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Barra siniestra
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Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



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»La luz de la luna siguiendo de puntillas al Fantasma armado de punta en blanco, ora haciendo relucir una redondeada espaldera, ora resbalando sobre las escamas de la loriga.

«También veremos a Hamlet arrastrando al muerto Ratman desde debajo de la tapicería y a lo largo del piso, y por la escalera de caracol, para ocultarlo en un oscuro pasadizo, con algunos extraños y súbitos juegos de luz, cuando los suizos con antorchas son enviados en busca del cadáver. Otro momento de emoción lo producirá la figura de Hamlet en atuendo marinero, impertérrito ante el mar embravecido, indiferente al rocío de las olas, trepando sobre fardos y barriles de cerveza danesa y arrastrándose hasta la cabaña donde Rosenstern y Guildenkranz, amables e intercambiables gemelos "que vinieron a curar y se marcharon para morir", están roncando en su yacija común. Al desfilar los campos de artemisa y las montañas con manchas de leopardo por la ventanilla del compartimiento-salón de hombres, se ofrecieron más y más posibilidades pictóricas. Podríamos ver, dijo (era un hombre desaseado, de cara de halcón, cuya carrera académica había sido bruscamente truncada por una inoportuna aventura amorosa), a R. siguiendo al joven L. en el Barrio Latino; a Polonio, joven, representando el papel de César en el Teatro de la Universidad; el cráneo que sostiene Hamlet en sus enguantadas manos, cubriéndose con las facciones de un bufón vivo (con permiso de la censura); tal vez, incluso, al fornido rey Hamlet destrozando con un hacha a los polacos que resbalan y ruedan sobre el hielo. Después, sacó un frasco del bolsillo de atrás y dijo: "eche un trago". Añadió que había pensado que ella tenía al menos dieciocho años, a juzgar por su busto, pero que, en realidad, la pequeña zorra sólo tenía quince. Después, estaba la muerte de Ofelia. A los sones de Les Funeraillesde Liszt, aparecería luchando —o, como habría dicho el padre de otra ninfa, "riñendo"– con el sauce. Una doncella, una jovencita. Aquí recomendaba una vista lateral del agua cristalina. Para presentar una hoja flotante. Después, vuelta a su pequeña y blanca mano, sosteniendo una corona, tratando de alcanzar, tratando de ceñir una astilla falaz. Ahora venía la dificultad de presentar de manera dramática lo que, en tiempos prevocales, había sido piéce de résistence de las películas cómicas: el remojón inesperado. El hombre-halcón del compartimiento de aseo y descanso observó (entre chupadas al cigarro y salivazos) que la dificultad podía ser limpiamente salvada mostrando sólo la sombra de ella, la sombra cayendo, cayendo y mirando sobre el borde de la herbosa orilla entre una lluvia de flores sombrías. ¿Visto? Después: una guirnalda flotando. Aquel puritano cuero (en el que estaban sentados) era el último eslabón filogenético entre la moderna y sumamente diferenciada idea Pullman y un banco de las primitivas diligencias: entre la avena y el petróleo. Entonces, y sólo entonces, dijo él, la vemos yaciendo de espaldas en el arroyo (que se divide más lejos como un tenedor, para formar en definitiva el Rin, el Dniéper y el Cañón de Cottonwood o Nova Avon), en una vaga nube ectoplástica de vestiduras empapadas, infladas y acolchadas, canturreando como en sueños una nana o cualquier otra antigua melodía. Esto se transforma en un tañido de campanas, y ahora vemos un pastor liberal sobre un terreno pantanoso donde crece la Orchis mascula: harapos de la época, barba con cenefa de sol, cinco corderos y una linda ovejita. Esta oveja es un punto importante, a pesar de la brevedad —un latido del pulso– de la bucólica escena. La canción llega hasta el pastor de la reina; la oveja se acerca al arroyo.»

