo imbécil.

Krug se agachó, buscó a tientas, dio un paso a un lado... y sonó un horrible chasquido bajo el tacón de su pesado zapato.

—Vaya, vaya; he aquí una curiosa posición —dijo—. En este momento, es difícil elegir entre mi analfabetismo físico y el suyo mental.

—Vamos a detenerle —dijo el soldado gordo—. Así acabaremos con sus payasadas, viejo borracho. Y cuando nos hartemos de tenerle vigilado, lo echaremos al agua y le mandaremos unas balas mientras se ahoga.

Otro soldado se acercó perezosamente, jugando con una linterna, y de nuevo tuvo Krug la visión fugaz de un pálido hombrecillo que se mantenía apartado y sonreía.

—Yo también quiero divertirme un poco —dijo el tercer soldado.

—Bien, bien —dijo Krug—. No esperaba verle aquí. ¿Cómo está su primo, el jardinero?

El recién llegado, un joven campesino, feo y de mejillas coloradas, miró inexpresivamente a Krug y señaló al soldado gordo.

—Es primo de él, no mío. —Sí, claro —exclamó Krug, rápidamente—. Es exactamente lo que quise decir. ¿Cómo está el amable jardinero? ¿Ha recobrado el uso de su pierna izquierda?

—No nos hemos visto desde hace tiempo —respondió, pensativamente, el soldado gordo—. Vive en Bervok.

—Un buen muchacho —dijo Krug—. Cuando se cayó en aquel hoyo de grava todos lo sentimos mucho. Dígale, ya que está vivo, que el profesor Krug recuerda a menudo las charlas que sostuvimos delante de un vaso de sidra. Cualquiera puede crear el futuro, pero sólo los sabios pueden crear el pasado. Magníficas manzanas las de Bervok.

—Éste es su salvoconducto —dijo el soldado gordo y reflexivo al rústico y colorado, el cual tomó cuidadosamente el documento y se lo devolvió al punto.

—Será mejor que llames a ese ved' min syn(hijo de perra) —dijo.

Entonces hicieron avanzar al hombrecillo. Éste parecía estar de parto, bajo la impresión de que Krug era alguien superior en relación con los soldados, pues empezó a lamentarse con una vocecita casi femenina, diciendo que él y su hermano tenían una abacería al otro lado del río y que ambos veneraban al Jefe desde el bendito día diecisiete de aquel mes. Los rebeldes habían sido aplastados, a Dios gracias, y su único deseo era reunirse con su hermano, a fin de que el Pueblo Victorioso pudiese gozar de los delicados comestibles que él y su hermano sordo vendían.

—Calla la boca —dijo el soldado gordo– y lee esto.

El pálido abacero obedeció. El profesor Krug estaba plenamente autorizado por el Comité de Salud Pública para cuidar después de anochecido. Para pasar de la ciudad sur a la ciudad norte. Y viceversa. El lector deseaba saber si podía acompañar al profesor hasta el otro lado del puente. Vivamente y a patadas, volvieron a sumirle en la oscuridad. Krug inició el cruce del negro río.

Este interludio había desviado el torrente: ahora discurría invisible detrás de un muro de sombra. Recordó a otros imbéciles que él y ella habían estudiado, un estudio realizado con una especie de deleitosa y entusiasta repugnancia. Hombres que se emborrachaban de cerveza en cenagosos bares, sustituido satisfactoriamente el proceso de las ideas por una música de radio de tonos porcinos. Asesinos. El respeto que suscita un magnate de los negocios en su pueblo natal. Críticos literarios encomiando los libros de sus amigos o partidarios. Farceursflaubertianos. Hermandades, órdenes místicas. Gente a la que divierten los animales amaestrados. Miembros de clubs de lectores. Todos los que existen porque no piensan, refutando así el cartesianismo. El próspero campesino. El político floreciente. Los parientes de ella —su horrible familia carente de humor. De pronto, con la intensidad de una de esas visiones que preceden al sueño o de la imagen de una dama vestida de blanco sobre un cristal opaco, ella cruzó por su retina, en silueta, llevando algo —un libro, un bebé, o simplemente dejando secar la pintura cereza de sus uñas—, y el muro se disolvió, y volvió a fluir el torrente. Krug se detuvo, tratando de dominarse, con la palma de su mano desnuda apoyada en el parapeto, como antaño solían hacerse retratar los hombres de levita distinguidos, imitando los retratos de los viejos maestros —con un libro en la mano, o con ésta apoyada en el respaldo de una silla o en una esfera—; pero, en cuanto sonó el chasquido de la cámara, todo empezó a moverse de nuevo, a bullir, y él siguió andando, a sacudidas, porque los sollozos agitaban su alma desnuda. Las luces del otro lado se iban acercando en un estremecimiento de círculos concéntricos, iridiscentes y punzantes, encogiéndose de nuevo en un borroso resplandor cuando uno pestañeaba y dilatándose de un modo extraño inmediatamente después. Él era un hombre alto y pesado. Sentía una íntima conexión con la negra agua de laca, que subía y bajaba y lamía los arcos de piedra del puente.

Ahora, se detuvo de nuevo. Toquemos esto y miremos aquello. A la pálida luz (¿de la luna?, ¿de sus lágrimas?, ¿de los pocos faroles que los padres de la ciudad habían encendido por un mecánico sentimiento del deber?), su mano encontró cierto dibujo tosco: un surco en la piedra del parapeto y un nudo y un agujero con alguna humedad en su interior —todo ello enormemente ampliado, como lo están los 30.000 pozos de la corteza de la plástica luna en las grandes y brillantes fotos que el orgulloso selenó-grafo muestra a su joven esposa. En esta noche particular, precisamente después de que hubiesen intentado entregarme el bolso de ella, su peine, su boquilla, encontraba yo y tocaba esto —una combinación selecta, detalles del bajorrelieve. Nunca había tocado este nudo particular antes de ahora, y nunca volvería a encontrarlo. Este momento de contacto consciente contiene una gota de consuelo. El freno de emergencia del tiempo. Sea cual fuere el momento presente, yo lo he detenido. Demasiado tarde. En el curso dé nuestros, veamos, doce años y tres meses de vida en común, habría tenido que inmovilizar, por este sencillo método, millones de momentos, pagando quizá terribles multas, pero deteniendo el tren. Bueno, ¿por qué lo hiciste?, podría haber preguntado el boquiabierto maquinista. Porque me gustaba el panorama. Porque quería esos veloces árboles y el camino que serpentea entre ellos. Pisándole su cola fugaz. Lo que le había ocurrido a ella tal vez no habría pasado, si yo hubiese estado acostumbrado a parar este o aquel trozo de nuestra vida común, profilácticamente, proféticamente, dejando que este o aquel momento descansasen y respirasen en paz. Domeñando el tiempo. Dando una tregua a su pulso. Bombeando vida, vida —nuestro paciente.

Krug —pues todavía era él– siguió caminando, con la impresión del tosco dibujo hormigueando aún y pegándose al pulpejo de su dedo pulgar. Este extremo del puente estaba más iluminado. Los soldados que le dieron el alto parecían más animados, mejor afeitados, y llevaban uniformes más limpios. También estaban allí en mayor número, y habían dado el alto a más transeúntes nocturnos: dos viejos con sus bicicletas y uno al que habría podido llamarse un caballero (levantado el cuello de terciopelo del gabán y metidas las manos en los bolsillos) con su chica, una desaliñada ave del paraíso.

—Pietro —o al menos el soldado se parecía a Pietro, jefe de camareros del Club Universitario—, Pietro, el soldado, examinó el salvoconducto de Krug y dijo, con cultivado acento:

—No comprendo, profesor, cómo pudo cruzar el puente. En todo caso, no podía usted hacerlo, ya que el salvoconducto no ha sido firmado por mis colegas de la guardia del lado norte. Temo que tendrá usted que volver atrás y hacer que se lo firmen, de acuerdo con las normas de emergencia. Si no lo hace, no podré dejarle entrar en el sector sur de la ciudad. Je regrette, pero la ley es la ley. —Es cierto —dijo Krug—. Desgraciadamente, ellos no saben leer y, mucho menos, escribir.