La anécdota de Krug produce el efecto deseado. Ember deja de sorber. Escucha. Después, sonríe. Por último, entra en el espíritu del juego. Sí, ella fue encontrada por un pastor. En realidad, su nombre puede derivarse del de un enamorado pastor de Arcadia. O, posiblemente, es una variación de Alfeios, perdiendo la «S» en la hierba mojada: Alfeo, el dios-río, que persiguió a una ninfa de largas piernas hasta que Artemis la transformó en un arroyo, que, desde luego, convenía a la liquidez de aquél (v. Lago Winnipeg, ola 585, ed. Vico Press). O también podemos fundarlo en la versión griega de un antiguo nombre de serpiente Danske. La fina y flexible Ofelia de delgados labios, el sueño húmedo de Amleth, una ninfa del Leteo, una rara serpiente de agua, Russálka letheana en términos científicos (evocando los largos mantos de púrpura). Mientras él trajinaba con sirvientas germanas, ella, en un balcón cerrado de su casa, coqueteaba inocentemente con Osric, mientras el viento frío de la primavera repicaba en los cristales. Su piel era tan fina que, con sólo mirarla, aparecía en ella una mancha rosada. El raro enfriamiento de un ángel de Botticelli teñía de rosa las aletas de su nariz y desdibujaba su labio superior —ya sabes, cuando los bordes de los labios se confunden con la piel. También era una buena moza de cocina..., pero de cocina vegetariana. Ofelia, la servicial. Muerta en servicio pasivo. La linda Ofelia. Un primer Folio con algunas correcciones limpias y unos cuantos crasos errores. «Mi querido amigo (podríamos hacer que Hamlet dijese a Horacio), era tan dura como el pedernal, a pesar de su delicadeza física. Y escurridiza: un ramillete hecho de anguilas. Era una de esas doncellas-ofidios, de poca sangre y ojos pálidos, fina y viscosa, que son tan ardorosamente histéricas como irremediablemente frígidas. Sin ruido, con una especie de elegancia diabólica, seguía un peligroso curso en la dirección señalada por la ambición de su padre. Incluso estando loca, seguía hurgando su secreto con el dedo del muerto. El cual me apuntaba a mí. Oh, desde luego, yo la amaba como cuarenta mil hermanos, con la fuerza de los ladrones (jarrones de terracota, un ciprés, una luna de uña), pero todos éramos discípulos de Lamord, si es que me entiendes.» Y aún podría añadir que había pillado un resfriado durante la húmeda escena. Agallas rosadas de ondina, sandía helada, l'aurore grelottant en robe rose et verte. Su falda baladí.

Hablando de las deyecciones verbales de un decrépito erudito alemán, Krug sugiere manipular también el nombre de Hamlet. Tomemos la palabra «Telemachos», dice, que significa «luchando desde lejos», lo cual era, también, la idea que tenía Hamlet de la guerra. Mondémosla, quitémosle las letras innecesarias, todas ellas adiciones secundarias, y obtendremos el antiguo «Telemah». Ahora, leámoslo al revés. Así, la pluma caprichosa se fuga con una idea lasciva, y Hamlet, en marcha atrás, se convierte en el hijo de Ulises, que mata a los amantes de su madre. Worte, worte, worte. Verrugas, verrugas, verrugas. Mi comentarista predilecto es Tschischwitz, un manicomio de consonantes... o un soupir de petit chien.

Ember, sin embargo, no ha terminado aún con la muchacha. Después de observar apresuradamente que Elsinore es un anagrama de Roseline, con todas sus posibilidades, vuelve a Ofelia. Ésta le gusta, dice. Contrariamente a las opiniones de Hamlet sobre ella, la chica tiene encanto, una clase de encanto que rompe el corazón: los ojos vivos y de un verde gris, la risa súbita, los menudos dientes, sus pausas para ver si uno se burla o no de ella. Sus rodillas y sus pantorrillas, aunque muy bien formadas, eran un poco demasiado robustas en comparación con sus finos brazos y su ligero busto. Las palmas de sus manos eran como un húmedo domingo, y llevaba una cruz colgada del cuello, en lo que im diminutograno de uva de carne, una gota coagulada pero todavía transparente de sangre de paloma, parecía siempre en peligro de ser cortada por la cadenita de oro. Estaba, también, su aliento de la mañana; olía a narcisos antes del desayuno, y, después, a leche cuajada. Esto tenía algo que ver con su hígado. Nada llevaba en los lóbulos de las orejas, aunque habían sido delicadamente perforadas para lucir corales, no perlas. La combinación de estos detalles, sus codos afilados, su cabello clarísimo, sus lisos y satinados pómulos y la sombra de un vello rubio (delicadísimamente erizado a la vista) en las comisuras de la boca, le recordaba (dice Ember, rememorando su infancia) cierta anémica doncella estonia, cuyos pobres y pequeños pechos, tristemente separados, oscilaban débilmente bajo su blusa cuando se agachaba, muy abajo, para ponerle sus calcetines a rayas.