—Esto no es de nuestra incumbencia —respondió, con fría gravedad, el apuesto Pietro, y sus compañeros movieron gravemente la cabeza en señal de asentimiento—. No; no puedo dejarle pasar, a menos que, repito, su identidad y su inocencia estén garantizados por la firma de la guardia del otro extremo.

—Pero, ¿no podríamos darle la vuelta al puente, si puedo expresarme así? —dijo Krug, pacientemente—. Quiero decir, darle una vuelta completa. Usted firma los salvoconductos de los que cruzan desde el sector sur al sector norte, ¿no es cierto? Pues bien, invirtamos la posición. Firme este valioso documento y permita que me vaya a dormir en la calle de Peregolm.

Pietro meneó la cabeza.

—No le comprendo, profesor. Hemos exterminado al enemigo; sí, lo hemos aplastado con nuestras botas. Pero una o dos cabezas de hidra viven todavía, y no podemos correr riesgos. Puedo asegurarle, profesor, que dentro de una semana la ciudad recobrará sus condiciones normales. ¿No es así, muchachos? —añadió Pietro, volviéndose a los otros soldados, los cuales asintieron vivamente, iluminadas sus caras honradas e inteligentes por ese ardor cívico que transfigura incluso al hombre más vulgar.

—Apelo a su imaginación —dijo Krug—. Imagínese que yo fuese en la otra dirección. En realidad tomé la otra dirección esta mañana, cuando el puente no estaba vigilado. Poner centinelas sólo cuando cierra la noche es un procedimiento muy convencional..., pero, dejémoslo pasar.

Y déjeme pasar a mí.

—No, a menos que traiga firmado este papel —dijo Pietro, dando media vuelta y alejándose.

—¿No está usted rebajando mucho el patrón por el que debe juzgarse, si es que existe, el cerebro humano?

—farfulló Krug.

—Silencio, silencio —dijo otro soldado, llevándose un dedo a los apretados labios y señalando después, rápidamente, la ancha espalda de Pietro—. Silencio. Pietro tiene toda la razón. Andando.

—Sí, andando —dijo Pietro, que había oído las últimas palabras—. Y, cuando vuelva con su salvoconducto firmado y todo en orden, piense en la satisfacción interior que sentirá cuando nosotros lo firmemos también. Para nosotros, será también un placer. La noche es todavía joven, y, de todos modos, no debemos rehusar un poco de ejercicio físico, si queremos ser dignos de nuestro Jefe. Andando, profesor.

Pietro miró a los dos viejos barbudos, pacientemente agarrados a los manillares de sus bicicletas, blancos los nudillos a la luz del farol, mirándole fijamente con sus perdidos ojos perrunos.

—También ustedes pueden ir —dijo el generoso camarada.

Con una presteza que contrastaba extrañamente con su avanzada edad y sus entecas piernas, los barbudos saltaron sobre sus monturas y se alejaron pedaleando, oscilando en su prisa por largarse de allí y cambiando rápidas observaciones guturales. ¿Qué estarían discutiendo? ¿El pedigree de sus bicicletas? ¿El precio de algún producto especial? ¿El estado de la calzada? ¿Eran sus gritos exclamaciones de ánimo? ¿Bromas amistosas? ¿Se echaban la pelota de un chiste leído años atrás en Simplizissimus o en Strekoza? Uno siempre desea averiguar lo que dicen las personas que pasan por su lado.

Krug caminaba lo más de prisa que podía. Las nubes habían cubierto nuestro silíceo satélite. Cerca de la mitad del puente, alcanzó a aquellos ciclistas que parecían osos pardos. Ambos estaban inspeccionando el rubí trasero de una de las bicicletas. La otra yacía de costado, como un caballo caído, levantada a medias la triste cabeza. Krug siguió andando de prisa, apretando el salvoconducto en la mano. ¿Qué pasaría si lo arrojase al Kur? Me vería condenado a andar arriba y abajo por un puente que ha dejado de ser tal, puesto que ambas orillas son inalcanzables. No es un puente, sino un reloj de arena que alguien vuelve una y otra vez, conmigo en su interior a modo de fina arena. O una brizna de hierba por la que sube una hormiga y que uno pone boca abajo cuando la hormiga llega a la punta, que entonces se convierte en el fondo, obligando a la pobrecilla a repetir su operación. Los viejos le alcanzaron a su vez, repicando a gran velocidad entre la niebla, galopando con gallardía, aguijoneando a sus viejos y negros caballos con espuelas de un rojo de sangre.

—Aquí estoy otra vez —dijo Krug, mientras sus desaliñados amigos se agrupaban a su alrededor—. Se olvidaron de firmar mi salvoconducto. Aquí lo tienen. Y dense prisa. Pinten una cruz, o un cordón enroscado de teléfono, o un garabato, cualquier cosa. No me atrevo a esperar que tengan uno de esos trastos de sellar a mano.

Mientras estaba aún hablando, se dio cuenta de que no le reconocían en absoluto. Miraron el salvoconducto. Se encogieron de hombros, como para sacudirse la carga del conocimiento. Incluso se rascaron la cabeza, curioso método empleado en aquel país con el presunto propósito de aumentar el riego sanguíneo de las células del pensamiento.

—¿Vive usted en el puente? —preguntó el soldado gordo.

—No —dijo Krug—. Traten de comprender. C'est simple comme bonjour, como diría Pietro. Me han hecho volver aquí porque no tenían pruebas de que ustedes me habían dejado pasar. Desde un punto de vista formal, no estoy siquiera en el puente.

—Puede haberse encaramado desde una barcaza —dijo una voz recelosa.

—No, no —contestó Krug—. No soy ningún barquero. Veo que no me comprenden. Se lo expondré de la manera más sencilla posible. Los del lado solar vieron heliocéntricamente lo que ustedes, telúricos, vieron geocéntricamente, y, a menos de que puedan combinarse de algún modo estos dos aspectos, yo, que soy el objeto observado, seguiré haciendo la lanzadera de la noche universal.

—Es el hombre que conoce al primo de Gurk —gritó uno de los soldados, en un súbito chispazo de reconocimiento.

—Oh, magnífico —dijo Krug, muy aliviado—. Me había olvidado del amable jardinero. Un punto ha quedado establecido. Ahora, por favor, hagan algo.

El pálido abacero dio un paso al frente y dijo:

—Voy a hacerles una sugerencia. Yo firmo su salvoconducto, él firma el mío, y ambos cruzamos el puente.

Alguien se disponía a darle un revés, cuando el soldado gordo, que parecía ser él jefe del grupo, intervino y declaró que era una idea sensata.

—Présteme su espalda —dijo el abacero a Krug, y, desenroscando apresuradamente su estilográfica, apoyó el papel sobre el omóplato izquierdo de Krug—. ¿Qué nombre he de poner, hermanos? —preguntó a los soldados.

Éstos rebulleron y empezaron a pincharse con el codo, pues ninguno de ellos quería revelar su preciosa incógnita.

—Ponga Gurk —dijo al fin el más valiente, señalando al soldado gordo.

—¿Puedo hacerlo? —preguntó el abacero, volviéndose prontamente a Gurk.

Obtuvieron su consentimiento, después de rogarle un poco. Despachado el salvoconducto de Krug, el abacero se colocó ahora delante de aquél. El juego de la una la mula, o el almirante de sombrero encandilado apoyando el telescopio sobre el hombro del joven marinero (el horizonte gris subiendo y bajando, una gaviota blanca cambiando de rumbo, pero sin tierra a la vista).

—Confío —dijo Krug– en que podré hacerlo tan bien como si tuviera mis gafas.