Aquí, Ember levanta súbitamente la voz, en un afectado grito de desesperación. Dice que, en vez de esta auténtica Ofelia, ha sido elegida para el papel la imposible Gloria Bellhouse, irremediablemente rolliza, con una boca como un as de corazones. Le irritan en particular los claveles y los lirios de invernadero que le da la dirección para que juegue en la escena de «la locura». Ella y el productor, a semejanza de Goethe, se imaginan a Ofelia como un melocotón en almíbar: «todo su ser flota en una dulce y madura pasión», dice Johann Wolfgang, poeta, nov., dram. & fil. alem. Oh, horrible.

—O su padre... Todos le conocemos y le queremos, ¿no?, y sería muy fácil presentarlo como es debido: Polonio-Pantolonio, un viejo chocho y panzudo, de ropón acolchado, deslizándose en zapatillas y siguiendo detrás de las gafas caídas sobre la punta de su nariz, mientras ronda de una habitación a otra, vagamente andrógino, combinación de papá y mamá, un hermafrodita con la cómoda pelvis de un eunuco... En vez de lo cual, escogieron un hombre alto y rígido, que hizo el papel de Metternich en Guerra de valsesy se empeña en seguir siendo un estadista prudente y voluntarioso hasta el fin de sus días. ¡Oh, es horrible!

Pero aún hay algo peor. Ember pide a su amigo que le pase cierto libro..., no, el rojo. Perdón, el otro rojo.

—Como tal vez has advertido, el Mensajero menciona a cierto Claudio como la persona que le entregó unas cartas que Claudius «recibió... de él (Hamlet), que las trajo (del barco)»; en ningún otro lugar de la obra se vuelve a aludir a esta persona. Ahora, abramos el segundo libro del gran Hamm. ¿Qué hace? Veámoslo. Toma a este Claudio y..., bueno, escucha:

«Es evidente que era el bufón del rey, dado que, en el original alemán ( Bestrafter Brudermord), es el bufón Phantasmo quien trae la noticia. Es curioso que nadie se haya preocupado aún de seguir esta clave prototípica. No menos evidente es el hecho de que Hamlet, tan amante de los equívocos, se empeñase en que los marineros entregasen su mensaje al bufón del Rey, ya que él, Hamlet, se había burlado del Rey. Por último, si recordamos que, en aquellos tiempos, el bufón de la Corte adoptaba a menudo el nombre de su amo, con sólo un ligero cambio en el final, tenemos un cuadro completo. Tenemos, así, la interesante figura de este bufón italiano o italianizado, vagando por los sombríos pasillos de un castillo del Norte; un hombre cuarentón, pero tan avispado como en su juventud, veinte años antes, cuando sustituyó a Yorick. Así como Polonio fue el «padre» de las buenas noticias, Claudio es el «tío» de las malas. Su carácter es más sutil que el del prudente y buen anciano. Tiene miedo de enfrentarse directamente al rey, con un mensaje que sus ágiles dedos y sus penetrantes ojos le han permitido conocer. Sabe que difícilmente puede presentarse al rey y decirle " your beer is sour" (vuestra cerveza es agria), pronunciando " beer" de modo que se entienda " your beard is soar'd" (os han tirado de la barba, o arrancado la barba). Por consiguiente, con formidable astucia, inventa una estratagema que dice más en favor de su inteligencia que de su valor moral. ¿Cuál es esta estratagema? Mucho más enjundiosa que lo que habría podido imaginar jamás el "pobre Yorick". Mientras los marineros corren a las casas de placer que les brinda el tan deseado puerto, Claudio, el intrigante de ojos negros, vuelve a plegar la peligrosa carta y, sin darle importancia, la entrega a otro mensajero, el "Mensajero" de la obra, que, cándidamente, la lleva al rey.»