No será en la línea de puntos. Tu pluma es dura. Tu espalda es blanda. Pepino. Sécala con un hierro de marcar.

Ambos documentos pasaron de mano en mano y fueron vergonzosamente aprobados.

Krug y el abacero echaron a andar por el puente; al menos, Krug andaba: su pequeño compañero expresaba su desbordante alegría corriendo en círculos alrededor de Krug; corría en círculos cada vez más anchos, imitando una locomotora: tacata, tacata, apretados los codos a las costillas, sus pies moviéndose casi a la vez, dando pasitos a sacudidas, dobladas ligeramente las rodillas. La parodia de un niño, de mi niño.

– Stoy, chort(párate, maldito seas) —gritó Krug, empleando por primera vez aquella noche su verdadera voz. El abacero puso fin a sus evoluciones con una espiral que lo devolvió a la órbita de Krug, donde siguió el paso de éste, caminando a su lado y charlando alegremente.

—Debo disculparme —dijo– por mi comportamiento. Pero estoy seguro de que siente usted lo mismo que yo. Ha sido una verdadera ordalía. Pensaba que nunca me soltarían, y esas alusiones al estrangulamiento y al ahogamiento fueron un poco inoportunas. Buenos chicos, lo confieso, corazones de oro, pero sin civilizar..., en realidad, su único defecto. Por lo demás, convengo con usted en que son estupendos. Mientras estaba allí...

Éste es el cuarto farol, y una décima parte del puente. Pocos de ellos están encendidos.

—...Mi hermano, que está prácticamente sordo como una tapia, tiene una tienda en Teod..., perdón, en la Avenida Emrald. En realidad, somos socios, pero yo tengo un pequeño negocio propio que me tiene apartado la mayor parte del tiempo. En vista de los acontecimientos actuales, él necesita mi ayuda, como nos ocurre a todos. Tal vez pensará usted...

Farol número diez.

—...pero yo lo veo de esta manera. Desde luego, nuestro Jefe es un gran hombre, un genio, el hombre del siglo. La clase de jefazo que la gente como usted y como yo habíamos deseado siempre. Pero está amargado. Está amargado, porque durante los diez últimos años, nuestro llamado Gobierno liberal no dejó de perseguirle, de torturarle, de meterle en la cárcel en cuanto decía una palabra. Siempre recordaré, y así lo contaré a mis nietos, lo que dijo aquella vez que lo detuvieron en el gran mitin del Godeón: «Yo —dijo– nací para mandar, con la misma naturalidad con que vuelan los pájaros.» Creo que es la idea más grande que jamás se expresó en lenguaje humano, y también la más poética. Nómbreme un escritor que dijese algo parecido. Pero iré más lejos y diré...

Éste es el que hace quince. ¿O dieciséis?—...si lo miramos desde otro ángulo. Nosotros somos gente pacífica, queremos una vida tranquila, queremos que nuestros negocios marchen sobre ruedas. Queremos los placeres tranquilos de la vida. Por ejemplo, todo el mundo sabe que el mejor momento del día es cuando uno vuelve del trabajo, se desabrocha el chaleco, pone una música alegre y se sienta en su butaca predilecta, disfrutando con los chistes del periódico de la tarde o criticando a los vecinos con su mujercita. Esto es lo que entendemos por verdadera cultura, por verdadera civilización humana; cosas por las que se vertió tanta sangre y tanta tinta en la Roma antigua o en Egipto. Pero, en la actualidad, se oye decir continuamente a los tontos que, para los que son como usted o como yo, esta clase de vida ha desaparecido. No lo crea, pues no es así. Y no sólo no ha desaparecido... ¿Serán más de cuarenta? Debemos estar, como mínimo, en la mitad del puente.

—...hace falta que le diga lo que ha pasado realmente en todos estos años? Bueno, en primer lugar, nos hicieron pagar unos impuestos imposibles; en segundo lugar, todos aquellos miembros del Parlamento, a los que jamás vimos ni oímos, continuaban bebiendo cada día más champaña y acostándose con rameras cada vez más gordas. ¡Y a esto llamaban libertad! ¿Qué ocurría mientras tanto? En algún lugar del corazón de los bosques, en una cabaña de troncos, el Jefe escribía sus manifiestos, como una bestia acosada. ¡Lo que les hicieron a sus seguidores! ¡Jesús! Mi cuñado, que ha sido miembro del partido desde su juventud, me ha contado cosas horribles. Desde luego, es el hombre más inteligente que he visto en mi vida. Ya ve usted que... No; menos de la mitad.

—...usted es profesor, según tengo entendido. Bueno, profesor, desde ahora, se extiende ante usted un gran futuro. Tenemos que educar a los ignorantes, a los caprichosos, a los malos..., pero educarlos de una manera nueva. Piense en todas las monsergas que solían enseñarnos...

Piense en los millones de libros inútiles acumulados en las bibliotecas. ¡Hay que ver los libros que se imprimen! Mire, quizá no me creerá, pero una persona de confianza me dijo que, en una librería, hay un libro de al menos cien páginas enteramente dedicado a la anatomía de las chinches. O cosas en idiomas extranjeros que nadie puede leer. Y todo el dinero que se ha gastado en tonterías. Todos esos enormes museos..., una tremenda paparrucha. Hacen que uno se quede boquiabierto ante una piedra que alguien recogió en el patio de su casa. Menos libros y más sentido común: éste es mi lema. Los hombres fueron creados para vivir juntos, para hacer negocios los unos con los otros, para hablar, para cantar canciones en común, para reunirse en los clubs y en los almacenes... y en las iglesias y en los estadios los domingos... y no para estar sentados a solas, rumiando ideas peligrosas. Mi mujer tema un huésped...

El hombre del cuello de terciopelo y su chica pasaron rápidamente, con un tictac de pisadas fugitivas, sin mirar atrás.

—...cambiarlo todo. Usted enseñará a los jóvenes a contar, a pronunciar, a atar un paquete, a ser pulcros y amables, a bañarse todos los sábados, a hablar de los posibles compradores..., ¡oh!, mil cosas necesarias, todas las cosas que tienen sentido para todos. Ojalá fuese yo también maestro. Pues sostengo que todos los hombres, por humildes que sean, hasta el último pordiosero, hasta el último...

Si todos hubiesen estado encendidos, no estaría ahora tan confuso.

—...tuve que pagar una ridícula multa. ¿Y ahora? Ahora será el Estado quien me ayudará en mis negocios. Allí estará para controlar mis ganancias... ¿y qué quiere decir esto? Quiere decir que mi cuñado, que pertenece al partido y se sienta ahora en un enorme despacho, permítame decirlo, frente a una mesa grande y cubierta con un cristal, me ayudará en todo lo posible para que mis cuentas estén en regla. Ganaré más que nunca porque desde ahora, todos pertenecemos a una comunidad feliz. Todo está en familia..., una gran familia donde todos estamos ligados, bien dispuestos, y no se hacen preguntas. Porque todo el mundo tiene algún pariente en el partido. Mi hermana dice que siente muchísimo que nuestro viejo padre dejase de existir, él, que tanto temía el derramamiento de sangre. Una exageración. Yo digo que cuanto antes fusilemos a esos tipos listos que arman la de mil diablos porque unos cuantos anti -ekwilistas recibieron su merecido...

Aquí termina el puente. Y, bueno..., no hay nadie para recibirnos.

Krug tenía toda la razón. Los guardias del lado sur habían abandonado su puesto, y sólo la sombra del hermano gemelo de Neptuno, una sombra compacta que parecía un centinela, pero no lo era, permanecía allí como recuerdo de los que se habían marchado. Cierto que, unos pasos más allá, en el malecón, tres o cuatro hombres, posiblemente uniformados, fumando dos o tres cigarrillos encendidos, descansaban en un banco, mientras alguien tañía discretamente, románticamente, una amorandola de siete cuerdas en la oscuridad; pero nadie increpó a Krug ni a su delicioso compañero, ni les prestó atención al pasar.