Pero, dejemos esto y oigamos la versión de Ember de algunos versos famosos:


Ubit' il' ne ubit'? Vot est' oprosen.

Vto bude edler: v rasume tzerpieren

Ogneprashchi strely zlovo roka...

(o, como podría decir un francés:)

L'égorgerai-je ou non? Voici le vrai problème.

Est-il plus noble en soi de supporter quand même

Et les dards et le feu d'un accablant destin...

Sí, todavía me chanceo. Ahora viene la cosa de verdad.

Tatn nad ruch'om rostiot naklonno iva,

V vode iavliaia list'ev sedinu;

Guirliandy fantasticheskie sviv

Iz etikh list'evs primes'u romashek,

Krapivy, lutikov...

(En el lejano arroyo crece inclinado un sauce,

Reflejando en el agua la blancura de sus hojas;

Habiendo trenzado fantásticas guirnaldas

Con estas hojas, salpicadas de margaritas,

Ortigas, flores de cardo...)


Ya ves que tengo que elegir mis comentaristas. O este difícil pasaje:

Ne dumaote-li vy, sudar", shto vot eto(la canción del ciervo herido), da les per'ev na shliape, a dve kamchatye rozy na proreznykh bashmakakh, mogli by, kol' fortuna zadala by mne turku, zasluzhit' mne uchast'e v teatralnoí arteli: a, sudar'?

O el principio de mi escena predilecta.

Mientras sigue sentado, escuchando la traducción de Ember, Krug no puede dejar de maravillarse de la extrañeza del día. Se imagina a sí mismo en algún punto del futuro, recordando este momento particular. Él, Krug, estaba sentado junto a la cama de Ember. Ember, levantadas las rodillas bajo el cobertor, leyendo fragmentos de verso libre escritos en trozos de papel. Krug acababa de perder a su esposa. Un nuevo orden político había aturdido la ciudad. Dos personas a las que apreciaba se habían esfumado y tal vez habían sido ejecutadas. Pero la habitación era cálida y tranquila, y Ember se hallaba sumido en Hamlet. Y Krug se maravillaba de la extrañeza del día. Escuchaba aquella voz de rica entonación (el padre de Ember había sido mercader persa) y trataba de simplificar los términos de su reacción. La Naturaleza había producido una vez un inglés cuya cabeza en cúpula había sido una colmena de palabras; un hombre que sólo tenía que soplar sobre cualquier partícula de su estupendo vocabulario para que ésta cobrase vida y se desarrollase y brotasen en ella trémulos tentáculos, hasta convertirse en una imagen compleja, con cerebro pulsátil y miembros relacionados entre sí. Tres siglos más tarde, otro hombre, en otro país, trataba de verter sus ritmos y metáforas a una lengua diferente. Este proceso requería una cantidad prodigiosa de trabajo, sin que hubiese ninguna razón verdadera de su necesidad. Era como si alguien que hubiese visto cierto roble (llamado en adelante A Individual) que crecía en cierto país y proyectaba su propia sombra única sobre el suelo verde y pardo, hubiese procedido a levantar en su jardín una máquina prodigiosamente complicada que, en sí misma, fuese tan distinta de aquel o de cualquier otro árbol como lo son la inspiración y el lenguaje del traductor de los del autor original, pero que, gracias a ingeniosas combinaciones de piezas, efectos de luz y motores creadores de brisa, proyectaría, una vez terminada, una sombra exactamente parecida a la del A Individual: la misma silueta, cambiando de la misma manera, con las mismas dobles y sencillas manchas de sol ondulando en la misma posición, a la misma hora del día. Desde un punto de vista práctico, tales gastos de tiempo y de material (los dolores de cabeza, los triunfos de medianoche que se convierten en desastres a la fría luz de la mañana) eran casi criminalmente absurdos, ya que la más grande obra maestra de imitación presuponía una limitación voluntaria del pensamiento, un sometimiento al genio de otro hombre. ¿Podían compensarse estas limitación y sumisión suicidas con el milagro de la táctica de adaptación, con los millares de ardides de la proyección de sombras, con el agudo placer que experimentan el tejedor y sus testigos en cada momento de la urdimbre, o todo ello no era más, en su conjunto, que una exagerada y espiritualizada copia de la máquina de escribir de Paduk?

—¿Te gusta? ¿Lo apruebas? —preguntó ansiosamente Ember.

—Creo que es maravilloso —dijo Krug, frunciendo el ceño—. Algunos versos tienen que pulirse —siguió diciendo– y no me gusta el color del manto de la aurora... Yo veo «bermejo» de un modo menos correoso, menos proletario; pero quizá tengas tú razón. En conjunto, me parece realmente estupendo.

Se dirigió a la ventana mientras hablaba, y miró inconscientemente al patio, un pozo profundo de luz y de sombra (pues, aunque pareciese bastante curioso, era por la tarde, y no noche cerrada).

—Lo celebro muchísimo —dijo Ember—. Desde luego, hay que cambiar muchísimos detalles. Creo que mantendré lo de «laderod kappe».

—Algunos de sus juegos de palabras... —dijo Krug—. Vaya, esto sí que es raro.

Ahora estaba observando el patio. Dos organilleros estaban plantados allí, a pocos pasos el uno del otro, y sin tocar ninguno de los dos: en realidad, ambos parecían deprimidos e inquietos. Varios rapazuelos de mentón saliente y perfil en zigzag (uno de ellos, muy pequeño, tirando de un carrito con un cordel) les miraban boquiabiertos y en silencio.

—Nunca había visto —dijo Krug– dos organilleros en el mismo patio y en el mismo momento.

—Tampoco yo —confesó Ember—. Ahora voy a mostrarte...

—Me pregunto qué habrá pasado —dijo Krug—. Parecen hallarse muy incómodos, y no quieren o no pueden tocar.

—Tal vez uno de ellos ha interrumpido los acordes del otro —sugirió Ember, sacando un nuevo fajo de papeles.

—Quizá —dijo Krug.

—O puede que cada uno de ellos tenga miedo de que el otro inicie una música competitiva en cuanto empiece a tocar.

—Quizá —dijo Krug—. En todo caso, forman un cuadro muy singular. Un organillero es el puro emblema de la unidad. En cambio, ahí, se produce un absurdo dualismo. No tocan, pero miran hacia arriba.

—Ahora —dijo Ember– voy a leerte...

—Sólo conozco otra profesión —dijo Krug– que mueva los ojos hacia arriba de ese modo. Me refiero a nuestro clero.

—Bueno, Adam, siéntate y escucha. ¿O acaso te estoy aburriendo?

—Tonterías —dijo Krug, volviendo a su sillón—. Sólo trataba de imaginar qué es, exactamente, lo que anda mal. Los niños parecen también perplejos por su silencio. Hay algo familiar en todo eso, algo que no puedo desentrañar del todo: cierta línea de pensamiento...

—La principal dificultad con que tropieza el traductor en el pasaje siguiente —dijo Ember, lamiéndose los gordos labios después de un trago de ponche y acomodando la espalda sobre la gran almohada—, la principal dificultad...

Le interrumpió el lejano ruido del timbre de la puerta.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Krug.

—A nadie en particular. Tal vez alguno de los actores que viene a ver si estoy muerto. Se llevarán un desengaño.

Las pisadas del criado se alejaron por el pasillo. Después, volvieron.

—Un caballero y una señora desean verle, señor —dijo.

—Al diablo con ellos —dijo Ember—. ¿No podrías, Adam...?

—Desde luego —dijo Krug—. ¿Quieres que les diga que estás durmiendo?

—Y sin afeitar —dijo Ember—. Y ansioso de proseguir mi lectura.

Un hermosa dama, vistiendo un traje a la medida de color gris, y un caballero con un sedoso tulipán rojo en el ojal de su chaqué, esperaban en el recibimiento.

—El señor Ember está en la cama con un fuerte resinado —dijo Krug—. Y me ha pedido que...

El caballero se inclinó.

—Lo comprendo perfectamente. Pero esto —mostró una tarjeta con su mano libre– le enterará a usted de mi nombre y posición. Como puede ver, he recibido órdenes Para obedecerlas con toda prontitud, he tenido que prescindir de mis deberes particulares como anfitrión. Estaba dando una fiesta. Y no dudo de que el señor Ember, si es éste su nombre, actuará con la misma rapidez que yo.