CAPITULO III



Entró en el ascensor, que le saludó con el conocido ruidito, medio chasquido, medio temblor, mientras se iluminaba su semblante. Pulsó el tercer botón. El pequeño gabinete frágil, de delgadas paredes, anticuado, pestañeó pero no se movió. Volvió a tocar el botón. De nuevo el pestañeo, la intranquila quietud, la mirada inescrutable de una cosa que no funciona y que sabe que no funcionará. Salió. Y al momento, con un chasquido óptico, el ascensor cerró sus brillantes ojos castaños. El hombre subió la descuidada pero digna escalera.

Krug, jorobado en esta ocasión, insertó la llave en la cerradura y, recobrando lentamente su estatura normal, penetró en el cavernoso, susurrante, rumoroso, retumbante y rugiente silencio de su piso. Sola, una media tinta del milagro de Da Vinci —trece personas en una mesa tan estrecha (con cacharros prestados por los monjes dominicos)– manteníase apartada. El relámpago encendió el paraguas de ella, de corto puño de concha, al alejarse de su propia y grande sombrilla, que dejó indemne. El hombre se quitó el único guante que llevaba, se despojó del gabán y colgó su negro sombrero de fieltro y de ala ancha.

El sombrero negro y de ala ancha sintiéndose incómodo, se cayó de la percha y quedó abandonado en el suelo.

Krug recorrió el largo pasillo, en cuyas paredes unas negras pinturas al óleo, sobrante de su estudio, sólo mostraban resquebrajaduras al cegador reflejo de la luz. Una pelota de goma, del tamaño de una naranja grande, dormía en el suelo.

Entró en el comedor. Una fuente de lengua fría, adornada con rodajas de pepino, y la pintada mejilla de un queso, le estaban esperando en silencio.

La mujer tenía un oído excelente. Salió de su habitación, contigua al cuarto del niño, y se reunió con Krug. Se llamaba Claudina y, desde hacía más o menos una semana, era la única servidora en el hogar de Krug: el cocinero se había marchado, censurando lo que calificó claramente de «ambiente subversivo».

—Gracias a Dios —dijo ella– que ha vuelto sano y salvo a casa. ¿Quiere un poco de té caliente?

Él sacudió la cabeza, volviéndole la espalda y tanteando en las cercanías del aparador, como si buscase algo.

—¿Cómo está esta noche la señora? —preguntó ella.

Sin responder, y con los mismos lentos y torpes movimientos, pasó él al saloncito turco que nadie utilizaba, lo cruzó y llegó a otro recodo del pasillo. Allí abrió un armario, levantó la tapa de un baúl vacío, miró en su interior y, después, deshizo su camino.

Claudina permanecía absolutamente inmóvil en mitad del comedor, donde la había dejado. Estaba con la familia desde hacía varios años, y como es de rigor en tales casos, era agradablemente rolliza, de mediana edad y muy sensible. Se le quedó mirando, con ojos negros y líquidos, entreabierta la boca, que mostraba un diente con funda de oro, mirándole también con sus aretes de coral, y apoyada una mano sobre el amorfo pecho gris.

—Quiero que me haga un favor —dijo Krug—. Mañana voy a llevarme el niño al campo por unos días; durante mi ausencia, tenga la bondad de recoger toda la ropa de ella y ponerla en el baúl negro vacío. También sus efectos personales, el paraguas y demás. Póngalo todo en el armario, por favor, y ciérrelo. Cualquier cosa que encuentre.

El baúl será tal vez demasiado pequeño...

Salió de la estancia sin mirar a la mujer; se disponía a inspeccionar otro armario, pero, pensándolo mejor, giró sobre sus talones y empezó a andar automáticamente de puntillas al acercarse al cuarto del niño. Se detuvo ante la puerta blanca, y las palpitaciones de su corazón se vieron súbitamente interrumpidas por la voz especial, de dormitorio, de su hijo, una voz clara y cortés que empleaba David, con graciosa precisión, para notificar a sus padres (cuando éstos volvían, por ejemplo, de una cena en la ciudad) que todavía estaba despierto y dispuesto a recibir unas segundas buenas noches de cualquiera que quisiera deseárselas.