Ésta es mi secretaria; en realidad, algo más que una secretaria.

—Oh, vamos, Hustav —dijo la dama, dándole un codazo—. No creo que al profesor Krug le interesen nuestras relaciones.

—¿Nuestras relaciones? —dijo Hustav, mirándola con una expresión cariñosamente jocosa en su aristocrático semblante—. Dilo otra vez. Ha sonado maravillosamente.

Ella bajó las tupidas pestañas y dijo, haciendo pucheritos:

—No quise decir lo que tú quieres decir, niño malo. El profesor pensará Gott weiss was.

—Sonó —siguió diciendo Hustav, tiernamente– como los rítmicos muelles de cierta cama azul de cierta habitación para invitados.

—Está bien. Si te portas tan mal, seguro que no volverá a ocurrir.

—Ahora se ha enfadado con nosotros —suspiró Hustav, volviéndose a Krug—. ¡Desconfía de las mujeres, como dice Shakespeare! Bueno, tengo que cumplir mi triste deber. Acompáñeme a ver al paciente, profesor.

—Un momento —dijo Krug—. Si no son ustedes actores, si esto no es una broma pesada...

—Oh, ya sé lo que va usted a decir —murmuró Hustav—. Le extraña este matiz de vida agradable, ¿no? Uno está acostumbrado a considerar estas cosas en términos sombríos y de sórdida brutalidad: culatas de fusil, soldados toscos, botas cubiertas de barro... una so weiter. Pero en la Jefatura sabían que el señor Ember es un artista, un poeta, un alma sensible, y pensaron que algo un poco elegante y poco común en el procedimiento de las detenciones, un ambiente de alta sociedad, flores, el perfume de la belleza femenina, podrían endulzarle la ordalía. Advierta, por favor, que visto de paisano. Un indumento tal vez un poco caprichoso, lo confieso; pero, bueno..., imagínese lo que sentiría él si mis groseros ayudantes —y señaló hacia la escalera con el pulgar de su mano libre– entrasen en tromba y empezasen a destrozar los muebles.

—Muéstrale al profesor esa cosa tan fea que llevas en el bolsillo, Hustav.

—¿Qué has dicho?

—Me refiero a tu pistola, naturalmente —dijo la dama, secamente.

—Comprendo —dijo Hustav—. Lo había interpretado mal. Pero más tarde hablaremos de esto. No le haga caso, profesor, es muy aficionada a exagerar. En realidad, esta arma no tiene nada de especial. Un artículo oficial como otro cualquiera, número 184.682, que puede verse a docenas en cualquier momento.

—Creo que ya basta —dijo Krug—. Yo no creo en pistolas..., bueno, no importa. Puede guardársela. Lo único que quiero saber es: ¿pretende llevárselo ahora mismo?

—Así es —dijo Hustav.

—Encontraré alguna manera de quejarme de estas monstruosas intrusiones —gruñó Krug—. Esto no puede seguir así. Como en el caso de aquella pareja de ancianos completamente inofensivos, ambos delicados de salud. Un día se arrepentirán.

—Acaba de ocurrírseme —observó Hustav a su linda compañera, mientras recorrían el piso siguiendo a Krug– que el coronel tenía una copa de más cuando nos separamos de él, y que dudo de que tu hermanita siga siendo la misma cuando volvamos.

—El chiste que contó sobre los dos marineros y el barbok(especie de pastel con un agujero en el centro para mantequilla fundida) me pareció muy divertido —dijo la dama—. Tienes que contárselo al señor Ember; es escritor y podría utilizarlo en su próximo libro.

—Bueno, hablando de esto, tu linda boquita... —empezó a decir Hustav; pero habían llegado ya a la puerta del dormitorio y la dama se quedó esperando mientras Huslav, metiendo de nuevo la mano en el bolsillo del pantalón, entraba vivamente detrás de Krug.

El criado estaba retirando una mida (mesita con incrustaciones) del lado de la cama. Ember examinaba su campanilla por medio de un espejo de mano.

—Este idiota viene a detenerte —dijo Krug, en inglés.

Hustav, que, con silenciosa inclinación, saludaba a Ember desde la puerta, frunció de pronto el ceño y miró a Krug con recelo.

—Debe tratarse de una equivocación —dijo Ember—. ¿Por qué tendrían que detenerme?

– Heraus, Mensch, marsch—dijo Hustav al criado, y, cuando éste hubo salido—: No estamos en una aula, profesor —dijo, volviéndose a Krug—; por consiguiente, hable de manera que todos podamos entenderle. En otra ocasión, tal vez le pida que me enseñe el danés o el alemán; pero, en este momento, estoy cumpliendo un deber que tal vez nos resulta, a la señorita Bachofen y a mí, tan desagradable como a ustedes. Debo, pues, hacerles observar que, a pesar de que no me disgusta hacer un poco de broma...

—Un momento, un momento —exclamó Ember—. Ya sé de qué se trata. Esto se debe a que no abrí mis ventanas cuando sonaron ayer los altavoces. Pero puedo explicarlo... Mi médico certificará que estaba enfermo. Bueno, Adam, no debes preocuparte.

Mientras volvía el criado de Ember, con varias prendas de vestir dobladas sobre el brazo, llegó desde el salón el sonido de unas notas arrancadas por un dedo ocioso al frío piano. La cara del hombre tenía ahora color de carne de ternera, y evitó mirar a Hustav. Ante la exclamación de sorpresa de su amo, dijo que la dama que estaba en el salón le había dicho que vistiese a Ember inmediatamente si no quería que le pegasen un tiro.

—Pero esto es ridículo —gritó Ember—. No puedo vestirme así como así. Tengo que bañarme primero, y afeitarme.

—Hay barbero en el tranquilo lugar adonde le llevaremos —dijo el amable Hustav—. Vamos, levántese y no sea desobediente.

(¿Qué pasaría si contestase «no»?)

—No me vestiré si siguen todos mirándome —dijo Ember.

—No le miramos —dijo Hustav.

Krug salió de la habitación y pasó junto al piano para dirigirse al estudio. La señorita Bachofen se levantó del taburete del piano y con pasos ágiles le alcanzó.

– Ich wül etwas sagen(quiero decirle algo) —dijo, apoyando una mano delicada en la manga de él—. Hace un momento, mientras hablábamos, tuve la impresión de que pensaba usted que Hustav y yo éramos un par de jóvenes bastante absurdos. Pero él es así, ¿sabe?, siempre gastando witze(bromas) y pinchándome, y yo no soy la clase de chica que usted podría pensar.

—Estas chucherías —dijo Krug, tocando un estante al pasar junto a él– no tienen ningún valor especial, pero él las aprecia mucho. Si por casualidad se ha metido usted en el bolso un pequeño buho de porcelana, que no veo por aquí...

—Profesor, nosotros no somos ladrones —dijo ella, con voz muy tranquila, y cualquiera que la hubiese oído sin avergonzarse por el mal pensamiento de Krug habría debido tener el corazón de piedra; tal era la actitud de aquella rubia de estrechas caderas y simétricos pechos que subían y bajaban debajo de la escarolada blusa de seda blanca.

Él se acercó al teléfono y marcó el número de Hedron. Hedron no estaba en casa. Habló con su hermana. Entonces se dio cuenta de que se había sentado sobre el sombrero de Hustav. La muchacha se acercó de nuevo a él y abrió su bolso blanco, para mostrarle que no había birlado nada que tuviese verdadero valor material o sentimental.

—Y puede usted registrarme —dijo, desafiadora, desabrochándose la chaqueta—. A condición de que no me haga cosquillas —añadió la inocente y sudorosa alemanita.

Él volvió al dormitorio. Hustav, junto a la ventana, estaba hojeando una enciclopedia en busca de palabras excitantes que empezasen por M y V. Ember estaba a medio vestir, con una corbata amarilla en la mano.

– Et voilà... et me voici... —dijo, en tono infantil y plañidero—. Un pauvre bonhomme qu'on traine en prison. ¡Oh! ¡No quiero ir en modo algunol ¿No podemos hacer nada, Adam? ¡Piensa algo, por favor! Je suis souffrant, je suis en détresse. Si empiezan a torturarme, soy capaz de confesar que he estado preparando un coup d'état.