No podía dejar de ocurrir. No son más que las diez y cuarto. Y yo pensaba que la noche estaba a punto de terminar. Krug cerró los ojos un momento y entró en la habitación.

Distinguió un rápido, vago y tumultuoso movimiento de ropas de cama; el interruptor de la lámpara de la mesita de noche dio un chasquido, y el chico se sentó, tapándose los ojos. A esta edad (ocho años) no puede decirse que los niños sonrían de un modo definido. La sonrisa no está localizada; se difunde en toda la estructura... si el niño se siente feliz, naturalmente. Este niño era todavía feliz. Krug dijo las frases convencionales sobre la hora y el sueño. Pero, apenas hubo acabado de decirlas, cuando un fuerte caudal de amargas lágrimas brotó del fondo de su pecho, subió hacia la garganta, fue detenido por fuerzas interiores, y permaneció a la espera, maniobrando en las negras profundidades, preparándose para otro asalto. Pourvu qu'il ne pose pas la question atroce. Te lo ruego, divinidad local.

—¿Te han disparado? —preguntó David.

—¡Qué tontería! —contestó él—. Nadie dispara por la noche.

—Pues lo han hecho. Oí las detonaciones. Mira, una nueva manera de llevar el pijama.

Se levantó ágilmente, extendiendo los brazos, balanceándose sobre los piececitos de un blanco polvoriento, surcados de venas azules, y que parecían agarrarse a la manera de los monos a la revuelta sábana, sobre el hundido y crujiente colchón. Pantalones azules, chaqueta de un verde pálido (la mujer debía ser ciega para los colores).

—Dejé caer el bueno en el baño —expücó, alegremente.

Las posibilidades de levitación ejercieron en él una atracción súbita, y, con la colaboración de secos sonidos, saltó, una, dos, tres veces, más alto, más alto, y, después de una vertiginosa suspensión, cayó de rodillas, dio una voltereta y se levantó de nuevo sobre la revuelta cama, oscilando, tambaleándose.

—Acuéstate, acuéstate —dijo Krug—. Se está haciendo muy tarde. Tengo que marcharme. Vamos, acuéstate. De prisa.

(Tal vez no lo preguntaría.)

Esta vez cayó sobre el trasero y, hurgando con los doblados dedos de los pies, metió éstos debajo de la manta, entre la manta y la sábana, se echó a reír, acertó la segunda vez, y Krug lo arropó rápidamente.

—Esta noche no me has contado ningún cuento —dijo David, yaciendo absolutamente plano, volviendo hacia arriba las largas pestañas superiores, echados atrás los codos, apoyados como alas sobre el almohadón, a ambos lados de la cabeza.

—Mañana te contaré dos.

Al inclinarse sobre el niño, Krug se detuvo un momento, mientras ambos se miraban a la cara: el niño, esforzándose apresuradamente en pensar alguna pregunta para ganar tiempo; el padre, orando frenéticamente para que no fuese una pregunta en particular. Qué suave parecía la piel en el esplendor de la hora del descanso, con un matiz violeta palidísimo sobre los ojos y el brillo dorado de la frente, bajo la tupida y enmarañada franja de cabellos castaños con reflejos de oro. La perfección de las criaturas no humanas —pájaros, perritos, potros, mariposas dormidas– y de estos pequeños mamíferos. Una combinación de tres manchas diminutas y pardas, marcas de nacimiento, sobre la mejilla débilmente colorada, cerca de la nariz, le recordó algo que había visto, tocado, captado hacía poco tiempo..., pero, ¿qué? El parapeto del puente.

Las besó rápidamente, apagó la luz y salió. Gracias a Dios, no se lo había preguntado, pensó al cerrar la puerta. Pero, cuando estaba moviendo sin ruido el tirador, la pregunte llegó, aguda, vivamente recordada.


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