El criado, que se llamaba o se había llamado Iván, castañeteando los dientes y con los ojos medio cerados, ayudó a su amo a ponerse la chaqueta.

—¿Puedo entrar ya? —preguntó la señorita Bachofen, con una especie de timidez musical.

Y entró despacio, meneando las caderas.

—Abra bien los ojos, señor Ember —exclamó Hustav—. Quiero que admire a la dama que se ha dignado honrar su casa con su presencia.

—Eres incorregible —murmuró la señorita Bachofen, con sesgada sonrisa.

—Siéntate, querida. En la cama. Siéntese, señor Ember. Siéntese, profesor. Un momento de silencio. La poesía y la filosofía deben cavilar, mientras la belleza y la fuerza... Su departamento tiene buena calefacción, señor Ember. Verán, si estuviese completamente, completamente seguro de que ustedes dos no se harían matar por los hombres que hay afuera, les pediría que saliesen de la habitación, para que la señorita Bachofen y yo pudiésemos celebrar en ella una animada conferencia de negocios. Me hace verdadera falta.

—No, Liebling, no —dijo la señorita Bachofen—. Salgamos de aquí. Estoy harta de este lugar. Lo haremos en casa, cariño.

—Creo que este sitio es muy hermoso —murmuró Hustav, en tono de reproche.

– II est saoul—dijo Ember.

—En realidad, estos espejos y estas alfombras sugieren ciertas tremendas sensaciones orientales que no puedo resistir.

– II est complétement saoul—dijo Ember, y se echó a llorar.

La linda señorita Bachofen asió firmemente del brazo a su amiguito, y después de algunos arrumacos, consiguió que condujese a Ember hasta el negro coche de la Policía que les estaba esperando. Cuando se hubieron marchado, Iván se puso histérico, sacó una vieja bicicleta del desván, la bajó a la calle y se alejó pedaleando. Krug cerró el piso con llave y se dirigió despacio a su casa.


CAPITULO VIII



La ciudad resplandecía curiosamente bajo los últimos rayos del sol: era uno de los Días Pintados peculiares de la región. Éstos llegaban seguidos después de la primera helada, y el turista extranjero que visitaba Padukgrad en esta época podía considerarse dichoso. El barro producido por las recientes lluvias hacía que a uno se le hiciese la boca agua, tan rico parecía. Las fachadas de las casas de un lado de la calle estaban bañadas por una luz ambarina que hacía resaltar todos, sí, todos, los detalles; algunas, exhibían dibujos en mosaico; así, por ejemplo, el Banco principal de la ciudad, mostraba unos serafines entre una flora semejante a yucas. En los bancos recién pintados de azul del bulevar, los niños habían trazado con los dedos las palabras: Viva Paduk..., una manera segura de aprovechar las ventajas de la pegajosa sustancia sin recibir tirones de orejas por parte del guardia, cuya forzada sonrisa indicaba la perplejidad en que se hallaba. Un globo aerostático de juguete, de color rubí, flotaba en el cielo sin nubes. Tiznados deshollinadores y empolvados mozos de panadería fraternizaban en los cafés, donde ahogaban en sidra y granadina sus antiguos agravios. Un chanclo de goma y un puño de camisa manchado de sangre yacían en medio de la acera, y los transeúntes se apartaban de ellos, pero sin aflojar la marcha, sin mirar aquellas prendas, sin revelar siquiera que las habían advertido, salvo por el hecho de que pasaban de la acera al barro y volvían después a subir a aquélla. El escaparate de una tienda de juguetes baratos había sido perforado por una bala, y, en el momento en que se acercaba Krug, salió de la tienda un soldado con una bolsa nueva de papel e introdujo en ésta el chanclo y el puño. Una vez quitado el obstáculo, las hormigas toman de nuevo el camino recto. Ember no llevaba nunca puños de quita y pon, ni se habría atrevido a saltar de un vehículo en marcha y correr y jadear, y seguir corriendo, para caer al fin como había hecho esta infortunada persona. Esto empieza a resultar fastidioso. Tengo que despertarme. Las víctimas de mis pesadillas aumentan con demasiada rapidez, pensó Krug mientras caminaba gravemente, con su gabán y su sombrero negros, desabrochado y flotante el gabán, y oscilando en su mano el sombrero de ala ancha.


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